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La falsa moral absoluta de los dirigentes de la Iglesia Católica


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    La falsa moral absoluta de los dirigentes de la Iglesia Católica – Monografias.com

    La falsa moral absoluta de los dirigentes de la Iglesia Católica

    Los dirigentes de la Iglesia Católica dice defender una "moral absoluta", a pesar de que de hecho ni siquiera defienden ni practican –salvo raras excepciones- una moral relativa, a no ser como instrumento al servicio de sus fines crematísticos y de poder, y a pesar de que una "moral absoluta" sería sólo un absurdo absoluto.

    La jerarquía católica critica la "moral laica" por tener un carácter relativista, y al mismo tiempo proclama que su propia moral es absoluta porque considera que su fundamento se encontraría en "Dios", un supuesto ser personal, dotado de infinitas perfecciones que sería el creador del Universo y el fundamento de todas las leyes, tanto de las naturales como de las morales. En este sentido Tomás de Aquino defendió la existencia de una ley eterna, ley que englobaba a cualquier otra y cuyo autor era Dios, que presidía los cambios de todo el Universo. Dicha ley eterna, en referencia al comportamiento humano, se manifestaba como ley natural, que Tomás de Aquino definía como "la participación de la ley eterna en la criatura racional": Se trataba de la ley moral que debía presidir el comportamiento humano, aunque la libertad humana implicaba la posibilidad de optar o no por su cumplimiento. Finalmente Tomás de Aquino hace referencia a las leyes positivas, creadas por los hombres para regir su convivencia, leyes que, en cuanto se adapten a la ley natural, tendrían un carácter moralmente obligatorio, y, en cuanto se opusieran a dicha ley, habría que oponerse a ellas.

    Los dirigentes católicos consideran por ello –o eso dicen- que las leyes morales tendrían un valor absoluto por provenir de "Dios", representando por ello la plasmación de los auténticos valores (?) que, a su parecer, deberían regir la conducta humana.

    Pero tal justificación es simplemente errónea, pues, aunque existiera un "Dios" como ése en el que dicen creer, no serviría como fundamento para una moral absoluta, pues, como ya explicó acertadamente Kant, la moral que pretendiera guiarse por supuestas leyes emanadas de ese hipotético ser sería heterónoma y, por ello mismo, tan "relativista" como cualquier otra, en cuanto su cumplimiento no se produciría a partir de lo que Kant consideró como conciencia del deber de someter la propia conducta al cumplimiento de tales leyes, sino que se produciría o bien como consecuencia del temor a las represalias de ese "Dios" en el caso de que no se le obedeciera, o bien como consecuencia del deseo de conseguir la felicidad eterna como recompensa por haber actuado de acuerdo dichas leyes.

    Por ello es seguro que los dirigentes católicos ni siquiera saben de qué hablan cuando critican la "moral relativista", por la sencilla razón de que, como más adelante se verá, la supuesta moral absoluta sólo es un absurdo absoluto. Pero, a pesar de todo, al referirse a la "moral relativista" con espantados aspavientos, los dirigentes de la Iglesia Católica pretenden conseguir que quienes les escuchan piensen que esa forma de moral es algo así como "el Diablo disfrazado de Moral".

    1. Así que, a fin de desenmascarar a estos amantes de los disfraces y de la hipocresía, tanto en la vestimenta material como en la ideológica, puede ser conveniente aclarar la diferencia entre una moral "relativista" y una moral supuestamente "absoluta". Para ello tiene especial interés hacer referencia a diversos estudios filosóficos especialmente importantes por lo que se refiere a la moral y, especialmente, a los planteamientos kantianos.

    1.1. Kant consideró que en cuanto el comportamiento humano estuviera encaminado a la búsqueda de la felicidad, tal comportamiento era interesado, pues, efectivamente, nadie considera que exista un mérito especial en aquel comportamiento cuya finalidad se dirija hacia la propia satisfacción o felicidad personal. Por ello, el filósofo de Königsberg, a la hora de referirse a las acciones humanas en cuanto relacionadas de algún modo con un deber, señala la existencia de dos tipos de imperativos o fórmulas para expresar tal deber, de los cuales sólo uno sería el moralmente correcto. Se trata de los que él denominó imperativos hipotéticos e imperativo categórico.

