Algunas observaciones acerca de la novela Drácula, de Bram Stoker
De todas las ediciones publicadas en castellano de la novela Drácula del escritor irlandés Bram (Abraham) Stoker, aparecida por primera vez en Londres en 1897, probablemente las mejores sean las de Francisco Torres Oliver en Bruguera (1981) y la de Juan Antonio Molina Foix en Cátedra (1993)[1]. Me refiero, claro está, a la calidad de la traducción del original inglés, aunque en el caso de Molina Foix está también excelentemente anotada, o, al menos, es la que contiene las aclaraciones más extensas y precisas de todas las ediciones en español. No obstante, ofrece algunos puntos oscuros, quizás porque sea prácticamente imposible resolverlos, ya que Molina Foix ha manejado no sólo las mejores ediciones en lengua inglesa, sino que conoce perfectamente las más solventes biografías sobre el escritor, las más verosímiles fuentes que éste utilizó y los estudios y análisis interpretativos más variados. Pero este exhaustivo conocimiento, con ser tan necesario y estimable, tiene a veces el riesgo de apartarse momentáneamente, de manera involuntaria e incluso inconsciente, del texto original definitivo del autor, que es lo que de verdad interesa, y quedar el crítico en parte atrapado por esa ingente masa de artículos, estudios, referencias eruditas, biografías, repercusiones literarias, películas, musicales y hasta historietas sobre la novela.
En la Introducción de Molina Foix, de unas cincuenta páginas, se lleva a cabo una notable síntesis de las más importantes, significativas e influyentes de tales interpretaciones críticas, que en muchas ocasiones están también estrechamente vinculadas a las reconstrucciones críticas sobre la génesis de la novela y la mayor o menor influencia de sus precedentes literarios, quedando, no obstante, meridianamente claro que la originalidad del relato de Stoker es innegable e incluso extraordinario, habiendo sabido combinar y fusionar materiales de muy diversa procedencia, unos de naturaleza verídica e histórica, y otros de su mera invención, hasta el punto de que a veces resulta extremadamente difícil saber dónde se halla la realidad y dónde la pura imaginación.
Materiales históricos, etnográficos, antropológicos, geográficos, del folclore y de las costumbres populares, son hábilmente utilizados por Stoker para dar forma a su inmortal novela, aunque, por regla general, suele ser muy cuidadoso con los mismos y no distorsionarlos, al menos los que se refieren a la historia, la geografía y la etnografía histórica, siendo, en cambio, sagazmente reutilizados los que tienen que ver con las tradiciones, mitos y leyendas populares. Es decir, que en la novela el lector culto, a pesar de lo que acabamos de afirmar sobre la permeabilidad fronteriza que ofrecen algunos pasajes entre realidad e imaginación, puede prácticamente en todo momento distinguir entre los materiales que proceden de la realidad, y que, por lo tanto, son verificables y constatables, y aquellos otros de extracción legendaria, con la consiguiente manipulación de símbolos, leyendas o mitos. Sólo en muy contadas ocasiones, como digo, la frontera entre unos y otros se diluye, porque el autor así lo ha querido. Lo verdaderamente destacable, pues, es la portentosa imaginación de Stoker, su capacidad para crear un arquetipo de vampiro que en múltiples ocasiones contradice los estereotipos sobre esa figura de la imaginación popular, o las características que la tradición literaria y el folclore habían asociado hasta entonces a la demoníaca criatura. Por eso es tan importante ceñirse a lo que dice exactamente Stoker en la versión definitiva de la novela, evitando, siempre que sea posible, las conjeturas o lo que podría haber sido el personaje a partir de los materiales que el escritor irlandés reunió y consultó. Lo que nos interesa no es lo que pudiera haber sido, sino lo que es, lo que está escrito con carácter definitivo, porque esa fue la intención del autor y no otra. Hay críticos, y a ellos alude muy severamente Vicente Gaos en su extraordinaria anotación del Quijote en la editorial Gredos, que pretenden enmendarle la plana constantemente al autor, como si anduviesen a la busca y captura de cualquier fallo o de cualquier lapsus, o incluso llegando a insistir, como hacen no pocos comentaristas del Quijote desde Diego Clemencín, en que el autor no era verdaderamente consciente de su genio.
