4. Traductor
Kristóbal amaneció su cabeza de fría tortuga entre mantas almidonadas por el polvo y sudor de una legión de inquilinos. Las sabanas hechas jirones parecían haber vestido el cuerpo de una momia. Ya en el Castillo recibió una noticia, que el daba por hecho, había sido aceptado como traductor; "… ahora deberá cumplir estrictamente las normas que se le impartan y encontrar un lugar para ubicar su escritorio.", le dijo el Notario. Kristóbal al acomodarse en un pequeño rincón debió soportar miradas amenazantes, sordos insultos y gestos de burla. "Seguro que así, reciben a todo el mundo. "Se consoló Kristóbal.
Jornada de trabajo Y así comenzó su jornada entre escribientes pertrechados de viejas bufandas ahorcando sus cuellos y que
Empleaban escandalosas plumas para dejar largas líneas temblorosas en los papeles. En el centro de la sala una estufa de hierro sostiene una olla llena de sopa. Un caño lleno de agujeros conecta la estufa con una claraboya. Por ese caño escapa el humo, danza en remolinos y cae como una nieve negra sobre los escribientes dejando sus ropas hollinadas y unas inconfundibles cejas negras.
Cuando el Notario aparecía en el Salón los escribientes debían quedar estáticos como estatuas. Aunque esto significara quemarse los labios con la orilla de una tasa de sopa o sostener una sonrisa de poco amor al trabajo. El Notario, entonces caminaba entre los inmóviles escribientes observando sus gestos, sus posturas, para ver cuan dormidos estaban. Cuando encontraba algún dormilón, se frotaba sus largos mostachones blancos, se rascaba la pelada, tomaba de la oreja al soñador y lo llevaba a su despacho. Los gritos, los insultos, los gemidos escuchados tras la puerta era para los escribientes que todavía "no habían probado al Notario" la única advertencia para estar despiertos y no convertirse en un humillado, como se llamaba a los que habían probado la ira del Notario. Esos ya no serían los mismos. Eran los alcahuetes del Notario. Su voz se afeminaba y se peleaban para lucir las plumas más coloridas para escribir o menear sus caderas cuando el Notario los llamaba.
En realidad el Notario no era tan malo. Por ejemplo, nunca había ordenado la ejecución de alguien y a los que mas protegía era a los mas dormilones, aquellos que entraban todos los días a su despacho meneando sus colas. "Si yo me voy, "les advertía, "vendrá otro realmente cretino, así que aguántenme."
Pertenencia Un día Kristóbal camino por el pueblo y halló una doncella que le dijo: – ¡Hay, escribiente orgulloso! Si supieses que no eres nada, si nada, como oyes, menos que yo, menos incluso que el último mendigo de Iberia y sin embargo caminas como creyéndote un Caballero Negros por que trabajas en el Castillo. – ¿Por qué? – dijo él, pero no hubo respuesta. Los Caballeros Negros lo miraban en menos, los iberianos con lástima, las mujeres con indiferencia. ¿Que más faltaba para que Kristóbal viera que trabajar en el Castillo no era pertenecer al Castillo?
La Unción De La Emperadora La elevadísima escalera de madera que cruje y oscila al paso de los caminantes, tiene grandes ventanales por donde se ve a la Emperadora en su Torre. La Torre esta tan cerca, que se la puede ver recostada en su lecho cuando unta sus pechos de cremas y ungüentos, muy suavemente, para mantenerlos jóvenes. Claro, no está permitido quedarse en las escaleras contemplándola, mirando de reojo. Mirando como acaricia su sexo enrulado de pantera negra.
Caminar Por Las Calles De La Ciudad Hubo muchos encuentros casuales con Mercedes, pero a Kristóbal le faltaba el coraje para tender ese puente que separa el "le digo" de los tímidos, que tan fluido nos sale, a solas y el decirlo. Una tarde, ella limpiaba la habitación. Kolón la tomó del brazo, ella lo rechazo y le dijo que tenía que irse. Pero pronto volvió y en ese momento Kristóbal la invitó para el Domingo a caminar.
Esa madrugada mientras la oscuridad de los objetos escapaba por el horizonte, una muchedumbre de iberianos se arrastró hacia el Castillo para segar sus jardines, fregar sus pisos, alimentar a sus funcionarios y ocupar toda realidad con miradas temerosas y obedientes. Kristóbal kolón llego al salón con sus manos sumergidas en los bolsillos. en la jornada tomo sopa, miro de reojo a la emperadora por la ventana de la escalera y preparo una extensa carta dirigida al rey de houzy solicitando urgente despacho de cien monos.