    Los imperativos hipotéticos expresan

    "la necesidad práctica de llevar a cabo una acción como medio para algún otro fin que se quiere"[1],

    el cual se expresa mediante una cláusula condicional. Ejemplos de estos imperativos serían: "Si quieres vivir, debes comer" y "si quieres ser alumno de la facultad, debes matricularte". Por su parte, el imperativo categórico es

    "aquél que expresa una acción por sí misma como objetivamente necesaria, sin relación con ningún objeto"[2],

    es decir, aquél en el que la acción se realiza por considerarse un deber incondicional, al margen de que conduzca o no a la felicidad o a la consecución de cualquier otro objetivo deseado. En principio y desde la perspectiva kantiana, un ejemplo de tal imperativo podría ser "se debe decir siempre la verdad".

    Precisamente por esa diferencia esencial entre el imperativo hipotético, en el que el deber queda subordinado al querer, y el categórico, en el que el deber se mostraría como incondicional y absoluto, considera Kant que el imperativo categórico constituye el único y auténtico imperativo moral, mientras que los hipotéticos se relacionarían con la técnica (cómo debo actuar para conseguir determinado objetivo en cuanto de hecho me atrae) o con los de la prudencia (cómo debo actuar para conseguir un objetivo propio de la naturaleza humana, como el deseo de la felicidad).

    Sin embargo, a continuación se verá que el supuesto imperativo categórico es en realidad un imperativo hipotético y que, en definitiva, todos los imperativos son hipotéticos. Y, como consecuencia de lo anterior, si los imperativos hipotéticos sólo pueden servir de fundamento para una moral relativa, y, si el imperativo categórico es el único que podría fundamentar una moral absoluta pero se demuestra que tiene en realidad carácter hipotético, la conclusión que deriva de estas consideraciones es la de que toda moral tiene un valor relativo.

    En efecto, desde la perspectiva kantiana el imperativo categórico sería el único imperativo moral a causa de su carácter desinteresado y de su relación con un deber absoluto e incondicional, mientras que los imperativos hipotéticos no podrían ser la base de la moral en cuanto no se proponen como fines absolutos que deban ser realizados de manera incondicional, sino sólo como medios para conseguir determinados fines, en cuanto éstos son deseados.

    El imperativo categórico indicaría cómo se debe actuar, en el sentido de que plantearía la exigencia absoluta de actuar de un modo determinado, con independencia de cualquier utilidad que pudiera conseguirse como resultado de tal forma de actuar. Por ello, lo que, según Kant, hay que calificar de moral o inmoral es la voluntad, según la máxima que le sirva de guía para su conducta, y, por ello, el hombre sólo será plenamente moral en cuanto su voluntad se mueva a obrar exclusivamente por la consideración de la acción como un deber y no por un fin ajeno al deber. En este sentido, la veracidad, como conducta que estuviera de acuerdo con ese imperativo moral, debería producirse en cuanto el hombre "comprendiese" (?) que el comportamiento veraz era una ley moral con un valor absoluto y, en consecuencia, decidiese actuar de acuerdo con él sin otra finalidad que la de cumplir con dicha ley moral por representar un deber. En este sentido Kant define el deber moral como

    "la necesidad de obrar por respeto a la ley"[3].

    Sin embargo, esta doctrina, en apariencia tan desligada del interés egoísta, plantea un dilema cuyo esclarecimiento demuestra la inconsistencia del planteamiento kantiano.

    Efectivamente, cuando uno realiza determinada acción, en principio podría plantearse el dilema según el cual o bien actúa por la consideración del bien que existe o deriva de ella, o bien actúa por la consideración de que tal forma de conducta representa un deber por ella misma. Ahora bien, si se atiende al bien que deriva de dicha acción para considerarla como un deber, en tal caso tal acción será un ejemplo de imperativo hipotético, pues será la consideración de dicho bien (fin deseado) la que determine la realización de la acción que conduce a él, y, por ello mismo, ésta no representará un fin en sí misma. Pero, si no se tiene en cuenta el bien como criterio para establecer el deber de realizar tal acción, en tal caso lo más lógico sería tratar de averiguar por qué la realización de tal acción tendría que representa un deber absoluto, pues, en el caso de no presentar justificación alguna, su adopción como un deber sería simplemente irracional.

