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Algunas observaciones acerca de la novela -Drácula-, de Bram Stoker (página 3)

Enviado por Enrique Castaños


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El resultado, como es ampliamente reconocido, opinión que comparto, es una obra maestra absoluta, una obra incomparable, de un singularísimo sentido estético, de un intensísimo lirismo y de una extraordinaria capacidad para sugerir la encarnación misma de lo diabólico, del mal, de lo siniestro y de lo calamitoso. Hay quien la ha calificado de «obra desconcertante», en la que «los artificios más calculados se alternan con la exaltación más candente del espíritu»[50]. La fotografía es magnífica y la caracterización del vampiro una de las creaciones más originales y turbadoras que pueden hacerse de un personaje, sea literario o cinematográfico, en cualquier país y en cualquier época. En este aspecto, el vampiro de Murnau probablemente no tenga rival ni lo llegará a tener nunca. Participa, además, de ese romanticismo poético de los orígenes de la gestación de cualquier arte, en este caso el cine, que aún no había definido por completo sus recursos y su lenguaje, ni siquiera en el arte mudo, pues faltan aportaciones decisivas todavía de Fritz Lang (las dos partes de Die Nibelungen son de 1924), de Erich von Stroheim (Avaricia es de 1924), de Abel Gance (Napoleón es de 1927), de Sergei M. Eisenstein (El acorazado Potemkin es de 1925) o del propio Murnau en El último (Der Letzte Mann, 1924), por sólo referirme a algunos de los más grandes. El título en alemán es sumamente revelador, pues recupera ese vocablo rumano que significa «no-muerto». El título en español es una repetición del mismo ser maldito, dicho de dos modos distintos. No hace falta subrayar que, como creador de inmensa altura, Murnau hace una obra autónoma, independiente, cuyas referencias a la novela de Stoker terminan por carecer de importancia determinante. Es cierto que conserva esa atmósfera irreal, fantasmagórica, en «blanco y negro», que nos transmite la novela, sobre todo el blanco y el negro como contraste de dos polos opuestos. El guionista se toma la licencia, perfectamente admisible en una obra de arte (puesto que Murnau en ningún momento dice o expresa que esté llevando la novela de Stoker al cine, sino que se inspira en ella), de que Nosferatu se acerque al empleado (cuyo nombre aquí es Hutter) recién casado (en la novela aún no lo está), cuando éste hace poco que ha llegado a la siniestra residencia de los Cárpatos, aprovechando que está dormido, para chuparle la sangre. Pero entonces aparece un elemento que está ligerísimamente insinuado en la novela de Stoker, y en todo caso de manera indirecta, que será después bien aprovechado en varias direcciones por Francis Ford Coppola, y es que se produce una como comunicación telepática entre el joven empleado y su esposa (Ellen Hutter), de tal modo que ella se despierta de pronto en su casa de Bremen, llamando a su esposo, y en ese instante el vampiro abandona a su víctima. Además, nada más llegar Hutter al castillo, antes de la escena anterior, una de las primeras cosas que ve es a Nosferatu en su féretro durmiendo de día. Otra novedad es que el barco fantasmal que transporta a Nosferatu, condensando su travesía algunas de las imágenes más espectrales del arte mudo cinematográfico de todos los tiempos, no llega a Whitby, en la costa inglesa, sino a Bremen, en el noroeste de Alemania, para lo que ha tenido que hacer un recorrido marítimo más largo, atravesar todo el Mar del Norte, llegar al golfo de Helgoland, e internarse por el estuario del río Weser, hasta llegar a la antigua ciudad hanseática, que está unos 70 kilómetros tierra adentro, con un puerto importante, pues el río se ensancha en ese lugar notablemente.