Al atardecer, Hernán Cortes cruzó el salón flameando su capa negra y subió las escaleras para visitar al Notario. Lo hizo casi sin mirar a los escribientes quienes, en especial los dormilones, cuchicheaban sobre los penetrantes ojos verdes del visitante, su majestuosa barba rubia, los enrulados y negros penachos engarzados en su casco como trofeo y testimonio de sus aventuras amorosas, su gallarda postura y su cabellera ondulante como la de un león al acecho. Cortés permaneció un rato en el despacho del NOTARIO. Se dice que es descendiente directo de Amaunac, el Dios de todo lo creado. Se dice también que sus huesos son de oro, su sangre un elixir que da virilidad y su pecho, abundante en pelos dorados, la presa codiciada de toda mujer. Hernán viste una armadura de hierro con brazaletes y espuelas de oro. El casco siempre lo lleva aferrado a su brazo izquierdo. Su cabeza es voluminosa y abovedada; sus cabellos son espesos y dorados y sus manos, aunque fuertes, muestra dedos finos y cónicos. Su voz al dar ordenes es dura, seca y la acompaña con gestos lentos. Nada lo desborda, pero todo su ser esta presto a responder a la provocación, como una jauría de locos rabiosos en una jaula de fuego. EN LAS BATALLAS, encabeza la legión fundido a su caballo, agitando la espada y blasfemando a su enemigo con quien su crueldad no tiene limites. Cuando Hernán Cortés se retiró alcanzó, casi de refilón, a darse cuenta que había un nuevo escribiente (Kristóbal Kolón) pero solo tuvo hacia él una mirada huidiza, indiferente. Como la que se tiene ante un paisaje aburrido.
Mi primer encuentro con Marcos Nordo, nos refiere Kristóbal, modificó totalmente la opinión que sobre el me había formado. Esto aconteció cuando ya llevábamos unos dos meses trabajando juntos en el salón del Castillo. La cabeza de Marcos Nordo , rozaba el dintel de la puerta de entrada a la sala; en sus brazos y manos fluían venas azuladas, su cuello era fino y largo, la boca ancha y húmeda como una babosa y sus ojos se anidaban en cejas gruesas y angulosas. Se expresaba siempre con parquedad y excesivo sentido critico, pesando cada gesto y palabra. Marcos Nordo, en los momentos de descanso, permanecía solo en su escritorio, negándose a compartir las pausas con los otros escribientes. Y ante insistentes invitaciones para que se arrimara, solía contestar: "Si me disculpan, prefiero estar solo." Recuerdo muy bien esta primer entrevista. Llegué a una pequeña taberna situada en una bulliciosa calle aledaña a la plaza central. Marcos estaba sentado en una mesa. Lo saludé desde lejos, temiendo molestarlo. Me invitó a compartir su mesa. Parecía estar disfrazado y completamente distinto al que yo conocía habitualmente, cubierto con un abrigo azul y con un sombrero hongo. No recuerdo con certeza cómo empezó nuestra conversación, creo que hablamos de Iberia, de China y sus hermosas mujeres que se estremecen con un trueno o el arco iris ,de los sacrificios de monos, de las obligaciones familiares tan tediosas como alejadas de los sueños juveniles y de un pueblo perseguido: los silonitas. Pude darme cuenta que había viajado bastante y también visitado mucho de los lugares de los que yo solo apenas empezaba a conocer por los textos que traducía.
