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El amor no es un milagro. "El impulso provoca el comportamiento"


    Uno de los secretos de la vida se llama gen y al conjunto de genes se le denomina genoma, el genoma viene a ser tal que un código de barras impreso con el que se nace, que identifica a los individuos de cada especie y que programa muchos aspectos de su vida posterior. La trasmisión de la información genética se realiza de los progenitores hacia su descendencia mediante células sexuales.

    Los humanos como el resto de los seres vivos, somos portadores de genes cuya única finalidad es perpetuarse, reproducirse de todas las formas y maneras posibles en múltiples combinaciones. La naturaleza inventó las fórmulas mas diversas a tal fin y siendo conservadora en sus principios, cuando una fórmula le funciona desencadena mecanismos para fijarla y usarla indefinidamente.

    Los instintos son uno de los mecanismos que pone la naturaleza al servicio de algunas especies, son impulsos internos anteriores a la experiencia. El apareamiento es un mecanismo instintivo mediante el cual los humanos, al igual que otras especies animales se reproducen, biológicamente es el impulso que trata de llevar una célula sexual masculina (espermatozoide) hacia la femenina (óvulo) con objeto de ser fecundada, por tanto la conducta sexual es en origen instintiva.

    En la naturaleza los sexos aparecen con objeto de procrear y de ahí los comportamientos sexuales diferenciados. Pero la sexualidad humana hay que considerarla no sólo dentro de un contexto biológico, si no también cultural. Ahora bien, aunque resulte controvertido; la reproducción no es una función secundaria de la sexualidad humana porque existan el amor y el placer, pues eso sería tanto como decir que la alimentación es una función secundaria porque existe el arte culinario. Los órganos están diseñados con un objetivo fundamental, la naturaleza en eso es pragmática, es la cultura la que puede diversificar sus funciones.

    El celo es la fórmula que emplea la naturaleza con objeto de asegurar la reproducción de los mamíferos. El tiempo que transcurre entre una ovulación y otra recibe el nombre de ciclo estral, y dentro de ese ciclo hay un periodo en el que la hembra está receptiva a la cópula, es el celo o estro. La iniciativa de la copulación parte de la hembra, su fisiología emite diversas señales que atraen al macho. Por tanto, la hembra marca los ciclos reproductivos engarzada con el resto de ritmos biológicos, lo que permite la supervivencia de las especies.

    Las hembras en celo eligen pareja reproductora en base a criterios diversos, pero siempre respaldados por respuestas cerebrales específicas para evaluar al macho, derivadas de la propia selección natural de la especie y encaminadas a garantizar la viabilidad de la misma. Pero el despliegue de señales de que se vale la naturaleza para despertar la atracción de los sexos cuando llega la época del celo, diverge del resto en la especie humana porque la ausencia de celo femenino altera el procedimiento, aunque paradójicamente lo que no sufre alteración es la química que regula la atracción.

    Así mismo, las relaciones sexuales continuas también son una excepción de la especie humana, tan singular como que las mujeres carezcan de celo. Ambas cuestiones están directamente vinculadas entre sí y con otros dos factores que son la monogamia y las poblaciones con un número similar de individuos de sexo diferente. Estos acontecimientos aparentemente azarosos junto con otros, perturbarán significativamente la vida de las mujeres.

    Entre los factores que pueden modificar los comportamientos sexuales y sus alteraciones se podrían citar varios, que combinados o no en la especie humana determinarían el cambio, y entre los que se pueden enumerar como posibles están las mutaciones genéticas, la selección natural, la cautividad y la manipulación sociocultural de la mujer.

