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El Juego con lo Inaprehensible (página 2)

Enviado por Sergio Espinosa Proa


Partes: 1, 2

No digo que en la escritura se alcance por fin esa fusión. No, se asume el crimen de ser solo y ante todo un cuerpo. Esta asunción es, desde el ángulo de la ley, evidentemente, un crimen. Si la filosofía se acerca a la escritura, ello significa que asume el pensar como un juego. El arte es el juego de los cuerpos, como muy bien lo pintaba El Bosco en su desbordado y delirante tríptico. Porque el juego de los cuerpos tiene un sentido preciso: en absoluto es una marcha. Recuérdese ahora, mucho más cerca de nosotros, esa maravillosa escena de Marcelo Mastroiani y Sofía Loren en Una giornata particolare. Mientras todo el mundo festeja la visita del Führer a la Ciu- dad Eterna, mientras todos asisten al impresionante desfile militar, Gabriele y Anto- nieta ensayan con inocencia infantil, casualmente y con temeridad, unos pasos de rumba en la momentánea soledad de un impresionantemente moderno edificio de apartamentos 2.

Curiosamente, esta asunción primaria de la soledad de los cuerpos es la base de todo erotismo. Por lo demás, la danza se interrumpe en el momento en que la portera del edificio prende la radio para escuchar a todo volumen la narración oficial del desfile. Nadie puede perdérselo, ni siquiera esos dos inquilinos que no han podido o no han querido asistir. Más tarde, después de hacer el amor, después de dejarse hacer el amor, Gabriele confiesa: "Ha sido bellísimo. Pero eso no cambia nada". El amor no confunde. Al contrario, marca con fuego dulce nuestro límite.

¿Nuestro límite? Ya no sabríamos decir contra qué choca ese límite. Después de que Dios ha muerto —¿de envidia?¿de compasión?—, los hombres deambulan, turbados o indiferentes, en la desesperación o en la arrogancia, por la superficie y las fisuras su inmenso, descompuesto esqueleto. La escritura le ha enseñado sin embargo una cosa. Dios no está detrás de ese límite; es el límite lo que, en el hombre, al- canza el resplandor de lo divino3.Se diría que ya hay demasiadas muertes y demasiadas agonías y demasiados abandonos en este juego al parecer bastante siniestro que es el arte o la escritura.Pero si la existencia es un parpadeo, la muerte o la nada o el no-ser apenas alcanzan un modo de ser que podemos imaginar como esas dos pequeñas líneas curvadas que en la escritura se usan a manera de paréntesis. Dios no acechaba detrás o por encima de esas inocentes curvas verticales. Dios se disuelve y se resuelve en ellas. Y esta disolución muestra que lo humano apenas es otra cosa que existencia, es decir, expe- riencia, es decir, límite. Es decir: soledad. Pero no dramaticemos en una mala dirección: esa soledad es insoportable no para el cuerpo, sino para la comunidad que nunca ha sabido qué hacer con él…

O, más probablemente, que, en cuanto comunidad establecida, ha sabido de- masiado bien qué debe hacerse con los cuerpos.

Esclavizar un cuerpo es lo mismo que, o está muy cerca, peligrosamente cerca,de convertirlo en cosa. Sólo así puede matarse a un semejante. Sólo así un semejante puede ser encarado como un enemigo. Un paso más, y los cuerpos simple y sencillamente se comen. Por eso decimos que no hay comunidad que no se funde, así sea en la imaginación o en el sueño, como efecto y consumación de un crimen. Ni Freud ni la paleontología ni la etnopsiquiatría andan en esto muy errados. Al separarse de la natu- raleza, al debilitarse los instintos, al poner entre paréntesis la propia animalidad, ¿qué impide a una comunidad esclavizar, matar y comerse a sus miembros?Estaremos lógicamente tentados a responder: la ley, justamente ella nos salvade tan espantoso salvajismo. Contra la recaída en la naturaleza, la omnipresencia de una potencia sobrenatural. Pero la respuesta se nos escapa, porque no es fácil desembarazarse de la sospecha de que la ley es precisamente aquello por lo cual y des de la cual se produce la separación respecto de la naturaleza. A la inversa, quizá (hi- pótesis seguramente naïf) habría que confiar de nuevo en el instinto para suspender esta violencia provocada por la instauración misma de la ley.No insistamos más en esto. Sólo desde la ley —desde la violencia ejercida porla comunidad establecida, por la fuerza que aborrece y teme la diferencia— se abre la posibilidad de hacer del cuerpo un objeto. Objeto de inscripción, superficie expuesta al sufrimiento productivo, carne entregada a los placeres de la carne. La Iglesia, la Patria,el Pueblo. Y, obvio, la abstracción más poderosa de todas, la madre de todas las abs- tracciones: el Dinero. En todos los sentidos, el cuerpo desciende (o asciende) al esta- tuto de carne de cañón.