La llegada del barco al puerto con Nosferatu de pie sobre la cubierta es una escena imborrable, sobrecogedora, definitiva. Pero, ¿qué trae el vampiro a la ciudad, qué terrible carga lo acompaña? Trae la peste, pues el barco está lleno de ratas. También aparecen las ratas, incontables ratas en ebullición, en la lúgubre mansión de Carfax de la novela de Stoker, aunque huyen despavoridas ante la presencia de los perros que lleva el grupo intruso encabezado por Van Helsing. En la película de Murnau el mal se identifica con la epidemia de peste bubónica, de innegables resonancias bajomedievales, una evocación temporal que está en la propia estética, en la puesta en escena y en los decorados del filme, algo que ni mucho menos es ajeno al expresionismo cinematográfico alemán, poderosa corriente artística del periodo de la República de Weimar a la que pertenece la obra. Pero el guionista, con aquella imprevista comunicación telepática, no sólo está indicando el «poder sobrenatural del amor», sino que quien vence al vampiro, quien lo destruye definitivamente, es la joven esposa, Ellen Hutter, pues lo espera y permite que se introduzca en su habitación, reteniéndolo hasta que se hace de día y Nosferatu se desvanece. La pureza, la inocencia, han vencido al mal.

El desvanecimiento del vampiro, su desaparición física y su destrucción completa, intentando agarrarse patéticamente con la mano el pecho, contrayéndose de desesperación y de dolor, es otra imagen imperecedera. Según Sigfried Kracauer, de quien tomo la interpretación principal, la intención de Galeen es demostrar «que los males de la muerte representados por Nosferatu no afectan a quienes los enfrentan sin temor»[51]. Pero más que sin temor, habría que subrayar el inmenso poder de la pureza, de la limpieza de alma. En este punto sí hay una efímera evocación a la novela de Bram Stoker.

La segunda versión cinematográfica a la que quiero dedicar unas líneas es la dirigida por Francis Ford Coppola en 1992. El título no puede ser más explícito: Drácula de Bram Stoker. Hay numerosos críticos y espectadores que no la toleran ni la valoran, pero, a mi juicio, es también una obra maestra. De distinto signo, de muy diferente magma artístico, claro está, a la película de Murnau, como no podía ser de otro modo tratándose de épocas históricas tan desiguales, de concepciones tan divergentes del arte cinematográfico y de directores tan sumamente personales. La película de Coppola sí es mucho más fiel al texto de Stoker, pero, al tratarse de nuevo de una obra autónoma, con vida propia, no adopta ninguna posición servil, sino que se independiza de su fuente de inspiración casi por completo, adoptando numerosas licencias, aunque aparentemente puedan quedar desdibujadas o enmascaradas si las comparamos con las evidentísimas del filme de Murnau.

El principal acierto de Coppola, y su más memorable aportación a la recreación o reinterpretación del mito, es haber convertido la historia de Drácula en una hermosísima y trágica historia de amor[52]un amor que traspasa las edades, que va más allá del tiempo, un amor tan grande, tan inmenso, de Drácula hacia Mina, que este solo hecho hace que el personaje del conde quede en cierto modo redimido, que el espectador no lo vea como un ser pérfido y malvado, como un demonio, sino como un desolado amante que busca desesperadamente reencontrarse con su amada, en realidad con la persona que se la recuerda tan exactamente, y vivir juntos por los siglos de los siglos, aunque sea en la condenación eterna. Hay algo aquí del amor salvaje y primitivo, turbulento y apasionado, irracional y transgresor que se profesan Catherine y Heathcliff en Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, un amor romántico embriagador, obsesivo, que se rebela contra todas las leyes divinas y humanas. Un amor en el que los amantes, como diría Albert Camus (véase el comienzo de El hombre rebelde), parecen no necesitar a nadie; les basta con estar ellos solos en el mundo, en el universo entero, hasta el punto de sacrificar al mundo y a los seres que lo habitan por tener y estar junto al amado. Es cierto que en la película de Coppola esto resulta mucho más evidente en la actitud del conde para con Mina; sin embargo, sin poderlo evitar, como si se tratase de un fátum, Mina va siendo progresivamente seducida, embriagada, hasta que termina por no ofrecer resistencia a quien con tan infinito anhelo la ha perseguido desde las oscuras profundidades de los siglos.