    Se puede considerar la posibilidad de que entre los homínidos primitivos una hembra, por alguna alteración genética, naciera sin la característica de producir señales delatoras en el periodo fértil, conservando sin embargo sus deseos sexuales y su capacidad reproductora. Tal suceso provocaría que a los machos le pasase desapercibida, pero siempre podría darse el caso de que uno de ellos, tal vez de los rango inferior la cubriera. Esto permitiría a la pareja realizar prácticas sexuales en cualquier momento. Algunas de las hijas heredarían esta particularidad con lo que se multiplicarán progresivamente. Sin embargo esta hipótesis debiera aportar ventajas tales que la propia selección natural la premiase eliminando la opción anterior. A priori, y aún teniendo en cuenta que el celo desaparece en la generalidad de las hembras humanas, no parece probable tal conjetura puesto que las posibles ventajas no resultan determinantes en el proceso reproductivo si no más bien todo lo contrario, ya que inhibir señales delatoras de fertilidad va en contra del objetivo de procreación y la propia excepcionalidad en la naturaleza lo cuestiona.

    La selección natural contempla sin embargo varias opciones:

    La naturaleza establece como norma general poblaciones con un reducido número de machos respecto al de hembras que alcanzan la madurez sexual, porque biológicamente un sólo macho produce andanadas suficientes de espermatozoides para fecundar el óvulo de varias hembras en un sólo día, pero en la especie humana se produce un desequilibrio demográfico en algún momento de su andadura evolutiva.

    La desproporción causada por una superpoblación de machos pudiera surgir por una excesiva mortandad de hembras, debido a que aparejado al bipedismo aparecieran dos factores nuevos; por un lado la posición erguida obliga a los homínidos a adaptar las caderas provocando en las hembras reducción del su canal del parto, este hecho agravado por el simultaneo aumento del tamaño craneal de los fetos serían los causantes de un gran número de muertes de hembras por parto.

    La evolución llevaría a las hembras a parir crías cada vez más prematuras, de hecho aún las parimos, y a su vez van sobreviviendo las hembras con más amplitud del canal pélvico. Pero simultáneamente el desequilibrio de población con merma femenina traería consigo disputas enconadas entre los machos imperando la ley del más fuerte, no para disputarse un harén, si no para conseguir una sola hembra, porque la mortandad pudiera haber demediado la población femenina hasta casi igualarla a la masculina. El canibalismo es una práctica que parece contarse entre las de nuestros antepasados y que surge dentro de poblaciones donde aumenta el número de individuos que rivalizan por algo vital, la competencia desata luchas por el alimento, el territorio, y en este caso por las hembras.

    Sin embargo tal desequilibrio en la población tuvo muchas oportunidades de corregirse a lo largo del tiempo, ¿por qué perdura?: la única explicación es que esté fijado en los genes y por eso sea aleatorio entre los humanos el numero de nacimientos de género diferente. La pregunta es, para qué, si un macho garantiza la fecundación de muchas hembras. La respuesta pudiera encontrarse en que la pareja resultó garante eficaz de la especie durante tanto tiempo que se fija genéticamente como fórmula efectiva, un procedimiento habitual en la naturaleza que es conservadora por sistema. Si en las nuevas condiciones ambientales que obligan a aquellos primates a iniciar el bipedismo y con ello el camino hacia la humanidad futura se puede prescindir de los factores ambientales tales como que el aumento de temperatura puede derivar en un incremento de machos en la descendencia, entonces la variante demográfica se debe establecer por la eficacia biológica misma.

    La selección natural escogería a los homínidos mejor dotados y adaptados para afrontar el cambio de habitat, las ventajas de la marcha bípeda están en el control visual amplio y la liberación de las manos para la manipulación de objetos y por ende para la inteligencia. Pero a las hembras de la especie las expone a una situación de indefensión sin precedentes; por un lado su cuerpo tardará más tiempo en adoptar la postura vertical que el del macho, dado que su anatomía debido a la maternidad necesitará de mayor plazo de tiempo en el proceso de adaptación, lo que trae consigo mayor torpeza para escabullirse de los peligros, además de que el transporte de los hijos, que a cuatro patas se realizaría a la espalda, en la posición erguida requiere al menos de un brazo, pues las crías prematuras no tienen la fuerza de prensión para asirse a sus madres, con lo que las posibilidades de supervivencia de las hembras se ven también claramente disminuida respecto al macho.

