- La Inquisición
- Primeros Indicios
- Justificación de la Inquisición
- Que decía la Iglesia
- Orígenes de la Inquisición
- Inquisición Episcopal
- Consolidación de la Inquisición en la Iglesia
- Procedimiento
- Las Victimas y Victimarios
- Inquisición en Inglaterra y España
- Juicio que hacen Villoslada y Olmedo sobre la Inquisición
- Conclusión personal
- Bibliografía
El presente trabajo tiene por tema "La Inquisición en la Edad Media", lo cual implica que reconozco la existencia de una época de dependencia de la Iglesia hacia el Estado.
Las razones que subyacen a la elección de este tema parten de los siguientes hechos: la crítica a esta época como la más obscura y sangrienta de la Iglesia, y creo en mí hondos cuestionamientos y, consecuentemente me ha urgido a profundizar nuestra historia para revalorar su justa dimensión.
Para este fin, he distribuido el contenido de este trabajo de la siguiente manera: primeramente, aparecen una breves palabras sobre la "Inquisición", después, los primeros Indicios para establecer, seguidamente, la justificación y desde ella qué decía la Iglesia, consecutivamente, los orígenes, la Inquisición Episcopal y la consolidación en la Iglesia; sus procedimientos, victimas y victimarios.
Por otra parte, la Inquisición en Inglaterra y España, un juicio de dos autores; finalmente, y luego de una breve mirada retrospectiva a nuestra historia hago mí conclusión.
La Iglesia tiene el deber de conservar intacto el depósito de la fe cristiana, de ser maestra de la verdad, de no permitir que la revelación divina se obscurezca o se falsee en las mentes de los fieles.
En sus comienzos la Inquisición dedicó más atención a los albigenses y en menor grado a los valdenses, sus actividades se ampliaron a otros grupos heterodoxos, como las hermandades, y posteriormente a los llamados brujas y adivinos.
Nace por los años de 1220-1230, cuando el poder civil y el poder religioso colaboran en la búsqueda de los herejes y en su castigo y cuando por voluntad del papa se generaliza esta organización al conjunto de la Iglesia.
Fue pues la Inquisición una institución judicial creada por el pontificado en la Edad Media, con la misión de localizar, procesar y sentenciar a las personas culpables de herejía. En la Iglesia primitiva la pena habitual por herejía era la excomunión. Con el reconocimiento del cristianismo como religión estatal en el siglo IV por los emperadores romanos, los herejes empezaron a ser considerados enemigos del Estado, sobre todo cuando habían provocado violencia y alteraciones del orden público.
La represión sangrienta de la herejía no arranca de los Pontífices, sino de los príncipes seculares; no del Derecho canónico, sino del civil.
Un emperador pagano, es el primero que ataca la herejía y se le puede considerar como el iniciador de la Inquisición. Diocleciano, así como perseguidor sañudamente a los discípulos de Cristo, del mismo modo trató de exterminar a los maniqueos con un decreto del año 287, registrado en el Código teodosiano, según el cual "los jefes serán quemados con sus libros; los discípulos serán condenados a muerte o a trabajos forzados en minas". Este decreto lo agravará en cierto modo Justiniano, al decretar, en 487 o 510, pena de muerte contra todo maniqueo donde quiera que se le encuentre, siendo así que el Código teodosiano tan sólo condenaba al ostracismo.
Constantino el Grande les confisco los bienes a los donatistas y los condenó al destierro en 316; al hereje Arrio y a los obispos que rehusaron suscribir el símbolo de Nicea los desterró. El gran Teodosio amenazó con castigos a todos los herejes en el 380, prohibió sus conventículos en el 381, quitó a los apolinaristas en 388, a los eunomianos y maniqueos en el 389, el derecho de heredar e impuso la pena capital a los encratitas y a otros herejes en el 382, leyes confirmadas por Arcadio en el 395, por Honorio en 407, por Valentiniano III en el 428, a las que Teodosio II, Marciano y Justiniano I añadieron otras, declarando infames a los herejes y condenándolos al destierro, privación de los derechos civiles y confiscar sus bienes.
