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El Juego con lo Inaprehensible

Enviado por Sergio Espinosa Proa

Partes: 1, 2

    Uno

    LA ESCRITURA —EL "ARTE"— ES, POR IR DE INMEDIATO AL PUNTO, LA ASUNCIÓN DEL CRIMEN. No el crimen, sino, dicho con precisión, su asunción. ¿Qué crimen? Cualquie- ra. El crimen que comporta toda existencia. Entiéndase toda existencia como transgre- sión del no-ser. Entiéndasela por ello invadida por la deuda, por la culpa, por el peca- do, por la falta —y por el deseo de expiación. La existencia, dado que es finita, sueña con liberarse del infinito peso de ser. Compréndase esto: la existencia no ha deseado la existencia. Sólo puede, por consiguiente, desear lo que ella no es. El crimen es este paso del no-ser al ser —y su alucinante, escalofriante, oscuramente anhelado retorno. No es cuestión, aquí, habrá que empezar por ello, de legitimar (y hacer uso) de la violencia. No hay violencia legítima, aunque sí una violencia de la ley. La norma transgrede el infinito de lo posible. Asumir el crimen no tiene nada que ver con su legitimación. Nada que ver con su "justificación".

    La asunción del crimen tiene por meta, exclusivamente, abrir el presente.

    Pero abrir el presente no es algo que ocurra sin violencia. Es que el presente, mirémoslo, está cerrado, aplastado por la vida común, por la vida en común. Los gi- gantescos agregados sociales —naciones, empresas, partidos, iglesias, industrias— no son comunidades, sino formas parasitarias de una comunidad original y finalmente impracticable. Son, apenas merece la pena denunciarlo, formas genéricas de avasa- llamiento, estrategias y formas operativas de esclavización. Existir, es decir: subordi- narse. De grado o por fuerza. Esta sujeción es también un crimen, pues funciona en virtud de un mecanismo que introduce en el individuo un asfixiante —pero producti- vo— sentimiento de culpa. El trabajo y la guerra son su manifestación. Manifestación privilegiada, manifestación prescrita.

    Negar esta subordinación es, naturalmente, otro crimen. La destrucción es un crimen, pero ese crimen, lo hemos pronunciado, es el ser mismo. En cada rayo de sol el sol muere un poco. La meta del ser es dejar de ser: consumirse. Brillar intensa- mente un segundo dejando una tenue, verdosa estela en la atmósfera. No hay más.

    La escritura o el arte es ese crimen asumido que consiste en glorificar la exis- tencia. Asunción en absoluto "espiritual" o "intelectual". La asunción es la ascensión de lo avasallado. Eso avasallado por el espíritu o por el intelecto. Eso silenciado por la voz contante y sonante. La gloria es esa incandescencia sin meta. Sin más allá. Sin vía de regreso; sin culpa. Y, por lo mismo, sin mérito.

    El arte abre el presente. Lo abre dejando que venga lo que viene. Ese venir no puede no ser peligroso. ¿Quién lo sabría? ¿Quién posee su mapa, o tiene la clave para leerlo? ¿Quiénes han establecido, solidificado su leyenda? La escritura abre el presente en un desafío y una agresión a la estabilidad del presente. Lo torna innecesa- rio, lo torna artificial, lo torna ridículo. El presente es irrisorio cuando la escritura toma la palabra, o, más bien, cuando la palabra —o la imagen— es tomada por aquello que viene.

    Viene, de improviso, de un lugar sin motivo. Sin cercanía, sin lejanía. Viene del cerco mismo, que consiste en alejarse sin término —y sin piedad. Emerge desde sí mismo y para sí mismo, como el Minotauro, dichoso en su laberinto. A la escritura —y en esto se encuentra en las antípodas de la ciencia— nada le importa menos que es- capar del laberinto y derrotar al monstruo. Lo que necesita el arte, aquello de lo cual extrae toda su fuerza, todo su ingenio, todo su valor, es la asunción de su crimen, de su violencia contenida. No es ese "Dios que viene a la idea", según cierta filosofía in- festada de noble altruismo, sino eso sagrado que viene al presente sin poder en él aposentarse jamás.

    Hay, de acuerdo con esto, un doble crimen, un crimen como en espejo. El ser es sólo un parpadeo entre dos nadas. Desde el no-ser, el ser es juzgado. Criminaliza- do. Desde el ser, el no-ser es juzgado, igualmente criminalizado. Doble transgresión. Existir es un pecado, y no existir su castigo. Llamémosle como queramos: este será en cualquier parte y tiempo el molde de la moral. De esta especularidad perversa no se ofrece ninguna salida a la vista. A menos (hipótesis imposible) que el ser consista en no-ser. A menos que ese parpadeo entre dos nadas sea lo esencial y lo mágico del ser. A menos que "ser" sea justamente "existir" —con la carga de destrucción y pérdida que ello implica

    A menos que "ser" se consuma —se "realice"— en "no-ser".

    Hundirse en el laberinto equivale a dejar a la comunidad en el sitio que le co- rresponde. No hay lugar ni tiempo para ella. Ella es en cada instante lo que viene. Ella no "está", ella no "es", ella sólo rompe y abre el presente. No se le hace llegar —dígase lo que se diga— renunciando a sí. La comunidad no se instala por un pacto o por un contrato. Se le impone siempre como resultado de un crimen. Ese crimen, veá- moslo ahora por el otro extremo, es la negación de la existencia en su necesario par- padear. Dios —reparemos en ello— es una mirada sin párpado. ¿No descansa nunca?

    ¿No deja de mirar? ¿Le preocupa la existencia porque ella está tocada por la muerte?

    ¿Siente envidia1?

    ¿Qué otra cosa podría desear Dios —o alguno de ellos— sino morir como un hombre?

    Dos

    El arte designa ese líquido o ese gas que escapa a toda voluntad —a toda gra- vedad, a toda inclinación— moral. Voluntad ésta de apaciguamiento, voluntad de re- chazo de sí. Voluntad de trabajo y de guerra. El arte se esfuerza por asumir ese cri- men. ¿Qué consecuencias podrían esperarse de ello? La comunidad establecida —el peso del presente— entiende al cuerpo como aquello que, en el límite, deberá ser ase- rrado. Partido, dividido, despedazado, combatiente puesto fuera de combate. Despla- zado y emplazado. Para empezar: uniformado. ¿De dónde le vendría a la comunidad establecida este horror, esta reacción casi animal? Seguramente de que un cuerpo es aquello que, a pesar de todo, permanece siempre solo.

    Permanece, además, o, por lo mismo, incomprendido. No se ve que la existen- cia de un cuerpo tenga, propiamente, una meta, que se dé o tenga existencia en res- puesta a un "ideal". Repitámoslo, un cuerpo es un parpadeo. No necesita mucho más.

    ¿Qué moral, qué filosofía podría hacerle justicia a semejante insensatez? El arte, acto puro en el sentido de estar purificado de todo "hacer", asume el crimen que arranca a los cuerpos de su indistinción cósmica. Si la filosofía se concibe a sí misma como moral —como fundación, conservación, justificación de una comunidad, de una comuni- dad necesaria y sobre todo realizable— jamás podrá entender a los cuerpos. Un cuerpo es, por definición, inconfundible. Se parecen, quizás, pero jamás alcanzan a con- fundirse. El sexo, el amor o el erotismo son sólo simulacros de fusión. También el mis- ticismo, también la poesía.

    ——–

    1 Tal es, en la Ilíada, el "secreto" que Aquiles comunica a Briseida, la (cautiva) sacerdotisa de Apolo.

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