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Imperio Bizantino (página 2)

Enviado por Mariana Alvizúa


Partes: 1, 2

A la muerte del emperador Teodosio, en 395, el Imperio se dividió definitivamente: Honorio, su hijo mayor, heredó la mitad occidental, con capital en Roma, mientras que a su otro hijo Arcadio le correspondió la oriental, con capital en Constantinopla. Para la mayoría de los autores, es a partir de este momento cuando comienza propiamente la historia del Imperio Bizantino. Mientras que la historia del Imperio Romano de Occidente concluyó en 476, cuando fue depuesto Rómulo Augústulo, la historia del Imperio Bizantino se prolongará durante casi un milenio.

Historia temprana

En tanto que el Imperio de Occidente se hundía de forma definitiva, los sucesores de Teodosio fueron capaces de conjurar las sucesivas invasiones de pueblos bárbaros que amenazaron el Imperio de Oriente. Los visigodos fueron desviados hacia Occidente por el emperador Arcadio (395-408). Su sucesor, Teodosio II (408-450) reforzó las murallas de Constantinopla, haciendo de ella una ciudad inexpugnable (de hecho, no sería conquistada por tropas extranjeras hasta 1204), y logró evitar la invasión de los hunos mediante el pago tributos hasta que, tras la muerte de Atila, en 453, se disgregaron y dejaron de representar un peligro. Por su parte, Zenón (474-491) evitó la invasión del ostrogodo Teodorico, dirigiéndolo hacia Italia.

La unidad religiosa fue amenazada por las herejías que proliferaron en la mitad oriental del Imperio, y que pusieron de relieve la división en materia doctrinal entre las cuatro principales sedes orientales: Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Alejandría. Ya en 325, el Concilio de Nicea había condenado el arrianismo, que negaba la divinidad de Cristo. En 431, el Concilio de Éfeso declaró herético el nestorianismo. La crisis más duradera, sin embargo, fue la causada por la herejía monofisita, que afirmaba que Cristo sólo tenía una naturaleza, la divina. Aunque fue también condenada por el concilio de Calcedonia, en 451, había ganado numerosos adeptos, sobre todo en Egipto y Siria, y todos los emperadores fracasaron en sus intentos de restablecer la unidad religiosa. En este período se inicia también la estrecha asociación entre la Iglesia y el Imperio: León I (457-474) fue el primer emperador coronado por el patriarca de Constantinopla.

A finales del siglo V, durante el reinado del emperador Anastasio I, el peligro que suponían las invasiones bárbaras parece definitivamente conjurado. Los pueblos germánicos, ya asentados en el desaparecido Imperio de Occidente, están demasiado ocupados consolidando sus respectivas monarquías como para interesarse por Bizancio.

La época de Justiniano

Durante el reinado de Justiniano (527-565), el Imperio llegó al apogeo de su poder. El emperador se propuso restaurar las fronteras del antiguo Imperio Romano, para lo que emprendió una serie de guerras de conquista en Occidente:

  • Entre 533 y 534 un ejército al mando del general Belisario conquistó el reino de los vándalos, en la antigua provincia romana de África. El territorio, una vez pacificado, fue gobernado por un magister militum.
  • Entre 535 y 536, Belisario arrebató a los ostrogodos Sicilia y el Sur de Italia, llegando hasta Roma. Tras una breve recuperación de los ostrogodos (541-551), un nuevo ejército bizantino, comandado esta vez por Narsés, anexionó de nuevo Italia al Imperio.
  • En 552 los bizantinos intervinieron en disputas internas de la Hispania visigoda y anexionaron al Imperio extensos territorios del sur de la Península Ibérica. La presencia bizantina en Hispania se prolongó hasta el año 620.

En la frontera oriental, Belisario detuvo la ansias expansionistas del persa Cosroes I (531-579), al que derrotó en la batalla de Daras.

Las campañas de Justiniano en Occidente dejaron exhausta la hacienda imperial y precipitaron al imperio en una situación de crisis, que llegaría a su punto culminante a comienzos del siglo VII.