Esos supuestos errores o lapsus, y por eso están escritos aquí ambos términos en cursiva, no son tales para el autor, sino para el crítico, que parece calmar así, con esos hallazgos fruto de su perspicacia, sus frustradas ansias de creador. Por supuesto que Cervantes, como tiene que recordarnos una y otra vez Vicente Gaos, era consciente de su genio y sabía en todo momento lo que llevaba escrito, del mismo modo que también era plenamente consciente Stoker de la criatura que estaba creando. ¿Qué nos autoriza a dudarlo? La quiso crear con esas precisas características físicas y psicológicas y no con otras, con ese modo de proceder y con ese método de actuación y no con otro, importándole muy poco si tales rasgos, métodos y actuaciones contradecían o no la figura del vampiro dominante hasta entonces, entre otras razones porque es precisamente él quien crea de manera perdurable ese arquetipo, hasta el punto de que todos los vampiros posteriores a él no pueden eludir por completo su originalísima creación (aunque sólo sea para enfrentarse a ella o crear su contrarréplica). A eso nos referimos cuando hablamos de que hay que ser fieles al texto, atenerse a lo que éste dice, lo que no es óbice, por supuesto, a que ese texto, en numerosos pasajes, pueda estar sujeto a interpretación, sobre todo de naturaleza simbólica, aunque convendría, en principio, saber con exactitud lo que ocurre, qué dicen los personajes, cómo se desarrollan los sucesos o cómo se describen las visiones y los sueños. Aunque a muchos pueda parecerles difícil admitirlo, la novela Drácula de Bram Stoker, salvo en el mundo de lengua inglesa, principalmente Irlanda, el Reino Unido, los Estados Unidos, Canadá y Australia, no ha sido ni mucho menos leída de manera directa en proporción a la inmensa fama del protagonista, sino que se habla muchísimas veces de ella, y me estoy refiriendo sobre todo ahora a los países castellanohablantes, por referencias, de modo indirecto, basándose en la ingente cantidad de alusiones a esa figura que ha ido nutriendo el imaginario popular a lo largo de todo el siglo veinte.
En lo que se refiere a la superabundancia de interpretaciones de la novela, estoy aludiendo de manera muy especial a las interpretaciones de los críticos pertenecientes o simpatizantes con la escuela psicoanalítica, que no dudamos que en muchos casos sean verosímiles o dignas de ser tenidas en cuenta, pero que en otros muchos también son exégesis sencillamente disparatadas, extravagantes o estrafalarias, y, lo que es más grave desde la perspectiva del rigor crítico, fruto de la alteración, tergiversación o manipulación del texto, o consecuencia, simplemente, de la delirante imaginación del crítico de turno.
El ejemplo clásico de este tipo de interpretaciones, ya que ha servido de fuente de inspiración a prácticamente todas las posteriores, es el que llevó a cabo el propio Sigmund Freud con Leonardo da Vinci en el conocido ensayo de 1910, Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci [2]Pero, como es obvio, es en extremo infrecuente poseer las dotes de agudeza psicológica, originalidad interpretativa, convicción, persuasión y sugerencia del padre del psicoanálisis, que envuelve literalmente al lector con su maravillosa y exquisita prosa llena de seducción y de convencimiento.
Cualquier monografía seria y rigurosa sobre Leonardo desde entonces, está obligada a mencionar el estudio del médico vienés, siendo un buen ejemplo de ello la de Kenneth Clark de 1939 y revisada en 1952 [3]pero esas mismas monografías deberían asimismo advertirnos, lo que sólo hace Clark de manera sutilísima, de las profundas pero quizás forzadas conclusiones a las que llega Freud, sobre todo si tenemos en cuenta que, de la gigantesca masa de manuscritos, códices, notas y cuadernos que se conservan de Leonardo, vino Freud a sustentar su hipótesis sólo en un diminuto recuerdo infantil del genio florentino, de apenas dos o tres líneas de extensión, literalmente perdido en ese océano documental, y en un dibujo, que constituye la única representación del coito que Leonardo hizo en toda su vida. Insisto en que el ensayo de Freud es fascinante, pero establecer una correspondencia entre la supuesta fellatio que contendría oculta aquel recuerdo y la forma de cisne del manto de la Virgen en el cuadro de Santa Ana, la Virgen y el Niño del Louvre, vincular ambas cosas con la inexplicable equivocación en la representación del coito en el mencionado dibujo[4]precisamente en un artista que era el mejor conocedor de la anatomía humana de su tiempo, y deducir de todo ello la más que probable homosexualidad de Leonardo, es, cuando menos, algo extraordinariamente atrevido desde el punto de vista del método histórico-crítico. Pero a Freud, claro está, no le interesa en primer lugar este método, ni su interés se dirige hacia los aspectos plásticos o formales de la imagen, sino averiguar, en la medida de lo posible, la psicología profunda y desvelar el subconsciente de Leonardo a través de esas imágenes y de esos materiales de estudio. Ya digo que es sumamente difícil equipararse a Freud, pues su talento y su capacidad de análisis eran inmensos, y es muy probable, como acabo de señalar, que Leonardo fuese homosexual (ya sería más discutible saber si activo o pasivo), pero de lo que se trata aquí es de subrayar el peligro que entrañan este tipo de estudios, que tan fácilmente se pueden dejar llevar, si no se poseen la inteligencia y la agudeza de Freud, por los derroteros más peregrinos.