    Kant no se planteó en ningún momento el problema de la justificación del deber en un sentido absoluto sino que, influido por la moral protestante, consideró la existencia de dicho deber como una especie de dato inmediato de la conciencia que no requería de justificación alguna. Por otra parte, no habría podido dar respuesta a la segunda parte del dilema planteado, es decir, no habría podido justificar la existencia de deberes absolutos en cuanto esta tarea sólo habría podido realizarla haciendo referencia al bien que se obtendría mediante su cumplimiento, pero, de ese modo, el supuesto deber habría dejado de ser absoluto para convertirse en relativo, en cuanto subordinado a tal bien. Esto se entiende más fácilmente considerando el ejemplo que los dirigentes católicos ponen para justificar el supuesto valor absoluto de su moral alegando que se trata de una moral cuyo origen se encuentra en Dios y no en lo que el hombre decida considerar como moral. Pero, en relación con tal alegación, uno podría plantearse, ¿por qué –suponiendo que Dios existiera y que mandase hacer algo- es un deber absoluto hacer lo que Dios manda. Como respuesta a esta pregunta caben varias respuestas, como las siguientes: a) porque, si obedezco, iré al Cielo; b) porque, si no obedezco, iré al Infierno; c) porque lo que Dios manda es bueno.

    Pasemos a su análisis: la respuesta a convertiría la obediencia a Dios en un imperativo hipotético ya que, como diría Kant, en tal caso uno obra por un interés que desea; la respuesta b tiene esa misma característica porque uno actuaría por un fin ajeno al del simple cumplimiento del deber, uno actuaría con la finalidad de no ir al Infierno; y la respuesta c, aunque pueda parecer otra cosa, vuelve a ser otro ejemplo de imperativo hipotético en cuanto hacer algo porque es bueno equivale a hacerlo por aquellos objetivos que, de manera más o menos explícita, están contenidos en el concepto de bueno, como deseable, apetecible, agradable, conducente a la propia felicidad, pues, tal como ya escribió Spinoza,

    "no nos esforzamos en nada, ni queremos, apetecemos o deseamos cosa alguna porque la juzguemos buena; sino que, por el contrario, juzgamos que una cosa es buena porque nos esforzamos hacia ella, la queremos, apetecemos y deseamos"[4].

    En consecuencia, si la distinción kantiana entre ambos tipos de imperativos fue útil, lo fue especialmente para aclarar que en realidad el único tipo de imperativo racional era el imperativo hipotético, que sólo servía para fundamentar una moral de carácter relativista que subordina el deber al querer. Y, por ello, la pretendida moral absoluta, al exaltar la idea del deber como autosuficiente, sería irracional, por proclamar la misteriosa existencia de dicho deber más allá y por encima de los propios deseos e intereses humanos y por no dar una explicación de por qué un supuesto deber realmente lo era.

    2. Pasando ahora al análisis de la moral de la Iglesia Católica hay que afirmar que se trata igualmente de una moral relativista porque, al margen de que sus dirigentes pretendan que su fundamento se encuentra en "Dios" como realidad absoluta, a la hora de seguir o no las normas supuestamente establecidas por ese "Dios", es siempre el ser humano quien desde su propia racionalidad tiene que plantearse por qué debería cumplir los preceptos divinos. Y, cuando se pretende responder a esa pregunta, surgen diversas respuestas posibles como las siguientes:

    1) porque son realmente buenos en sí mismos,

    2) porque representan la voluntad de "Dios", y

    3) porque son la condición para la obtención de la felicidad eterna, de acuerdo con las palabras de Jesús, "si quieres ir al Cielo, cumple los mandamientos".

    Ahora bien, cuando se analizan estas respuestas, puede verse que las tres son propias de una moral relativista.

    En efecto, la respuesta 1 conduciría a la nueva pregunta: ¿qué sentido tiene decir que los preceptos divinos sean buenos en sí mismos? Como se ha dicho antes de acuerdo con el punto de vista de Spinoza, el calificativo bueno tiene un sentido relativo: No se dice que algo sea "bueno en sí mismo" sino que es bueno para algo, de manera que en el fondo decir de algo que sea bueno en sí mismo es decir una frase sin sentido. Precisamente por eso había escrito Spinoza que no deseamos algo por considerarlo bueno, sino que lo consideramos bueno porque lo deseamos en cuanto nos causa bienestar, placer, o cualquier otra sensación satisfactoria.

    La respuesta 2 conduciría igualmente a la nueva pregunta: ¿por qué hay que cumplir la voluntad de Dios? Y la respuesta a esa nueva pregunta o bien debería remitir a una explicación relacionada con el bien derivado de cumplir con ella, lo cual convertiría dicha respuesta en una explicación relativista, o bien podría detenerse en la simple afirmación de que lo que Dios manda hay que obedecerlo porque sí, lo cual sería una respuesta irracional que no serviría como justificación de ningún tipo de moral.

    Finalmente la respuesta 3 es relativista de forma directa, en cuanto el cumplimiento de los mandamientos aparece como medio para alcanzar la felicidad eterna.

