La historia de Juan: Nopales y Magueyes
El ansia siempre deja huellas.
El llano en llamas. Juan Rulfo.
Después de recorrer la imponente cordillera que se bañaba de malvas y de azules en la distancia, viendo la inmensidad del país desde esas alturas en que se sobrepasaban otras montañas y se repetían lejanos los horizontes bajo las nubes, Juan bajaba sin apuros para adentrarse en los caminos no dibujados de los llanos. Y entraba al llamado de la planicie, que siempre atraía como posible escapatoria hacia un futuro liberador que nunca ha acudía a la cita, muy despacioso, desmenuzando el amontonar de la tarde y pensando en aquella batalla silenciosa y sin fin de su raza por conquistar la tierra que de siempre soñaba como propia. Y viendo al frente y a su alrededor pensaba que todo aquello en verdad les pertenecía, montañas, y llanos, y bosques y ríos, y aires y luces, y cielos y distancias. Y al estar por esos campos, andando al frente de la visión de un incendio mil veces conocido siguiéndole los pasos, que de siglos iba arrasando con lo que se podía a duras penas construir, y que sólo él podía reconocer, se inflamaba su garganta y se dilataba de espacios la gigantesca llanura que observaba y que aún en su calmada pero crecida pasión, consumida por el fuego o no, sentía que ya no le cabía en el pecho ni en la respiración. Pero el fogaje y chisporroteo de esas llamas que imaginaba los vivía en el aire de su mirada, dando vueltas, y lo escuchaba tal que fuese tan cercano como para arrebolarle la cara y secarle la visión que iba empequeñeciéndole los ojos con aquellas ondas de calor que nada detenía. Ya había conocido esos embates llenando las distancias en su eternidad de presencias en los llanos impacientes que recorriera en cada territorio de sus dolidas caminatas. Y las fogosidades centenarias de tales llamas habían ardido en su entorno y dentro de él desde la infancia acosada de supersticiones y de otras llamaradas que había vivido en su natal Sayula, donde los aparecidos andaban como naturales con sus presagios y misterios en la intimidad de las habitaciones y en los corredores de oscuros zaguanes de todas las casas que había conocido. Cada rincón tenía su aparición. Los fantasmas le eran más que cotidianos. Estaban presentes con naturalidad en las conversaciones y las miradas de los familiares y amigos a lo largo de su vida entera. Bastaba nomás estar en la caída de la noche alumbrados por farolas en los portales de las casas y en los callejones de pueblos enteros para que se presentaran con sus voces graves y sus movimientos muchas veces furtivos pero siempre dejándose ver. Y se sumaban las señales que daban las voces de las ramas de los árboles y los matorrales, como zumbidos y murmullos, con la prisa del viento y los ruidos de las furias que siempre habían traído a empujones esos fuegos y esos fantasmas.
Se movían con él, como propios, colocándolos como sombras, haciéndolos próximos en bocanadas de misterio mezcladas de calor y aparecidos que podía sentir azotándole la piel y el corazón sin azoro alguno. Y andando esos llanos, al paso, entre él y las llamas de su imperiosa visión, se acercaban silenciosos por la pradera los grupos de hombres y mujeres de todas las edades de la nación entera. Venían a su encuentro en marchas monótonas y numerosas, pareciendo seguir a un alguien que no se veía y que no era otra cosa que un sueño de demanda y reivindicación. Y se acercaban tal que fuesen abejas afirmadas a la tierra, derrumbados de trabajar, con las alas gachas, afincadas a sus historias, con los sombreros alones clavados en las sienes para proteger los ojos y la piel en sombras para no desnudar la cara.
Venían también los impávidos machetes sujetos en la cintura sobre los pasos bajos de las empolvadas alpargatas. En las espaldas cargaban resúmenes infames de cientos de labores, arando, cosechando, removiendo surcos y extrayendo viandas, y raspando millares de magueyes capados para obtener el aguamiel del pulque, en tareas que se dolieron por millones en cinturas que pudieron soportar la fatiga sin caer vencidas ni ser humilladas, sin terminar los días mordiendo el polvo con las orejas pisoteadas. Las piernas se fortalecían ante la rudeza. Y el carácter también. Con miles de cansancios presentes. Igual a como el peso del maíz sembrado y cosechado para apenas alcanzar a comer la mujer y los hijos, se sumaba en los morrales que colgaban de los hombros.