Los emperadores bizantinos del siglo IX dictaron severísimas leyes contra los paulicianos; y Alejo Comneno al fin de su reinado, mandó buscar al jefe de los bogomilos, Basilio, y a sus secuaces; muchos de éstos fueron encarcelados y aquél quemado en la hoguera.
En Occidente, tal vez porque no surgieron sectas de tipo popular y sedicioso hasta el siglo XI, no tuvieron que padecer mucho los herejes.
Justificación de la Inquisición
Según Villoslada, los príncipes y reyes vivían profundamente la fe religiosa de sus pueblos, los cuales no toleraban la disensión en lo más sagrado y fundamental de sus creencias. Y esto no se atribuye a fanatismo propio y exclusivo de la Edad Media.
Todos los pueblos de la tierra, mientras han tenido fe y religión, antes de ser victimas del escepticismo o del indiferentismo, igual en Atenas que en Roma, en las tribus bárbaras que en los grandes imperios asiáticos, han dictado la pena de muerte contra aquellos que blasfeman de Dios y rechazan el culto legítimo.
Algunos cronistas medievales refieren muchos casos en que el pueblo exigía la muerte del hereje y no toleraba que las autoridades, por ejemplo aquel que cuenta Guillermo Norgent: descubiertos en Soissons en 1114 algunos herejes, y no sabiendo qué hacer el obispo Lisardo de Chálons, dirigiéndose en busca de consejo al concilio de Beauvais; en su ausencia asaltó el pueblo la cárcel y, "clericales veneres mollitiem", sacó fuera de la ciudad a los herejes detenidos y los abrasó entre las llamas.
Hasta bien entrado el siglo XII los representantes autorizados de la Iglesia manifestaron siempre invencible repugnancia por el empleo de la fuerza en la represión de la herejía y procuraron suavizar la suerte de aquellos que por ese motivo condenaban las autoridades civiles. Más, no pocos afirmaban que sólo tenían derecho de emplear contra los herejes armas espirituales, argumentos, escritos de controversia, a lo más penas canónicas.
El poder civil en cambio ya desde comienzos del siglo XI agrava más y más los castigos contra los herejes y enciende las primeras hogueras, aplaudido y aun empujado por la opinión popular.
Norma fue en la Iglesia antigua valerse solamente de las censuras o penas espirituales. Decía Lactancio a principios del siglo IV: "La religión no puede imponerse por la fuerza; no hay que proceder con palos, sino con palabras".
Conocido es el caso de Prisciliano, condenado a muerte por el emperador Máximo, a instancias de los obispos Hidacio e Itacio (385). Tanto San Ambrosio y San Martín de Tours como el papa San Silicio protestaron indignados contra semejante pena capital, no porque en absoluto reprobasen la ley romana ni la sentencia imperial, sino porque no les parecía bien que la Iglesia, por medio de los obispos tomase parte activa en una condenación a muerte.
En cuanto a San Agustín, consta que al principio se horrorizaba de los suplicios decretados por el emperador contra los donatistas; mas luego retractó su primera opinión, cuando se persuadió que aquellos enemigos de la unidad de la Iglesia y de la paz social sólo con graves castigos podrían reprimirse.
Y San León Magno, en carta a Santo Toribio de Astorga, establece el principio de que el derramamiento de sangre repugna la Iglesia, pero que el suplicio corporal, aplicado severamente por la ley civil, puede ser buen remedio para lo espiritual.
En Oriente San Juan Crisóstomo decía que la Iglesia no puede matar a los herejes, aunque sí reprimirlos, quitarles la libertad de hablar y disolver sus reuniones.