Es verdaderamente increíble y maravilloso cómo la trata, con qué exquisito tacto, con qué finísima delicadeza, cuando, por ejemplo, provoca el encuentro con ella por vez primera en las calles de Londres y se la lleva a un reservado de un café. ¡Qué voz seductora de amante, qué ojos refulgentes de amor! De un amor prohibido, de un amor que transgrede la ley divina, pero amor al fin y al cabo, un amor que perturba, que seduce sin remedio, que embriaga el cuerpo y el alma. Porque este conde Drácula parece poseer alma, al menos con Mina. Es verdad que desea su cuerpo, pero más aún desea fundirse con su alma, ser uno solo los dos.

Para que la historia de amor sea verosímil, Coppola ha tenido la extraordinaria habilidad de construir un soberbio prólogo, una especie de introito, que se refiere al personaje histórico, a ese cruel y despiadado Vlad o Dracul que empala a sus enemigos, a los infieles, y lucha denodadamente en favor de la Cruz. Pero, por un malentendido, su esposa Elizabetha cree que ha muerto en la batalla y se suicida. Al regresar a su castillo y enterarse de lo sucedido, su dolor no tiene medida. A la pérdida de su queridísima esposa se une la consciencia de la condenación eterna de su alma, pues se ha suicidado, un pecado imperdonable entonces, en el siglo XV, para un cristiano. Pero el amor de Dracul por su esposa es tan inabarcable, que prefiere correr la misma suerte de su amada y condenarse él también, perder para siempre su alma, vagar por el tiempo hasta reencontrarse con ella. De ahí que atraviese con su espada la cruz, de la que brota un hontanar de sangre que no se detiene, inundándolo todo en una orgía sangrienta, señal ineluctable del pacto que ha sellado con las fuerzas del mal. Mina se parece extraordinariamente a Elizabetha. Ésta es la razón de que la persiga sin descanso. Es como si hubiese hallado a su amadísima esposa reencarnada en otra mujer. El mal y el bien, que en la novela están nítidamente separados, aquí se confunden y mezclan, pues al desear a Mina, al amarla, al querer poseerla para siempre, está Drácula propiciando su condenación eterna, la condenación de una joven pura e inocente. Pero no le importa. Ha visto en Mina a su antiguo amor, y eso le basta. El sacrificio al que está decidido someter a la muchacha es para él una liberación, el fin de sus tormentos, aunque sería difícil admitir que actuase guiado por un egoísmo mezquino, banal y prosaico. Es el amor el que lo impulsa. Esto es lo verdaderamente increíble y perturbador de la narración fílmica de Coppola. Ha imaginado una transgresión de la misma especie a que pertenecieron las transgresiones ideadas por Isidoro Ducasse y Georges Bataille. Es posible que la identificación del público con este Drácula de Coppola sea más factible en un espectador católico que en uno protestante. Y no sólo por la seducción que la idea de pecado tiene para un católico. También aquí es determinante la estética, una estética que no tiene nada que ver con los fondos blanquinegros de la novela de Stoker. La película de Coppola ofrece una estética emparentada con el Barroco de las Cortes católicas, esto es, opuesta a la del Barroco protestante y burgués del norte de Europa. Salvando, lógicamente, las distancias, estaríamos ante unas divergencias estéticas comparables a las de un Rubens, el Rubens de los grandes cuadros de altar que se conservan en Amberes o de Las tres Gracias del Prado, respecto del último Rembrandt. La película de Coppola presenta una estética rubeniana, plena de voluptuosa suntuosidad cromática, de un colorido lujurioso, exuberante, dirigido por entero al placer de los sentidos, a estimular todos los órganos sensitivos, como en la alegórica serie pictórica dedicada a los sentidos de Jan Brueghel de Velours del Museo del Prado.