La lluvia, las gotas chasquean en el barro. Los carros se entierran en el camino y los que entran a la taberna, tienen el cuerpo mojado. La Madre De Los "Latentes" Son Las Que Mas Sufren Marcos sabía mucho y además inspiraba confianza. Me animé a contarle lo que pasó una noche. "Hacia dos horas, mas o menos, que estaba acostado", le dije, "cuando escuché un coro de lamentos. Al acercarme a la ventana, vi en las cornisas de la muralla que rodean Iberia, unas sombras móviles. Me asusté tanto, que volví sigiloso a mi cama y me cubrí completamente con las mantas ,tratando en mi inmovilidad de hacer transparente mi cuerpo a esas sombras amarillentas que amenazaban llegar a mi cuarto y atraparme. Oculto entre las mantas y casi sofocado llegue al otro día" "Usted ha oído el lamento de los moribundos", dijo M., "son los que esperan la llegada de la muerte, arriba de las murallas. Cuando esta llega, el moribundo se acurruca en su regazo. Entonces la muerte acaricia sus cabellos mientras le da de beber de sus pezones una leche negra que lo va durmiendo de a poquito. Cuando el moribundo cierra los ojos, la muerte le arranca el corazón y bebe su sangre. Después arroja el cadáver al vacío. "Algunos moribundos, llaman a sus seres queridos o piden agua, pero nada se les concede, sería absurdo prolongar su agonía. Además ellos están sobre el muro por una gracia concedida por la Emperadora. Una gracia que han estado aguardando ellos y sus familias, a veces por largos años. "Brindada la gracia, una carroza negra tirada por doce caballos los lleva desnudos hasta las cornisas junto a la mitad de los bienes del elegido (bienes que pasan al Imperio, la otra parte corresponde a los herederos).
"Ya en la cornisa, se los viste con una túnica blanca. Los elegidos, la mayoría muy viejos y débiles, suelen pelearse entre ellos y no falta el que tropieza y muere al caer. Los que mueren arriba son arrojados por el guardia. Con el frío de la madrugada el sepulturero en su carro, recoge a los muertos escarchados diseminados a lo largo de la muralla y los lleva al cementerio."
¿Pero si alguien muere por una enfermedad o un accidente, antes que llegue la gracia de la Emperadora? "Por favor, sepa que nadie muere por una enfermedad o lo que sea, sino que queda en estado de vida latente y así permanecerá hasta la llegada de "la gracia". Muchas familias acuden a los embalsamadores para mantener lozanos a los que han caído en vida latente. Usted va a encontrar "latentes" en todos lados. Creo que no hay hogar donde no haya uno. Los latentes conservan todos sus derechos y siguen ocupando la cabecera de la mesa o acostándose con su esposa. Y algunas familias hasta los bañan y peinan cuando reciben visitas.
Como se empieza a "morir" "Hay algunos iberianos condenados a ser siempre latentes, son los que han agraviado a la Emperadora. Las madres de los latentes son las que mas sufren. Por eso vienen todos los días a pedirle la gracia a la Emperadora. Ellas sienten el dolor de sus hijos existiendo en una franja donde no se puede hacer ni esperar nada.
"La Emperadora detesta la vejez y la muerte. Cuentan que hace mucho tiempo, ella fue a la playa a pedirle a Amaunac eterna juventud. Amaunac le hizo el amor bajo la forma de un perro vagabundo durante toda una noche. Al otro día permanecieron unidos con sus dos sombras sobre la arena. Y se produjo el cambio: ella que había llegado a la playa con pechos fláccidos, con arrugas latigando su cuello y rostro, volvió con sus pechos turgentes y su piel como la de un bebe . Y Amaunac quedo tan satisfecho, tan gozoso que le concedió la gracia de dar la muerte a sus súbditos."
Le pregunté si todos estaban dispuesto a guardar sus "latentes" hasta que llegara el permiso Imperial. "La verdad que mucha gente oculta a sus latente entre la basura, es gente a la que no le interesa que sus seres queridos penen eternamente en el limbo, a ellos solo les preocupa no entregar la mitad de los bienes del latente a la Emperadora. Ellos arreglan todo dando algunas monedas o su hija al sepulturero. El sepulturero lleva en su carro al latente, oculto entre ramas y pegado a su asiento una niña que se servirá. "Ya veras mí hijita," les suele decir, "como te convertiré en mujer mientras tu pariente brilla en la oscuridad de la tierra."
"Los latentes son enterrados en una fosa común. Dicen que el área es una tierra caliente y en las noches arroja una luz amarilla. Cuando llueve se sienten los gemidos de alivio de los latentes. Con respecto a la niña negociada, el sepulturero la posee apenas cae la ultima pala de tierra. "Quiero hablarte también de los latentes expulsados. Son los que merodean las orillas del Imperio donde solo hay montañas de arena, culebras, silonitas y monos resentidos que siempre están aguardando la expulsión de algún iberiano para devorárselos y convertirlos en huesos blancos y pelados que en la noche arrojan luces sobre los muros de la ciudad. Estos son latentes condenados a soñar eternamente que algún día la Emperadora los perdonará y dejará volver.