    Mientras el primate lejano fue exclusivamente un reproductor oportunista dedicado a rivalizar con sus congéneres a la hora de promocionar sus genes, la hembra cargaba con todo el peso de la crianza sin necesidad de depender del macho, sin embargo en la excepcional situación podría haber incidido otro factor que también diera origen o al menos ser determinante en la elección forzosa de la fórmula de la monogamia, porque por propia supervivencia el homo erectus se vería obligado a formar parejas para garantizar la viabilidad de los descendientes; parejas con crías a las que cada macho pudiese proteger no sólo de sus semejantes competidores, si no de los nuevos peligros de la vida terrena y abastecer de alimentos en ese medio hostil, familias reunidas en clanes con un número reducido de componentes. Conclusión: sólo prosperarían aquellos clanes donde el número de nacimiento de machos se ve incrementado. Selección pura y dura.

    Ahora bien, ese proceso de cambio y adaptación al nuevo medio, que tuvo que durar mucho tiempo, al menos un millón de años para hacernos una idea, supone también tener que superar otros inconvenientes que la propia naturaleza tenía controlados allá por el entorno arbóreo, entre ellos cuestiones relativas a las conductas sexuales para la reproducción, que vienen fijadas genéticamente con anterioridad. La pregunta es: ¿ cómo pasa ese macho genéticamente programado para una poligamia promiscua a una monogamia de abstinencia?, sobremanera si los plazos fértiles de las hembras se establecen por periodos de crianza de al menos cuatro años entre sí para salvaguardarse, porque si una hembra embarazada es una presa fácil, transportando además una cría en brazos está absolutamente indefensa.

    ¿Qué pasaría entonces con aquel macho predispuesto a múltiples y frecuentes cópulas?. Lo más atinado es deducir que sometería a la hembra a copulas indeseadas: el macho aprende a desahogar su ardor sexual al margen de las señales del celo. De manera que la supervivencia en el nuevo medio hostil encuentra en la monogamia la fórmula más idónea, si bien la hembra queda relegada a una situación dependiente y de sometimiento. Ambas cuestiones darían como resultado la practica de relaciones sexuales continuadas y consecuentemente la inhibición del celo femenino puesto que además de innecesario, el celo pudiera alertar a otros machos creando rivalidad y más riesgos añadidos.

    Como tercer factor posible desencadenante de la perdida del celo se mencionaba la cautividad o cualesquiera formas de esclavitud. Si bien está demostrado que la cautividad y la domesticidad entendidas como modificación drástica de un hábitat de supervivencia altera muy seriamente la conducta sexual y la reproductiva de las hembras de algunas especies y su fisiología, cabe tener en cuenta que son básicamente las modificaciones de las condiciones del hábitat una de las causas de que en algunas especies se desdibuje y alteren los ciclos reproductores de las hembras, porque una hembra no está programada para procrear cuando no tiene garantías de autosupervivencia, ya que si ella muere el esfuerzo es baldío. Lo que reafirmaría la teoría anterior, sin eludir que a lo largo de la historia la psique de la mujer fue tan maltratada que hasta sus ciclos naturales pudieron sufrir alteraciones. La mujer sufre un sometimiento tal que su situación encaja dentro de lo que se podría considerar un perverso cautiverio, el sexo cautivo, el útero cautivo, del que no se libraron reinas ni princesas.

    Por otro lado los periodos de esclavitud a que fueron sometidos ciertos pueblos a lo largo de la historia refuerzan la aparición de conductas negativas y las condiciones de inferioridad de las mujeres de esas sociedades, lo que aún se puede comprobar en casos de minorías étnicas o pueblos acosados por situaciones de guerra prolongada.

    Queda por considerar la influencia de la cultura, porque la cultura ha dado una vuelta de tuerca al prehistórico proceso evolutivo, la manipulación impone en algunos casos sutilmente el sometimiento de la mujer, incluso lo dignifica en apariencia, surgiendo entonces una conducta sexual codificada mediante artificios que normalizan el contacto sexual dentro de las propias estructuras sociales. Pero la cultura también manipula los instintos básicos transformándolos en comportamientos nuevos, comportamientos que se superponen a los clásicos de la evolución biológica y que en ocasiones modifican los factores que la rigen.