    Son muchas las ocasiones en que en la Biblia aparecen planteamientos de este tipo; así, por ejemplo, los siguientes:

    1) "Jacob hizo también esta promesa:

    -Si Dios está conmigo […] y si puedo volver sano y salvo a casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios […] y de todo lo que me des te daré el diezmo"[5].

    2) "Poned en práctica todos los mandamientos que yo os prescribo hoy. De esta manera viviréis, os multiplicaréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor prometió con juramento a vuestros antepasados"[6].

    3) "Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos"[7].

    4) "…el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto, para que todo el que crea en él tenga vida eterna"[8],

    5) "hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el cumplimiento de la ley"[9],

    o, también,

    6) "arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados"[10].

    7) "Si quieres  entrar en la vida [eterna], guarda los  mandamientos"[11].

    Estos pasajes representan ejemplos evidentes de una moral relativista, pues el comportamiento supuestamente moral queda subordinado en 1, a que Dios esté conmigo […] y a que pueda volver sano y salvo a casa de mi padre; en 2, a que queráis vivir una larga vida, a que queráis tener una gran descendencia y queráis tomar posesión de la tierra prometida; en 3, a que haya una resurrección y la vida eterna como premio por la buena conducta; en 4 y 5, a que la fe determine la propia salvación; en 6, a que se borren nuestros pecados; y en 7, a que quieras entrar en la vida, es decir, en la felicidad eterna, y, como Kant y el mismo Tomás de Aquino indican, el deseo de la felicidad es irrenunciable, por lo que la creencia en la vida eterna y el comportamiento de acuerdo con los mandamientos irán de la mano con el deseo de la felicidad en la vida eterna en la medida en que se disponga de la creencia en dicha posibilidad, del mismo modo que discurren de ese modo el deseo de ascender el Everest y los esfuerzos por conseguirlo, de manera que uno continuará con tales esfuerzos mientras le resulten menos incómodos que atractivo el fin que desea lograr y la confianza en conseguirlo. Y, en este sentido, tal como señaló Kant, esos planteamientos serían formas de imperativos hipotéticos y, por ello mismo, de imperativos sin carácter moral por su carácter interesado.

    3. Como complemento de este análisis puede resultar útil hacer una breve referencia a otros planteamientos morales, como los de Aristóteles, Epicuro, Hume, Nietzsche y B. Russell para terminar de ver que moral y relativismo van siempre unidos de modo inevitable y para terminar de ver igualmente que la supuesta moral absoluta defendida por los dirigentes de la secta católica en realidad carece de sentido.

    3.1. Así, desde una perspectiva como la aristotélica, en líneas generales su ética tiene un carácter relativista porque en ella las acciones no se consideran buenas o malas en sí mismas sino buenas o malas en cuanto se encaminen adecuadamente a la consecución del fin más propio de la vida humana. Dice Aristóteles (384-322 a. C.) que tal fin es la felicidad, pero señala que no todos están de acuerdo a la hora de señalar qué forma de vida es la más adecuada para alcanzar tal objetivo. Por ello dedicó algunos capítulos de su ética a esclarecer en qué podía consistir la felicidad para el hombre, llegando a la conclusión de que consistía en una forma de vida acorde con su naturaleza. Y, en cuanto la esencia o naturaleza del ser humano consistía en su racionalidad, llegó finalmente a la conclusión de que la felicidad humana debía consistir en la vida teorética relacionada con el conocimiento de la realidad. En segundo lugar y en cuanto el hombre es una realidad social, Aristóteles apreció también la vida política, es decir, la vida dedicada al bien común de la polis, aunque esta valoración la hizo más por la propia satisfacción individual de ser valorado y admirado por la pólis que por un sentimiento de obligación absoluta respecto a ella. Y así, su ética tuvo un carácter relativista, al subordinar el valor moral de cualquier acción al hecho de que condujera o no a la consecución de tales objetivos de bienestar y de satisfacción personal.

    3.2. Una perspectiva similar acerca de la moral fue la defendida por Epicuro (341-270 a.C.), quien, al igual que Aristóteles, consideró que el fin último de la vida era la felicidad, pero identificó la felicidad con el placer:

    "El placer es punto de partida y fin de una vida bienaventurada"[12].

    Sin embargo, entendió que una vida feliz no se producía por medio de los placeres de la comida, de la bebida o de la sexualidad, sino a través de aquellos que causan la

    "liberación de dolor en el cuerpo y de turbación en la mente"[13].

