Todo estaba oscuro a mí alrededor.
Escuchaba a los lejos… gritos, lloros, lloriqueos, gemidos.
Me siento encerrado, acorralado.
Las paredes sufren una metamorfosis y se van ajustando al contorno de mi cuerpo.
El aire me falta.
La vida se me va… en las negras y frías aguas de un río torrentoso.
No sé a donde me dirijo.
I.
Arrastraba su agitado y cansado cuerpo a lo largo de la ‘Cuesta del Beaterio’, se dirigía a su casa donde vivía con la Matilde y sus siete hijos: Cuatro varones y tres morenitas María Fernanda, María Elena y María de Lourdes. Con la mirada clavada en el suelo, contando una a una las piedras de la calle, sacadas de las canteras del Pichincha.
En su mente todavía bullía las últimas palabras del orador de la noche… gracias por habernos concedido el honor de permitirme deciros, que ustedes hermanos obreros, bajo nuestra égida y de la santa Madre Iglesia lograremos…
No comprendía muy bien que es lo que había querido decir ese individuo emperifollado, que en la calle ni nos regresaba a ver, pero que en las reuniones a las que nos convocaban con inusitada insistencia, nos saludaba y abrazaba.
Teodoro Sancho es un buen tipo, de esos hombres sencillos del pueblo. Trabaja en una fábrica de fósforos, de seis de la mañana a seis de a tarde, gana poco. La plata no le alcanza para nada ni para mantener su numerosa familia.
-Oiga Teodoro, la situación está bien jodida, este sueldo de mierda no alcanza ni para pegarse un trago, en la cantina de la esquina de los ‘cuatro sapos’-, le decía entre serio y sonreído el viejo Ochoa, compañeros de trabajo y de infortunio.
Así es mí Ochoa –le respondía Teodoro- no ve que uno ya no sabe a que atenerse; los ricos peleándose entre ellos por cogerse el gobierno. Ya ve, al bueno de Don Isidoro le mandaron a su casa ‘sin pena ni gloria’ y otra vez se encaramó en la Presidencia de la República, el oligarca ese, que ya estuvo, y dicen que es un ‘pisa huevos’.
Por eso Ochoita –le insistía Teodoro-, hay que confiar en el curita Larrea y en el Dr. Salazar y Batista, hombres ilustres que nos están ayudando a organizarnos para que podamos reivindicar nuestros derechos y para que nos caigamos en las garras de esos que les llaman los ‘rojos’ que dicen son el mismo Satán.
No diga compadre –mascullaba las palabras el viejo-, si eso dicen taita cura y el doctorcito cierto a de ser. Pues entonces Ochoa –viejo de mi alma-, le invito a una reunión que vamos a tener este fin de semana en la Casa del Obrero Católico, ahí vamos a conversar y discutir quién va ser el próximo candidato a la Presidencia de la República del lado de las fuerzas ‘del bien y del orden’. Por ahí oí decir que un tal Neptalí Montaraz, al que le llaman el ‘colorado’ puede ser el hombre de nosotros los ‘azules’.
De acuerdo a lo convenido, los dos obreros se encontraron el día sábado cerca de las cinco de la tarde, en la esquina del ‘Cajón de sastre’ y ‘Cuesta del beaterio’. Caramba que puntual mi amigo –le decía entre saludos y abrazos-Teodoro Sancho. Vamos rapidito porque la cosa debe estar que ‘hierve’ –continuó Teodoro-, le cuento que hay varios candidatos para la postulación: liberales, conservadores, socialistas y para ‘colmo de males’ hasta comunistas… ah!, y, también dicen que quiere ser presidente el hijo del que ‘incineraron en El Ejido’.
Pero no se preocupe mi viejito Ochoa, porque todo está preparado con anticipación, ya que el Dr. Salazar y Batista, el cura Larrea y otros connotados prohombres de nuestra sociedad se reunieron y ofrecieron su total e incondicional respaldo al ‘colorado’ Montaraz.