Los saludos humildes, en repetición de cadenas, apenas perceptibles, de cabezas gachas al pasar a un lado, sonaban a murmullos de miradas entrecerradas, pacientes, por lo bajo y por la sombra, sin identificaciones. Un mismo personaje repetido, a un paso único, sin romper la fila.
Pero Juan los conocía y reconocía a todos. No necesitaba verles la cara. Eran los mismos de la vida entera. Eran sus hermanos y hermanas, los campesinos históricos, por siempre juntos, compartiendo las pequeñas alegrías y los muchos sinsabores. Los distinguía contra el horizonte y contra el fuego. No había colores en el paisaje que los acompañaba, tan sólo destacaba el hálito rojizo de las llamas en la plana distancia que se consumía de calores y en la sequedad de la pradera que esos hombres dejaban atrás en su inagotable marcha por los llanos. Era el mismo fuego que tenía siglos empujándolos por aquellos parajes. Y el cielo del día, muy alto, siendo plomo enrollado que amenazaba convertirse en negro yunque y caer sobre sus cabezas, apenas se movía.
En cada hombre que llegaba y cruzaba a su lado con su andar de silencios, como en oración sin rezos, él podía adivinar los caballos de sus mentes correteando al final del túnel del recuerdo y de las historias, y de las fábulas, y de las realidades ajenas. Y veía a esos caballos que soñaban agrupados, impacientes y sobrados, relinchando por lo bajo en la fantasía del pensamiento que necesitaba la hora de los escapes conocidos tras sus caudillos, dispuestos para arrancar montados sobre ellos con la lujuria musculosa de los cascos en tropel, fervorosos por entrar en la lucha y la carrera, sin miedo a la herida o a la muerte, sabiéndose mártires y dispuestos al sacrificio casi que con tiste alegría. Con precisión soñaban que los rifles se alargarían en sus flancos y en sus hábiles manos. Y que en las narices agitadas de esos caballos llevarían los recuerdos del olor de la pólvora de los que lucharon y terminaron vencidos, pero que siempre regresaban, sublevándose, acompañados por los calores del sudor y de la sangre de legendarias batallas. Y Juan los dibujaba con su amor comprensivo y su orgullo auténtico al verlos avanzar hacia las futuras luchas, cayendo, cabalgando como locos, sedientos de peleas, gritando sus gritos, siempre con las hembras a la vera compartiendo cada lucha sin dejar atrás las trompetas y guitarras que desencadenarían sus amores y tristezas. Y los encajaba con firmeza en su memoria para después sacarlos a la luz en las páginas que escribiría. Y miraba hacia el cielo de plata manchada y apenas brillante buscando vislumbrar un futuro para esa raza dolida y cien veces traicionada. Y con ellos pensó que él tampoco nunca moriría aún estando presente en todas las batallas. Y con ellos grabados en la frente y en lo más profundo de su espíritu, jamás se detuvo. Y siguió con ellos. Y caminó muchísimo. Y ya muy dentro de esos llanos la tarde estaba por caer vencida. Pero todas las marchas se movían.
Y Juan seguía caminando también sin descansar, fundido a las filas, desentendido del fuego que ahora los rodeaba y que con ellos andaba la llanura y el camino. Y la oscuridad naciente de las nubes se confundía con los empujes rebeldes y revueltos de la humareda del incendio que se ahogaba de espacio y se alegraba de llamas y de ruidos en el viento creciente.
El fuego, y el llano, y los caballos de sueños, y la riada de gentes eran uno. Los niños que acompañaban a los hombres y mujeres en la marcha, que no se asustaban ni lloraban porque ya conocían en su silencio los dolores y el mal sabor de todos los filos en el augurar de heridas irremediables, caminaban de últimos, impasibles ante el alboroto que los rodeaban, también con sus sombreros en las manos y sintiendo como propios y en sus carnes el calor de las llamas a su alrededor.
Ellos, que eran como hombres pequeños, sin madurar, pero ya endurecidos por los golpes, de ojos grandes y achinados que podían verlo todo, avanzaban también siguiendo sus sombras, con sus perros asustados y jadeantes, y hambrientos, y flacos, sin saber en realidad adónde iban ni quiénes los guiaban. Tan sólo caminaban porque era lo que se tenía que hacer. Y lo que desde cientos de años se había hecho. Lo demás poco importaba. Eran los hijos doloridos y menospreciados del trabajo duro por generaciones, sin alivios, sin ilusiones.