El concilio XI de Toledo (675) en su canon 6 prohíbe bajo la más rigurosa pena "aquellos que deben administrar los sacramentos del Señor, actuar en un juicio de sangre o imponer directa o indirectamente a cualquier persona una mutilación corporal".
El mismo Inocencio III, tan celoso perseguidor de los herejes, era enemigo de que se les aplicase la pena de muerte, y en 1209 ordenó que "la Iglesia intercediese eficazmente para que la condenación quedase a salvo la vida del reo, lo cual se introdujo en el Derecho común y debía observarlo todo juez eclesiástico que entregaba al brazo secular a un reo convicto y obstinado".
En el primer milenio la Iglesia se inclino a la benignidad en el trato de los herejes. El año 800 renegó Félix de Urgel sus errores adopcionistas en el concilio de Aquisgrán. Esto bastó para que fuera restituido a su sede episcopal, sin mayor castigo. Medio siglo más tarde los concilios de Maguncia en el 848 y de Quierzy en el 849 declararon al monje Godescalco pecado en herejía predestinacionista. Godescazo no se retractó y hubo de sujetarse a las penas temporales de la flagelación y de la cárcel. Pero Hincmaro, presidente del concilio de Quierzy, declaró que la pena de los azotes se le imponía "secundum regulam Sancti benedicto" en conformidad con las presquipciones de la Regla benedictina, que señala ese castigo a los monjes incorregibles y rebeldes. La prisión fue la de un monasterio. Esta era una medida suave y mitigada.
A medida que avanza el siglo XII la oposición de la Iglesia contra estos rigores va decreciendo hasta desvanecerse del todo. En el tercer concilio de Letrán el papa Alejandro aunque recalcando el horror que inspira al clero la efusión de sangre, decide pedir al Poder Civil la represión por la fuerza de los cátaros, valdenses y albigenses que con sus excesos eran ya gravísima amenaza para la Iglesia y para la sociedad constituida.
Más severa aún fue la actitud del papa Lucio III en el concilio de Verona (1185) pues ordenó pesquisas de herejes, castigo tanto por la excomunión como por penas temporales proporcionadas a la gravedad de su crimen, y aprobó las penas que imponían las autoridades laicas. Desde este momento puede decirse que la Iglesia aprueba un sistema de medidas represivas, ya del orden espiritual ya del temporal, decretadas de consumo por las autoridades eclesiásticas y civiles en defensa de la Fe Ortodoxa y del orden social, amenazados por las doctrinas teológicas y sociales de los herejes. Esta es la esencia de la Inquisición.
Dada la estrecha unión de la Iglesia y del Estado entonces existente, si aquélla no quería deponer su derecho de supremo juez en materia de doctrina, tenía que aceptar este modo de cooperar con las autoridades civiles para mantener la paz y el orden social. Retenían así el juicio sobre la herejía y moderaban los castigos que príncipes y pueblos creían de justicia contra los herejes. No permitirían que sus representantes ejecutaran el castigo temporal, sino que exigía que relajaran al reo, una vez convicto y confeso, al brazo seglar. No cabe duda que el rigorismo de los príncipes influyo poco a poco en las decisiones pontificias.
El arzobispo de Reims, Enrique, era hermano de Luis VII de Francia y no estaba de acuerdo con el papa en la benignidad y blandura que ésta le aconsejaba respecto de los herejes de su diócesis. Habló de ello con el rey, y éste escribió en 1162 a Alejandro III pidiéndole que dejase las manos libres al arzobispo para acabar en Flandes con la peste de la herejía maniquea. El papa, que, obligado a huir a Roma y de Italia se había refugiado en los dominios de Luis VII, pensó que convenía tomar en conciencia los deseos del monarca y en el concilio, que se convocó en Tours en 1163, se trató de "la herejía maniquea, que se ha extendido como un cáncer" por la Gascuña y otras provincias. Allí se dictaron medidas enérgicas contra los herejes, encargando a los príncipes seculares que, una vez descubiertos los albigenses, sean aprisionados y castigados con la confiscación de sus bienes.