    Consecuente con este planteamiento, consideró que las virtudes no representaban valores en sí mismas, sino que eran medios cuyo valor dependía del placer a que condujesen, hasta el punto de considerar que incluso la amistad y el bien de los demás se buscan porque provocan la propia felicidad, y afirmó en consecuencia que la justicia "no es algo en sí", sino "una especie de pacto de no dañar ni ser dañado", teniendo, como todas las demás virtudes, un valor relativo, relacionado con el propio interés y la propia felicidad.

    Vemos así que los planteamientos de Aristóteles y de Epicuro tienen un carácter relativista en cuanto no consideran que los actos humanos tengan un valor moral por sí mismos sino que sólo son medios, más o menos valiosos, para alcanzar la propia felicidad, al margen de cuál sea la actividad en que consideren que ésta se encuentra.

    3.3. Por su parte, en el siglo XVIII, D. Hume (1711-1776) considera que los juicios morales no derivan de la razón sino del sentimiento, pues la razón es sólo un instrumento que nos muestra el camino para llegar a un determinado fin, pero no es ella la que establece los fines de la conducta; afirma, por ello, que

    "no es contrario a la razón el preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en mi dedo",

    pues es sólo el sentimiento de simpatía el que nos lleva a aprobar o a condenar las diversas acciones según contribuyan o no a un aumento de la felicidad, no sólo a nivel individual sino a nivel colectivo.

    Hume presenta una explicación del fenómeno de la moral a partir de la naturaleza humana. Si la tradición cristiana había tratado las cuestiones morales desde una relación de dependencia con respecto a las cuestiones teológicas, considerando a Dios como legislador absoluto del universo, a través de la ley eterna, y de la moral, a través de la ley natural (Tomás de Aquino), progresivamente el criterio de moralidad se trasladó desde la supuesta trascendencia divina a la subjetividad humana. La filosofía moral de Hume se sitúa en esta nueva perspectiva, que, por lo demás, no era tan nueva, pues ya había sido defendida en los primeros siglos de la Filosofía por los sofistas, los cirenaicos, los epicúreos y por el mismo Aristóteles. Por su parte, Hume había criticado el valor de la religión; en consecuencia, si seguía manteniendo el valor de la moral, había de hacerlo desde fundamentos ajenos a los teológicos. Consideró, en consecuencia, que, al igual que cualquier conocimiento, la moral debía quedar fundamentada a partir de la aplicación del método experimental y que ya era hora de que los hombres

    "rechacen todo sistema de ética, por sutil e ingenioso que sea, si no está fundado en los hechos y en la observación"[14].

    Por otra parte, para Hume el valor de la moral era evidente, puesto que en todo tiempo y lugar se pronunciaban juicios y calificativos morales acerca de las diversas formas de conducta.

    Para explicar el fenómeno de la moral, desde el principio de sus investigaciones Hume se centró en una perspectiva antropocéntrica. Así, por ejemplo, indicó que

    "todo lo que contribuye a la felicidad de la sociedad se recomienda por sí mismo, y de modo directo, a nuestra aprobación y buena voluntad. He aquí un principio que explica en gran parte el origen de la moralidad"[15].

    Con una buena dosis de sentido común, Hume indica que la moral no sólo se centra y encuentra su fundamento en el hombre sino que además no pretende otra cosa que señalar la clase de normas que pueden propiciar el máximo de felicidad al conjunto de los hombres. Critica, en consecuencia, la postura de quienes defienden una moral de sacrificios y privaciones, manifestando que la virtud

    "no nos habla de inútiles austeridades y rigores, de sufrimientos y negación de sí mismo. Declara que su único propósito es hacer a sus seguidores y a toda la humanidad […] alegres y felices. Y nunca, voluntariamente, priva de ningún placer, a no ser con la esperanza de una compensación mayor en otro período de sus vidas. La única preocupación que ella exige es la de un cálculo justo de la mayor felicidad y una preferencia constante por ella. Y si se le aproximan austeros hipócritas, enemigos de la alegría y del placer, los rechaza como hipócritas y engañadores, o, si los admite en su cortejo, son situados entre los menos favorecidos de sus partidarios"[16].

    3.3.1. En contra de los filósofos que pretendían que la razón era el origen de las distinciones morales, Hume trata de demostrar que

    "la razón por sí sola nunca puede motivar un acto de la voluntad"

    y que, además,

    "nunca puede oponerse a la pasión en lo concerniente a la dirección de la voluntad"[17].