Después de unos minutos de caminata por las pintorescas callejuelas de la ciudad, Sancho y Ochoa llegaron un tanto retrasados al sitio de la reunión. El salón de la curia estaba completamente lleno de gentes, ricos hacendados, peones, aristócratas, obreros, intelectuales, artesanos, de todo. Grupos que discutían acaloradamente sobre el único tema posible, quién será el candidato de la Compactación Obrera Nacional, a sabiendas que solo restaba un mes para que se realicen las elecciones presidenciales.
Tímidamente, los dos compañeros se introdujeron lentamente en el salón, saludaron con obreros de otras fábricas, del Molino ‘El Censo’, de la tabacalera ‘El Progreso’, y enseguida se integraron a la reunión. El artesano Julián Caiza increpaba a toda la gente que integraba su grupo: verán mis cholitos, déjense de pendejadas, la única opción que tenemos para detener a los ‘masones’ y a los comunistas, es Don Neptalí Montaraz. Sí, ricachón desgraciado como los demás, es cierto, pero ha ofrecido que nos va a ayudar a los de ‘abajo’, y taita cura dice que es cierto lo dicho por el susodicho. Arreciaron los discursos, las discusiones y debates: mugre, sinvergüenza, calla ‘mal parido’ hijo de cocinera. ¿Cómo va a ser candidato éste si solo con ‘guarmis’ vive metido.
Pero al final primó la razón y la cordura y Don Neptalí, como no podía ser de otra manera, se alzó con un triunfo inobjetable.
La mayoría salió contenta y satisfecha –ricos y pobres-, todos con una sonrisa ‘a flor de labios’, comentado en diversos tonos lo sucedido hace pocos momentos. Es un acontecimiento que quedará grabado en los anales de la historia –gritó eufórico-, el obrero Teodoro Sancho.
*
Ya solos, trepando las empinadas calles, disfrutando de la soledad de la noche, el frío intenso de inicios del invierno, el cielo estrellado de la ‘carita de Dios’, Ochoa y Sancho encendieron cada uno un cigarrillo ‘full’, y aspiraron profundamente, arrojaron el humo a grandes bocanadas y que quedaron pensativos.
El viejo Ochoa, hombre más sereno y más vivido, le manifestó
-absorbiendo una vez más su cigarrillo negro-, yo si que estoy sinceramente preocupado, usted y los demás compañeros de trabajo, así como los artesanos y también los ‘jodidos’ de siempre, están demasiado contentos con el de ‘Guachalá’. Usted sabe que el hombre representa a los ‘de plata’, a los que siempre han tenido ‘el sartén por el mango’ y esos, nunca de los nunca nos han favorecido en nada. Acuérdese compadre, a parte de los beneficios que nos dio Don Eloy y los milicos en el 25, los otros gobiernos nos han hecho más pobres y si protestamos nos han dado ‘bala’ como ocurrió el 15 de noviembre de 1922 en Guayaquil. Compadre la plata no alcanza ni para comprarse un ‘hueco en donde caerse muerto’.
II.
La locomotora se acercaba vertiginosamente, el pito y el humo negro-blanco se oía y se lo veía a distancia. Se acercaba como un gran tropel de corceles ansiosos de llegar a la fuente de agua para saciarse.
Avanzaba metro a metro… atropellándose, desbocándose, desesperándose, apurándose…
Era ilusión de viejos, jóvenes, mujeres y niños, a partir de la caída de la noche observar la llegada del tren que después de recorrer los pintorescos pueblos de la costa, la estación de Huigra, la "Nariz del Diablo", los acogedores pueblos de la serranía… llegaba a la capital.
El tren traía a costeños, serranos, serranos ‘acosteñados’ y a costeños ‘aserranados’; de toda condición, sexo y color…
Mamita, llegamos?, –interrogó Quiteria- entre despierta y dormida. Se restregaba sus bellos ojos color castaño claro, para despertar de una vez luego de una siesta acompañada del vaivén del tren. Pues a sus quince años era todavía una niña.
Guayaquileña, nacida a orillas de la ría, desde dónde en ciertos días despejados de verano se logra divisar con nitidez al "Coloso de los Andes". Precisamente en el barrio de "Las Peñas". Chiquilla hermosa, delgada, ojos tristes, sonrisa amplia, hermosos cabellos azabache, que le caían en sus hombros cual cascada de "Peguche" que vierte sus cristalinas aguas en los hermosos valles de la tierra del "taita Imbabura".