Sin ir más lejos, el propio Freud erró gravemente, y esto es algo universalmente admitido por los estudiosos y críticos más rigurosos, en su interpretación de la epilepsia en Dostoyevski, en otro célebre ensayo posterior, de 1928, titulado Dostoievski y el parricidio [5]El error no sólo tenía que ver con la causa real de la epilepsia, que para él estaba vinculada al asesinato del padre de Dostoyevski, y que, por lo tanto, hacía remontar la enfermedad a cuando el escritor tenía diecisiete años, cosa que ha podido demostrarse que no es cierta, sino que tenía que ver sobre todo con la hipótesis de que los ataques disminuyeron o se extinguieron cuando el escritor fue deportado a Siberia, cuando de hecho ocurrió lo contrario, esto es, que la epilepsia comenzó a aparecer a partir de la aplicación de ese castigo [6]
Muchísimo más brillante está Freud en su magistral análisis del relato Gradiva de Jensen[7]publicado en 1907 con el título El delirio y los sueños en la «Gradiva», de W. Jensen [8]Aquí sí parece ser que acierta de manera plena en su interpretación, pero en buena medida se debe a que el propio escritor de Holstein proporciona al lector las claves interpretativas de su fascinante y onírica narración, que tanto sedujo a Salvador Dalí y a algunos otros surrealistas.
Un último ejemplo, para no extenderme sobre esta cuestión, de correcta aplicación del método psicoanalítico a una excelsa obra artística, es la que lleva a cabo Ernest Jones con Hamlet de Shakespeare. El historiador húngaro Arnold Hauser supo verlo en 1957 con gran agudeza[9]
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Vayamos, pues, a aquellos aspectos de la novela de Stoker que me interesa resaltar aquí. En primer lugar, la precisión de las localizaciones geográficas a lo largo de toda la obra, bien se trate de poblaciones o accidentes geográficos, lo que revela un concienzudo estudio de excelentes fuentes cartográficas, de las que pudo disponer sin dificultad en la extraordinaria biblioteca del Museo Británico, aunque, como bien indica Molina Foix, y como se desprende de las Notes and Data for his Dracula que conserva desde 1973 la Fundación Rosenbach de Filadelfia, recurrió a descripciones topográficas y relatos de viajes muy diversos. No hace falta reproducirlos, pues Molina Foix da cumplida cuenta de los principales de ellos. Pero sí me parece oportuno hacer algunas observaciones.
No creo que Fundu, como sugiere Molina Foix en la nota 242, sea una invención de Bram Stoker. Fundu es una pequeña localidad del distrito de Bacau, que a su vez es una ciudad de mediana importancia de la Rumanía actual. Cuando en el capítulo XXVI de la novela, en las «Notas de Mina Harker (incluidas en su Diario)», se habla de que los ríos Sereth y Bistritza[10]se unen a la altura de Fundu, efectivamente, si se consultan los mapas, esa unión está situada un poco al sur de la mencionada ciudad de Bacau. En rumano, el río Sereth se escribe Siretul, mientras que el río Bistritza es Bistrita[11]En la nota 238 supone Molina Foix que el río Bistrita que menciona Stoker debe ser el Bistrita Auria, pues según él no hay ningún río Bistrita que desemboque en el río Sereth ni que tampoco lleve al desfiladero del Borgo, que es el que conduce al castillo del conde. Si se consulta el mencionado Gran Atlas de la editorial Aguilar, en las páginas 54-55, podrá comprobarse que Stoker estaba en lo cierto, pues ese río, llamado solamente Bistrita, existe, es afluente del Sereth y conduce, internándose a través de Transilvania, a ese desfiladero. Este desfiladero o paso del Borgo, tampoco resulta fácil de identificar, aunque Molina Foix sí lo ha hecho. Se trata de un desfiladero que conduce a la región de la Bukovina, que está situada al norte de Transilvania, y puede observarse muy bien en un mapa alemán correspondiente a la región de Siebenbürgen (que es como se dice Transilvania en alemán) de August Heinrich Petermann de 1857, extraído de la revista Petermanns Geographische Mitteilungen, fundada por este geógrafo y cartógrafo alemán en Gotha en 1855.
En cuanto a la ciudad de Bistrita, mencionada ya en el tercer párrafo de la novela por Jonathan Harker en su Diario, es, en efecto, la capital del actual distrito rumano de Bistrita-Nasaud, como indica Molina Foix en la nota 6, pero es conveniente saber que esa ciudad está escrita en los mapas alemanes, por ejemplo el de Petermann, con el nombre de Bistricz (o Bistritz). Está situada ligeramente al norte del paralelo 47º. Hay que ser precavido para no confundirse, pues otra ciudad con el mismo nombre, Bistrita, aunque más pequeña y mucho menos importante, existe también en Rumanía, en esta ocasión ligeramente al sur del paralelo 47º y también ligeramente al este del meridiano 26º (Gran Atlas Aguilar, pág. 54, I11).