Con Justiniano se cierra prácticamente el "ciclo latino" y triunfan las tendencias helenizantes. Por un lado, fiel a la tradición romana, se lanza a la aventura de reconquistar para el Imperio el Mediterráneo, empresa que no tuvo resultados duraderos y después de la cual Bizancio concentrará sus energías en el Oriente. Por otra parte, bajo su mandato se realiza una hercúlea labor de recopilación del Derecho Romano, el Corpus Iuris Civilis, en latín; sin embargo, es en su época cuando se comienza a legislar en griego, de más fácil comprensión puesto que era la lengua corriente en el Imperio.

El patriotismo romano, así, cede ante el patriotismo griego, ya que es el griego, ahora, la "patrios foné", la lengua patria. El predominio de la lengua helénica en el oriente bizantino permitirá la comunicación fluida con el pasado helénico clásico y con la patrística cristiana que, como se aprecia en los escritos de San Basilio Magno o de Gregorio Nacianceno, se había nutrido del pensamiento filosófico griego. Efectivamente, la lógica aristotélica fue puesta al servicio del pensamiento teológico, convirtiéndose en la más estudiada por los teólogos bizantinos. Este contacto con el pasado clásico se mantendrá siempre en el Imperio, y puede decirse que el helenismo bizantino es a la Edad Media lo que el helenismo clásico es a la Antigüedad.

Entre los siglos VII y IX se produce la llamada "Gran Brecha del Helenismo", abismo que separa dos paisajes históricos bien definidos. Es el fin de una era que, para los griegos, se remonta, sin interrupción, hasta la Antigüedad Clásica. En Grecia, durante dos siglos, entre 650 y 850, la vida se empobrece y la actividad intelectual parece detenerse. Unos graffitis de poco valor escritos en el Parthenón de Atenas constituyen la única fuente escrita del período. Es una verdadera "edad oscura", cuyos orígenes están relacionados con las invasiones ávaro-eslavas y búlgaras, que convulsionan la vida en los Balcanes. Pero también hay que buscar la explicación en un fenómeno más global: la crisis mediterránea, a escala "mundial", provocada por el ascenso del poderío musulmán.

Pareciese que, en la misma Grecia, el helenismo ha declinado hasta la agonía. Bizancio, por su parte, no presenta un cuadro mucho más alentador: entre los siglos VII y VIII -aun cuando sabemos que, hacia el 680, Teodoro de Tarsos llega a Inglaterra portando manuscritos de varios autores griegos, entre ellos Homero, Flavio Josefo y Juan Crisóstomo, fundamento de un futuro despertar intelectual inglés– decaen notoriamente la instrucción pública y la actividad intelectual. El Imperio se enfrenta, en el occidente, a eslavos, ávaros y búlgaros, quienes se han adueñado de los Balcanes interrumpiendo de esta manera las comunicaciones con el Occidente Latino.

En el oriente, Siria y Palestina, así como el norte de Africa, han caído en manos musulmanas. El Imperio queda reducido, prácticamente, al área tradicionalmente griega del Mediterráneo Oriental, lo que reforzará su caracter helénico.

El siglo VII comienza con la crisis provocada por la espectacular ofensiva del monarca sasánida Cosroes II, que llegó a amenazar la existencia misma del Imperio. Esta situación fue aprovechada por otros enemigos de Bizancio, como los ávaros y eslavos, que pusieron sitio a Constantinopla en 626. El emperador Heraclio fue capaz, tras una guerra larga y agotadora, de conjurar este peligro, repeliendo el asalto de ávaros y eslavos, y derrotando definitivamente a los persas en 628.

Sin embargo, apenas unos años después, entre 633 y 645, la fulgurante expansión del Islam arrebata para siempre al Imperio, exhausto por la guerra contra Persia, las provincias de Siria, Palestina y Egipto. A mediados del siglo VII, las fronteras se estabilizaron. Los árabes continuaron presionando, llegando incluso a amenazar la capital, pero la superioridad naval bizantina, reforzada por su magníficas fortificaciones navales y su monopolio del fuego griego un producto químico capaz de arder bajo el agua, salvó a Bizancio.

