Cultura es toda producción humana, tanto material como espiritual. Expresa el ser esencial del hombre y es medida de su ascensión. La cultura es síntesis de sentimiento y razón, pero en su esencia, la sensibilidad es su componente cualificador por excelencia.
Cultura no es sólo suma de conocimiento, ni es reducible a la llamada cultura artística literaria, ni a las bellas artes. Es todo eso y mucho más. Es ante todo la humanidad del hombre engendrada en su relación estrecha con la naturaleza y la sociedad. Por eso resulta desacertada la tesis que la cultura empieza donde termina la naturaleza, cuando realmente ésta no termina nunca para el hombre. Es su claustro materno. La relación hombre – naturaleza, desde una óptica cultural, humanista, es una relación donde el hombre se naturaliza y la naturaleza se humaniza. Al igual que la relación hombre – sociedad, desde esta aprehensión del problema, es una relación, donde la sociedad se humaniza, al liberarse de la enajenación, y el hombre se socializa, sin dejar de ser él, en su individualidad.
Por eso, la cultura es el alma de los pueblos, del hombre, de la sociedad; en fin, la cualidad que autentifica e identifica.
La cultura, su consideración y ubicación como núcleo de la identidad nacional, pone de manifiesto y explica su papel integrador del todo y la fuerza con que lo trasciende, define y determina. Precisamente el status de la cultura nacional como núcleo de la identidad fija su idea, su concepto y riqueza, en tanto "fuente de valores, catalizador de creatividad y movilizador de energía para un desarrollo endógeno y auténticamente humano".
En esto se fundamenta el lugar relevante de la cultura, así como el valor teórico-metodológico de su intelección, para asumir de modo científico el devenir y condicionamiento de la identidad nacional y regional. Es que la cultura en toda su expresión y determinaciones aparece como proceso y resultado de la actividad humana, y con ello "genio del pueblo… que condiciona la orientación fundamental del desarrollo, su tipo y estado(…) De ahí "que para asegurar un desarrollo auténtico es necesario restituir la identidad cultural de los pueblos en la plenitud de sus componentes más representativos, más profundos y auténticos…"
La cultura, en tanto ser esencial y medida del desarrollo alcanzado por el hombre en su quehacer práctico-espiritual, representa una categoría clave para revelar la esencia de la identidad nacional y sus mecanismos de desarrollo. Su valor teórico-metodológico es evidente, pues con su ayuda "se pueden determinar las peculiaridades cualitativas de las formas histórico-concretas de la vida social de la actividad de los diferentes grupos sociales, el grado de perfeccionamiento que ha tenido su producción material y espiritual, de los aspectos originales y propios de ese conglomerado social…" así como sus dominios universal y específico en que se expresa.
La cultura como proceso y resultado de la actividad práctico-espiritual, deviene así grado cualitativo de universalización del hombre y de su obra, a tal punto que lo reproduce en calidad de sujeto humanizando la naturaleza y haciendo historia. Todo enmarcado en un proceso continuo de producción, reproducción, creación e intercambio de la obra humana en sus múltiples manifestaciones. Es un proceso donde el hombre encarna su ser esencial y con ello mira el pasado, afianza el presente y proyecta el futuro, a partir, del reconocimiento de las posibilidades y los límites en que se despliega su energía creadora en un marco histórico concreto.