    Si en la prehistoria de la humanidad se sentó un precedente de alienación de las mujeres, que trae consigo la consecuencia de que posteriormente a través de la historia la mujer permanezca relegada a un segundo plano con la instauración del patriarcado, el precio real aun se paga, la deuda pende de las mujeres actuales con la connivencia de leyes sociales y religiosas masculinas en todas las culturas del planeta. La contraprestación ha derivado en un régimen de propiedad siendo comprada, vendida y alquilada.

    Si consideramos acertado afirmar que la evolución humana se realiza en sus orígenes sacrificando las hembras para conseguir perpetuar la especie, aunque sin descartar que los machos corrieran también otros riesgos destinados al mismo fin, y que la monogamia distribuye unos papeles que le dan al macho supremacía, entonces se puede afirmar que la fórmula resultó eficaz para la supervivencia de la especie, al menos hasta nuestros días, donde la familia monógama es la célula social por excelencia y donde aún colean los atávicos comportamientos fijados en los genes, es decir sustancias químicas y hormonas que desencadenan en los individuos, a estas alturas de civilización, comportamientos absolutamente desconcertantes, donde la razón queda anulada y la lógica pierde fundamento.

    Pero si esto fue así, ¿con qué recompensó la naturaleza el sacrificio de las mujeres?: las más optimistas pudieran pensar que con el orgasmo y con el amor, como sentimiento sublime y trascendente. Es muy posible, aunque habrá discrepancias de que al menos lo segundo sea una ventaja real a la luz de las evidencias.

    A priori, se puede afirmar que el placer sexual y el amor, son artimañas programadas por los genes para perpetuarse y que engatusan principalmente al sexo femenino que representa la mayor carga y responsabilidad en la transmisión genética, es decir la peor parte. El amor surge como sentimiento por antonomasia para garantizar la vida de la pareja humana, y si bien la sentimentalización del sexo es un aporte básicamente femenino, aquellos aspectos relativos al cortejo y la seducción que están exclusivamente destinados a culminar en el coito son obra masculina, y llegan a adquirir dentro de las culturas aspectos muy diversos que esconden e incluso distorsionan el objetivo biológico, pero que en ningún caso lo invalidan.

    Parece que científicamente se puede afirmar que el amor humano dependen de los niveles de sustancias químicas tales como la dopamina, neropinefrina y serotonina. A su vez la dopamina interviene en los niveles de testosterona que es la hormona responsable del deseo sexual en ambos sexos. Y en los sentimientos de apego de la pareja animal o humana intervienen hormonas tales como la oxitocina y la vasopresina. Así que científicamente se puede concluir que la química de la reproducción se organiza con impulsos que activan la conducta hacia la satisfacción de esa necesidad biológica.

    Los genes desatan la química del estímulo y la posterior respuesta sexual, controlan los ciclos hormonales y alteran el metabolismo para reproducirse. Lo curioso es que las mismas sustancias químicas que activan el celo en los mamíferos desencadenan el amor entre humanos, es decir, en el enamoramiento perduran trazas de celo por no decir que es un celo culturizado. La química del amor entre los individuos no es más que respuestas mutuas a impulsos innatos que provocan determinados comportamientos con objetivo predeterminado: el coito, la reproducción. El enamoramiento de la pareja refleja un celo prolongado que atrae a las partes por un periodo determinado de tiempo donde se contempla la gestación y crianza de la descendencia y que garantiza unos plazos de fuerte atracción sexual que van hasta los dos años, y otros tantos de atenuación amorosa por término medio, curiosamente aquellos mismos cuatro años que nuestras antepasadas establecieron entre celos, entre un embarazo y otro.

    La mujer no sólo está receptiva a la cópula en el momento de la ovulación cuando es más fértil y por tanto probable el embarazo, aunque algunos estudios relacionen este momento con una líbido alta, si no que puede mantener contacto sexual en cualquier momento del ciclo, sin embargo es todavía el enamoramiento el mayor desencadenante del deseo sexual femenino, es decir la atracción irracional hacia un hombre concreto que el criterio su psique considera apto incluso contra la razón, en la mujer desencadena un proceso hormonal destinado a favorecer el contacto.