Cuando el espectador ve a Drácula por vez primera en su residencia de Transilvania, queda literalmente deslumbrado. Si la metamorfosis operada por Murnau en su personaje se dirige al intelecto, a la mente, la de Coppola incide directamente sobre nuestros sentidos, poniéndolos en ebullición, pero especialmente el de la vista, que adquiere propiedades táctiles y gustativas, que se derrama por una atmósfera aterciopelada, increíblemente seductora. Repárese en los rapidísimos fotogramas, escasísimos segundos, en que el conde lame con su lengua la sangre adherida a la cuchilla de afeitar de Jonathan Harker, que se ha hecho un pequeño corte al rasurarse la barba. ¡Qué manera de restregar la lengua sin sufrir ninguna herida, dándole la vuelta a la cuchilla en un segundo para poder aprovechar cualquier resto de las dos caras de la hoja! Es la muestra visual, pero también intensamente pictórica, de esa enfermiza sed, del ansia patológica por entrar en contacto fisiológico con la sangre, que es lo único que le rejuvenece y otorga nuevas energías. El contraste agudo entre la blandura fofa de la carne maquillada de las mejillas y de los labios, una carne carente de vida, con la dureza metálica de la cuchilla de afeitar es particularmente repulsivo y atractivo a un tiempo. Pero, sobre todo, con qué destreza, con qué inaudita rapidez se desliza la lengua por las hojas, aprovechando la última molécula del preciado plasma. No quiero extenderme más. Sólo una postrera referencia pictórica, que corresponde a cuando descubren Van Helsing y sus amigos al conde en la habitación de Mina en el manicomio, transformándose de inmediato en una horrible criatura monstruosa que se adhiere al techo, iracundo y lleno de odio, por haber interrumpido los intrusos su contacto sexual con la joven. Hay aquí evocaciones muy claras a ciertos cuadros del pintor, dibujante y teórico suizo Johann Heinrich Füssli, especialmente a obras en las que aparecen súcubos e íncubos, como Pesadilla (1781), del Institute of Arts de Detroit, o El íncubo [53]1790-91), del Goethe-Museum de Frankfurt del Meno[54]que es una variación del anterior. El primero pertenece cronológicamente a esa época fascinante del Sturm und Drang y puede relacionarse indirectamente con la obra de visionarios prerrománticos como Piranesi, con su serie de las Carceri, o William Blake.

Málaga, 31 de enero de 2013, festividad de San Francisco Javier María Bianchi, nacido en Arpino en 1743, que se distinguió en el estudio de la literatura y de las ciencias.

*****

 

 

Autor:

Enrique Castaños

[1] Mis referencias a la de Cátedra corresponderán a la edición de 2010.

[2] Sigmund Freud, Psicoanálisis del arte, Madrid, Alianza, 1991, págs. 7-74.

[3] Kenneth Clark, Leonardo da Vinci, Madrid, Alianza, 1986, pág. 116.

[4] Los errores del dibujo que representa el coito, fueron detectados por primera vez, como indica Freud en la nota nº 14 de su ensayo, por el médico y psicoanalista austriaco Rudolf Reitler (1865-1917), en un artículo publicado en 1916-17.

[5] En Psicoanálisis del arte, págs. 213-231.

[6] Sobre esta cuestión ver mi ensayo El príncipe Mischkin de «El idiota» como arquetipo moral (noviembre de 2012), en http://www.telefonica.net/web2/enriquecastanos/dostoyevski_idiota.htm

[7] Wilhelm Jensen, Gradiva. Una fantasía pompeyana, Barcelona, La Tempestad, 2005.

[8] En Psicoanálisis del arte, págs. 105-199.

[9] Arnold Hauser, Introducción a la Historia del Arte, Madrid, Guadarrama, 1973, págs. 74-78.