Al margen de la cultura es imposible revelar la dialéctica de lo general y lo particular, lo autóctono y lo foráneo, lo auténtico y lo inauténtico de un país o región concreta. Su función integradora dimana del hecho de que "la producción social, siendo la producción de las condiciones materiales de vida de los hombres, de sus relaciones y su conciencia es, al mismo tiempo, la producción por ellos de sí mismos, su autoproducción, lo que existe no como rama independiente y aislada de la actividad humana, sino como forma de la propia producción material y espiritual". Cada cultura, en su proceso dinámico de desarrollo y en la encarnación real de sus resultados, concreta en síntesis múltiples determinaciones y mediaciones en que tiene lugar su existencia como tal. La cultura nacional o regional que sirve de núcleo integrador a la identidad de un país o región, resulta de la conjunción dinámica de muchos aspectos y productos sociales, humanos, de índoles universal, particular y singular, engendrados en la historia como proceso de asimilación y creación, donde cada país o región, en función de sus condiciones histórico-concretas y los hombres que participan en calidad de sujeto históricos, obtiene un determinado resultado que avala su existencia, y la razón de su ser esencial. Un producto nacional, que en la medida que expresa y compendia una historia real concreta, resulta original y auténtico a tal punto que se objetiva y traduce en una base o fundamento de sustentación de la existencia, y en una fuerza generadora de sentimientos y conciencia históricas.
Sin embargo, la cultura no constituye una entidad abstracta fuera de las clases. Si la cultura es producción del hombre sociohistóricamente determinado, es lógico que las sociedades o naciones divididas en clases trasciendan sus ideologías a la cultura. En este sentido, tal como señaló Lenin, en las sociedades clasistas existen dos culturas en oposición: la cultura de las clases opresoras y la de las oprimidas. Esto no significa que el proletariado niegue nihilistamente los valores presentes en la cultura burguesa. Precisamente, "el marxismo ha conquistado su significación universal como ideología del proletariado revolucionario -enfatiza Lenin- porque no ha rechazado en modo alguno las más valiosas conquistas de la época burguesa, sino por el contrario, ha asimilado y reelaborado todo lo que hubo de valioso en más de dos mil años de desarrollo del pensamiento y la cultura humanas". Es un proceso de negación y creación donde la cultura revolucionaria, enriquecida con las conquistas de la historia, se impone e integra a la identidad nacional, con entidad propia, autenticidad y originalidad. En la medida que es expresión de su tiempo y sigue la línea del progreso y el desarrollo deviene universalidad y proyección esencial de realización humana y nacional. Por eso, "… en la Cuba del siglo XIX -señala A. Hart- se enfrentaron dos proyectos de nacionalidad o de patria, es decir, el de Varela y Martí, de un lado, y el conservador, reformista y autonomista, del otro. Estos últimos alcanzaron determinados niveles de información y conocimiento de una importancia especial, pero, sin embargo, no cuajaron nunca en cultura cubana…"
El proyecto patriótico-independentista en correspondencia con las necesidades e intereses históricos reales, y avalado por una tradición política revolucionaria que continúa, concreta y enraiza en la realidad cubana, se convierte en fundamento de la identidad nacional y la enriquece y afirma.
Las propias necesidades y su asunción práctica -la libertad– proyectada en intereses opuestos a la dominación, se traduce en un fuerte sentimiento nacional, hasta alcanzar un nivel superior en la conciencia nacional, es decir, se trata del movimiento de la conciencia cotidiana a la conciencia histórica.
Naturalmente este es un fenómeno complejo. El proceso de génesis y desarrollo de la identidad nacional, transita por los mismos peldaños en que se funda y determina la nacionalidad y la nación. Existen múltiples eslabones y mediaciones de carácter étnico-racial, económico, político, geográfico, lingüístico, etc. que de una forma u otra influyen en la totalidad del problema. Sin embargo, el pensamiento revolucionario, ya devenido tradición política revolucionaria, se inscribe como uno de los fundamentos socioculturales que más incidencia tiene en la conformación, defensa y preservación de la identidad nacional. Es algo así, como el eslabón fundamental en la cadena de acontecimientos, cuyos restantes aspectos del sistema interaccionan en torno a él, a tal punto, de ser determinante su influencia en la totalidad. La tradición política revolucionaria, cimentada sólidamente en la obra de Félix Varela y sus continuadores, de Bolívar, de Martí y tantos otros, medió todo el devenir formacional de las naciones de nuestra América. El independentismo consecuente, estrechamente vinculado a la abolición de la esclavitud constituye hilo conductor del pensamiento revolucionario y premisa integradora de la identidad nacional en proceso de formación y desarrollo.
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