    Si partimos de la base de que los machos de los mamíferos están siempre o casi siempre dispuestos a la cópula y es la hembra la que marca los ritmos coitales mediante el celo, de igual manera que está comprobado que se activan las mismas sustancias químicas en el celo de los mamíferos que en el deseo sexual humano, la diferencia estriba en que en el caso de los machos incluyendo al varón, estas sustancias están activadas de continuo o en disposición de estarlo inmediatamente y en el de la hembra aparecen periódicamente con el celo y en las mujeres con el enamoramiento.

    Por lo tanto se podría afirmar que el amor humano es un encelamiento que se prolonga en el tiempo a fin de sacar adelante la prole.

    De esta conclusión se pudieran desprender varias lecturas: si la naturaleza encontró una fórmula eficaz en la pareja primigenia que da como resultado la sustitución del periodo concreto de celo, cada dos o tres años como nuestros parientes cercanos en que la hembra está receptiva, por la "prolongación" del mismo a fin de retener al macho con objeto de sacar adelante la descendencia, es lógico que la fórmula hubiese llegado a nuestros días fijada genéticamente y también que la fisiología femenina respondiera con ovulaciones continuas al activarse las hormonas destinadas al contacto sexual frecuente demandado por el hombre.

    Así el comportamiento de los hombres civilizados se encamina a despertar mediante la seducción y el cortejo el amor en las mujeres para tener asegurado el contacto sexual que es el objetivo biológico de los machos, pero su pulsión aún no está completamente controlada, la perpetua y arcaica violación a la que sometió a la hembra a lo largo de la historia continúa activada o cuanto menos latente. Por otro lado, sin embargo está el objetivo programado en la genética de las mujeres, que es la retención del hombre para que garantice su supervivencia y la de los descendientes: Al día de hoy, el conflicto que se deriva de estas expectativas diferentes es obvio.

    En este orden de cosas, la familia sigue siendo la institución básica dentro de la estructura social, y la monogamia o la poligamia bastiones del patriarcado. La infidelidad, el adulterio y los celos resultan así patrimonio del macho, la tradición legal del mundo justificó hasta el asesinato de la mujer adúltera.

    Pero no resulta menos curioso considerar que los celos masculinos pudieran tener un origen evolutivo, ya que biológicamente surgirían del mecanismo que alerta sobre el riesgo de cuidar el ADN de otro en detrimento del propio. Sin embargo por el mismo método se podría deducir que los celos femeninos se asentarían sobre el miedo al abandono emocional y de la protección hacia ella y la descendencia. Desde nuestros antepasados lejanos, los celos parece que se desencadenan por el mismo mecanismo.

    La violencia de genero, muy ligada con los celos tiene su origen en la posesión del varón sobre la mujer. En casi todas las sociedades existe la tendencia masculina a controlar a la mujer. Sumar a la devaluación social de la mujer, el compendio de comportamientos hostiles aprendidos contra ella, más los comportamientos fijados genéticamente, da como resultado una situación concreta, fiel reflejo de su tiranizada existencia. Parece sin embargo, que hubiera un obstáculo insalvable que impide superar la traumática realidad y que se localizaría en que estos últimos comportamientos, los genéticos, no puedan ser modificados con la voluntad porque no alcanzan en muchos casos el nivel del consciente masculino y tampoco el femenino aunque resulte paradójico, lo que sigue suponiendo una lacra de la sociedad actual, si bien es cierto que aquellos comportamientos reforzados por el aprendizaje son los más extremos, porque el aprendizaje y la educación pueden influir determinantemente para bien o para mal en estas conductas.