Si m’ija llegamos – le contestó Angélica, su madre- mujer de mucho temple… su marido había muerto ya hacía varios años cuando Quiteria tenía dos años de edad. Desde ese momento se había hecho cargo de la manutención de la casa.
Quiteria tenía dos hermanas; Euristela y Hortensia… ¡ah¡, y un ‘medio’ hermano llamado Carlos…, que el bandido del marido le había encajado a Angélica como si fuera propio.
Pacífico murió de cirrosis… trabajaba en las aduanas, lleno de dinero, pero "mano suelta", amigo del buen "trago" y de las "buenas" mujeres.
Ponte el abrigo –le insistió su madre-, no ves que en estos pueblos serranos uno se puede ‘morir de frío’ y a estas horas de la noche es mejor salir bien arropada, vaya a cogerte un ‘mal aire’ o alguna otra enfermedad.
Angélica había tomado una dura pero inevitable decisión: abandonar su tierra caliente e ir a la tierra fría. A sus hijas Euristela y Hortensia les había enviado a un convento. Decidió traer a la más pequeña.
La hermana de su marido le había dicho: para morirse de hambre allá mejor se viene para la capital, aquí siquiera no les ha de faltar un plato de comida.
Las dos mujeres tiritando por el frío de la noche, subieron al tranvía que les llevó hasta el centro histórico de la ciudad, se bajaron en la "Plaza Grande", subieron por la calle de ‘La Merced’ hasta la calle ‘Angosta’, y llegaron finalmente a la casa de la cuñada.
En la parte alta de la casa vivían ella y su prole. Abajo tenía su negocio, una bien parada cantina que brindaba los mejores tragos, la mejor música y las mejores mujeres de la ciudad.
El negocio lo atendía un dependiente que las ‘malas lenguas’ decían que era su conviviente. El hombre tenía tal parecido a un batracio que el común dejó de llamar a la esquina de los ‘cuatro sapos’ para pasar a conformar el quinteto con el individuo aquel.
Abrazos, besos y lloros al llegar las costeñas. Me alegro tanto de verle comadre –le decía Rosa-, gracias cuñadita le respondía entre sollozos Angélica.
Pero comadre que grande y linda está la Quiteria, se parece tanto a mi hermano ‘alma bendita’ que ‘Dios guarde en su gloria’ -y se persignaba-, emulando a las beatas que madrugan a la misa de las cinco de la mañana en la iglesia de Santo Domingo.
A Angélica no le quedó otra que ayudar a su cuñada en el negocio; en realidad no les iba mal, las ventas eran buenas, la clientela era de todo: borrachos empedernidos, estudiantes pitucos que ha hurtadillas y a escondidas se introducían al local, milicos de la oficialidad y de la tropa, obreros, indios y también de vez en cuando caía un grupito medio ebrio de la ‘crema y nata’ de la ciudad.
III.
Vecinos y buenos clientes de la cantina de la Rosa Muriel eran el Teodoro Sancho y el viejo Ochoa, ya que después de la jornada de trabajo pasaban largas horas ‘embriagando’ sus penas y sinsabores.
La tertulia del momento era la elección presidencial, esa discusión si que excitaba las pasiones de los presentes.
El ‘colorado’ es el candidato ganador de las próximas elecciones, estoy más que seguro –les decía el obrero Sancho-.
Todos lo miraban fijamente.
Pero andan diciendo por ahí –inquiría uno de los tertuliantes-, que el ‘colorado’ no es mismo de aquí si no de allá, el mismo anda diciendo que es del país del sur.
Sancho movió la cabeza.
No crea compadre –insistía- esas son calumnias, patrañas inventadas por nuestros enemigos políticos, que quieren desprestigiar la bien ganada imagen del ‘guachaleño’.
La conversación fue interrumpida por el ingreso bullicioso y alegre de un grupo de estudiantes universitarios que celebraban la terminación de sus estudios.
-Con terno y corbata, los libros ‘bajo el brazo’ y un espíritu de juventud que irradiaba e inundaba el local semi obscuro de la cantina.