A Partir De Entonces Todo Sería Diferente Me acosté y recordé lo conversado. Dijo cosas que no podía aceptar, que eran muy fantásticas. Otras por el contrario, coincidían con lo que yo pensaba. Mis preguntas y dudas esa noche no tuvieron respuesta pero estaba íntimamente convencido de que en mi, algo adentro se había quebrado, y que ahora las cosas que desfilaban frente a mis ojos eran muy diferentes a las de siempre.
Arenas Cuando en los atardeceres suena el estampido que hacen las puertas del castillo al cerrarse, un silencio cae sobre pájaros e iberianos. Y estén donde estén, apuntan sus miradas a la Torre con la esperanza de ver a la Emperadora aparecer en sus ventanales. Señal que la ancestral ceremonia, establecida en el Libro Sagrado de los Monos, se cumplirá esa noche cuando la arena de la playa y los desconocidos que ambulan la costa, reciban el cuerpo de la Emperadora. Los hombres infectados de placer no vivirán para contarlo. Las arenas incubarán sus cuerpos hasta convertirlos en babosas que avergonzadas de su condición se arrojarán al mar en búsqueda de un caracol donde morar. Los niños que la Emperadora pudiera parir como fruto de estos encuentros, deberán ser enterrados antes que den su primer bocanada de aire. Esto es terrible, pero estos niños pertenecen a Amaunac. Esto se cumplirá hasta que un día Amaunac hable a la Emperadora diciendo: "Deja con vida lo que palpita en tus abismos, pues es mi hija, la que te concebí convertido en un perro negro. Desde su nacimiento no pasarás la navaja por su cabeza y le dejarás crecer libremente su cabellera hasta que se cumpla el tiempo de su mandato; no se acercará a ningún cadáver; no se contaminará ni con el cadáver de su madre, puesto que lleva sobre si la consagración a Amaunac."
Hace mucho tiempo una Emperadora murió cuando su hija, destinada a sucederla, era una niña. Esa noche los sacerdotes sacaron al balcón de la torre su cadáver y con disimulo movieron sus brazos inertes. Pero que le iban a decir esa noche a los hombres que marchaban a la playa esperanzados a encontrar su cuerpo. No hubo mas remedio que embalsamarla para cumplir la ceremonia. Claro que si alguien se daba cuenta que estaba haciendo el amor con una muerta, las espadas de los guardias se encargaban que el secreto no saliera de su infortunada boca.
Cuando la niña heredera manchó de púrpura sus sabanas y sus pechos crecieron hasta ser dos lágrimas voluptuosas, los sacerdotes la prepararon para la ceremonia de la playa. Se anunció que la Emperadora había muerto y su sucesora ocuparía su cetro. La niña llego a la playa, apoyo su cuerpo en la arena e ilumino con su inocencia una luna quebrada por las nubes. Amó hasta el amanecer, primero con dolor, después con placer y finalmente cuando el sol quemaba su garganta con indiferencia. En la mañana, con algunos grillos festejando, se alejo de la playa derramando a su paso el placer blanco de los hombres que yacían sumergidos en la arena.
A la salida del Castillo, Kristóbal invito a M. a tomar un vaso de vino en la taberna. Cruzaron la plaza atardecida. Los mercaderes desarmaban sus improvisadas tiendas. Unas niñas colocaban flores y ramas en torno a otro pequeño cubierto de piedras quien daba indicaciones de cómo debía ser su entierro. Caminaron estrechas calles flanqueadas por precarias casas apiladas como caóticas torres. Cada tanto una nueva morada se construía sobre el último piso y cada tanto las torres estallaban para convertirse en una montaña de escombros, víctimas y llantos.
Los pasos de M. y K. crujieron las arruinadas maderas de la taberna donde encontraron una mesa vacía en medio de las risas, conversaciones entrecortadas y relatos fragmentarios de tifones y monstruos marinos. Los ojos de Kristóbal iban y venían atravesando cuerpos, manos y un humo viscoso que opacaba a los parroquianos. En una mesa cuatro latentes con barajas en sus dedos congelaban una partida brillante, un momento memorable. Los dos ganadores están en silenciosa carcajada, otro se rasca la cabeza y un cuarto frunce el ceño. Todavía no les dan la gracia para morir y esperan haciendo lo que más les gusta.