Insistamos mejor en el otro aspecto. Los cuerpos —sexuados, solitarios, mor- tales— no pueden ser cosas. En otros términos: ninguna ley puede hacer de los cuerpos humanos entidades totalmente equivalentes a las cosas. Y no puede hacerlo porque los cuerpos son precisamente eso: límites. El cuerpo es el límite mismo del poder de la ley. Su impugnación.

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2 Nietzsche: "En verdad es una bendición y no una maldición enseñar: ‘sobre todas las cosas se encuentra el cielo azar, el cielo inocencia, el cielo casualidad, el cielo temeridad’…", Cf. Así habló Zaratustra, "Antes de la salida del sol", Tercera parte. La película referida fue filmada en Roma y dirigida por Ettore Escola en 1977.

3 Bataille: Dios no es el límite del hombre: al contrario, es el límite del hombre lo que es divino, Cf. Oeuvres complètes, V, Gallimard, París, p. 350

Tres

Esta impugnación es lo que hemos llamado, desde el principio, asunción del crimen. Es lo que hemos llamado también, aquí y en otras partes, "escritura", "obra de arte", "experiencia". Estas palabras no se colocan en lugar de los cuerpos; quisieran simplemente dejar de juzgarlos, quisieran asumirlos en ese triple carácter (sexo, muerte, soledad) que los hace literalmente entrañables. E imposibles. La belleza co- mienza —y termina— con la belleza de un cuerpo. Es su inapropiabilidad —su insen- sato y por ello siempre gracioso paso de danza— lo que hace de un cuerpo algo admi- rable, algo deseable, algo sagrado. La escritura se dobla y cede en ese punto. La obra llega al umbral de esta finitud y sólo desea marchitarse ella en vez de sobreponerse con falsa suficiencia al irremediable marchitamiento de los cuerpos.

El arte da señal de esta insuficiencia. Insuficiencia del lenguaje, que levanta y ordena a los cuerpos en el mismo giro en que los intoxica. Insuficiencia del sujeto, que pierde pie y se disemina en las nervaduras de ese cuerpo que cada día trataba como "cadáver postergado", según la implacable expresión de Fernando Pessoa4. Insufi- ciencia del saber, de la filosofía, de la moral, insuficiencia de la ley y de la gramática.

Insuficiencia, fijémonos en esto, de la mirada, de esa mirada sin párpados que milenariamente nos sitúa y nos distribuye en un espacio común.

El arte no meramente mira; tampoco se mira mirar, no es una "reflexión" en el sentido metafísico del término. El arte mira lo que el mirar no percibe. Mira lo que nin- guna mirada puede. Por eso es también una escritura: ella inscribe lo que el lenguaje no puede callar. En este preciso sentido, el arte es la asunción del límite, mas no del límite que se deja caer sobre cada uno de nosotros como una amenaza o una sentencia de muerte, sino de ese límite desde el cual y merced al cual cada cuerpo es lo que es.

Se advertirá enseguida el fondo (fondo en retirada perpetua, fondo ilocalizable)

de toda esta argumentación. El arte es extraño porque se empeña en devolverle al pensamiento su finitud, su infinita finitud. Se empeña en hacer justicia a ese crimen que es la existencia, esa existencia puntual e inasible arrojada intempestivamente a la ambivalente y azarosa franja que dibujan, en su encuentro y en su distanciamiento, el franco azul del cielo y la tenaz opacidad de lo térreo.

Tal es la asunción de la que hablamos. Asunción de lo humano no como esencia, sino como licuefacción o rarefacción o estupefacción de toda esencia. Asunción de lo infinitesimal que escapa al poder del habla, que escapa incluso al desgarramiento profesional de los cuerpos. Asunción de lo humano menos como concepto o como deber ser que como transposición. Como ficción.

Lo humano sólo llega a serlo huyendo, desistiendo, dimitiendo de lo humano.

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4 Cf. Fernando Pessoa, Mensaje, Verdehalago, México, 2004, p. 63.