Y en el concilio III de Letrán en 1179, después de fulminar el anatema eclesiástico contra los cátaros, trata de otros herejes peligrosos de Brabante y del sur de Francia.
Un paso verdaderamente importante se dio en el convenio de Verona en 1184 por parte del papa Lucio III y del emperador Federico I Barbarroja.
De acuerdo con el emperador, el papa promulgó la constitución Ad ablendam, anatematizando a los cátaros y patarinos, a los humillados o pobres de Lyón, a los pasagginos, josefinos y arnaldistas, y dejándolos al arbritio de la potestad secular para que los castigase con la pena correspondiente.
Y a continuación, por consejo de los obispos y por sugestión del emperador, ordena el papa que todos los arzobispos y obispos, por sí o por medio de prelados, visiten las parroquias que les parezcan sospechosas por lo menos una o dos veces al año y escojan testigos de conciencia buena, que bajo juramento denuncien a los herejes. Y al encontrarse alguno, el obispo tiene la potestad de castigarle.
Podían ayudarle los condes, barones y demás autoridades y consejeros de las ciudades, so pena de excomunión y entredicho. A los obispos se les concede plena autoridad en materia de herejía, lo mismo que si fuesen legados apostólicos. Este severo edicto fue insertado en las decretales.
No se puede afirmar que ésta sea la carta constitutiva de la Inquisición medieval. Manda, sí, buscar, indagar, averiguar si hay herejes para castigarlos y eso de una manera organizada y sistemática, pero no instituye ningún tribunal (todavía). Aquí nace la famosa Inquisición Episcopal, organizada y perfeccionada, pues antes ya, los obispos podían decidir en cuestiones de herejía.
En el principio esta inquisición y juicio fueron encomendados a los jueces natos en la materia de Fe, es decir, a los obispos. El último retoque de detalle bajo Inocencio III en el concilio de Aviñón de 1209 y bajo Honorio III en el de Nabona de 1227. El papa intervenía con su suprema autoridad cuando los obispos perecían ineptos o remisos y si la gravedad del caso lo pedía.
Estos procedían muchas veces por delegados y uno de ellos fue Domingo de Guzmán que lejos de ser el fundador de la Inquisición, fue nada más inquisidor delegado de los papas en causas secundarias y murió antes de que cristalizaran la institución en forma definitiva. Los príncipes acogieron estas actividades con entusiasmo y aun el Emperador Federico II, tan poco cristiano y tan escéptico, expidió en 1220 un decreto condenándolos a destierro y otro más duro en 1224 a morir quemados o, de haber circunstancias atenuantes, a que se les cortara la lengua. Este decreto que resucitaba una ley del Derecho Romano dada contra los maniqueos tuvo trascendencia pues desde ese momento empezó a generalizarse en las leyes civiles de Occidente la pena de muerte contra la herejía, hasta entonces castigada tan solo con desposeimiento de bienes y destierro.
Consolidación de la Inquisición en la Iglesia
En el año de 1231, Gregorio IX se decide a instituir un juez extraordinario, que actúe en nombre del papa, haciendo inquisición y juicio de los herejes. El momento de su creación debió de ser en febrero de 1231, coincidiendo con el decreto que expidió Gregorio contra los herejes de Roma, entregándolos a la justicia secular, a fin de que ésta les infligiese el castigo. Se piensa en esa fecha porque poco después se presentó capítulos donde se nombrar algunos inquisidores. En realidad, lo que más deseaba era impedir que la autoridad civil del emperador se arrogase derechos sacros que no le eran suyos, porque los últimos decretos de Federico II contra los herejes "que intentan desgarrar la túnica inconsútil de Nuestro Señor parecían los del pontífice". Y todos los herejes, aun los levemente sospechosos de herejía, quedaban expuestos a la pasión política, a la ignorancia y a la arbitrariedad de los magistrados imperiales.