Discutían sobre deportes, mujeres y de literatura… pues, comentaban amablemente de la poesía de Medardo Algel Silva; de los cuentos ‘Repisas’ de José de la Cuadra; ‘Un hombre muerto a puntapiés’ del genial lojano Pablo Palacio; ‘Los que se van’ de Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert…, pero no dejaban de lado el tema de actualidad… quién sería el próximo Presidente del país.
Varios manifestaron su apoyo al candidato Cástulo Ramírez, hombre liberal y poco tradicionalista, representante de esa gran cantidad de personas que viven de creer que están bien, sin saber realmente que están bien jodidos.
La cantina de la Muriel ese día como nunca estaba completamente llena.
-Había de todo un poco-.
Al fondo del salón se destacaba un grupo de militares… al compás de sus cánticos alzaban sus copas y lanzaban vivas a favor del ejército, de la Constitución y del país.
El Ejército está para velar que las elecciones sean libres y democráticas, y que no haya fraude –decía a sus compañeros de armas-, el capitán Luis Arturo Cevallos.
Cevallos era un buen soldado que sobre la base de méritos propios había ascendido rápidamente, era un oficial respetado entre sus subalternos y entre la oficialidad superior. Los amigos íntimos le conocían como Luchito. Tenía ascendencia sobre la tropa, compuesta por elementos del pueblo; hombres que no saben leer ni escribir, hombres difíciles, hombres de carne y hueso.
El capitán Cevallos insistía a sus amigos -quienes le miraban con perplejidad-, que el ejército no puede verse envuelto en la política, no puede tomar partido por ninguno de los candidatos.
Es cierto capitán –le interrumpió el subteniente Balseca-, pero la situación está tan candente que en los Batallones y Regimientos la discusión se da y a momentos acaloradamente. Las posiciones son divergentes…. unos dicen que el mejor es el ‘colorado’ otros que el Cástulo. No podemos hacernos de la ‘vista gorda’ tarde o temprano deberemos tomar una posición.
– ¡Salud¡, dijeron todos levantando sus copas.
*
Mamá ya llegué -era Quiteria- rara vez entraba al negocio pero eso día lo hizo… estaba hermosa con su uniforme de colegiala, su sonrisa de niña contrastaba con sus ojos negros de mirada dulce pero al mismo tiempo escrutadora.
Las miradas se cruzaron, fue instantáneo… Cevallos se quedó callado sus ojos color gris salpicados de pintas verdes se fijaron en la bella nínfula que había entrado furtivamente al local. Él percibió que ella también le miraba. Quiteria hubo de experimentar una sensación que no la había sentido antes, la atracción hacia un hombre… se sonrojó, no podía ocultar que la mirada de aquel joven militar le perturbaba.
Al día siguiente el capitán envió una carta a Quiteria.
-‘Me ha robado el corazón, la mente, todo. Deseo fervientemente verla lo más pronto posible. Perdóneme tanto atrevimiento…".
Quiteria recibió la carta de manos del hombre del salón, el hombre de su tía Rosa –quien a cambio de un ‘calé’- había aceptado de buen agrado servir al militar y llevar la misiva a la muchacha.
La chiquilla se estremeció, las letras escritas en esa primera carta de amor la impactaron hondamente. Sintió deseos de hablarle, de conocerle, de sentir de cerca su presencia, su aroma, su voz.
Pero no contestó la esquela amorosa del milico. Puritanismo, miedo tal vez. Lo uno o lo otro, lo cierto es que el capitán estaba desesperado.
Luchito Cevallos muy temprano en la mañana desde una de las esquinas de los ‘cuatro sapos’, trataba infructuosamente de acercarse a la muchacha cuando ésta se dirigía al colegio.
Angélica acompañaba a Quiteria no la desamparaba un momento, era ‘la niña de sus ojos’, el tesoro más preciado que una madre puede tener.
Se inquietó cuando la presencia del audaz militar era evidente.
Quiteria –le inquirió-, quién es ese joven que está parado en la esquina y te mira con tanta insistencia. No lo conozco, no sé quién es respondió la joven.
La madre sacudió su cabeza, y miró de reojo al militar.