Las ropas blancas de algodón, tal que fuesen bellos uniformes de combatientes en todos ellos, reflejados de una pureza casi virginal en su eterno y muy a la mano amanecer indígena, adorador de imágenes y mitos ancestrales, cuyas telas fueron hiladas por manos agrietadas y diestras, eran al vestirlas el sello que identificaban y portaban con humildad como un emblema intrínsecamente propio. Eso, y el amplio sombrero, y la fusión en cada paso a la tierra ajena a la que amaban y a la que se aferraban como si tuviesen raíces en las plantas de los pies, para que su savia corriese por sus venas y los abarcase, eran su sostén en el tiempo de esperar. Y también lo era el sempiterno machete. Al igual que las alpargatas. Y el sobrado sombrero de ala bien ancha que aplaca al sol. Y al momento, sintiendo esos mismos elementos como luces afincadas a su conciencia, Juan caminaba confundiéndose entre todos ellos, sabiéndose un resumen, habiendo sido uno más, con la certeza de haber consumido todas las historias y experiencias que se hubieron desgarrado y que llevaba con dolor en la sangre y en la memoria desde los años de la criminal Conquista.
Él templaba la raza inculta en sus latidos y en la tristeza de los ojos pequeños y sombríos con que miraba en su mundo de amplitudes y de aparecidos y dolientes, mezclándolos con los recuerdos y los desgarros y los fantasmas de las revueltas cristeras de la infancia y juventud que hubo vivido en su Jalisco natal. Y se amargaba y se dolía en el desprecio hacia tanta estulticia avasallante, por demás inútil y ciega. Y con ese bagaje revuelto arrastraba en sus adentros y en el espesor de sus venas el sueño y la espera del surgimiento de un salvaje redentor, un gigante aparecido y vestido también con sus algodones blancos y puros, un héroe homérico con el olor nacional y la estampa orgullosa y abarcadora del nopal y del maguey, irguiéndose desafiante frente a la ignominia de aquel destino. Soñaba ese paladín que al llamado de un nuevo grito arrasara con la Historia y con el maleficio de la Nación entera, señalando un camino que habría que seguir sin muchas preguntas nomás al llamar a la lucha con su grito más esclarecido. Y como aquella marcha en respetuosa fila precediendo a las llamas, y negándolas pero enriqueciéndose de ellas, sería la marcha silenciosa del que no sabe qué decir como respuesta a ese grito, pero que lo grita también y lo custodia, compacto con los compañeros, en un incesante y latente reclamo convencido, con la menor cantidad posible de palabras, casi enmudecido, pero como un solo hombre. Y lo hace mirando desconfiado hacia los flancos, con la tristeza de saber que el enemigo también nacía junto con ellos y podía sumarse en traición oscura, en las mismas entrañas, y que era su hermano, pero al otro lado, en otra fila, y que era siempre el mismo. Y Juan caminaba en todos los grupos, en aquél que era el suyo y en otros que llegaban a sumarse para fundirse a ellos, conociendo que en ese andar hacia la muerte quedarían, irredentos y redentores, con los cráneos y los sueños rotos y con la piel morena zanjada de heridas y machacada de golpes y de sueños ensangrentados.
Sabía que en esas tierras el hombre es siempre un ser que ha sido vencido muchas veces y que tan sólo sabe rebelarse para perder las batallas ante el cuello y la corbata, que la mayoría de las veces jamás ha montado un caballo que no sea la silla de un escritorio, pero que posee la labia engañosa que se dispara desde la garganta vil de las capitales y la prensa, para al final quedar, éste hundido en la ignominia y la mentira del ladrón, y aquél salpicado de abandono y de humildad pisoteada, con el sentir de la tierra que pisa y del viento que se levanta de ella metido en las narices y en los ojos negrísimos y humedecidos y brillantes. Tierra que nunca ha poseído y que se le niega. Y lo tendría que decir. El mundo entero lo sabría. El hombre de ese llano castigador, y caliente, y casi sin fin, tal cual él es, con el color de la terracota oscura, sabe como nadie del sabor de la amargura y del nudo de la traición. Y al pasar por las alfarerías que en sus modelos contaban todas las historias, lo veía en los gritos de los giros y en las redondeces de maestría del barro cocido, y en sus dibujos de simples geometrías simétricas y frescos colores, sin rebuscamiento alguno, que recuerdan al indio original y legendario. Y la hamaca lo acusa en el tejido que la sostiene y le da forma, desde que comienza el hilado hasta que las manos cierran el nudo y ascienden hasta el horcón o el hico, esperando, quieta, sin mecerse, a menos que fuerte sople el viento y se meta por la ventana, hasta que el héroe sudoroso de la comarca se busque su hembra y la monte en ella, o la visite, o se eche a morir o a descansar en sus telas después de una batalla innombrable por olvidada y dispersa. Y Juan entrará a la choza y se acercará para verlo en su reposo después de saber de esa batalla. Y le cerrará los apagados ojos si acaso está muerto. Y le acomodará frente a la vista apagada el sombrero y el sarape y las carrilleras que portaba cruzadas sobre el pecho en un clavo de la pared sin que falte una bala ni una sombra ni un calor.