Envejecer en puerto Saber mucho, pero no animarse. En una mesa pegada a la de M. y K., unos ancianos peinan sus pelucas verdes y untan sus rostros arrugados con capas de afeites y ungüentos. Ríen y cuchichean de pociones mágicas, hechas con sangre humana, que convierten a un viejo decrépito en una bella joven. En una mesa Fernando Pinzón luce su calvicie, sus manos de piel de pescado seco y un rostro replegado sobre si mismo. El vino es su afición.
Fernando siempre quiso ser navegante, pero envejeció en puerto. Sus intentos de trepar un barco eran paralizados por temblores, náuseas y vómitos. En sus ojos vidriosos hay tifones de vino. De tanto imaginar los mares, su cuerpo hiede a tiburones y sus manos dibujan las cicatrices de los viejos marinos. Es muy querido por todos los pescadores y tiene la virtud de inflamar entusiasmo y bravura a los que anhelan lanzarse a lo desconocido. Fernando seguro que se comprometerá con la aventura pero en la ultima madrugada faltara a la cita.
Es el hombre que mas ha leído sobre navegación y por eso la Emperadora lo consulta en temas de agua y lo ha nombrado Almirante Imperial de Ultramar." Todos cuando jóvenes soñamos con viajes imposibles," les dijo Fernando a M. y K., estirando su cuello como un ganso asustado. "Nuestros padres, nuestros abuelos, y llegando a nuestros primeros antepasados; anhelaban convertir sus vidas en largos viajes." Fernando apenas termino de hablar arrasó el vino de su vaso y se desplomó sobre la mesa. Apagar una vela con los dedos mojados
Kristóbal ya está en su cuarto. Una vela enciende su cuerpo de espectrales colores y deja en sombra, en una negritud absoluta todo. Abre y cierra su mano sobre la mecha de la vela. Hay un humo final y la combustión rojiza de la vela. Moja sus dedos y aprieta con ellos la mecha. Abre la ventana para dejar que la Luna palpe su cuerpo y derrame sus rayos como leche espumosa en el vacío de la habitación.
"Dile a mi pueblo que deberán llenar el gigante de farsantes, corruptos y prisioneros. Si hacen lo que les digo, convertiré estas tierras en un gran paraíso de árboles verdes que sonreirán al paso de la gente, habrá muchas aguas mágicas, de los manantiales fluirá sangre humana el volcán crecerá tan alto que las nubes adornaran su cintura" Y el pueblo cumplió el mandato divino. En los días que vinieron, los jóvenes guerreros incorruptos montados en sus corceles, sacaron de los escondrijos a los bufones y simuladores y los arrojaron vivos a las profundidades del gigante. Se emprendieron exitosas expediciones a pueblos vecinos.
Hubo noches que no se podía dormir escuchando a las víctimas asfixiadas pidiendo aire. Pueblos enteros fueron diezmados; cuando los hombres se terminaban, seguían las mujeres y al final los niños. Cuando la aldea era absoluto silencio, se procedía a su incendio y borrado de su nombre de los mapas y libros de historia.
Resistir Y con todo , Amaunac no se saciaba y pedía más y más sacrificios. Ya no quedaban pueblos en varias millas a la redonda. Fue necesario organizar remotas expediciones en búsqueda de nuevas víctimas. Pero las ciudades se les adelantaron. Formaron un ejercito común y marcharon a Silón. "O vamos nosotros ahora o ellos vendrán por nosotros", se dijeron. Las armas silonitas perdieron la batalla ante un inmenso ejército y en las noches los vencedores arrojaban con sus catapultas las cabezas en llamas de los silonitas prisioneros, sobre los techos de la ciudad vencida. El sitio de Silón quebró su soberbia. Con humillación, con terror, los conductores de ese pueblo comprendieron que pronto serían una apariencia; que pronto las ruinas consagrarían el lugar y sus nombres borrados de mapas y libros de historia. Como prenda de sumisión los jefes silonitas enviaron al campamento enemigo, las vírgenes sagradas del templo. Durante varias noches, las muchachas fueron violadas por los soldados hasta que lentamente como las alas manoseadas de una mariposa, los cuerpos de las favoritas de Amaunac, fueron convirtiéndose en un polvo amarillo que una ráfaga de viento la esparció por los cielos.
Ha llegado la hora, dijo el jefe de los vencedores y un furioso ruido bajó por las laderas y miles de rosas cayeron sobre los guerreros. Embarrados por la lluvia avanzaron hasta la plaza mayor donde el mago supremo, sus consejeros y lugartenientes firmaron la rendición. El gigante de madera se sumergió en las arenas al caer derribado por los invasores. Lo único visible, su cabeza, fue mordida por el fuego. Igual destino tuvieron los ídolos de piedra y madera, los manuscritos sagrados y las inmundas espadas usadas para desangrar prisioneros.