En la frontera occidental, el Imperio se ve obligado a aceptar desde la época de Constantino IV (668-685) la creación dentro de sus fronteras, en la provincia de Moesia, del reino independiente de los búlgaros. Durante toda esta época, además, pueblos eslavos fueron instalándose en los Balcanes, llegando incluso hasta el Peloponeso. En Occidente, la invasión de los lombardos hizo mucho más precario el dominio bizantino sobre Italia.

La querella iconoclasta

Entre los años 726 y 843, el Imperio Bizantino fue desgarrado por las luchas internas entre los iconoclastas, partidarios de la prohibición de las imágenes religiosas, y los iconódulos, contrarios a dicha prohibición. La iconoclasia se nos presenta como la arremetida de las tendencias orientalizantes en contra no sólo del helenismo clásico y su aprecio por la belleza artística, sino también de una profunda convicción de los cristianos que ven en las imágenes (íconos) un medio para acercarse a lo Trascendente. En efecto, el arte bizantino no tiene como fin el mero goce estético, sensual, sino que debe producir una conmoción que eleve el alma hacia Dios: "per visibilia ad invisibilia", de los visible y corpóreo, hacia lo invisible e incorpóreo, decía el Pseudo Dionisio Areopagita. En la defensa de la veneración de los íconos los bizantinos se jugaban, pues, la Salvación de sus almas, y es ésto lo que explica la férrea disposición que manifestaron al defender sus creencias. El triunfo de los iconodulos, veneradores de imágenes, en 843 -la Fiesta de la Ortodoxia, verdadera efeméride nacional bizantina-, marca también el triunfo del helenismo cristianizado.

La primera época iconoclasta se prolongó desde 726, año en que León III (717-741) suprimió el culto a las imágenes, hasta 783, cuando fue restablecido por el II Concilio de Nicea. La segunda tuvo lugar entre 813 y 843. En este año fue restablecida definitivamente la ortodoxia.

Según algunos autores, el conflicto iconoclasta refleja también la división entre el poder estatal (los emperadores, la mayoría partidarios de la iconoclastia), y el eclesiástico (el patriarcado de Constantinopla, en general iconódulo); también se ha señalado que mientras que en Asia Menor eran mayoría los iconoclastas, la parte europea del Imperio era más bien partidaria del culto a las imágenes.

A principios del siglo IX, el Imperio había sufrido varias transformaciones importantes:

  • Uniformización cultural y religiosa: la pérdida frente al Islam de las provincias de Siria, Palestina y Egipto trajo como consecuencia una mayor uniformidad. Los territorios que el Imperio conservaba a mediados del siglo VII eran de cultura fundamentalmente griega. El latín fue definitivamente abandonado en favor del griego. Ya en 629, durante el reinado de Heraclio, está documentado el uso del término griego basileus en lugar del latín augustus. En el aspecto religioso, la incorporación de estas provincias al Islam dio por concluida la crisis monofisita, y en 843 el triunfo de los iconódulos supuso por fin la unidad religiosa.
  • Reorganización territorial: en el siglo VII -probablemente en época de Constante II (641-668) el Imperio se dotó de una nueva organización territorial para hacer más eficaz su defensa. El territorio bizantino se organizó en themata, distritos militares que eran al mismo tiempo circunscripciones administrativas, y cuyo gobernador y jefe militar, el estrategos, gozaba de una amplia autonomía.
  • Ruralización: la pérdida de las provincias del Sur, donde más desarrollo habían alcanzado la artesanía y el comercio, implicó que la economía bizantina pasara a ser esencialmente agraria. La irrupción del Islam en el Mediterráneo a partir del siglo VIII dificultó las rutas comerciales. Decreció la población y la importancia de las ciudades en el conjunto del Imperio, en tanto que empezaba a desarrollarse una nueva clase social, la aristocracia latifundista, especialmente en Asia Menor.