[10] De este modo los escribe la traducción de Flora Casas en la edición de Anaya (Madrid, 1999), mientras que Molina Foix emplea en su traducción los topónimos Seret y Bistrita.

[11] Véase el primer tomo del legendario Gran Atlas Aguilar, de la editorial Aguilar, Madrid, 1969, págs. 54-55.

[12] Sobre estas cuestiones puede consultarse Erwin Iserloh, «La Reforma protestante» , en Hubert Jedin (dir.), Manual de Historia de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1986, tomo V, págs. 465-469.

[13] Maximilian Liebmann, «La Reforma en Inglaterra», en Josef Lenzenweger, Peter Stockmeier, Karl Amon y Rudolf Zinnhobler (directores), Historia de la Iglesia católica, Barcelona, Herder, 1989, pág. 442.

[14] Nikolaus Pevsner, Esquema de la arquitectura europea, Buenos Aires, Infinito, 1977, pág. 132.

[15] Tucídides, Guerra del Peloponeso, Barcelona, RBA, 2007, Libro VI, 2, 4-5, págs. 165-166 (la edición de RBA es una reproducción de la de la madrileña editorial Gredos, cuando ésta aún no había sido comprada ni absorbida por el grupo catalán, hecho que se produjo en marzo de 2006).

[16] En primer lugar, la Meyers Conversationslexikon, una extraordinaria enciclopedia alemana que empezó a publicarse en 1839 gracias a los desvelos de Joseph Meyer (1796-1856), y cuya cuarta edición, publicada en dieciséis volúmenes en Leipzig entre 1885-1892, puede consultarse íntegramente en internet. En segundo lugar, el libro de Pál Hunfalvy, Ethnographie Ungarns [«Etnografía de Hungría»], Leipzig, 1877 (la edición húngara, publicada en Budapest, es de 1876). Por último, el libro de Ferencz [Franz] Herbich, Sze´kelyfo¨ld fo¨ldtani e´s o?sle´nytani leira´sa [«Descripción geológica de la tierra de los szekler»], Budapest, Editorial Le´gra´dy Testve´rek, 1878 [el título en alemán es Das Széklerland, geologisch beschrieben].

[17] Sobre Erzsébet Báthory, pueden consultarse dos estudios muy conocidos: Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta, Buenos Aires, Aquarius, 1971; Valentine Penrose, La condesa sangrienta, Madrid, Siruela, 1996.

[18] Georges Bataille, Las lágrimas de Eros, Barcelona, Tusquets, 1981, págs. 173-174.

[19] Erwin Panofsky, Vida y arte de Alberto Durero, Madrid, Alianza, 1982, ilustración nº 62.

[20] José Manuel Matilla, Durero. Obras maestras de la Albertina, Madrid, Museo del Prado, 2005, págs. 112-113. El mencionado dibujo es la obra catalogada nº 14.

[21] E. T. A. Hoffmann, Vampirismo. El magnetizador. La aventura de la noche de San Silvestre, Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, 1985, pág. 10.

[22] Edgar Allan Poe, Cuentos, 1, Madrid, Alianza, 1999, págs. 294-302. Aunque no tenga mucho que ver con nuestro tema, el narrador del relato de Poe, llamado Egaeus, que es primo hermano de la espectral Berenice, afirma en el primer párrafo un pensamiento —«Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien…»— que puede ser puesto en relación con las absolutamente involuntarias pero catastróficas consecuencias del inocente y bendito modo de actuar del príncipe Mischkin de la novela El idiota de Dostoyevski, especialmente en lo que se refiere a su proceder con Nastasia Filíppovna.

[23] Robert Hugh Benson (1871-1914), sacerdote de la Iglesia anglicana desde 1895, se convirtió al catolicismo en 1903. Es autor, entre otros libros, de una novela fascinante y apocalíptica, una verdadera distopía, es decir, una utopía negativa. Se trata de El amo del mundo, Barcelona, Gustavo Gili, 1909 (publicada originalmente en inglés en 1907).