Cuatro

Para hacer justicia a los cuerpos, para asumir su crimen, habrá que jugarle in- cluso una mala pasada al Hombre. Ecce homo. Todo el arte de Occidente se mide y se ha mirado en ese espejo. Para ser Dios, el Hombre ha de sufrir lo indecible. Humi- llar al cuerpo, marcarlo, masacrarlo, inscribirlo en la infamia, coronarlo de espinas, mortificarlo sin miramientos, exhibirlo infinitamente en su derelicción, en el límite mis- mo de lo soportable.

El Hombre es, así, y sólo así, Dios. Su precio es la supresión del cuerpo. Su- primirlo es, según hemos dicho, ponerlo fuera de combate. Fuera de juego. Fuera, para expresarlo más justamente, de ese juego que es el único combate en el que val- dría la pena entrar y participar. El arte hace o se involucra en un movimiento inverso. Pone en manos de la bestia de trabajo, del soldado, del fiel, la irreflexión, incluso la crueldad de la infancia. In-fans: literalmente, en el límite de lo decible.

Lo entrega a su mortalidad. Es decir, desde luego, a su sensualidad. El arte vuelve a poner en juego al Hombre y a Dios (imágenes devueltas en un espejo siem- pre a punto de quebrarse). Este poner en juego es, obvio, quitarle a los cuerpos su carácter de cosas, su objetividad. Con ello, el cuerpo pierde su transparencia y su do- blez de signo, de signo que apunta a un fin situado fuera de él.

Consideremos aquí este desgarro sin la imaginería que por lo común le es pro- pia: cuerpos lacerados, sangrantes, crispados de dolor. Desviemos la mirada del dolor infinito que representa el dios crucificado y dejémosla deleitarse con la tersura de una mera anunciación. Detengámonos un instante en esa maravilla que es Noli me tangere (c. 1534), de Corregio.

Allí, la mujer, de hinojos, como emergiendo de la tierra, vistiendo sus mismos colores, es dulce aunque firmemente rechazada en nombre de lo celeste. Mi reino no

es de este mundo, eso está claro, pero semejante afirmación —semejante negación— proviene de una figura dotada de una singular sensualidad. Jesús señala a lo alto, pero la Magdalena sólo tiene ojos terrenales para ese joven hermoso que exhibe su torso rechazando el tacto, mas no la vista.

Doble éxtasis de la mirada. Atracción incontenible, de una parte, y austera, aunque también comprensiva, repulsión, de otra.

Antes de subir a la cruz, Cristo es ya un cruce, un cuerpo desgarrado. Pertenece y no pertenece a esta tierra, que Corregio hace brillar y ocupar gran parte del espa- cio debilitando su simple carácter de fondo. El cielo al que Cristo apunta no es aquel cielo auroral, casi verdadero, que ilumina a la naturaleza. Cristo señala por fuerza un lugar fuera de lugar, un lugar que en absoluto es un lugar. Movimiento que contrasta vivamente con la frondosidad y el colorido de esta tierra. Corregio pinta un episodio sacro, pero mostrando, o al menos insinuando, que lo sagrado también (si no es que sólo) es de este mundo.A eso podemos llamarlo erotismo. Podemos llamarlo alegría. Podemos llamarlo juego.

Este juego hace de la imagen una obra de arte, que por lo mismo se retira o desiste de la narración edificante, de la mera propaganda y conformación de una fe. Aunque también exista eso. Pero agreguemos de inmediato que el "poner en juego" no remite a un sujeto —el artista— que consciente y voluntariamente devuelve al Hom- bre/Dios su espacio de juego. Él mismo se encuentra en juego. El artista es un cuerpo que no es un objeto objetivado por la mirada de Dios (o por la comunidad del Hombre). Es lo que teníamos en mente al escribir, en consonancia con Bataille, que los cuerpos impugnan, o ponen en cuestión, o devuelven al espacio de juego, el poder de la ley.

La asunción del crimen remite a la insuficiencia eterna de la ley eterna. Queda así dispuesto y compuesto el terreno de la creación, pero no hay creación sin azar, y tampoco la hay sin destrucción. El terreno de la creación se confunde con el hundi- miento del terreno. La creación sólo sabe una cosa: que no encontrará, para comen- zar, ni a fin de cuentas, ni siquiera por un momento, ni como recompensa ni como reto o punición, ninguna tierra firme. Ninguna estancia permanente.

Cinco

Exactamente como la música, que consiste por entero en una vibración, un ti- tubeo, una perturbación del aire. ¿Hay siempre una ascensión de la alondra? ¿No es, la música toda, como una (gozosa, angustiosa, risueña) caída? Caída, sí, pero en la falta de gravedad. La música no cae nunca como la lluvia. ¿Bienhechora o perversa?