Se determinó que hubiera en todos los países de Occidente un Supremo Inquisidor nombrado por la Santa Sede y escogido entre los Frailes Mendicantes, de preferencia un dominico, a quien incumbiría la responsabilidad de designar los inquisidores locales y vigilar su celo. Así quedó establecido en los reinos de Europa occidental el tribunal de la Inquisición. Constaba de un presidente asesorado por varios consultores con voto en juicio.
El inquisidor era un juez apostólico extraordinario, porque recibía el poder del papa para juzgar la herejía y juez extraordinario, como creado por la Santa Sede al lado del juez ordinario que era y sigue siendo el obispo. La Inquisición medieval nunca fue un tribunal ordinario, estable, en una u otra región; ni existió una "Inquisición de Francia", o una "Inquisición de Toulouse" (por nombrar algunos), sino un "Inquisidor in regno Franciae o Tolosanis, etc."
Además de la herejía propiamente tal, que desde este siglo se consideró delito de alta traición y se castigó con la muerte en la hoguera, conocía la Inquisición en toda acusación de sacrilegio, blasfemia, magia, brujería y aun sodomía.
Cuando parecía al Inquisidor existir peligro de herejía en alguna región, designaba inquisidores locales, quienes, apenas llegados, lanzaban dos decretos: el de fe, explicando la verdadera doctrina católica sobre el punto peligroso y los errores contrarios, conminando a todos denunciaran a los que en ellos pecaban, y de Gracia, prometiendo a cuantos culpables se presentaran en el término de 15 a 30 días, según los casos, el perdón de su falta mediante leve penitencia y firme propósito de enmienda.
Pasado el plazo otorgado y después de aquilatadas las acusaciones para descartar aquellas que parecieran ligeras o calumniosas, los inquisidores lanzaban la orden de formal prisión contra los sospechosos. Una vez comprobado su delito eran relajados al brazo secular para que aplicaran la pena correspondiente.
Los pertinaces y relapsos eran castigados con especial severidad. En cambio a aquellos que prometían la enmienda, después de abjurados sus errores, les imponían un castigo que consistía en vestir por algún tiempo el sambenito y así cumplir una penitencia.
En cuanto a la tortura, a los clérigos estaba prohibido bajo gravísima pena tanto el causarles la muerte como lesión cualquiera definitiva. Además estaba prohibidísimo aplicarla a acusados que no fueran casi con seguridad culpables.
El torturado que persistía en afirmar su inocencia tenía que salir libre. Los tormentos que empleo la inquisición medieval fueron: la estrecha prisión, los carbones encendidos, el potro, la flagelación, la prueba de agua y la estrapada.
Todos estos procedimientos se llevaban con riguroso secreto. En realidad no era absoluto y obligaba cuando se seguía peligro para los denunciantes y testigos. Su fin evidente era el protegerlos contra las represarías, de ninguna manera el estorbar la defensa del reo. Si se advierte que los albigenses y cátaros no tenían el menor escrúpulo en matar a sus enemigos y que hubo numerosas venganzas desde principios de la Cruzada albigense, aparece clara la razón del secreto inquisitorial.
Muchos de los inquisidores procedieron con prudencia, justicia y benignidad. El presbítero secular Conrado de Marburg, director espiritual de Santa Isabel de Turingia, recibió dos veces la comisión en 1227 y 1231 de perseguir a los herejes de Alemania, especialmente a los luciferianos.
En 1231 le daba el papa estas normas: en llegado a una ciudad convocaréis a los prelados, al clero y al pueblo, y les dirigiréis una solemne alocución; luego llamaréis aparte a algunas discretas personas y haréis con toda diligencia la inquisición sobre los herejes y sospechosos o delatados como tales; los que se demuestre o se sospeche haber incurrido en la herejía deberán prometer obediencia a las órdenes de la Iglesia; si se niega a ello, procederéis según los estatutos que nos recientemente hemos promulgado contra los herejes.