Entre los años 850 y 1050 se vive en el Imperio un verdadero florecimiento intelectual -es el llamado "Renacimiento Macedonio"- en torno a los estudios clásicos. Un hito importante en este proceso lo constituye la reorganización de la Universidad de Constantinopla, obra del César Bardas, a mediados del siglo IX. En esta época se habla y se escribe en el Imperio un griego excelente, y en los siglos XI y XII en una forma muy próxima al clásico.

El final de las luchas iconoclastas supone una importante recuperación del Imperio, visible desde el reinado de Miguel III (842-867), último emperador de la dinastía amoriana, y, sobre todo, durante los casi dos siglos (867-1056) en que Bizancio fue regido por la dinastía macedonia. Este período es conocido por los historiadores como "renacimiento macedónico".

La política exterior

Durante estos años, la crisis en que se ve sumido el califato abasí, principal enemigo del Imperio en Oriente, debilita considerablemente la amenaza islámica. Sin embargo, los nuevos estados musulmanes que surgieron como resultado de la disolución del califato (principalmente los aglabíes del Norte de África y los fatimíes de Egipto), lucharon duramente contra los bizantinos por la supremacía en el Mediterráneo oriental. A lo largo del siglo IX, los musulmanes arrebataron definitivamente Sicilia al Imperio. Creta ya había sido conquistada por los árabes en 824. El siglo X fue una época de importantes ofensivas contra el Islam, que permitieron recuperar territorios perdidos muchos siglos antes: Nicéforo Focas (963-969) reconquistó el norte de Siria, incluyendo la ciudad de Antioquía (969), así como las islas de Creta (961) y Chipre (965).

El gran enemigo occidental del Imperio durante esta etapa fue el estado búlgaro. Convertido al cristianismo a mediados del siglo IX, Bulgaria alcanzó su apogeo en tiempos del zar Simeón (893-927), educado en Constantinopla. Desde 896 el Imperio estuvo obligado a pagar un tributo a Bulgaria, y, en 913, Simeón estuvo a punto de atacar la capital. A la muerte de este monarca, en 927, su reino comprendía buena parte de Macedonia y de Tracia, junto con Serbia y Albania. El poder de Bulgaria fue sin embargo declinando durante el siglo X, y, a principios del siglo siguiente, Basilio II (976-1025), llamado Bulgaróctonos ("matador de búlgaros") invadió Bulgaria y la anexionó al Imperio, dividiéndola en cuatro temas.

Uno de los hechos más decisivos, y de efectos más duraderos, de esta época fue la incorporación de los pueblos eslavos a la órbita cultural y religiosa de Bizancio. En la segunda mitad del siglo IX, los monjes de Tesalónica Metodio y Cirilo fueron enviados a evangelizar Moravia a petición de su monarca, Ratislao. Para llevar a cabo su tarea crearon, partiendo del dialecto eslavo hablado en Tesalónica, una lengua literaria, el antiguo eslavo eclesiástico o litúrgico, así como un nuevo alfabeto para ponerla por escrito, el alfabeto glagolítico (luego sustituido por el alfabeto cirílico). Aunque la misión en Moravia fracasó, a mediados del siglo X se produjo la conversión del principado de Kiev, quedando así bajo la influencia de Bizancio un estado de extensión mucho mayor que el propio Imperio.

Las relaciones con Occidente fueron tensas desde la coronación de Carlomagno (800) y las pretensiones de sus sucesores al título de emperadores romanos y al dominio sobre Italia. Durante toda esta etapa, a pesar de la pérdida de Sicilia, el Imperio siguió teniendo una enorme influencia en el sur de la península itálica. Las tensiones con Otón I, quien pretendía expulsar a los bizantinos de Italia, se resolvieron mediante el matrimonio de la princesa bizantina Teófano, sobrina del emperador bizantino Juan Tzimiscés, con Otón II.

La política religiosa

Tras la resolución del conflicto iconoclasta, se restauró la unidad religiosa del Imperio. No obstante, hubo de hacerse frente a la herejía de los paulicianos, que en el siglo IX llegó a tener una gran difusión en Asia Menor, así como a su rebrote en Bulgaria, la doctrina bogomilita.