Pero, Cevallos no podía permitir que las cosas se quedaran así. Se valió de una serie de artimañas para que Quiteria recibiera sus mensajes de amor, sus poemas, sus flores…
La muchacha –no resistiendo más- hubo de contestarle a su misivas y corresponder a sus galanteos. Claro, todo a escondidas y hurtadillas de su madre que no aprobaría nunca que un hombre ‘hecho y derecho’ pretenda conquistar a quién ella consideraba todavía una niña.
IV
El bullicio electoral envolvía a todo el país. Nadie estaba al margen de la ‘embriaguez’ fiestera de las elecciones presidenciales.
Todos habían tomado partido… amas de casa, vendedoras del mercado, aguateros, bolciconas, mecánicos, carpinteros, huasicamas, hacendados, comerciantes, contrabandistas, desempleados, putas, homosexuales, abogados, periodistas… los unos por el ‘colorado’ los otros por el liberal Cástulo Ramírez.
La situación se tornaba cada vez más candente. Los enfrentamientos verbales entre partidarios de uno y otro bando se habían convertido en agresiones físicas… palos, cuchillos, revólveres, escopetas… eran utilizados por los fervorosos fanáticos de los ‘azules’ y de los ‘rojos’.
Los dos grupos esgrimían que lo hacían por la defensa de la Patria, de la Constitución, del orden, de la moral y las buenas costumbres de nuestra sociedad.
Ochoa y Teodoro Sancho, firmes partidarios y activos militantes de la Compactación Obrera Nacional apoyaban la candidatura del "guachaleño" con ‘plata y persona’. Ojalá este cojudo nos saque de la miseria –decía Sancho- al Ochoa y al Julio Caiza que instantes antes se les había juntado.
Por eso, cuando el susodicho gane la Presidencia vamos a tener que defender el triunfo a costa de lo que sea. Si hay que dar ‘bala y palo’ a los ‘rojos’ a los masones, habrá que darles compadre en nombre de Dios y de la Santa Madre Iglesia.
En los cuarteles militares la situación era de intranquilidad… movimientos de la tropa y de la oficialidad poco rutinarios. Los altos oficiales manifestaban que ¡no pasaba nada!. Pero la verdad es que sí ocurría algo. Se lo veía venir. Se lo percibía en el ambiente. La gente de la tropa: los Pérez, los Pilataxi, los Quiñaliza… estaban exaltados, belicosos, rebeldes… sumamente inquietos. Ya habían definido su posición con respecto al quehacer político, su apoyo estaba volcado hacia el ‘colorado’: el rico terrateniente, déspota, arrogante y autoritario.
*
El capitán Cevallos, el teniente Balseca y otros elementos de la oficialidad joven del ejército comentaban preocupados lo que sucedía al interior de la tropa.
Cevallos les decía: si el ’colorado’ pierde las elecciones estos pendejos se van a la revuelta –téngalo por seguro-; y, a lo mejor los ‘chapas’ apoyarán esa actitud –terminaba expresando Balseca-.
No quedará más que darles ‘bala’ a estos cholos, insistía Cevallos.
Al interior de su mente se producía una lucha interna… entre el deberse por nacimiento y crianza a su pueblo, a su barrio de San Marcos en el pleno centro de la ciudad, a sus amigos y familiares y, por otro, el tener que cumplir sus deberes como militar.
No podemos dejar que la disciplina militar se resquebraje, no podemos permitir que se quede en entredicho el honor y buen nombre del ejército y de su oficialidad -manifestaba efusivo el coronel Elías Hidalgo-.
¡Así es!, respondían los demás oficiales.
*
El ambiente en la ciudad estaba que ‘hervía’ a medida que transcurrían los días, la gente de uno y otro candidato estaba alborotada. Los partidarios del Cástulo y del ‘colorado’ estaban dispuestos a morir por defender la Constitución y la Patria.
Había un sabor a fiesta disimulada. Los muchachos vitoreaban al de ‘Guachalá’ gritando en coro y a todo pulmón: ¡Viva Ramírez, digo no mas, a quien quiero es a Montaraz!.