    Hume analiza esta cuestión porque considera que

    "nada es más corriente en filosofía, e incluso en la vida corriente, que hablar del combate entre la pasión y la razón, dar la preferencia a la razón y afirmar que los hombres sólo serán virtuosos cuando adapten sus actos a los dictados de ella"[18].

    Como prueba de ello, observa que la razón, en cuanto se ocupa de las relaciones entre las ideas, nunca es la causa de la acción:

    "…las matemáticas son útiles en todas las operaciones mecánicas, y la aritmética lo es en casi todo oficio y profesión, pero no es por sí mismas por lo que tienen influencia"[19].

    No influyen, pues, en los actos a no ser que tengamos un propósito que no esté determinado por las matemáticas. Por otra parte, la razón interviene además en la formación del conocimiento probable de la realidad empírica, conocimiento en el que aplicamos la relación de causalidad. A través de estos conocimientos podemos observar que, cuando cualquier objeto nos causa placer o dolor, sentimos una emoción subsiguiente de atracción o aversión y, en consecuencia, tratamos de conseguir o evitar el objeto correspondiente. La razón nos sirve en tal caso para orientarnos a fin de conseguir nuestros propósitos, pero no es ella quien los establece:

    "La propensión o aversión hacia un objeto se deriva de la esperanza de placer o dolor"[20].

    Así pues, la razón por sí sola no puede nunca producir ninguna acción y, en consecuencia,

    "tampoco es capaz de impedir la volición o de disputar la preferencia a cualquier pasión o emoción, lo cual es una consecuencia necesaria".

    La conclusión de todo esto es que

    "la razón es y debe ser solamente la esclava de las pasiones, y no puede pretender otra misión que el servirlas y obedecerlas"[21],

    de manera que no es ella sino la atracción y la aversión, surgidas a partir de la experiencia de placer o dolor, las causas de la acción humana. La razón sólo interviene como instrumento de la pasión; sirve para indicarnos los medios para conseguir determinado fin, pero no para establecer dicho fin. En definitiva: La razón no puede justificar ni condenar ninguna pasión y, por ello,

    "No es contrario a la razón el preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en mi dedo. No es contrario a la razón que yo prefiera mi ruina total con tal de evitar el menor sufrimiento a un indio o a cualquier persona totalmente desconocida"[22].

    A partir de estas consideraciones Hume afirma como consecuencia que

    "las distinciones morales no se derivan de la razón"[23],

    sino del sentimiento. Y para demostrar esta afirmación indica que

    "dado que la moral influye en las acciones y afecciones, se sigue que no podrá derivarse de la razón, porque la sola razón no puede tener nunca una tal influencia […]. La moral suscita las pasiones y produce o impide las acciones. Pero la razón es de suyo absolutamente impotente en este caso particular. Luego las reglas de moralidad no son conclusiones de nuestra razón"[24].

    Como complemento a este esquema de la ética de Hume, conviene repasar su importante reflexión acerca de la imposibilidad de deducir juicios prescriptivos o de "deber" a partir de juicios descriptivos o de "ser".

    El texto en el que se plantea esta cuestión es el siguiente:

    "En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Pero como los autores no usan por lo común de esta precaución, me atreveré a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña reflexión sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad"[25].

    Desde este planteamiento Hume hacía patente que a partir de cómo son las cosas en ningún caso puede "deducirse" cómo se deba actuar, o que desde una perspectiva estrictamente lógica es ilegítimo el paso del "ser" al "deber ser". Es decir, así como, de acuerdo con la lógica, a partir de la aceptación de las proposiciones "todo ser humano es mortal" y "los irlandeses son seres humanos" podríamos concluir en la proposición "los irlandeses son mortales", sin embargo, a partir de proposiciones cuyo enlace entre sujeto y predicado sea "es" o "son" no es posible extraer una conclusión cuyo enlace entre sujeto y predicado sea "debe ser" o "deben ser". Por ejemplo, a partir de la proposición "los asesinos son personas que perjudican la convivencia" no hay regla lógica que permita concluir en la proposición "no se debe asesinar". Para poder obtener dicha conclusión desde las reglas de la lógica habríamos necesitado al menos de una premisa auxiliar que ya contuviera el nexo "debe", como sería la siguiente: no debe hacerse lo que perjudique la convivencia". Sin embargo, el problema de la demostración del deber sólo quedaría aparentemente resuelto, ya que nuevamente volvería a plantearse a propósito de esta última premisa.