¿Desdeñosa? Caída extática: a espaldas de la polaridad bien/mal, cielo/infierno, posible/imposible, ser/no-ser.

Sólo que esta caída indiferente al mundo del trabajo y de la guerra, al mundo de la obediencia y del juramento, al mundo de la ley y de la comunidad, al mundo del Uno y de su séquito, transmite por lo bajo una insólita noticia. El cielo es el infierno de lo posible. De eso que el hombre, en cuanto ser, puede hacer, y hacer suyo. Apropia- ción que, a contracorriente, la obra (de arte) pone (casi sin pensar) en entredicho. El cielo y el infierno son obra de arte por su oposición y en ella. La obra de arte no con- duce —beatíficamente— al cielo. Tampoco se despeña —perversa y demoníaca— en el fuego negro del infierno. Más bien viene de su juntura, de su mutua necesidad. De su separación, de su llaga, de su fricción.

De esta caída o de este deslizamiento no podemos, en cuanto animales par- lantes, en cuanto existencias conscientes de su finitud, en cuanto cuerpos signados, propiamente, salvarnos. La música, la pintura, la poesía, no nos salvan. Intentarlo es retroceder al feroz campo magnético y mágico de las religiones.

La noticia transmitida es que no es posible eludir indefinidamente lo imposible.

¿Hacer del sacrificio una obra de arte? La historia de la Humanidad parecería circular en sentido inverso. La obra de arte se aparta del sacrificio si éste es concebido como la abolición de la muerte o de lo imposible. La historia ha hecho un altar allí donde lo imposible tiene que ponerse a trabajar —de lo contrario se le expulsará al otro lado del río Éstige. Pero expulsar a la muerte no es lo mismo que abolirla.

En este no es lo mismo se juega el juego con lo inaprehensible. "Juego" sigue siendo sin embargo una palabra difusa. Reemplaza en este tramo, como jugando, a la palabra "asunción". Pero si la escritura es la asunción del crimen lo es porque juega el juego de lo imposible. No lo expulsa del mundo, aprende dificultosa y con frecuencia exultantemente a hacerle lugar. Lugar sin lugar, que, según enseña Corregio, pertenece y no pertenece al mundo. Pertenece dándole la espalda. Mundo de los sentidos.

Sentidos que el arte predispone no para retornar al cuerpo desnudo, sino al cuerpo en el límite mismo de su sin remedio ser también signo. El cuerpo en su ser sin remedio el lugar de una interminable conversión.

Es cierto, por lo demás, que en el mundo moderno el cielo y el infierno se han desplomado encima de nosotros. No hay más allá, ni admirable ni aborrecible. La modernidad es el sistema articulado de la satisfacción inmediata. La satisfacción es la versión laica, muy deteriorada ya, de la salvación. El "materialismo" moderno es la inversión —financiera— de Dios. No su olvido, no su huida, no su abandono. La dife- rencia es que en la modernidad Dios aparece como lo que siempre quisimos que fue- ra: un equivalente universal, el soporte de todos los sacrificios, la garantía detrás de la vidriera. El Patrón es, véase por donde se le vea, el Patrón Oro.

El cielo es la Fortuna, la dicha es la Riqueza. La vida es la Propiedad.

¿Lo son? Incluso los personajes de Balzac —siempre, en el fondo, paródicos— podrían ponerlo en duda. Lo inaprehensible no está al alcance de la mano, pero no porque sea un tesoro que mil obstáculos ponen a resguardo. Lo inaprehensible es eso que somos. Eso que, oscilando a espaldas del Yo, es cada cuerpo. De espaldas a su conscripción, de espaldas a su consignación. "Existe en el hombre", escribe Bataille, "un imposible al que nada reducirá, el mismo, de modo fundamental, tanto para el más afortunado como para el más desdichado. La diferencia está en la elusión; la felicidad es sin duda una forma de elusión deseable, aunque la felicidad no hace más que re- tardar el plazo. Como nosotros no podemos limitarnos a prolongar el plazo, al final no podemos más que enfrentar lo imposible".5 ¿Nosotros? ¿Quiénes? ¿Todos?

No. Tan sólo aquellos de nosotros que, viviendo cada noche solar, de un salto, y permitiendo gracias a ello que el presente se abra, no podemos hacer otra cosa que dejar de eludir.

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5 Georges Bataille, "La risa de Nietzsche", en Meditaciones nietzscheanas, Gerardo Villegas

Editor, México, 2001, p. 128

 

Sergio Espinosa Proa

Partes: 1, 2
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