Los partidarios del Cástulo Ramírez recorrían la ciudad lanzando consignas, agitando banderas, cintillos en los sombreros, agitaban con el viento globos de papel, voladores, ‘buscapiés’… todo esto para la celebración del triunfo.
Al día siguiente se conocieron los resultados, la voz corrió como un ‘rayo’ desde el Carchi hasta el Macará, desde Esmeraldas hasta El Oro, el ‘colorado’, el ‘guachaleño’ había obtenido un rotundo triunfo electoral, los votos que consiguió superaban en más de la mitad a su inmediato seguidor el candidato liberal Cástulo Ramírez.
Su triunfo se debió al decidido apoyo de los ‘azules’, de los curas y de las monjas, pero sobre todo por el apoyo de los ‘pata pelada’, de los ‘mellocos’, de los ’guaytambos’, de los ‘mashcas’, de los ’morlacos’, de los ‘manabas’, de los ‘guayacos’… en definitiva por el respaldo de los ‘compactados’.
La oposición –es decir -, los partidarios del candidato perdedor no estaban contentos con lo acontecido. Tenían que hacer algo y pronto. No podían permitir que los ‘azules’, otra vez, tomen el poder.
Estaban decididos a todo, su mejor arma fue cuestionar el dudoso triunfo del ‘colorado’, era que éste… en su "despreocupada juventud" había dicho y aceptado que era ciudadano del país del sur.
Estalló la bomba, todo el país se enteró de tal declaración, creando en la conciencia del pueblo rechazo y disgusto hacia el candidato triunfante.
La defensa del ‘guachaleño’ no se hizo esperar –por parte de sus aduladores de turno-. Que era una patraña, que él nunca podría haber manifestado tal barbaridad. Las acusaciones menudeaban.
La última palabra la tendría el Congreso Nacional, los ‘Padres de la Patria’ debían y tenían que decidir, si calificaban o no al candidato triunfador de las elecciones.
Se reunieron al siguiente día, era el veinte del octavo mes del año; las discusiones de los que estaban por la descalificación y de los que estaban en contra, eran furibundas, temibles. Se exhibían variados argumentos, razones, justificativos. El vocinglero era ensordecedor, se oían epítetos de grueso calibre que se endilgaban entre los honorables congresistas.
En medio de este caos, surgió la voz fuerte y decidida de un político joven –que se había iniciado en las lides electorales desde hacía muy poco tiempo -, pues lo eligieron en ausencia Diputado de la República (cuando allá lejos disfrutaba de las delicias de París y de las parisinas). Con un discurso fogoso y conmovedor en defensa del candidato ganador de la contienda electoral (en la mañana en ese mismo recinto, ubicado en el centro histórico de la ciudad, había manifestado que él no era un buen orador, que esa cualidad Dios no le había dado).
Pero pese a todos los esfuerzos, discursos y defensas esgrimidas, demás argumentos y razones -a eso de la una de la madrugada – se anunció que el Congreso Nacional por mayoría de votos había decidido descalificar al ‘colorado’ como candidato triunfador de las elecciones presidenciales.
Mientras aquello sucedía al interior del Congreso, en las afueras del mismo, se concentraban una gran masa de ‘compactados’ –apenas enterados de la decisión – y, ésta estalló en furia, gritando y disparando, maldiciendo a los honorables diputados que habían votado a favor de la descalificación; y, amenazándoles que no saldrían vivos, que no verían de nuevo el amanecer, sino rectificaban su decisión.
El ‘guachaleño’ al enterarse de semejante noticia, sentenció: "… en esta ciudad va a correr sangre hasta los tobillos…" y se retiró a su hacienda Guachalá, ubicada al norte de la capital.
V
Ahora si que las cosas se van a poner ‘color de hormiga’ le decía Rosa Muriel a su cuñada. Los ‘compactados’ y la tropa del Ejército asentada en la ciudad, no se van a quedar así no más, aquí se va a armar una y grande, mi comadre, ya va a ver usted.
Yo tengo mucho miedo, les respondió Angélica, no solo por mí sino por mi Quiteria, qué irá mismo a pasar?. Esto más parece castigo de Dios.