Con el tiempo ya tampoco faltará un nuevo guerrero que las tome para seguir peleando. Y observará al guerrero muerto por un largo rato, como en una despedida. Y se quedará callado de respeto. Y le repasará la barba siempre negra y apuntada como espinas de nopal. Y le limpiará el sudor que se ha secado compactado con el polvo y la sangre sobre la frente amplia y el bigote espeso. Los cacharros en la penumbra de una esquina de la choza, donde beben y comen los vivos de la casa alternando con los muertos que la ocuparon y que aún deambulan en las noches, comparten sus apariciones y murmullos con las esclarecidas apariciones que siempre están despiertas. Todo lo presente se consolida augurando sus voces de vientos encerrados, haciendo eco en sus cavidades contenedoras cuando las lechuzas vuelan en los patios y se posan en los tendederos a emitir su sombrío canto de horrendos presagios que tan sólo la imaginación sabe descifrar. Ululan como el viento, pero más hondo. Los espíritus entran y salen por las paredes y puertas y ventanas sin mirar atrás y sin dejar ni un rastro de la humedad de los cementerios que no visitan ni del vaho de las tumbas que ya nunca ocupan pues es a lo único a que ellos a su vez temen también. Se alejan de ellas por no quedar atrapados. Sólo saben deambular.
La muerte y los muertos siempre rondan en los pasillos de la oscuridad del tiempo de los ambientes que él crea y sueña. Porque Juan siempre ha compartido su vida con los muertos. Y ha sido un muerto también. Los muertos son sus mejores y más confiables compañeros. Él es a su vez como una tumba, o como un páramo, o como un precipicio en cuyo espacio caben todas las desgracias sin que puedan ya producir dolor alguno.
Desde hace muchísimos años Juan vive con ellos en cada uno de sus viajes, y en cada una de sus casas, y en cualquiera otra de cualquier llano o monte desamparado, y en su mente, pues aquellos que no mueren definitivamente no pueden abandonar a la familia ni a sus cacharros y recuerdos y se quedan rondando sus querencias. Constituyen lo único que tenían y lo único que les queda para paralizar la vida y mantenerse en ella sin entrar definitivamente en el porvenir. Y Juan convive con ellos. Y se queda en lo oscuro adivinando en la penumbra sus propios cachivaches, bebiendo tequila con limón en un jarrito y dilucidando espacios tanto para los vivos que se acercan como para los muertos que se le suman nomás con recordarlos. Vive con esas generaciones que aún hablan de la Revolución y sus movimientos, y de coroneles y generales ascendentes de antepasados misteriosos, de abuelos de abuelos a su vez, y de parientes sin final que desfilan incansables y que son perfectamente reconocibles entre los rincones y los cuartos de cada aparición de las casas fantasmales. Son los residuos imborrables de aquellos a los que les dieron la tierra seca y dura y marchita, y agrietada, sin un árbol que ofreciera sombra y cobijo, para que la labraran casi que con las manos, mientras otros se repartían las vegas y los chaparrales y las bestias a ambos lados de los ríos y los arroyos.