Es probablemente cierto, como afirma Molina Foix en la nota 242, que sea ficticia la localidad de Strasba a la que alude Jonathan Harker en la anotación del 2 de noviembre de su diario (capítulo XXVI), pues no aparece con claridad en los mapas (a pesar de que hay que ser cautos con los topónimos, que varían enormemente según se escriban en inglés, alemán, francés, rumano, polaco, húngaro o ruso, que son los idiomas principales en lo que se refiere a la cartografía que es necesario consultar para localizar los lugares geográficos mencionados en la novela); ahora bien, si consultamos un mapa de Siebenbürgen de 1862 publicado en la ciudad de Hermannstadt (que era como se llamaba entonces la actual ciudad rumana de Sibiu, pues había sido fundada por los sajones en el siglo XII) por la editorial Druck von Theodor Steinhaussen, observaremos que, siguiendo el curso del río Bistrita, y a muy poca distancia al suroeste de la mencionada pequeña localidad de Bistrita (que en este mapa se escribe Bistritza), justo en el punto más bajo de un recodo del río, hay una población llamada Strascha, que muy verosímilmente podría ser la Strasba de Stoker, puesto que está junto al río que constituye la ruta seguida por los distintos grupos expedicionarios que se dirigen al desfiladero del Borgo. En el mapa publicado en 1862, Strascha está situada entre las localidades de Bikasul (al oeste) y Pengerazy (al nordeste), localidades que en el Gran Atlas Aguilar se denominan Bicaz y Pîngarati, aunque no aparece en este Atlas ninguna aldea en el susodicho recodo, lo que quizás pueda significar que o esa Strascha es muy diminuta o que haya desaparecido por despoblamiento o cualquier otra causa. No obstante este contratiempo (profeso una gran estima al Gran Atlas Aguilar), sigo considerando creíble mi propuesta.
Asimismo, en la nota 239 dice Molina Foix que, cuando en el capítulo XXVI, de nuevo en el «Diario de Mina Harker (continuación)», se hace referencia a una localidad llamada Beresti, debe en realidad de tratarse de Dornesti, pues esa tal Beresti estaría muy lejos del centro de operaciones de los expedicionarios. Yo no lo veo así, y no creo que Stoker tampoco se equivocase. Cuando Mina está redactando ese pasaje de su Diario, todo el grupo está todavía en Galatz (Galati); así al menos se deduce de los párrafos anteriores del libro. Es decir, que van a iniciar el viaje desde el lugar al que los ha llevado el engaño del siniestro conde. Beresti o Veresti es, si se consultan de nuevo los mapas adecuados, Beresti Bistrita (Gran Atlas Aguilar, pág. 54, K13), y como está unos 18 o 20 km al norte de Bacau y muy cerca del río Bistrita, se encuentra perfectamente en la ruta correcta que conduce al desfiladero; ligerísimamente desviada, es cierto, pero de manera insignificante si tenemos en cuenta que Mina está escribiendo desde la distante Galati.
En la nota 178, no aclara Molina Foix la referencia de Mina Harker al lago Hermannstadt, aunque sí precisa, como hemos dicho antes, que ese mismo nombre es el que designa en alemán la ciudad rumana de Sibiu. El lago de igual nombre es muy pequeño y profundo, está situado al sur de la ciudad y hay una antigua fotografía de hacia 1916 que lo identifica perfectamente. Más que un lago es en realidad una laguna.
Aunque es geográficamente muy conocido, recordar que el cabo Matapán (capítulo VII, Diario de navegación de la Deméter, a saber, la goleta que hace la fatídica travesía entre Varna y Whitby) está situado al sur de la península del Peloponeso.
Las eruditas anotaciones de Molina Foix aclaran suficientemente todas las restantes localizaciones geográficas mencionadas en la novela, así como las distintas calles, barrios o distritos de Londres. Sólo precisar que Purfleet (referida por primera vez en el capítulo II), donde se encuentra la siniestra propiedad de Carfax adquirida por Drácula, paredaña con la institución psiquiátrica que dirige el doctor Seward, es una pequeña localidad del distrito de Thurrock, en el condado de Essex, al este de Londres, un condado que a su vez limita con el Gran Londres. En cuanto al cementerio de Kingstead, señalado en el capítulo XV en la entrada del Diario del doctor Seward correspondiente al 29 de septiembre por la mañana, parece que se trata de una referencia literaria al conocidísimo cementerio londinense de Highgate. Sobre el manicomio o asilo de Eversfield, citado al comienzo del capítulo XXI, y del que no precisa nada Molina Foix, indicar que se encontraba en el hoy municipio de Barnet, al norte de Londres, exactamente en el Gran Londres, entre Mill Hill Park y Watling Park.
Me parece también importante hacer algunas aclaraciones sobre la abadía de Whitby, ya que este lugar se convierte en uno de los principales escenarios de la novela, pues es muy cerca de las ruinas de la abadía donde Lucy, en estado de sonambulismo, va a ser atacada por vez primera por Drácula, al poco tiempo de llegar la fantasmal goleta Deméter, con su carga siniestra, a esa localidad costera del Yorkshire. Cualquiera que haya visitado el lugar o que haya visto buenas fotografías del sitio desde diferentes ángulos, podrá comprobar la exactitud de la descripción topográfica de Stoker, especialmente en algo tan significativo como la situación de las ruinas de la abadía un poco más adentrada en tierra firme que la inmediata iglesia de Santa María (St. Marys), muy cerca del mar y de los espigones de entrada al puerto de la ciudad, así como el cementerio de esta pequeña iglesia, con su bosque de lápidas de piedra hundidas e inclinadas por el paso del tiempo.
Aunque los orígenes de la abadía se remontan a mediados del siglo VII, fue refundada después de la conquista de Inglaterra por los normandos, perteneciendo las ruinas actuales al siglo XIII, a partir de 1220, siendo todavía bien visible el magnífico gótico inglés en que fue construida. La abadía, que, algunos decenios después de su refundación en el siglo XI en época de Guillermo I el Conquistador, se rigió ininterrumpidamente por la regla monástica de San Benito de Nursia, fue clausurada y abandonada como consecuencia de la orden de disolución de los monasterios dictada en dos oleadas principales bajo el reinado de Enrique VIII de Inglaterra entre 1536 y 1540, después de la ruptura definitiva del soberano con el Papado a finales de septiembre de 1533 con motivo de su casamiento secreto en enero de ese año con Ana Bolena. El 4 de abril de 1536, dispuso el rey, con la aprobación del dócil Parlamento, la supresión de 291 monasterios menores, con ingresos anuales inferiores a 200 libras, incautándose la Corona de sus bienes muebles e inmuebles. En cuanto a los monasterios mayores, fueron disueltos entre 1537 y 1540, simultáneamente a los conventos de las órdenes mendicantes. La suma total obtenida por la venta de los bienes de la Iglesia católica en Inglaterra ascendió al final del reinado de Enrique VIII a unas 13 millones de libras, considerable para la época[12]Pero aquí me interesa destacar sobre todo la destrucción del patrimonio artístico inglés llevada a cabo como consecuencia del enfrentamiento de Enrique VIII con la Santa Sede. Thomas Cromwell, canciller del Exchequer en 1533, secretario del rey en 1534, y, sin duda, el más celoso ejecutor de la política real cual aventajado discípulo del principio de la «razón de Estado» de Maquiavelo, aunque cayera posteriormente en desgracia y fuese decapitado a finales de julio de 1540, ya en 1538 provocó un ataque a las imágenes religiosas (muchas de ellas de enorme valor artístico), ante la impasible mirada y el consentimiento de Enrique, pues con ello afluía dinero a las arcas del Tesoro[13]Es muy relevante el autorizado testimonio del gran historiador de la arquitectura Nikolaus Pevsner, nacido en Leipzig pero nacionalizado británico: «En Inglaterra, los agentes de Enrique VIII y de [Thomas] Cromwell destruyeron la mayor parte de la escultura religiosa. Las pocas piezas que quedan, como, por ejemplo, una figura sin cabeza en Winchester, poseen el mismo carácter y la misma calidad que las esculturas francesas del siglo XIII»[14]. Si la abadía de Whitby no fue demolida por completo, la causa tiene mucho que ver con que era un útil punto de referencia para las embarcaciones, evitando así que se aproximaran peligrosamente a los riscos costeros.
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Todas las referencias históricas, artísticas, científicas, etnográficas y etnográfico-históricas de la novela están debidamente documentadas y contrastadas por Bram Stoker, que, aunque de manera concisa, para no distraer de la narración principal, alude a datos rigurosos y perfectamente contrastables por la más avanzada historiografía de su tiempo. Esto puede verificarse especialmente en el capítulo III, cuando el conde le sintetiza a Jonathan Harker la historia de su raza, salpicada de alusiones y hechos históricos reales. Juan Antonio Molina Foix se ocupa en la nota 61 de la Introducción de aclarar las características y avatares históricos del grupo étnico de los szekler (o székélys), al que dice pertenecer el conde, uno de los más importantes que poblaban Transilvania en el siglo XV, en la época de Vlad IV el Empalador. Sólo dos precisiones, que complementan la erudita nota de Molina Foix. La primera, que aunque el origen étnico de ese grupo es dudoso, a pesar de la leyenda de su descendencia de Atila y de los hunos, sí parece cierto que el referido grupo étnico surge de los guerreros instalados en el siglo XI en Transilvania para guardar las fronteras del río Olt, afluente del Danubio. La segunda, que, erróneamente, su denominación ha sido romanizada por algunos autores en la forma «sículo». En rumano, «szekler» se dice «Secui», tanto en singular como en plural. Pero, al mismo tiempo, parece cierto que el término «szekler» aparece por primera vez en las fuentes históricas hacia 1116 como «Siculi» (que sería la forma de decirlo en latín). De ahí puede provenir la confusión. Los sículos, como es bien sabido, fueron un pueblo primitivo que se estableció en Sicilia hacia el año 1000 a. C., principalmente en el este de la isla. También parece ser exacto que procedían de la península itálica, donde se encontraban en el segundo milenio a. C. Una de las principales fuentes acerca de los sículos es Tucídides[15]En cuanto a los szekler, creo oportuno indicar una mínima bibliografía[16]
En la nota 7 aclara brevemente Molina Foix la situación político-administrativa de Transilvania cuando Stoker escribió la novela. La accidentada historia de esta región continuó durante el reinado de Francisco José, el longevo miembro de la familia de los Habsburgo que ocupó el trono del Imperio austro-húngaro (la llamada «monarquía dual», puesto que el único vínculo entre Austria y Hungría era la figura de Francisco José) durante largas décadas y que facilitó la magiarización de la histórica región, permitiendo así la unión de la provincia de Transilvania al reino de Hungría en 1867, una unión que destruiría la autonomía territorial de la que gozaban los székélys y los sajones de la provincia, destrucción que se completó entre 1870-1876. En mayo de 1877, Rumanía se convierte en Estado independiente.