    Tengamos en cuenta, además, que incluso en el caso de pretender fundamentar el deber en la voluntad de Dios, el problema seguiría siendo el mismo. O sea, a partir, por ejemplo, de premisas como "Dios es el creador del hombre" y "Dios ordena que obedezcamos sus mandatos" no se sigue lógicamente la conclusión "el hombre debe obedecer los mandatos de Dios", a no ser que previamente introduzcamos una premisa auxiliar que diga "todo ser creado debe obedecer las órdenes de su creador"; pero con ello reaparece el problema, referido esta vez a la nueva premisa. Cuando, a pesar de estas consideraciones, se busca una salida para esta dificultad, se suele recurrir a respuestas como la consistente en afirmar que "lo que Dios manda es bueno", pero ya antes hemos explicado que "bueno", como afirmaba Spinoza, equivale a "lo que uno desea"; así que, cuando se afirma que "se debe hacer lo que Dios manda porque lo que Dios manda es bueno", se estará afirmando que "se debe hacer lo que Dios manda porque lo que Dios manda es lo que uno desea", y, por ello, aparte de lo superfluo que resulta mandarle a uno que haga lo que desee -puesto que lo hará inevitablemente con tal de que pueda-, el deber deja de presentar su ilusoria aureola moral para aparecer en su auténtica dimensión de medio al servicio de un fin deseado, que es el que se corresponde con el imperativo hipotético kantiano, del que Kant opina que no puede tener valor moral.

    Conviene añadir, por otra parte, que Hume consideraba que, aunque no pudiera obtenerse una conclusión lógica legítima desde proposiciones con "es" a conclusiones con "debe", se podía, sin embargo, llegar a una salida de este problema, indicando que no es la razón sino el sentimiento -la "simpatía" hacia el prójimo- lo que puede conducir a efectuar este paso, y, en consecuencia, a condenar toda actividad que atente contra la felicidad. Pero, en cualquier caso, el deber queda totalmente relativizado al depender de la existencia de un sentimiento, el cual se convierte en el auténtico motor de la conducta.

    Por esta misma razón en una línea similar a la de Hume y frente al intuicionismo de Moore, que pretendía que había acciones buenas en sí mismas, desde una moral igualmente relativista B. Russell (1872-1970), que había pasado por una etapa intuicionista al estilo de Moore, escribió después:

    "fuera de los deseos humanos no hay principio moral"[26].

    3.4. Si el pensamiento de Hume fue especialmente perspicaz al señalar la imposibilidad de demostrar juicios de deber a partir de juicios de ser, por su parte Nietzsche (1844-1900) atacó todavía de forma más directa y radical no sólo el valor del deber sino, en general, el valor de la moral, al proclamar:

    "no hay fenómenos morales, no hay más que interpretaciones morales de los fenómenos"[27].

    Consecuente con este punto de vista, Nietzsche rechaza absolutamente la idea del deber y considera abiertamente que no existe nada ante lo cual deba someterse el propio querer. La liberación frente al deber no sólo tiene un sentido de rebelión frente a la moral tradicional del sometimiento, negadora de los valores vitales y producto del resentimiento, sino también un sentido positivo, que se produce cuando el hombre se convierte en "creador de valores" y consigue acceder a una visión transfiguradora de la realidad y de la vida, inspirada por la idea del juego inocente, "más allá del bien y del mal". En este sentido, Nietzsche habla de las "tres transformaciones del espíritu":

    "Os indico las tres transformaciones del espíritu: la del espíritu en camello, la del camello en león y la del león en niño"[28]

    El camello simboliza al hombre cargado con el peso de los supuestos "deberes morales objetivos"; el león simboliza al hombre que consigue liberarse de las ataduras de la moral, al hombre que frente al "tú debes" consigue proclamar de manera desafiante: "¡Yo quiero!", convirtiéndose de este modo su voluntad en el único origen de sus actos; el niño, finalmente, representa la última transformación exigida para que la voluntad del hombre se convierta en un juego creador que establezca nuevas tablas de valores:

    "Es el niño inocencia y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que gira por sí misma, un primer movimiento, un santo decir "sí". Sí, hermanos míos, para el juego de la creación es necesaria una santa afirmación"[29].

    El niño no se limita a un "¡yo quiero!" como simple reacción contra el "Yo debo", sino que su conducta es una manifestación de su propio ser y, por eso, Nietzsche expresa esta forma de comportarse con la expresión "Yo soy".

    4. Por otra parte y al margen de este análisis crítico de la moral de la secta católica desde el enfoque kantiano, tiene interés hacer referencia a determinados pasajes bíblicos en los que la actuación de diversos personajes ni siquiera sirven como ejemplo de una moral simplemente humanista.

    Así sucede por ejemplo con la Ley del Talión, "ojo por ojo, diente por diente"[30], tan alejada de la moral del perdón defendida, aunque sólo hasta cierto punto, por Jesús. Y digo "sólo hasta cierto punto" porque, al margen de que él predicase el perdón, en realidad lo que mostraban sus amenazas –o las de quienes escribieron los evangelios y otros escritos similares- en muchos momentos era peor todavía, pues se trataba de la aplicación de dicha ley en su grado más extremo, consistente en aplazar su venganza dejándola para el momento del castigo eterno del Infierno:

    "Así será el fin del mundo. Saldrán los ángeles a separar a los malos de los buenos, y los echarán al horno de fuego; allí llorarán y les rechinarán los dientes"[31].

    Resulta asombroso que a pesar de las ocasiones en que la secta católica habla de la "redención" de Cristo, luego se insista en tantas ocasiones en la doctrina del Infierno para "los malos". ¿De qué sirvió entonces aquella supuesta redención? ¿De que sirve la supuesta misericordia infinita de Dios? ¿Acaso no es una contradicción afirmar que Dios es amor y misericordia infinita y a la vez considerarle capaz de aplicar a muchos de los seres humanos un castigo eterno?

    Pero, en cualquier caso, lo que aquí se está analizando es el fundamento de la moral de la secta católica y, en este sentido se observa nuevamente que con el recurso al Infierno se introduce de nuevo un imperativo hipotético como base de esa moral: "Si no quieres ser condenado al Infierno, deber cumplir la ley de Dios".

    Por otra parte y al margen de esa pervivencia de la Ley del Talión elevada al infinito, que implica la condena al Infierno, y al margen del relativismo moral –en sentido kantiano- que preside los puntos de vista de estos planteamientos bíblicos y de la Iglesia Católica, tenemos ejemplos en la Biblia de comportamientos radicalmente opuestos a la misma ley del supuesto Dios que, sin embargo, no son objeto de condena. Se trata, por una parte, del comportamiento del propio Dios que actúa con crueldad, con espíritu vengativo, de manera despótica, sanguinaria y sin compasión, como puede verse en innumerables pasajes del Antiguo Testamento, que -¡no se olvide!- es para los dirigentes de la secta católica tan palabra de Dios como el Nuevo Testamento. Alguien podría replicar que Dios –en el caso de que existiera- estaría por encima de cualquier norma moral, y tendría razón en esta réplica en cuanto, como Ockham señaló, la omnipotencia divina implica que no puede haber ley alguna a la que él deba estar sometido sino que el valor de cualquier norma moral derivaría de la propia voluntad divina que así lo habría querido. Pero, en cualquier caso, no deja de resultar llamativo y desconcertante que el supuesto Dios no predique con el ejemplo, pues lo que él hace coincide en muchas ocasiones con lo contrario de lo que exige en los mandamientos que se le atribuyen. Y, de nuevo, esta radical diferencia entre lo que el Dios bíblico habría ordenado al hombre y el modo según el cual él actuó, según se expone en diversos libros bíblicos como el de Josué, es un ejemplo más del relativismo moral que de hecho puede observarse en esos "escritos sagrados" (?), tan llenos de actos de crueldad, de odio, de despotismo y de injusticia realizados por el propio Yahvé.

    3. Edificantes ejemplos bíblicos de la moral absoluta de los dirigentes católicos.- A continuación se exponen y comentan una serie de pasajes bíblicos que sirven como muestra de lo que supuestamente habrían sido ejemplos divinos de comportamiento "moral":

    a) Como en otras ocasiones ya se ha comprobado, veremos a continuación dos textos evidentemente antropomórficos en los que los sacerdotes relacionados con ellos se recrean proyectando en su Dios las fantasías más aterradoras que se les ocurren para asustar a su pueblo y tenerlo dominado por el pánico de imaginar a Yahvé encolerizado hasta el punto de ordenar esa serie barbaridades que se nombran, de forma que, si hubiese que tomar ejemplo de Yahvé para saber cómo debe actuar el hombre, el resultado sería el de guerras continuas, sanguinarias, llenas de crueldad y, como dice el texto 2, "sin piedad". ¿Qué clase de Dios sería ése que les ordenase "comer la carne de sus hijos y de sus hijas" y devorarse unos a otros?

    Y, sin embargo, se trata, según los dirigentes de la Iglesia Católica, del mismo Dios que más adelante ordenará: "amaos los unos a los otros".

    Partes: 1, 2
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