Si se arma la bronca el negocio tendrá que cerrarse, las ventas bajarán a cero y no vamos a tener ni para comer. Le diré al mío que consiga pan, algunas frutas, legumbres y carnes, por sí acaso, más vale prevenir que luego lamentarnos, no cree comadre.
*
No podemos dejarnos robar nuestra legítima ganancia, por esa caterva de mal nacidos –vociferaba entre la masa de ’compactados’ y tropa del Ejército- el Dr. Batista y Salazar. Oirán bien, apuntalaba desde el púlpito de la Iglesia de La Merced el cura Larrea.
Saldremos a las calles a pelear, a matar si es preciso y que Dios nos perdone, pero EL sabe que es en su nombre… ¿es o no es así, taita curita Larrea?. Así es hijos míos, respondía éste ceremoniosamente.
La masa de ‘compactados’ se regaba por la ciudad. Hombres y mujeres del pueblo: mil veces engañados, mil veces vilipendiados, mil veces estafados, humillados, mil veces ‘yo te ofrezco, busca quien te dé’. Hombres y mujeres que cierran los ojos a la verdad por ser más grande la mentira.
Los obreros de la Compactación Obrera Nacional, es decir, los ‘compactados’ tomaron inmediatamente contacto con los batallones del Ejército que respaldaban al de ‘Guachalá’: el ‘Constitución’, el ‘Manabí’, la artillería ‘Bolívar’ y todos los chapas, pesquisas y otras yerbas más.
Y, recorrieron las calles de la ciudad gritando ‘a voz en cuello’: a Dios lo que es de Dios y al ’colorado’ lo que es del ‘colorado’.
Los principales dirigentes de la tropa y de los obreros se dirigieron hacia el ‘Chorro de Santa Catalina’ y de las ‘Carnicerías, en donde vivía un viejo coronel del Ejército que se había retirado ya hacía varios años atrás.
Gracias por la propuesta cholitos –les respondió el coronel Carlos Sandoval-. Pero yo ‘no toco vela en este entierro’. Salieron a relucir los más variados argumentos, que por la Patria, que por la defensa de la Constitución de la República…, que por el glorioso Ejército…, al final el veterano coronel aceptó en dirigirlos en su lucha del bien contra el mal.
Al sur de la ciudad de Quito cerca de Latacunga se iban concentrando paulatinamente los batallones leales a la Constitución de la República, y que estaban de acuerdo con la decisión del Congreso Nacional, de descalificar al ‘colorado’.
El ‘Sucre’, el ‘Carchi’, el ‘Imbabura’, la caballería del ‘Yaguachi’ y la columna de voluntarios ‘Vicente León’, comandados por el general Juan Isaac Dávila.
Al norte de Quito se agrupaban el ‘Calderón’, el ‘Pichincha’, el Regimiento Quito y la columna de voluntarios ‘Vengadores del 31 de enero’ comandados por el coronel Julio Mata.
Y, desde la ciudad de Guayaquil en locomotora avanzaban vertiginosamente hacia la capital, la Policía Nacional, a engrosar las filas de los combatientes por la defensa de la Constitución, a combatir junto a los que estaban del lado del bien en contra de los que estaban a lado del mal.
La lucha resultó cruenta, tanto para lo que defendían la legitimidad de la elección de Don Neptalí, como de los que se oponían a su triunfo.
Mi capitán ordene avanzar –le indicaba el sargento al capitán Cevallos-, cuyo batallón estaba atrincherado en la cima del Ichimbía, desde cuya posición combatían por la defensa de la Constitución. A tomarnos el centro de la ciudad y el Palacio Presidencial sentenció Cevallos, y avanzó a paso firme al frente de sus tropas…
VI
En la casa de la Rosa Muriel escaseaban los alimentos, la luz eléctrica se había suspendido, el agua faltaba. La situación en la casa y en todas del centro de Quito era realmente dramática.
La lucha entre los partidarios de los dos bandos se tornó encarnizada, desde el día lunes 29 de agosto reventaron los fuegos.
Las balas silbaban en la atmósfera densa, en su trayectoria abrían surcos delicados, haciendo caprichosas siluetas en el aire subiendo y bajando en el ambiente hasta que sin ruido y sin siquiera se notara su presencia, depositaba su cansado cuerpo en el vientre de algún despistado.