Muerto ya Stoker, durante la Primera Guerra Mundial, los habitantes rumanos de Transilvania se volvieron hacia el reino de Rumanía, reino que precisamente entró en la contienda junto a los aliados franco-británicos gracias a la promesa que se le hizo, el 17 de agosto de 1916, de recibir la Transilvania una vez terminada la guerra y alcanzada la victoria frente a los Imperios centrales y a Turquía. Como consecuencia de esa solemne promesa, Transilvania quedaría unida al reino de Rumanía el 1 de diciembre de 1918, poco después de la firma del armisticio por Alemania, decisión que fue confirmada por el Tratado de Trianon (uno de los cinco tratados que se firmaron en el marco de la Conferencia de Paz de París, que inició sus sesiones en enero de 1919) de 4 de junio de 1920.
En lo que atañe a Vlad IV el Empalador, de cuyos datos históricos principales da cumplida cuenta Molina Foix en la Introducción y en la nota 42, aun siendo incuestionable que Stoker se inspiró en su aspecto físico y en sus hazañas para trazar el retrato fisiológico y el sangriento modo de actuar de Drácula, tampoco debería exagerarse, pues el vampiro de la novela es una creación literaria que muy poco tiene en común con ningún personaje histórico real, por muy cruel que hubiese sido Vlad Tepes con sus enemigos otomanos. En definitiva, que ningún personaje histórico ha sido, naturalmente, un vampiro como es Drácula, circunstancia que no está de más recordar, habida cuenta de que algunas personas poco documentadas creen efectivamente que el conocido voivoda de Transilvania llevaba a cabo prácticas como las de un vampiro del tipo de Drácula. Esta es una de las consecuencias de desconocer los hechos históricos y de confundir la ficción con la realidad.
Para otros críticos, otra supuesta fuente de inspiración podría muy bien haber sido la condesa húngara Erzsébet [Isabel] Báthory (1560-1614), extremadamente cruel con sus víctimas, inocentes doncellas, a las que asesinó con las más sofisticadas torturas a centenares, y de las que parece seguro y comprobado que, además de bañarse en su sangre, la bebía, aunque, por supuesto, no la succionaba al modo de un vampiro[17]
Aunque no se ha insistido tanto en esta condesa como en Vlad Tepes como inspiración para Stoker, resulta indudable que las actuaciones nada legendarias, sino por desgracia completamente verídicas, de la sangrienta condesa, tienen mucho más sentido como fuente de inspiración de la novela del escritor irlandés. En cualquier caso, me reafirmo en lo dicho antes: estas fuentes, de las que nunca podremos calibrar con exactitud qué peso tuvieron en la creación de Stoker, no deben de ningún modo mermar la extraordinaria originalidad de su maléfico personaje. Tampoco, claro está, la condesa húngara era una mujer vampiro. A ella se refiere Georges Bataille en su célebre ensayo Las lágrimas de Eros, en el que también habla del extremadamente sádico y cruel Gilles de Rais, del que se conservan los documentos concernientes a su proceso judicial[18]
Al comienzo del capítulo VI, escribe Mina en su Diario que, en Whitby, «las casas de la ciudad antigua […] son todas de tejados rojos, y además parecen amontonadas unas encima de otras, como los dibujos de Nuremberg». En vez de «dibujos», que es como traduce Flora Casas, la traducción de Molina Foix dice «grabados». En la edición de 1897 Stoker escribe «pictures», cuya traducción habitual es «cuadros», ya que los términos corrientes para designar «dibujo» y «grabado» son «drawing» y «engraving», respectivamente, empleándose también el término «etching» para designar el grabado al aguafuerte. En cualquier caso, el vocablo usado por Stoker es impreciso y se presta a varias traducciones, pero sí queda claro que está refiriéndose a vistas antiguas de la ciudad alemana de Nuremberg. Existen múltiples ejemplos que podrían aducirse de la observación hecha por Mina. Uno de ellos es la vista de Nuremberg del artista victoriano Samuel Prout, de 1833, originalmente una acuarela reproducida también como litografía. Puede verse en Sketches by Samuel Prout, in France, Belgium, Germany, Italy and Switzerland (Londres, The Studio, 1915). Otro buen ejemplo sería la Vista de Nuremberg desde el oeste, un dibujo de Alberto Durero de 1495-1497, desaparecido desde 1945, y que se conservaba en la Kunsthalle de Bremen[19]Un tercer ejemplo, que además deja nítida constancia del tono rojizo de los tejados del que habla Mina, es El puente seco junto a la Hallertor de Nuremberg, un dibujo también de Alberto Durero hecho con tinta negra a pluma y aguada de colores, de hacia 1496, que conserva la Albertina de Viena[20]