Durante esta época fueron evangelizados los búlgaros. Esta expansión del cristianismo oriental provocó los recelos de Roma, y a mediados del siglo IX estalló una grave crisis entre el patriarca de Constantinopla, Focio y el papa Nicolás I, quienes se excomulgaron mutuamente, produciéndose una primera separación de las iglesias oriental y occidental que se conoce como Cisma de Focio. Además de la rivalidad por la primacía entre las sedes de Roma y Constantinopla, existían algunos desacuerdos doctrinales. El Cisma de Focio fue, sin embargo, breve, y hacia 877 las relaciones entre Oriente y Occidente volvieron a la normalidad.

La ruptura definitiva con Roma se consumó en 1054, con motivo de una disputa sobre el texto del Credo, en el que los teólogos latinos habían incluido la cláusula filioque, significando así, en contra de la tradición de las iglesias orientales, que el Espíritu Santo procedía no sólo del Padre, sino también del Hijo. Existía también desacuerdo en otros muchos temas menores, y subyacía, sobre todo, el enfrentamiento por la primacía entre las dos antiguas capitales del Imperio.

La decadencia del Imperio (1056-1261)

Tras el período de esplendor que supuso el renacimiento macedónico, en la segunda mitad del siglo XI comenzó un período de crisis, marcado por la creciente feudalización del Imperio y su debilidad ante la aparición de dos poderosos nuevos enemigos: los turcos selyúcidas y los reinos cristianos de Europa Occidental.

En la frontera oriental, los turcos selyúcidas, que hasta el momento habían centrado su interés en derrotar al Egipto fatimí, empezaron a hacer incursiones en Asia Menor, de donde procedía la mayor parte de los soldados del Imperio. Con la inesperada derrota en la batalla de Manzikert (1071) del emperador Romano IV Diógenes a manos de Alp Arslan, sultán de los turcos selyúcidas, terminó la hegemonía bizantina en Asia Menor. Los intentos posteriores de los emperadores Commenos por reconquistar los territorios perdidos se revelarán siempre infructuosos. Más aún, un siglo después, Manuel I Comneno sufriría otra humillante derrota frente a los selyúcidas en Myriokephalon en 1176.

En Occidente, los normandos expulsaron de Italia a los bizantinos en unos pocos años (entre 1060 y 1076), y conquistaron Dyrrachium, en Iliria, desde donde pretendían abrirse camino hasta Constantinopla. La muerte de Roberto Guiscardo en 1085 evitó que estos planes se llevasen a efecto. Sin embargo, pocos años después, la Primera Cruzada se convertiría en un quebradero de cabeza para el emperador Alejo I Comneno. Se discute si fue el propio emperador el que solicitó la ayuda de Occidente para combatir contra los turcos. Aunque teóricamente se habían comprometido a poner bajo la autoridad de Bizancio los territorios sometidos, los cruzados terminaron por establecer varios estados independientes en Antioquía, Edesa, Trípoli y Jerusalén.

Los alemanes del Sacro Imperio Romano y los normandos de Sicilia y el sur de Italia siguieron atacando el Imperio durante el siglo XII. Las ciudades-estado y republicas italianas como Venecia y Génova, a las cuales Alejo había concedido derechos comerciales en Constantinopla, se convirtieron en los objetivos de sentimientos antioccidentales debido al resentimiento existente hacia los francos o latinos. A los venecianos en especial les importunaron sobremanera dichas manifestaciones del pueblo bizantino, teniendo en cuenta que su flota de barcos era la base de la marina bizantina.

Federico Barbarroja (emperador del Sacro Imperio Romano) intentó conquistar sin éxito el Imperio durante la Tercera Cruzada, pero fue la cuarta la que tuvo el efecto más devastador sobre el Imperio Bizantino en siglos. La intención expresa de la cruzada era conquistar Egipto y los bizantinos, creyendo que no había posibilidades de vencer a Saladino (sultán de Egipto y Siria y principal enemigo de los cruzados instalados en Tierra Santa), decidieron mantenerse neutrales.