Conrado de Marburg, arrebatado de su impetuoso celo, se excedió en la aplicación de tales normas. Los cronistas le acusan de no dar al reo facilidad para la defensa y de proceder demasiado sumariamente; si el hereje confesaba su error, se le perdonaba la vida, pero se le arrojaba en prisión; si lo negaba, al fuego con él. Y como el austerísimo Conrado no vacilaba en hacer compadecer ante el tribunal aun a los caballeros, éstos se vengaron cayendo sobre él en las cercanías de Marburg y asesinándolo el 30 de julio de 1233.
Más apática es la figura del primer inquisidor, per universum regnum Franciae, Roberto le Bougre, así apellidado porque antes de convertirse y entrar en la Orden de Santo Domingo había sido cátaro. Llevado de un fanatismo ciego contra sus antiguos correligionarios, se presentó siendo inquisidor en lugar de Montwimer.
En una semana de herejía y el 29 de mayo de 1239 unos 180 herejes, perecieron en llamas. Que cometió injusticias objetivamente gravísimas, parece indudable. El clamor de protesta que se lanzó contra el terrible inquisidor llegó a Roma. El papa examinó las acusaciones y en, consecuencia, destituyo a Roberto de su cargo y luego lo condenó a prisión perpetua.
Mientras que en Francia se aplicaban tan espantosos suplicios, en muchas ciudades de Italia parece que se contentaban con la proscripción y la confiscación de bienes, según el código penal de Inocencio III.
En la imposibilidad de aducir estadísticas completas, que no existen, una muestra puede dar la idea. El inquisidor de Tolosa, Fray Bernardo Guy, que dejó fama de severo, de 1308 a 1323 dio 930 sentencias de las que sólo 82 son relajación al brazo secular para la ejecución. Las demás o son más bien teóricas contra reos ya difuntos o son solo cárcel (307) pública, infamia (2), sambenito (132), destierro (1) destrucción de la casa (22) y quema de Talmud (1). Las otras 139 fueron liberatorias. Resulta, pues, en una de las regiones más inquietas sólo cinco o seis ejecuciones por año. Estas son las cifras según cálculos de Mons. Douis, en los dieciocho sermones generales, o autos de fe en el espacio de quince años.
Inquisición en Inglaterra y España
INGLATERRA
El problema de la represión planteaba especiales dificultades: en efecto, Inglaterra no había "recibido" la Inquisición y había permanecido con los viejos procedimientos, inadaptados para la persecución de la herejía. Por eso reclamaron los obispos en 1397 la adopción de algunas de las costumbres del continente.
Según las minutas de la Convocación, hubo numerosos procesos desde 1415 a 1430. El registro de Chichele señala algunas abjuraciones de sospechosos en 1419, 1420, 1422, 1425, 1428: Desde 1430 a 1463, las minutas de la Convocación no señalan más que dos procesos. Parece que hubiera habido una modificación en los procedimientos, lo que explicaría el silencio de esta fuente.
Muchos de los detenidos solamente eran sospechosos, los que si quedan registrados son los wyclistas. Estos marcados por el concilio de Constanza.
ESPAÑA
La Inquisición española se fundó con aprobación papal en 1478, propuesta del rey Fernando V y la reina Isabel I. La Inquisición se iba a ocupar del problema de los llamados sucios, los judíos que por coerción o por presión social se habían convertido al cristianismo. De 1502 centró su atención en los conversos del Islam, y en la década de 1520 a los sospechosos de apoyar las tesis del protestantismo.
A los pocos años de la fundación de la Inquisición, el papado renunció en la práctica a su supervisión en favor de los soberanos españoles. De esta forma la Inquisición española se convirtió en un instrumento en manos del Estado más que de la Iglesia, aunque los clérigos, y de forma destacada los dominicos, actuaran siempre como sus funcionarios.