[24] En un primer momento, Lutero admite tres sacramentos, el Bautismo, la Penitencia y la Cena (es decir, la Eucaristía), pero pronto suprimirá la Penitencia, que, en realidad, queda ya definida como una actualización del Bautismo en el mismo escrito en el que comienza defendiendo la existencia de los tres mencionados sacramentos. Ese escrito teológico de Martín Lutero, quizás el más conocido de todos los suyos, es «La cautividad babilónica de la Iglesia», redactado en 1520, cuyo texto está incluido íntegramente en la edición de las Obras de Lutero preparada por Teófanes Egido (Salamanca, Sígueme, 2006, págs. 88-154, de las que deben consultarse para nuestro asunto especialmente las págs. 88, 94 y 111).

[25] La base metafísica de la doctrina medieval de la Transubstanciación, definida como doctrina de fe por el Concilio de Letrán de 1215, es la distinción entre la «sustancia» (la naturaleza esencial) y los «accidentes» (o modos exteriores y variables de su manifestación). Según esta doctrina, la «sustancia» del pan y del vino se convierten en Cuerpo y Sangre de Cristo, mientras que los «accidentes» conservan su apariencia de pan y de vino. He recogido estas aclaraciones del artículo dedicado a la «Transubstanciación» redactado por Samuel George Frederick Brandon para el Diccionario de religiones comparadas, Madrid, Cristiandad, 1975, tomo II, pág. 1414. Brandon (1907-1971), que fue Profesor en la Universidad de Manchester, es también el director de la magna publicación, llevada a cabo por un amplio y prestigioso elenco de especialistas.

[26] En su mencionado escrito teológico «La cautividad babilónica de la Iglesia», escribe Lutero: «Al comentar [Pierre d’Ailly, cardenal de Cambrai (1350-1420)] con gran agudeza el libro IV de las Sentencias [se refiere al libro dedicado a los sacramentos en los Libri quattuor sententiarum, del teólogo escolástico del siglo XII Pedro Lombardo], sostiene ser mucho más probable, y exigir menos milagros superfluos, la afirmación de que en el sacramento del altar persistiese el pan y el vino verdaderos y no sólo sus especies, a no ser que la Iglesia determinase lo contrario. Después de que me di cuenta de que la Iglesia que en realidad había determinado eso había sido la tomista (es decir, la aristotélica), mi audacia tomó aliento, y, viéndome entre Scila y Caribdis, mi conciencia se afirmó en la primera sentencia: que subsistían el pan y el vino verdaderos, sin que por ello disminuyesen ni se alterasen la carne y la sangre más que en esos accidentes que ellos aducen» (pág. 94 de la edición citada). En este pasaje está contenido, en efecto, el esbozo de la célebre doctrina de la Consubstanciación, que, como recuerda Teófanes Egido, lleva a Lutero a su violenta ruptura con Ulrich Zwinglio.

[27] Wilhelm Dilthey. Introducción a las ciencias del espíritu. Ensayo de una fundamentación del estudio de la sociedad y de la historia, Madrid, Alianza, 1986, págs. 52 y 57.

[28] Platón, «Fedón, o del alma», en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1979, págs. 616-617. La traducción es de Luis Gil Fernández, filólogo y helenista español nacido en Madrid en 1927.

[29] Ibídem, pág. 625.

[30] Johannes Hirschberger, Historia de la Filosofía, Barcelona, Herder, 1974, tomo I, pág. 305.

[31] Ibídem.

[32] San Agustín de Hipona, Obras (Sermones, 1º), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1981, tomo VII, Sermón XLIII, pág. 591.

[33] Étienne Gilson, La filosofía en la Edad Media, Madrid, Gredos, 2007, págs. 508-509.

[34] Maimónides, Guía de Perplejos, Madrid, Trotta, 2008, pág. 533.