Después del fuego purificador, la ciudad fue refundada: "DESDE AHORA TE LLAMARAS IBERIA, ASÍ LO QUIERE AMAUNAC" dijo el sacerdote hincado en el centro de la humeante ciudad. Los sobrevivientes de Silón fueron forzados a construir una muralla en torno a la ciudad. Con grandes piedras, ladrillos y argamasa edificaron una sólida cicatriz negra. Cuando el muro fue terminado los silonitas, expulsados de la ahora Iberia, refundaron Silón, es decir una manzana de ranchos trémulos, en las tierras secas y sin Sol de la ladera norte del volcán. Pero no todos lo silonitas se quedaron a esperar la decadencia y llegaron, dicen, a una tierra de suaves brisas, cantos dulcísimos, praderas multicolores, bosques perfumados e infinidad de monos. Nadie sabe cuando los iberianos arrojaron el primer mono a un lecho de fuego, pero a las pocas semanas de la fundación, en el fuego de los altares de los templos reconstruidos, ardían decenas de monos. Muchos vencedores volvieron a sus tierras de origen pero también muchos se arraigaron a su nueva condición de iberianos. Después de muchos años de vivir en esa nueva ciudad, así escribía un hombre a sus amigos del pueblo matar:" Yo ya no soy de Salónica, ahora me he vuelto iberianos; nosotros ya no extrañamos a nuestros pueblos de origen, los lugares donde jugueteábamos a las escondidas o hicimos el amor una noche de verano en un granero abandonado. Muchos no quieren escuchar nada que no sea de Iberia; muchos de nosotros tenemos sirvientes silonitas y hasta algunos se han casado con bellas y arrepentidas silonitas y se han rodeado de suegros y cuñados silonitas. Aquellos que fueron pobres en sus países, Amaunac los ha enriquecido. El que tenía unas pocas monedas de oro, Amaunac le ha dado un arcón lleno de joyas preciosas .
¿Por que debemos retornar a nuestros pueblos natales, cuando en Iberia hemos encontrado todo favorable? Amaunac no quiere que pasen necesidades aquellos que han impuesto su justicia en Iberia. Todo esto es un milagro que todo el mundo debiera admirar."
7. El Libro Sagrado de los Monos
En el Salón de escritura, un coro de plumas aletea sobre los papeles. registrando entradas y salidas de monos (¿Qué entra? ¿Qué sale? ) . Redactando autorizaciones de muerte a latentes . Y transcribiendo copias de ordenanzas y sentencias.
Al final del día, el Notario leyó un pasaje del Libro de los Monos. Los escribientes, sin moverse de sus escritorios, escuchaban con los ojos puestos en un Sol que borbotea en el filo del horizonte. "Había una vez un cuidador de monos muy laborioso que tenia la tristeza pegada en su rostro. Un día lo visitó la Emperadora para preguntarle por su tristeza. El le dijo que hacia muchos años que no visitaba a su querida madre muerta en un cementerio muy lejano. La Emperadora masajeó la espalda adolorida del cuidador y le aconsejó que olvidara a su madre. "Una mañana,cuando el cuidador preparaba la comida para los monos, encontró sobre la mesa un bulto cubierto por una sabana blanca. Adentro encontró un cadáver de carnes secas y enjutas. Por el vestido, descubrió que era su madre y echó a llorar. La Emperadora escondida en la cocina, salió en ese momento, abrazó al cuidador y lo acompaño al cementerio para que enterrara a su madre."
Cuando el Notario terminó el relato, entregó a los escribientes una túnica blanca diciéndoles que era semejante a las mortajas que cubría a la madre del cuidador y es "para que no olviden a los que le dieron vida y la vistan para los festejos de la Caída del Fuego." "La nueva edición corrige errores históricos de las versiones anteriores y agrega nuevas palabras y hechos de la Emperadora" Todo iberianos posee un ejemplar del Libro de los Monos. Con la caída del fuego, el Libro debe entregarse al Castillo (¡Mucho cuidado! porque cada poseedor del libro está registrado). Con el Retorno del Fuego, el Castillo devuelve el Libro revisado y aumentado por los Consejeros del Imperio.
Autor:
Raúl Lilloy
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |