Una mirada a nuestro alrededor, en este caso algo alejada en el tiempo, nos puede ayudar a comprender algo más la profunda conflictividad existente entre el hombre y la mujer en el seno de una misma clase social, en los inicios de la revolución industrial. Para ello hemos recurrido a una serie de hechos históricos documentados que ilustran aquellas vicisitudes, muchas de las cuales perviven hoy. Lo primero que constatamos en el período de la industrialización en el siglo XIX es la insuficiencia del salario único del cabeza de familia para la unidad familiar que contara con uno o varios hijos. Ello conllevaba la necesidad de incorporación de las mujeres al taller o la fábrica, así como los hijos a partir de temprana edad: siete, diez o doce años. Aunque las mujeres siempre habían trabajado, en ese momento podían incorporarse masivamente a unos centros de trabajos donde, a cambio de un salario y bajo vigilancia masculina, va a producir mercancías visibles que tendrán un valor de cambio. Ello, a su vez, conllevará el descubrimiento del valor de la sociabilidad del mundo fabril y el abandono de la domesticidad. Se produce un progresivo cambio en su lenguaje, empieza a entender de economía laboral, discutía con el encargado, adquiría conocimientos de las máquinas hasta entonces reservados a los hombres y, sobre todo, tenía contacto con otras mujeres de su condición, con las que pasaba más horas que con el marido -con éste los turnos laborales a menudo no eran coincidentes.
Ahora escuchaba de primera mano las aspiraciones reivindicativas de su clase y sabía de preparativos y luchas que se llevarían a cabo allí o en otros lugares. Todo ello rompía el ideal cuadro de la familia obrera pobre pero feliz, con la esposa y los hijos esperando al padre y esposo al final de jornada laboral. La mujer dejaba de ser «el ángel del hogar» tal como era a menudo denominada. Aparte consideraciones de índole netamente económicas o de amparo hacia ella, es evidente que para muchos varones esta situación comportaba relaciones difíciles puesto que, a pesar de la diferencia salarial, ambos tenían las mismas experiencias y conocimientos y el hombre perdía su exclusividad en el nuevo mundo de la producción industrial. En adelante la aportación económica era compartida y su ascendencia sobre la mujer y su autoridad como cabeza de familia se sacudía.
En 1855 constan peticiones para que dejen de contratarse menores de diez años y también van apareciendo solicitudes de que no se acepte a las mujeres. Sin embargo nada se legisla hasta entrado el siglo XX. En 1868 en Igualada, segunda población industrial textil de Catalunya, los trabajadores entraron en conflicto con las mujeres obreras oponiéndose a que éstas pudieran seguir trabajando en la fábrica; el motivo aducido era que este tipo de trabajo fuera del hogar embrutecía a la mujer de manera que le impedía realizar debidamente su papel de esposa, madre y ama del hogar, considerado éste por la iglesia un «segundo altar» después del que sirvió para el matrimonio. Se invocó asimismo la creciente conflictividad en el seno de familias en que ambos, hombres y mujeres, trabajaban, al rivalizar ellas con el estatus del varón. Merecen destacarse varios hechos a este respecto. Por la resolución de un «Convenio entre la Comisión de Fabricantes y la de Trabajadores», mediando la Junta Revolucionaria de Igualada, los hombres consiguieron al fin que setecientas trabajadoras fueran despedidas de sus puestos de trabajo.
En la lista de inconvenientes aportada por los trabajadores-hombres contra la presencia femenina en la fábrica estaba «…que estas mujeres puestas y preferidas en el lugar de los operarios bien se las considere esposas, hermanas o hijas es fácil ver desde luego su orgullo y predominio con respecto a sus padres, maridos o hermanos, y de aquí los insultos, las injurias, los desprecios, los dictados de gandules y vagos contra las personas que en otro caso amarían y respetarían, imposibilitando a éstos en tan triste situación de poder reprender a aquellas sus defectos y deslices…» Muchas de ellas recibirían a partir de entonces el trabajo en casa y lo ejecutarían por un salario más bajo que el que percibían antes en el taller. Esto fue aceptado por los hombres. En cambio los patronos no pensaban lo mismo. En la Cartilla Industrial o nociones de industria, economía y comercio explicadas por un industrial preceptista aparecida en Barcelona en 1861, decían: «Si poseéis la fuerza corporal que exige vuestro oficio, trabajaréis sin cansancio, el día no os parecerá demasiado largo, estaréis de buen humor cuando os volveréis a vuestra casa, y el día siguiente emprenderéis sin disgusto el trabajo que da el pan a vuestra familia».
En 1881 se dio una huelga de mujeres en la comarca de Igualada por los bajos sueldos, jornadas extenuantes y condiciones de vida. Por ella un importante grupo de mujeres fue encarcelado. La huelga duró casi cinco meses. Leemos en la revista Acracia, enero de 1887: «Es un hecho probado que en los trabajos en que la mujer puede hacerle la competencia, el hombre gana un jornal más reducido que en aquellos otros en que esta competencia no es posible; de modo que el obrero, aunque sólo fuera por egoísmo, debería tratar de sacar a la mujer del taller o de la fábrica, para que pudiera dedicarse única y exclusivamente a los quehaceres domésticos, y gracias que ella tuviera tiempo y fuerzas suficientes para hacerlos todos. Tenemos que afirmar que por parte de los compañeros trabajadores lo que más les importa a ellos para que la mujer se retire del infame telar, de la máquina que la devora, es la competencia, el peligro que constata de perder él su puesto de trabajo, y menos las condiciones miserables en que ella se encuentra».
En Condicions materials i resposta obrera: «Ilustración Ibérica», «La dona, cap a casa», juliol 1904: «el taller y la fábrica, son para la operaria soltera liza peligrosa de deseos; son para la operaria casada, aparte ése mismo peligro, aislador del afecto. La promiscuidad del taller y de la fábrica, horroriza confesarlo, suele ser a veces, para la casada como para la soltera, fosa común del poder y, quien sabe, si primer peldaño de la licencia» Bajo la máscara masculina en defensa de la dignidad de la mujer, intentando eximirla del trabajo fabril, en realidad se escondía el temor a la baja de salarios ante la creciente oferta de mano de obra femenina: los patronos sustituían los hombres por mujeres y niños en cuanto podían, aprovechando huelgas, enfermedades o ampliaciones de personal. Los hombres entonces tenían que buscar trabajo en otras actividades para las que no estaban preparados. En ningún momento, sin embargo, aparece la protesta de los hombres contra el trabajo hecho en casa por las mujeres, a pesar de la pésima remuneración que percibían. A finales del s. XVIII en un informe se dice que «hay varias obras en las que es lástima emplear la fuerza varonil, y en las que las mujeres y niños pueden levantarse: los cordones, botones, encajes, bordados y otras manufacturas de esta especie, son suficiente objeto para las manos de una mujer y un niño, y no deben ocupar a un hombre digno por otra parte de más sólido e importante trabajo». Teresa Claramunt, mujer tenaz y lúcida, salió al paso y puso orden a las ideas acompañándolas de las acciones correspondientes.
En 1883 trabajando en el ramo textil de Sabadell, inició y sostuvo con otras compañeras la «huelga de las siete semanas», en pro de la jornada de diez horas para las mujeres, conflicto que cobró una dureza fuera de lo habitual. Antes de terminar aquel siglo, escribía: «El calificativo `débil’ parece que inspira desprecio, lo más compasión. No: no queremos inspirar tan despreciativos sentimientos; nuestra dignidad como seres pensantes, como media humanidad que constituimos, nos exige que nos interesemos más y más por nuestra condición en la sociedad. En el taller se nos explota más que al hombre, en el hogar doméstico hemos de vivir sometidas al capricho del tiranuelo marido, el cual por el solo hecho de pertenecer al sexo fuerte se cree con el derecho de convertirse en reyezuelo de la familia (como en la época del barbarismo) (…) Dejaos, amigas mías, de estos embustes que os enseñan las religiones todas (…) Este falso y perjudicial principio de la desigualdad ha venido imperando hasta nuestros días, extendiéndose hasta caer en el vergonzoso extremo de dividirse los hombres en clases y subdividirse éstas al infinito… Claramunt no era partidaria de crear un movimiento específico de mujeres para conseguir su emancipación; pensaba que era dentro de la sociedad heterosexual donde ellas tenían que despertar su propia conciencia y jugar su papel. Merece la pena resaltar el carácter de iniciativa y la ausencia de lamento y queja en la lucha para mejorar la situación de la mujer:
«Subordinada la mujer al dominio del hombre impone ella ese mismo dominio a los seres más débiles que la rodean, tratando de inspirarles temor. Así la educan, y así educa ella después. Le impusieron obediencia irracionalmente y de igual modo la impone ella a sus hijos» (…). «Sin voluntad y sin conciencia, mima la mujer al hombre con quien vive, sólo porque haciéndolo así cree cumplir su obligación. Le han dicho que sus deberes de casada le imponen que satisfaga los caprichos del esposo, y los satisface maquinalmente, sin que su corazón intervenga. Así viviendo, sus caricias adquieren con mucha frecuencia el carácter de las que se prodigan en los lupanares».
Eran frecuentes en las fábricas textiles las explosiones de calderas que eran auténticas catástrofes. En junio de 1882 reventó la caldera de la fábrica «Morell y Murillo» de Barcelona, muriendo 18 personas, entre las cuales había niños, niñas, mujeres y algunos hombres. Cerca de Manresa, en el Pont de Vilomara, el 17 de febrero de 1902 estalló la caldera de la fábrica «Jover» muriendo 12 personas (cinco hombres y siete mujeres, algunas no pasaban de los doce años). El maquinista fue detenido y confesó que la máquina estaba en mal estado a consecuencia de la continua presión, pues la mayor parte del tiempo trabajaba con más fuerza de la que su potencia permitía, aunque esto lo había notificado a los dueños repetidas veces.
Teresa Claramunt escribió: «…Las víctimas son mujeres y niñas de cinco y seis años y algunos hombres, y no sólo regatean las frases de la más vil compasión sino que también ocultan las edades de esas tiernas criaturas, que no más nacer, la fiera burguesa ya les chupaba la sangre, la vida hermosa de la infancia. El número de víctimas todavía no lo ha transmitido la prensa y hasta la llamada liberal, ha escaseado los datos más sencillos. Luego esos mismos periódicos dedicaron insulsos artículos al bello sexo, tiernas poesías a la infancia. ¡Hipócritas! ¡Infames! ¿Es que acaso la mujer obrera no pertenece al mismo sexo que la mujer burguesa? ¿Es que acaso el niño que nace en humilde casa no sonríe con la misma inocencia que el que nace en un palacio? Ya lo ves, mujer proletaria, nuestros hijos no inspiran a nadie ningún sentimiento noble. Nosotras las mujeres obreras, no pertenecemos al sexo débil,… Ya lo sabéis, obreras, en la sociedad actual existen dos castas, dos razas: la de nosotras y nuestros compañeros, y la de esos zánganos con toda su corte. No tendremos pan, ni dicha, ni vida, ni seguridad para nuestros seres queridos y para nosotras, hasta que desaparezcan del todo esa maldita raza de parásitos.»
La manifestación con motivo del primer Primero de Mayo en Barcelona el año 1890, estuvo presidida por una pancarta que proclamaba «Jornada legal de 8 horas». En los parlamentos de aquel día una y otra vez se hicieron varias peticiones alrededor de las condiciones del trabajo, como la supresión de las agencias de colocación y algunas referentes a la mujer trabajadora, como la abolición del trabajo femenino en determinadas actividades, así como de cualquier clase de trabajo en horario nocturno para las mujeres y los menores de ocho y diez años. De hecho no sería hasta el año 1900 cuando se prohibiría el trabajo a los niños y niñas menores de diez años, siendo regulada la jornada laboral para las mujeres en once horas, es decir semana de sesenta y seis horas. En 1908, por un Decreto, se prohibió el trabajo a las mujeres menores de edad y a los muchachos con menos de dieciséis años en las industrias y talleres con riesgos de intoxicación, trabajos con explosivos o productos inflamables. Sin embargo nos encontramos con muchos testimonios que afirman que durante muchos años, sobre todo lejos de la ciudad, las jornadas laborales de mujeres y niños eran interminables. En Ripoll, por ejemplo, en 1917 trabajaban 11 horas y media de lunes a viernes y nueve y media los sábados. Las revueltas de la Semana Trágica señalan un punto álgido en esta época de proyección social de las mujeres. Es conocida la decisión y el papel que desempeñaron en aquellos días.
En primer lugar, para extender rápidamente la huelga desde sus inicios, ellas, con un lazo blanco, junto con los hombres, formaron piquetes recorriendo las fábricas para pedir su abandono a los trabajadores. A las 6 de la mañana del lunes día 26 de julio de 1909, una mujer, Mercedes Monje, subida a un banco de la plaza de Catalunya, que se hallaba llena a rebosar, pidió a los trabajadores que no se dirigieran a su trabajo, que lo abandonaran y se manifestaran como rechazo a la guerra en Marruecos. Mercedes fue detenida y la muchedumbre dispersada por la guardia civil. Rápidamente grupos de mujeres acompañadas por chicos jóvenes recorrieron las calles pidiendo el cierre de las tiendas y almacenes. Otro timorato testigo presencial cuenta: «La muchedumbre, al grito de ¡mueran los frailes! empezó a levantar barricadas y las mujeres, tomando parte en la lucha, dábanle un carácter excepcional, emulando a las calceteras de la revolución francesa. ¿Eran las madres y las esposas de los reservistas expatriados?… ¿Cómo confundir las ternuras del amor con los rugidos de las hienas?»…
Una semana después, cuando la revolución agonizaba y la mayor parte de obreros habían regresado a las fábricas, «grupos de mujeres circulaban por las barriadas demandando la libertad de los detenidos y pretendiendo que hasta que se obtuviera aquélla, no entrasen los obreros en las fábricas y salieran los que ya en ellas trabajaban». La presencia y protagonismo de las mujeres en esta huelga revolucionaria, que no sólo se dio en Barcelona sino que se extendió a otras poblaciones de la provincia, mereció el reconocimiento de José Comaposada que había participado en ella: «Ellas [las mujeres] fueron el alma del movimiento. Sin ellas en muchas poblaciones no se hubiese exteriorizado la protesta ni hubiese ocurrido nada. Ellas, (…) que recuerdan a los seres queridos volviendo de las últimas guerras coloniales convertidos en esqueletos, vieron con lágrimas en los ojos que empezaba una nueva guerra y que nuevos hijos iban a ser sacrificados, no ya para defender la integridad de la patria, sino para atentar a otra patria tan digna de respeto como la nuestra, con objeto de defender los intereses de un puñado de capitalistas (…).
Muchas han pagado con largos meses de cárcel y algunas con condenas, variando de meses de encierro a pena de muerte, el cariño con que trabajaron para el triunfo de la causa del pueblo (…).» Hasta ahora habían sido pocas las voces masculinas que habían denunciado la situación de la mujer. Desde 1904 estas voces tomarían cuerpo, por ejemplo, en la Sección española de la Liga Universal de la Regeneración Humana, eco de la Federación Universal de la Liga de la Regeneración Humana creada en París en 1900 tras una serie de reuniones clandestinas en el domicilio de Ferrer y Guardia. Se trataba de la Liga neomalthusiana, que pretendía crear en ambos sexos una conciencia libre y responsable en la maternidad y la procreación. En el encuentro fundacional habían coincidido Paul Robin, Luis Bulffi (autor de ¡Huelga de vientres! que tantas ediciones vería, -en España en 1908 apareció la 5ª-), Emma Goldman, Rutgers, Sebastián Faure,… Antes de cumplirse el primer año de su fundación, la Sección Española contaba con treinta y seis secciones; la revista, denominada Salud y Fuerza alcanzaba importantes tiradas. René Chaugui en su opúsculo La mujer esclava escribía en 1907: «Cada uno de nosotros créese ser más sincero que el resto de los hombres. La idea que tiene el hombre respecto a su superioridad sobre la mujer, no tiene fundamentos sólidos. Es una ilusión nacida del deseo de dominar. Sobre todas las cosas está el deseo de dominar. Con la simple lectura del código se nota que son los hombres los que han hecho las leyes. (…) Es necesario que esto acabe. Es necesario que la mujer tome conciencia de sí misma, se canse de su estado presente, se niegue a ser por más tiempo ora una muñeca, ora una sirvienta y siempre una propiedad.» No era fácil para los hombres reconocer el ascenso de las mujeres trabajadoras en su emancipación.
En el Congreso de constitución de la CNT de 1910 se aprobó la propuesta de los delegados de Alcoi y Barcelona en que se decía: «Nosotros consideramos que lo que ha de constituir precisamente la redención moral de la mujer _hoy supeditada a la tutela del marido- es el trabajo, que ha de elevar su condición de mujer al nivel del hombre, único modo de afirmar su independencia. Además hemos de considerar la disminución de horas de trabajo de las mujeres en las fábricas; (…) Por consiguiente, como conclusiones, la ponencia expone al Congreso: 1º-. Abolición de todo trabajo superior a las fuerzas físicas. 2º-. Entendiendo que para lograr su independencia la mujer necesita del trabajo, y por consiguiente éste es penoso y mal retribuido, proponemos: 1º Que el salario responda a su trabajo con idéntica proporción al del hombre. 2º Que sea deber de las entidades que integran la CNT que se comprometan a hacer una activa campaña para asociar a las mujeres y para disminuir las horas de labor. (…). Cabe señalar que entre los 96 representantes en este Congreso no figuraba ninguna mujer.
Esta ausencia se repetiría todavía en el Congreso de la Confederación Regional de Cataluña celebrado en Sants en 1918, al menos a nivel de representatividad. Durante el verano de 1913 las mujeres de manera masiva fueron a la huelga proclamada por el sindicato textil «La Constancia», de afiliación predominantemente femenina. Fueron cerca de 60.000 las obreras de Barcelona y provincia que hicieron la huelga, de las cuales 18.000 pertenecían a este sindicato.
Se consiguió, en parte, el objetivo de hacer que se cumpliese la legislación vigente acerca de las condiciones de la jornada laboral femenina, sobre todo por lo que se refiere a la noche. Los testimonios de la época se quedan estupefactos ante la firmeza de las mujeres. Los mítines que hasta entonces estaban monopolizados por la voz de los hombres fueron repetidamente alternados con las voces de representantes del mundo laboral femenino. El día 11 de agosto las mujeres se opusieron a la voz de los dirigentes masculinos que proponían finalizar la huelga ante la promesa del gobierno de proclamar la jornada de diez horas. En el parlamento una obrera manifestó categóricamente que «si los hombres se acobardaban, que se retirasen, que las mujeres continuarían la huelga». Finalizada la lucha _iniciada el 30 de julio y finalizada el 15 de septiembre- y a la hora de hacer balance, los antagonismos entre trabajadores y trabajadoras afloraron, de tal manera que el delegado de aquél sindicato declaraba: «Antes, en los talleres había un 25% de hombres; hoy no pasan del 1 al 2%; el resto son mujeres, a quienes se puede explotar a medida del deseo, y, como sobran brazos resulta que los obreros tienen que dedicarse a otros oficios, con perjuicio suyo, y los que trabajamos en este ramo tenemos que conformarnos con un jornal de mujer [sic], y hasta sin saber lo que al cabo de la semana vamos a ganar.»
A inicios del siglo los salarios de la mujer -para un mismo trabajo y una misma producción- eran entre un 50% y un 60% más bajos que los del hombre, diferencia que en cierta medida se fue atenuando pero de manera moderada. A pesar de la predilección de los amos por las mujeres a la hora de la contratación, los cargos de contramaestres y encargados estaban reservados a los hombres, siendo éstos de absoluta confianza para el patrono; ello contribuyó a aumentar la animadversión entre los dos sexos. Los años que acompañaron la primera guerra mundial fueron crueles para la clase obrera que veía como las subsistencias se encarecían sin límite, a la par que los salarios se mantenían bloqueados. De nuevo las mujeres, al menos que sepamos en Barcelona, Málaga, Alicante y Almería, se pronunciaron invadiendo las calles. Repetidamente la prensa habla de los asaltos a tiendas, mercados y carbonerías incautándose y decomisando víveres de primera necesidad. En Málaga dos mujeres y dos hombres murieron a tiros por disparos de la guardia civil, mientras en Barcelona dos pancartas anunciaban «Mujeres en la calle para defendernos contra el hambre» y «¡En nombre de la humanidad, las mujeres toman las calles!». En esta ciudad una muchedumbre de mujeres se dirigió hasta la plaza de Catalunya donde se escucharon las voces de María Marín y Amalia Alegre. Sabemos por la prensa que las mujeres rechazaron la presencia de hombres en la manifestación y los actos posteriores.
La inoperancia, la pasividad y el rol de los hombres quedó explicitada con una pancarta en Málaga que de manera tajante decía: «¡Fuera hombres!». Estos hechos nos llevan a creer que se iba afianzando la convicción de la necesaria emancipación y autonomía en la lucha por la mejora de las condiciones de la mujer, y que poco o nada podían esperar de los hombres. Un dato elocuente es que entre los años 1905 y 1921 las huelgas de signo femenino fueron 185 en Barcelona. Los conflictos de los últimos años muestran ya un significativo aumento de afiliación a los partidos y sindicatos.
Revista Etcétera, mayo 2005