    Durante siglos los matrimonios de conveniencia se formaron por motivos vinculados al interés y al poder masculino, pero ni la razón moderna ha conseguido prescindir de ese mercadeo, aunque por supuesto ahora los procedimientos se presentan en apariencia dignificados. La instauración del matrimonio como fórmula legal de la monogamia, la poligamia o la poliandria, lleva aparejada una doble moral contradictoria que llega a nuestros días: la simbiosis matrimonio-prostitución. Cuando la mujer en aquel remoto origen, pierde la independencia, pierde también un posterior compendio de valores sociales, quedando prácticamente relegada a una función procreadora y de objeto de placer. La familia patriarcal nace con éste desequilibrio.

    El matrimonio monógamo machista encubre una variante disimulada de prostitución legalizada, con una diferencia que radicaría en el hecho de que las esposas cumplen el papel de reproductoras y las prostitutas ofrecen un servicio destinado exclusivamente a satisfacer los impulsos sexuales de los varones. En el matrimonio polígamo sin embargo ambas funciones se conjugan dentro del mismo ámbito, la disposición por parte del varón de varias esposas supone encontrar la función reproductora y la de satisfacción del placer sexual dentro del mismo marco legal. En el matrimonio poliándrico es la misma mujer, ante la escasez de sexo femenino la que asume las diferentes facetas, siendo simultáneamente esposa obligada de varios familiares, mantiene además relaciones extramatrimoniales forzadas con otros hombres, con la única ventaja de ser ella la transmisora del linaje, pues no puede ser de otra manera.

    La mujer ha sido y aún es víctima de todo tipo de atropellos, el débito conyugal representa claramente el sometimiento sexual de la prostituta legal, y tal fue el abuso, que hasta el Derecho canónico determinó que negarse a él podía ser pecado mortal, para la mujer, claro. Fuera del matrimonio la prostitución ilegal representa el desahogo justificado del macho, evitando con ésta actividad el riesgo de violación para el resto de mujeres por la supuesta incontinencia sexual de unos hombres que siguen desfogando ardores abusando no sólo de mujeres, si no también de niños y niñas. La prostitución infantil y la misma pornografía en espacios ultramodernos como Internet dan una ligera idea de la magnitud del problema que arrastran.

    De lo que se deduce que mientras la satisfacción de los impulsos sexuales constituya una de las necesidades más fuertes de los varones humanos, existirá la prostitución en sus diversas facetas y por tanto la esclavitud sexual para el género femenino. Da igual que históricamente el ejercicio de la prostitución estuviera sacralizado, siempre estuvo al servicio del varón, y representa en todas sus variantes una forma de explotación y de violencia contra las mujeres, relegándolas a la condición de mercancías al servicio sexual de los hombres y de sus instintos trasnochados a cambio de sustento, favores, status, precio a fin de cuentas. Preciosa es la que tiene buen precio.

    En la actualidad parece que nuestra cultura ha sintetizado la sexualidad en el orgasmo: el sexo mecanizado centrado en la satisfacción inmediata. Ésta fórmula desvinculada de sentimientos obedece a un patrón masculino que a priori aunque equipare los sexos pierde el plano afectivo de las relaciones, pero si la mujer consigue desprenderse de la secuela y atávica necesidad de prolongar en el tiempo la relación amorosa, conseguirá que el estímulo cerebral pueda desencadenar un comportamiento sexual similar al del varón.

    El orgasmo como razón primordial de la satisfacción erótica para hombres y mujeres sería ventajoso y liberador, teniendo en cuenta que el goce femenino fue reprimido, censurado y castigado llegando hasta nuestros días, donde de manera encubierta la mujer sigue marginada, siendo sometida a auténtico martirio, no sólo llevando el burka, y padeciendo la ablación del clítoris, si no que las modernas operaciones de estética con animo de permanecer atractivas sexualmente desde el prisma de la demanda machista, los implantes de silicona para realzar encantos con el mismo objetivo, los aberrantes tacones, tintes, pintura y maquillaje, tiranizan su vida por requerimiento sexual del varón.

    La imposición es tan sutil que resulta hasta difícil que las propias mujeres sean consciente del atropello, como parecen así mismo ignorar las razones a que obedece semejante automaltrato de tan asumida como tienen la conducta del sometimiento.