Los zopilotes esperaban en las alturas con sus vuelos negros planeados de silencios. Y esperaban también posados en las ramas de los árboles resecos del llano inclemente, cabizbajos, con su paciencia olfateadora y trashumante de imagen triste y carroñera. Y aún esperan. Porque los hijos aún se abrasan de fiebres dentro de las chozas. Y Juan es capaz de escuchar las conversaciones de esas sombras que se mueven dentro de las habitaciones, rodeadas a su vez de penumbras, libres de recovecos y de luces precisas. Y puede reconocerlos como testigos de todos los tiempos y miserias. Y, testigo él, fantasma de su presente, sin dejar escapar una palabra escuchada de las dichas con el significado y la astucia del hombre del campo, que le suele dar una maliciosa entonación en la garganta y el respirar, escucha con la mayor aplicación y anota en su memoria lo que hablan y el dejo y la intención que marcan con lo que dicen. Y retrata con los ojos sus aspectos y gestos borrosos, y el sudor de la frente, y el aliento de tequila y de tabaco, y lo que hacen, y cómo se mueven a través de puertas y paredes, porque en ese mundo sí que no tienen obstáculos y son eternamente libres. Para después, él a solas, recostado en sí mismo, fumando su cigarrillo, recordándolo todo, redactar su libro y hacerlos conocer trascribiendo sus retratos.
Él es, cual otro aparecido de distintas épocas, un espía de la fatalidad y la tragedia que los ha arrastrado a todos por generaciones, atrapados en una red, hasta lograr por siempre volcarlos desnudos en otros tiempos que siempre serán semejantes a los ya vividos. Y en su debido momento se dará a la tarea de retocarlos y pintarlos de una mejor manera en sus narraciones. Y los hará andar como acostumbran, en fila india, y los hará conversar, y mostrará sus entrañas carcomidas por la voracidad de los que ostentan el bastón de la injusticia. Y aún con la tragedia en el semblante que intentará dibujar con una humilde pero socarrona sonrisa, sin pasar de una mueca de comprensión, los hará comer tortillas y cantar corridos y rancheras sin alegría alguna, acompañados por tristes y melancólicas guitarras y roncos guitarrones. Y así, sin menosprecios, entendiendo los fracasos y caídas, por siempre los hará universales. Y al final, reconociendo que no es mucho lo que ha logrado pero que le ha sido satisfactorio, se resignará, y, con el llano incendiado aún, chamuscado el horizonte, sin respiros de alivios y de llamas, cumplida la tarea, cogerá el camino de regreso, como quien sube por la ladera de un infinito monte. Y se irá a descansar y a morir con su escritura en la cima del cono de la caldera de un volcán para juntarse con sus propios muertos. Y muerto ya, como ilusionaba, se tendrá que seguir contando esta pequeña historia de este Juan porque el mundo ha cambiado muy poco y ayer llovió tanto que el cementerio en que lo enterraron se inundó hasta las entrañas y las raíces, y el agua abrió y vació las tumbas de los que estaban muertos sin regresos, de los que no se le aparecen a nadie ni deambulan en las noches.
Los cadáveres debutantes, emigrando por sobre las cercas del cementerio, flotaban a un lado y otro, por caminos y veredas, y patios y matorrales, entrando y saliendo de los pueblos, rodeándolos, recorriendo las calles, sin rifles ni caballos, como en una procesión macabra y circular. Apestaban como nunca antes. Eso fue lo que dejó la avalancha de tanta lluvia, además de echar abajo las pocas flores que este año habían nacido en el cementerio y en el chaparral vecino, margaritas y romerillos, de las que algunas viajaban como amarillas burlas arrastradas por los cadáveres emergentes que flotaban entrechocando con los árboles y con las puertas y ventanas de las casas de la comarca. Y la gente, que ni remotamente se asustaba y podían recibirlos con la mayor naturalidad, viéndolos con ojos astutos y sonrientes de callada picardía, acostumbrados a ellos, fumando sus ensalivados cigarrillos de tabaco negro liados por sí mismos con sus dedos cuarteados y sucios de tierra y nicotina, les abrían los brazos y los besaban en las frentes descarnadas como si fuesen visitas familiares. Sólo el cadáver de Juan no salió con la inundación en esa procesión de maltratados difuntos con vestiduras campesinas que parecían andar buscando un aire. Su tumba quedó sellada. Ni tan siquiera amenazó con removerse. La lápida se mantuvo firme, sujeta a lo profundo, como sembrada.
Pero quedó cubierta de tierra luciendo decenas de todas las flores imaginables, todas frescas y brillantes, como queriendo también echar raíces y no desaparecer, para multiplicarse sin necesidad de ser fantasmas perfumadas en las cerradas memorias de los vecindarios. Vaya Ud. a saber por qué tan sólo nuestro Juan se quedó quieto.
Autor:
Luis B Martinez