[35] Puedo dar testimonio, pues he tenido oportunidad de corroborarlo a lo largo de muchos años, que hay personas adultas, estudiantes de bachillerato o de Universidad, incluso entradas en años, que permanecen impasibles, a las que nos les dicen absolutamente nada, por mucho que uno se esfuerce en explicarles su sentido estético y espiritual, obras como la Betsabé del Louvre de Rembrandt, o el Políptico de Isenheim de Matías Grünewald, o el simbolismo de la catedral gótica, o una composición abstracta de Kandinsky de 1911 o de 1912. Los mismo puede decirse de las grandes creaciones literarias o filosóficas. Sencillamente, esas personas no disponen en la constitución de su alma de elementos que les permitan alcanzar las realidades espirituales. Estas realidades les aburren, les son indiferentes o no les comunican nada. La experiencia también me ha demostrado que es inútil intentar cambiar este hecho. La constitución intrínseca del alma puede cultivarse, perfeccionarse, elevarse, pero no puede modificarse.

[36] No es significativo en el contexto del relato que una transfusión sanguínea hecha como se lleva a cabo varias veces en la novela, es decir, sin tener en cuenta el grupo sanguíneo del donante, puede matar al paciente. Véase la nota 120 de Molina Foix.

[37] El que fuera Profesor Emérito de Salud Mental de la Universidad de Bristol, en Inglaterra, el eminente psiquiatra británico Derek Russell Davis (1914-1993), es el autor del artículo dedicado al sonambulismo del que he extraído esas frases, artículo inserto en Richard Langton Gregory (ed.), Diccionario Oxford de la mente, Madrid, Alianza, 1995, pág. 1082. Sobre el tema específico del sonambulismo, puede consultarse el libro del también psiquiatra británico Ian Oswald, Sleep, Harmondsworth, 1980 (la edición original, impresa en la misma localidad del Gran Londres y en la editorial Penguin Books, es de 1966).

[38] Véase en el citado Diccionario Oxford de la mente el artículo «Historia del hipnotismo» (págs. 523-526), redactado por el neuropsicólogo británico Oliver Louis Zangwill (1913-1987), Profesor de Psicología Experimental de la Universidad de Cambridge. También Zangwill, en el mismo Diccionario, redacta otro brillante artículo sobre «Mesmerismo» (págs. 740-741). Ambos artículos están acompañados de una sucinta pero rigurosa bibliografía.

[39] En su notable síntesis «El psicoanálisis y el inconsciente» (incluida en el volumen La psicología moderna, Bilbao, Mensajero, 1971, págs. 304-343), Raymond de Becker informa al lector de que en 1842 el Dr. W. Squire Ward amputó a una paciente una pierna empleando únicamente la hipnosis como anestesia. El texto completo en el que se describe esta experiencia, Account of a case of successful amputation of the thigh, during the mesmeric state, without the knowledge of the patient (Londres, H. Baillière, 1842), escrito por el Dr. Ward junto con el Dr. William Topham, ambos del St. Bartholomew’s Hospital de Londres, está disponible en internet (se trata de la reproducción digital del volumen propiedad de la Biblioteca de la Universidad de Yale).

[40] Andrea de Guevara et Basoazabal, Institutionum elementarium philosophiae ad usum studiosae juventutis, Matriti, Ex Typographia Regia, 1832, tomus secundus, Logicam, ac Metaphysicam, pág. 131. Como puede apreciarse, está íntegramente escrito en latín y publicado en Madrid tres decenios después del fallecimiento del autor.

[41] Aristóteles, «Tópicos», en Obras, Madrid, Aguilar, 1977, pág. 425, 105a13. La traducción y la edición completa es del eximio Profesor de Filosofía, fallecido el 23 de febrero de 2000, Francisco de Paula Samaranch Kirner.

[42] Ibídem, pág. 511, 156a5.

[43] Werner Jeager, Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1983, pág. 425.