    Los valores sociales como el prestigio, la riqueza, o el estatus sustituyen culturalmente los requisitos de nuestras primitivas antepasadas que consideraban las cualidades físicas y la inteligencia imprescindibles para la procreación. Aún así de la misma manera que los hombres siguen eligiendo parejas jóvenes y con atributos de aparentemente bien dotadas para la maternidad (representadas actualmente con artificiosos reclamos sexuales de silicona, adornos y maquillaje), las mujeres siguen valorando al hombre valiente y varonil, (aunque los músculos procedan de aparatos de gimnasio y no del esfuerzo por la supervivencia).

    Por mucho que el inconsciente lo esconda todo ello se articula por la necesidad primordial de reproducirse, si bien es cierto que puede suplantarse el atractivo físico por el del personaje con relevancia social, artística o económica, éste último a fin de cuentas es el mayor garante desde hace muchos siglos de la viabilidad de sus descendientes.

    Si la conducta fuese evolutiva, igual que la vida, las actuales formas de relación sexual aún estarían absolutamente condicionadas en el sentido que venimos aludiendo, pues la mayor parte de los contactos siguen teniendo como objetivo satisfacer al varón y esta prerrogativa existe porque valiéndose de artes torticeras a la mujer hasta nuestros días se la continua manipulando, prevaleciendo todavía y fuera de contexto la hegemonía del macho cavernícola.

    La mujer ha ido arañando parcelas de independencia y recuperando la autoestima a muy alto precio y las generaciones progresistas apuestan por la pareja equilibrada, la mujer asume de nuevo la familia monoparental como una alternativa no sólo forzosa, que lo es en muchos casos, si no también de libre elección.

    Pero durante siglos los poderes constituidos, religiosos o políticos, han educado en una moral represora hacia el sexo femenino, utilizando supersticiones y tabúes, miedos y culpa arbitrariamente contra las mujeres, sin embargo en la actualidad la cultura aporta también un margen de libertad, las leyes cambian, disponemos de anticonceptivos y de nuevos ingredientes que se sintetizan en estímulos mentales que ligados a la imaginación pueden desencadenar en la mujer la libido instantánea, lo que nos acerca al sexo emancipado y placentero. Por primera vez después de la revolución agrícola del neolítico la mujer recupera posiciones, pero no nos engañemos, los genes no se han culturizado.

    El origen de la humanidad y el de la cultura son el mismo, la manipulación del entorno desencadena ambos procesos aparejados. No se pretende aquí dilucidar si el sexo masculino es la consecuencia de agregar un cromosoma (Y) al gen femenino, pero sí se puede afirmar que hubo un matriarcado primordial en nuestro origen mas lejano, en aquel entorno arbóreo donde los recursos alimenticios vegetales estaban al alcance de todos.

    El asunto es que en el suelo el cazador-recolector se erigió con el poder político y social y el sujeto carnívoro instaura la virilidad, la falocracia. La figura del guerrero precede a la del cazador reforzándola en el mismo extremo hasta nuestros días, y por el momento los alcances de ese proceso son impredecibles, porque sin entrar en detalles exhaustivos sobre una cultura concreta, se puede generalizar que el compendio de creencias, religiones, educación, las artes y hasta las ciencias esconden estrategias reproductivas, y ese mismo compendio de conocimientos, habilidades y riquezas que constituyen el bagaje cultural son el resultado de una estrategia de supervivencia, consecuencia así mismo de otra estrategia reproductiva arcaica. Parece que la teoría del gen egoísta no anda muy lejos.

    El aporte cultural por otro lado, ha provocado una dicotomía entre la mente y la biología que reporta desajustes y alteraciones en los individuos y por ende en las sociedades. Así, el proceso parece avocado a culminar en eugenesia, seleccionando deliberadamente nuestros propios genes, como ya se seleccionan los de otras especies. Pero incluso ahí, in vitro, los genes no dejan de instrumentalizarnos, porque su único objetivo es replicarse a cualquier precio.

    Con todo y con eso, quizá sea la ciencia la única encargada de restituir la dignidad a las mujeres.

     

     

    Datos de la autora:

    Rosa Martínez Suárez