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Hay un vocablo en la novela del que quiero hacer una precisión. En la nota 131, refiriéndose al término empleado en la crónica periodística sobre el lobo fugado del Parque Zoológico de Londres inserta en el capítulo XI, dice Molina Foix que, en vez de «vulpino», el anónimo periodista debería haber escrito «lupino», ya que está hablando de un lobo. El texto se refiere a la vuelta del lobo al zoo: «… y fue recibido y acariciado como una especie de hijo pródigo vulpino». Es verdad que como «lobo» procede del latín «lupus-i», el periodista debería haber demostrado un mayor conocimiento filológico. Pero quizás esté escribiendo con alguna prisa, además que tampoco hay que exigirle a un periodista tales precisiones. En todo caso, el error no lo veo yo tampoco tan abultado, pues ha demostrado conocer no tan burdamente el latín, ya que «zorra» procede del latín «vulpes-is» y «zorro» es «vulpes masculus». Como mucho ha confundido por un momento el lobo con un zorro. Estoy convencido de que la errata es completamente intencionada por parte de Stoker.
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En cuanto al año en que transcurre la acción y la técnica narrativa empleada, quisiera hacer algunas breves puntualizaciones. Es cierto, como dice Molina Foix en la nota 32 de su Introducción, que el año más reciente sugerido en la novela es 1893, al que alude indirectamente Abraham van Helsing en el capítulo XIV cuando exclama que es una lástima que el neurólogo francés Jean-Martin Charcot ya no esté entre ellos, pues, en efecto, había fallecido en 1893. Pero de ese dato no tiene por qué deducirse necesariamente que la acción, como defiende Molina Foix, transcurra en ese año de 1893, pues si la novela se publicó finalmente en mayo de 1897, también podrían aducirse con igual convicción 1894, 1895 o 1896. En todo caso, creo más prudente afirmar que los hechos narrados transcurren entre el 3 de mayo y el 6 de noviembre de uno de esos años, aunque me parece imposible precisar con total exactitud cuál de ellos podría ser. Una vez más deja la puerta abierta el escritor. De lo que sí que no cabe duda es de la obsesión que Bram Stoker tenía por el tiempo, por el paso del tiempo. La novela es casi patológicamente obsesiva en este punto fundamental, indicándose a menudo, además del día exacto, esto es, si es por la mañana, al mediodía, por la tarde, por la noche o de madrugada, hasta incluso si el personaje de turno está redactando sus notas «más tarde» respecto de la última anotación, pues es frecuente que se sucedan varias anotaciones consecutivas redactadas por un mismo personaje a diferentes horas del día y de la noche de una misma jornada.
Aún quisiera añadir una observación que no es del todo irrelevante en relación al momento temporal en que transcurren los hechos, ya que acrecienta la ambigüedad sobre la exactitud del mismo. Son las palabras del Diario de Mina en el capítulo XVIII, en la anotación correspondiente al 30 de septiembre: «A year ago which of us would have received such a possibility, in the midst of our scientific, sceptical, matter-of-fact nineteenth century?» Repárese en el hecho de que al referirse al siglo diecinueve dice «in the midst», que Molina Foix traduce como «en pleno siglo diecinueve», mientras que Flora Casas opta por «a mediados de nuestro siglo». También podría haberse traducido por «en medio de». Si la acción transcurriese en 1893 con toda certeza, según propone Molina Foix, es como mínimo un poco forzado decir «en pleno siglo diecinueve», cuando de hecho la centuria está acabándose; más bien «en pleno», que es una traducción legítima, tendría el sentido, en el contexto en que se dice, de hacer referencia a unos decenios más centrales, o, por lo menos, no a un año tan próximo a la terminación del siglo. El metro de Londres, que se menciona en alguna ocasión en la novela, se inauguró en 1863, y el escritor danés Hans Christian Andersen, del que Van Helsing dice en el capítulo XXV ser su amigo (y no parece decirlo como si ya hubiese muerto), falleció en 1875. Podrían ser otras dos referencias tan válidas como la propuesta por Molina Foix, y en ese caso sí tendría más sentido hablar de «en pleno siglo diecinueve» o «en medio de», pues son expresiones que denotarían que la centuria aún queda cierto tiempo para que finalice. Con esta observación sólo pretendo subrayar la indefinición premeditada sobre este particular de Bram Stoker.