El fuego de los cañones dejaba una estela de muerte a su paso y posterior arribo…, daba la impresión de ser una mortal noche de juegos pirotécnicos, divertidos a primera vista pero fatales al final.
*
Angélica y Quiteria no concebían que aquello estuviese ocurriendo, les parecía inaudito. Bueno, aunque no tanto –decía Angélica- porque yo nunca podré olvidar la matanza de los obreros y de la gente del pueblo en mi Guayaquil, hace ya una década.
La casa de la Muriel era muy insegura las paredes totalmente endebles por lo que las balas de los dos bandos las traspasaban con facilidad. Cuando en momentos la lucha arreciaba y el fuego de parte y parte era muy nutrido la familia permanecía horas enteras con la barriga pegada al piso, sin levantarse.
Sin pensarlo dos veces el marido de la Rosa se levantó de un solo brinco y gritó -ya no aguanto más esta pendejada- voy a salir a la calle y tratar de conseguir un poco de agua y comida o de lo contrario si no nos matan las balas nos va a matar el hambre y la sed.
Rosa Muriel se abalanzó sobre su hombre tratando de detenerlo, no te mueves de aquí pendejo -le dijo la mujer– éste se zafó de un solo empujón y se dirigió hacia la puerta… tarde fue cuando la Muriel le quiso alcanzar, el hombre abría la puerta de la calle y se aprestaba a salir… cuando de pronto se oyó un disparo muy cercano, preciso, certero, rasante… el marido se desplomaba en los brazos de su amada con la testa abierta de par en par.
De los ojos negros de la Rosa Muriel brotaron lagrimas no de pena sino de rabia y dolor.
Fueron cuatro días terribles, cuatro días que todos quisiéramos olvidar pero ninguno de nosotros lo podemos hacer.
El viernes, muy temprano por la mañana las campanas de las iglesias de la calle de las ‘siete cruces’: Santa Bárbara, El Sagrario, La Concepción, La Catedral, El Sagrario, La Compañía, y el Carmen Alto repicaban a todo pulmón anunciando el fin de la refriega.
Las beatas salían a ver si habría misa de las cinco para rezar a sus muertos.
El Ejército dedicado a la ingrata tarea de recoger los cadáveres que estaban regados por todas las calles conjuntamente con los bomberos y los capariches.
La Rosa Muriel lloraba su muerto.
Quiteria y su Madre salieron de su casa rumbo a la plazoleta de Santo Domingo… el espectáculo era deprimente y desolador… decenas de hombres muertos apiñados uno encima de otro. Pero a Quiteria le llamó poderosamente la atención un hombre de mediana edad tendido cerca de la puerta de la iglesia y cubierto el rostro con un trapo ensangrentado. El impulso fue más fuerte… demasiado grande para reprimirlo… sigilosamente se acercó a aquel individuo y con toda delicadeza levantó el trapo… Quiteria jamás olvidó ese rostro en toda su vida.
Al día siguiente un policía comunicaba a la familia de Teodoro Sancho que éste había muerto… en la refriega cerca de la puerta de la iglesia de Santo Domingo.
*
Días después paseaban alegremente por el parque de La Alameda los enamorados. Las manos entrecruzadas, lanzándose miradas furtivas de amor chispeante y deseos incontenibles.
Se acercaron silenciosamente al viejo fotógrafo, el Maestro Juanito para que les retratara su alma y su corazón.
El maestro fotógrafo dispuso la colocación de la pareja, y luego se hundió en la ’manga’ de su cámara fotográfica de cajón -en la cual había recogido a lo largo de sus treinta años de trabajo toda la sal y chispa de los habitantes de la ciudad -, para luego emerger de la misma e introducir el papel en blanco en un balde lleno de agua limpia y químicos ‘milagrosos’, y como por ’arte de magia’ aparecieron despacio y paulatinamente la recia imagen del capitán Cevallos y de la hermosa Quiteria.
Fueron suficientes cuatro días… para que todos olvidaran lo sucedido…
Fin.
FERNANDO ELOY VENEGAS DE LA TORRE
Quito
2004