[44] W. K. C. Guthrie, Historia de la filosofía griega, Barcelona, RBA, 2010, tomo VI, págs. 199-215. También en este caso, la edición de RBA es una reproducción de la de la madrileña editorial Gredos.

[45] Cito por la Biblia de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1988. Las citas del texto bíblico serán siempre las de esta edición.

[46] «Cavó una fosa, recavó bien hondo, mas cae en el hoyo que él abrió; revierte su obra en su cabeza, su violencia en su cerviz recae» (Sal 7, 16-17). «Se hundieron los gentiles en la fosa que hicieron, en la red que ocultaron, su pie quedó prendido. Yahveh se ha dado a conocer, ha hecho justicia, el impío se ha enredado en la obra de sus manos» (Sal 9, 16-17). «Tendían ellos una red bajo mis pasos, mi alma se doblaba; una fosa cavaron ante mí, ¡cayeron ellos dentro!» (Sal 57, 7). «Caigan los impíos, cada uno en su red, mientras yo paso indemne» (Sal 141, 10). Las referencias a los posibles salmos a que alude Van Helsing son indicación de Flora Casas.

[47] Al comienzo del capítulo XIX, donde Jonathan Harker cuenta en su Diario cómo penetra el grupo por vez primera en la siniestra mansión de Carfax, el profesor Van Helsing, al cruzar el umbral, exclama santiguándose: «In manus tuas, Domine!», que son las mismas palabras de Cristo en la cruz antes de expirar: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc, 23, 46).

[48] Johann Joachim Winckelmann, Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2008, pág. 94. La primera edición del texto es de 1755. En diversas traducciones españolas de este conocido pasaje, el término alemán «stille», en vez de «callada» se traduce «serena», que quizá sea más acertado. Con todo, la traducción de Salvador Mas es impecable.

[49] Giulio Carlo Argan, El arte moderno, 1770-1970, Valencia, Fernando Torres, 1984, pág. 44.

[50] Roberto Paolella, Historia del cine mudo, Buenos Aires, Eudeba, 1967, pág. 322.

[51] Siegfried Kracauer. De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, Barcelona, Paidós, 1985, págs. 78-79.

[52] Es cierto que en la novela de Stoker hay una rapidísima aunque incontestable referencia a la capacidad de amar de Drácula, aseverada por el propio vampiro. Se trata de la contestación que da el conde, al final del capítulo IV, a las tres mujeres jóvenes que habitan el castillo y que quieren precipitarse antes de tiempo sobre Jonathan Harker, impidiéndoselo en ese momento Drácula, que simultáneamente les comunica que podrán disponer de su preciada víctima muy pronto. Ante la prohibición de que lo toquen todavía, una de las muchachas le replica a Drácula: «¡Tú nunca has amado! ¡Tú nunca amas!». La contestación del conde, «en un suave susurro», pudo oírla Jonathan: «Sí, yo también sé amar. Vosotras mismas lo sabéis por el pasado». Esta brevísima alusión ha sabido aprovecharla extraordinariamente bien el gran realizador estadounidense.

[53] Un íncubo es un demonio masculino en la creencia popular europea de la Edad Media. Al igual que su versión femenina, súcubo, busca tener relaciones sexuales con los humanos, en su caso con las mujeres. Las víctimas viven la experiencia como en un sueño, sin poder despertar de éste. El término significa «me acuesto sobre ti»; íncubo, del latín incubare, «yacer», «acostarse». De íncubos y de súcubos habla con gran autoridad Thomas Mann en su excelsa novela —quizás, junto con la diez años posterior Vida y destino de Vasili Grossman (1959), la última verdaderamente grande que se haya escrito en el mundo occidental— Doktor Faustus (Barcelona, Edhasa, 1978).

[54] Frederick Antal, Estudios sobre Fuseli, Madrid, Visor, 1989, págs. 135-138. Antal propone para el cuadro de Frankfurt también una fecha muy próxima a 1781.

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