Sobre la técnica narrativa empleada por Stoker en la novela, hay diversas opiniones críticas, algunas claramente enfrentadas y muy distintas en lo que se refiere a su valoración literaria en términos cualitativos. Las dos posiciones dominantes son, en primer lugar, aquella que defiende que el escritor debería haberse valido de un narrador que hablase en tercera persona, que, o bien podría haber sido un narrador anónimo, del tipo de esos que se encuentran un manuscrito, o bien un narrador que podría haber sido alguno de los personajes que combaten a Drácula, o Abraham van Helsing o Wilhelmina Murray, pues ambos encarnan prototipos humanos muy positivos, tanto en lo que atañe a sus cualidades intelectuales y virtudes éticas y morales, tales como honestidad, valentía y resolución. Es una opción de técnica narrativa perfectamente defendible, que ha dado siempre muy buenos resultados, y que ni mucho menos hubiese dificultado o rebajado la tensión en la descripción de los acontecimientos. La segunda posición es aquella que defiende la técnica por la que finalmente se inclina Stoker, esto es, el recurso de intercalar diarios, cartas, notas de prensa, misivas de carácter comercial, y algunos más por el estilo, que, redactados en su práctica totalidad por el grupo que terminará persiguiendo a la bestia hasta su recóndito refugio montañoso, tendría la ventaja de ofrecer puntos de vista personales e individuales que se complementarían unos con otros, dinamizando supuestamente de paso la acción y acrecentando el misterio y la tensión propiamente narrativa de los hechos. Quizá sea cierto que esta última técnica puede ser algo repetitiva, especialmente a partir del punto de inflexión de la novela, que viene señalado por la afirmación de Van Helsing de que los diminutos agujeros en el cuello de los niños pequeños han sido hechos por la no-muerta Lucy, palabras con las que termina el capítulo XIV, pero cuya conclusión lógica es la liberación definitiva que habrá de producirse del alma de Lucy, mediante el procedimiento indicado por Van Helsing de clavarle una gruesa y larga estaca en el corazón y seccionarle la cabeza del cuerpo, que es como se da fin al capítulo XVI, iniciándose a partir de ahí la persecución infatigable del demonio principal.
A mi modo de ver, la técnica empleada finalmente por Stoker funciona muy bien, cumple el propósito para el que ha sido decidida por el escritor, y, además de mantener con notable habilidad la tensión, que crece claramente en determinadas circunstancias a medida que avanza la acción, clarifica también todos los datos que necesita el lector para poder hacer en cualquier momento una exacta valoración del discurrir de los acontecimientos. De esta manera, pues, el lector está asimismo convenientemente informado de lo que necesita saber para no perder el hilo de la narración, una narración que, naturalmente, es progresiva, esto es, que avanza cronológicamente de modo paulatino, aunque se den respiros o las entradas de las anotaciones de los diversos personajes coincidan en la fecha, si bien, lógicamente, una anotación tenga que seguir a otra; pero así es como se consigue el efecto de que el lector pueda vislumbrar diferentes perspectivas de la acción simultáneamente en el tiempo y en el espacio, porque en los capítulos finales los personajes se encuentran en lugares distintos y nunca solos, sino en pareja.
Esa progresión no impide que la narración complete un círculo espacio-temporal, pues la novela comienza un 3 de mayo en Bistritz, de camino Jonathan Harker hacia el castillo de Drácula, y finaliza durante el crepúsculo del 6 de noviembre siguiente en el castillo del conde. Esa concepción circular del tiempo no es ni mucho menos caprichosa y está sin duda relacionada con las interpretaciones sobre el tiempo que empiezan a contestar la idea de progreso impuesta por el optimismo de la razón ilustrada, unas interpretaciones de carácter irracional, subjetivista, que apelan al mundo de los sentimientos, y que, por tanto, nacen en la época prerromántica del Sturm und Drang, aunque alcanzarán su máximo desarrollo con Schopenhauer, con Kierkegaard y con Nietzsche, si bien en el caso de Stoker las referencias literarias principales son James Malcolm Rymer, Sheridan Le Fanu, Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, Poe, Baudelaire y los simbolistas, que conforman parte de la atmósfera espiritual que se opone frontalmente al positivismo cientificista de la segunda mitad del siglo XIX.
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