La reticencia bizantina a implicarse en la Cruzada, la toma del control de la expedición por parte de los venecianos puesto que sus dirigentes no podían pagar el transporte de las tropas y la codicia por parte de los jefes cruzados de los tesoros de Constantinopla hicieron que los cruzados tomaran por asalto Constantinopla en 1204, dando origen al efímero Imperio Latino (1204-1261). Por primera vez desde su fundación por Constantino, más de 800 años antes, la ciudad había sido tomada por un ejército extranjero. El poder bizantino pasó a estar permanentemente debilitado.

En este tiempo, el reino serbio, bajo la dinastía Nemanjic,, se fortaleció aprovechando el desmoronamiento de Bizancio, iniciando un proceso que culminaría cuando en 1346 se constituyera el Imperio Serbio.

Tres estados griegos herederos del Imperio Bizantino permanecieron fuera de la órbita del recientemente creado Imperio Latino —el Imperio de Nicea, el Imperio de Trebisonda, y el Despotado de Epiro. El primero, controlado por la Dinastía Paleólogo, reconquistó a los latinos Constantinopla en 1261 y derrotó a Epiro, revitalizando el Imperio pero prestando demasiada atención a Europa cuando la creciente penetración del los turcos en Asia Menor constituía el principal problema.

La caída de Constantinopla

La historia de Bizancio tras la reconquista de la capital por Miguel VIII Paleólogo es la de una prologada decadencia. En el lado oriental el avance turco redujo casi a la nada los dominios asiáticos del Imperio, convertido en algunas etapas en vasallo de los otomanos, en los Balcanes debió competir con los estados griegos y latinos que habían surgido a raíz de la conquista de Constantinopla en 1204, y en el Mediterráneo la superioridad naval veneciana dejaba muy pocas opciones a Constantinopla. Además, durante el siglo XIV el Imperio, convertido en uno más de numerosos estados balcánicos, debió afrontar la terrible revuelta de los almogávares catalanes y dos devastadoras guerras civiles.

Durante un tiempo el Imperio sobrevivió simplemente porque selyúcidas, mongoles y persas safávidas estaban demasiado divididos para poder atacar, pero finalmente los turcos otomanos invadieron todo lo que quedaba de las posesiones bizantinas a excepción de un número de ciudades portuarias. (Los otomanos procedían de uno de los sultanatos —núcleo originario del futuro Imperio otomano— escindidos del estado selyúcida bajo el mando de un líder llamado Osman I Gazi— que daría el nombre de la dinastía otomana u osmanlí).

El Imperio apeló a Occidente en busca de ayuda, pero los diferentes estados ponían como condición la reunificación de la iglesia católica y la ortodoxa. La unidad de las iglesias fue considerada, y ocasionalmente llevada a cabo por decreto legal, pero los ciudadanos ortodoxos no aceptarían el catolicismo romano. Algunos combatientes occidentales llegaron en auxilio de Bizancio, pero muchos prefirieron dejar al Imperio sucumbir, y no hicieron nada cuando los otomanos conquistaron los territorios restantes.

Constantinopla fue en un principio desestimada en pos de su conquista debido a sus poderosas defensas, pero con el advenimiento de los cañones, las murallas —que había sido impenetrables excepto para la Cuarta Cruzada durante más de 1000 años— ya no ofrecían la protección adecuada frente a los turcos Otomanos. La Caída de Constantinopla finalmente se produjo después de un sitio de dos meses llevado a cabo por Mehmet II el 29 de mayo de 1453. El último emperador Bizantino, Constantino XI Paleologo, fue visto por última vez cuando entraba en combate con las tropas de jenízaros de los sitiadores otomanos, que superaban de manera aplastante a los bizantinos. Mehmet II también conquistó Mistra en 1460 y Trebisonda en 1461.

Bibliografía:

Roth Karl, "Historia del imperio bizantino", Labor, 1928

Maier Franz Georg, "Historia universal siglo XXI: volumen 13", Siglo XXI, 1991

Asimov Isaac, "Historia universal Asimov: tomo 7; Constantinopla, el Imperio olvidado", Alianza, 1996

 

 

Mariana Alvizúa

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