Juicio que hace Villoslada y Olmedo sobre la Inquisición
Villoslada: En este tiempo se necesitaba un esfuerzo para librarse de aquel contagio moral que amenazaba a la sociedad cristiana; otro punto, la iniciativa y primer impulso procedió de los príncipes seculares, los cuales tenían derecho a defender la paz en sus Estados; por otra parte que la Iglesia, al instituir la Inquisición, regularizó y dio forma más jurídica y humana a los precipitados y bárbaros suplicios a que estaban expuestos los herejes de parte del pueblo y de los reyes; que el tribunal de la Inquisición fue más equitativo de los tribunales, señalando un verdadero progreso en la legislación penal, incluso en el modo de emplear la tortura. La sensibilidad de aquellos hombres estaba mucho más embotada que la nuestra; el ver morir entre las llamas a un reo, aunque fuese un niño o una mujer, no les intranquilizaba el ánimo, con tal de que la pena fuera justa.
Olmedo: Las herejías antisociales que amenazaban segar en flor el cristianismo y la civilización al comenzar el siglo XIII, fueron arrancadas de cuajo en Francia, España y el Imperio dejando tan solo raquíticos retoños en los Alpes. Tal triunfo se debió a la Inquisición. En los países balcánicos en donde no se estableció el Tribunal sí subsistió el catarísmo. La historia justifica su creación y funcionamiento.
Por otra parte son exageraciones inaceptables de apasionado pseudo-historiadores las matanzas y ruinas a ella atribuidas. No por eso hay que negar excesos de crueldad en casos particulares y en varios consta que las autoridades eclesiásticas superiores intervinieron para castigar ejemplarmente. Tampoco es sensato alabar todos los procedimientos. La Iglesia no la introdujo e hizo lo posible por reducirla a lo que entonces parecía lo mínimo necesario.
La Inquisición fue producto de una época y de una mentalidad y como tal debe reputarse legítima y aun benéfica, sin que por eso en manera alguna sea deseable su restauración en épocas y ambientes medularmente distintos.
Difícilmente se puede juzgar desde nuestro tiempo los acontecimientos del pasado. Pero estoy de acuerdo con los autores más sobresalientes de mi trabajo, que la Iglesia, pudo haber hecho más por evitar la Inquisición, sin embargo, la dependencia al poder del Estado la limitó. Actualmente puede existir este peligro, estar unido a una estructura que reprima las conciencias y las mantiene calladas, y nosotros por estar unido (de cualquier forma ya sea económicamente, por intereses de poder, que tal por conveniencia social) a ella, no podemos hablar ya que, lastimaríamos la susceptibilidad de algunos clérigos, empresarios y gobernantes.
Infinidad de veces el Papa Juan Pablo II a pedido perdón por las faltas que como Iglesia hemos tenido y esto es testimonio de que, reconocemos los errores del pasado y como todo proceso de conversión, necesitamos de la misericordia de Dios para no volver a caer en ellos.
Mi pregunta es ¿cómo Iglesia continuamos con la Inquisición?
Quizás, quizás, quizás, dice la canción.
- B. Llorca, R. García Villoslada, Historia de la Iglesia Católica, Tomo II,
Ed. BAC, Madrid, 1958.
- Fliche-Martín, Manual de Historia de la Iglesia- Crisis Conciliar, Tomo XVI,
Ed. EDICEP, España, 1976.
- Daniel Olmedo, Manual de Historia de la Iglesia, Tomo II, Ed. Buena Prensa,
México, 1946.
- Jean Comby, Para leer la Historia de la Iglesia- De los Orígenes al siglo XV
Ed. Verbo Divino, Navarra, 1999.
- V.V.A.A., Gran Enciclopedia RIAL, Ed. RIAL, Madrid, 1987.
Luis Armando González Torres
II de Teología
Hermosillo, Sonora, diciembre de 2004