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Vasijas y ladrones


    1. Los ladrones del pasado
    2. El "innoble arte" de huaquear

    "El pasado no tiene futuro a menos que estemos

    dispuestos a pagar por él".

    (Karl E. Meyer, El Saqueo del Pasado)

    "Todo sucumbe y al fin queda yerto.

    Que nadie diga, <No puede aquí pasar>".

    (Sófocles, Áyax)

    Se dice que el saqueo de tumbas es la segunda profesión más antigua de la historia, después de la prostitución; y que comparten tres instrumentos de disuasión: las leyes, la moral y los peligros físicos. Tanto en una como en otra, los castigos judiciales, la culpa y los riesgos de salir herido físicamente son un hecho. Aún así, los ladrones de tumbas y las cortesanas han conseguido vencer las trabas temporales, adaptándose a cada época y autojustificándose con argumentos que, ciertas veces, pueden sonar lógicos.

    El saqueo del pasado es una realidad que se ha dado, y se sigue dando, a nivel mundial. Países como Grecia, Turquía, Italia, Guatemala, India, México o Perú (por citar sólo algunos) han sufrido una permanente exportación ilegal de obras de arte y objetos arqueológicos; la mayoría de los cuales han terminado en las respetuosas vitrinas de los museos más importantes de Europa Occidental o Estados Unidos. Además, unos pocos miles de grandes coleccionistas privados, anticuarios y millonarios excéntricos, vienen incentivando (directa e indirectamente) excavaciones ilegales en desiertos, montañas y templos abandonados de todas las latitudes del planeta. Son la cúspide de un mercado negro y de una subcultura fascinante, poco estudiada y peligrosa.

    El comercio ilegal de arte precolombino se ha convertido en una especialidad en constante crecimiento, desde hace unos sesenta años. Floreciente y lucrativo, el mercadeo de tiestos, cerámicas, bronces y esculturas talladas en piedra, posee una atracción tal que es explicable no sólo por la belleza intrínseca de las piezas que se trafican, sino por una serie de factores que las han hecho tremendamente codiciadas.

     Uno de esos factores es el exotismo que suelen simbolizar. Una pieza de cerámica mochica, chancay o nazca , es muchas veces sinónimo de "lo misterioso", de "cultura perdida" o, incluso, de algo hoy muy de moda: "lo étnico". Por otra parte, la exploración de nuevos sitios, hasta hace muy poco tiempo inaccesibles y desconocidos, ha generado una nueva, barata y amplia oferta de objetos, a los que se puede tener acceso sin desembolsar grandes fortunas . Por último, sin por ello ser menos importante, el creciente aumento de inversores en el campo del arte ha alimentado el contrabando del que hablamos.

     Según señala Karl Meyer , los tiestos precolombinos suelen ser obras disponibles a coleccionistas de dos niveles: por un lado, existe un mercado popular de piezas de bajo precio; y por el otro, un mercado de alto nivel, dispuesto a pagar decenas de miles de dólares por objetos de alta calidad. Es esta democratización de acceso al arte americano lo que acelera y agiganta la salida de las piezas del país originario. Hoy se acepta que la mayor parte de los objetos de arte prehispánico, que se exhiben en el mundo, son producto del comercio ilegal.

    En síntesis, hay suculentas ganancias en el negocio de las antigüedades, lo que origina una larga cadena de relaciones y contactos, ascendentes y descendentes, que van desde el comprador más prestigioso (incluidos los museos), pasando por el traficante ( el intermediario) y llegando, finalmente, al ladrón de tumbas propiamente dicho. La puesta en funcionamiento de este mecanismo ilegal, plagado de latrocinio y soborno, contrabando e hipocresía, conocimiento y "buen gusto", configura una red inmensa que no respeta fronteras, clases sociales, legislaciones o controles aduaneros.

    LOS LADRONES DEL PASADO

    Criticados por los arqueólogos, débilmente denunciados por coleccionistas y curadores, o ineficientemente perseguidos por la policía, los ladrones de tumbas son plaga, en lo que antaño fueran territorios del Tahuantinsuyo (el gran Imperio de los Incas) .

    En el Perú y Bolivia se los conoce como huaqueros y sus actividades se desarrollan en todos los pisos ecológicos del área andina. No hay desierto, montaña o selva que no hayan sido visitados por estos conspicuos miembros de la red arriba nombrada; y constituyen el último escalón de un trafico de vasijas y piezas únicas, que ellos mismos extraen de la tierra. Tienen distintas denominaciones en diferentes partes del mundo. En Grecia son los tymborychoi; en Italia, los tombaroli; en la India, se los llama "idolrunners"; y en Guatemala y México, son los esteleros. Pero, no importa el nombre que les dé, todos ellos se dedican a lo mismo: saquean antiguas tumbas en búsqueda de ajuares funerarios, para luego venderlos, a muy bajo precio, a los ansiosos traficantes internacionales.

     Por lo general, los huaqueros desconocen el valor que tienen las piezas que encuentran. Por sólo unos pocos pesos se desprenden de ellas, ignorando los suculentos negocios que, más arriba en la escala, se realizan con las mismas. En el Perú, la tarea suele ser una empresa familiar, y a pesar de que existen huaqueros de tiempo completo, la mayoría busca enterramientos de un modo no sistemático, ni permanente. Las tareas agrícolas, que generalmente desempeñan, ayudan a que, de tanto en tanto (aunque esto es mucho más común de lo que se cree), un viejo tesoro precolombino aflore a la superficie, ante las personas menos indicadas.

    Las relaciones que ocasionalmente se entablan entre los investigadores y los ladrones de tumbas son un tanto "histéricas". Ambos grupos se conocen, se rechazan y se miran como competidores; aunque, por otro lado, son conscientes del provecho mutuo que se sacan unos a otros. La historia de los últimos cincuenta años muestra que, en muchas oportunidades, han sido los huaqueros los que dieron el puntapié inicial a un gran descubrimiento arqueológico; y los traficantes los que llamaron la atención sobre un estilo ignorado, despertando así el interés de los eruditos por una cultura aún no conocida.

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     Muchos investigadores (profesionales y amateurs) tienen como "informantes" a huaqueros; gente que conoce el terreno como la palma de su mano y que sabe "milagrosamente" dónde excavar. Generaciones de huaqueros pululan por Cusco, Trujillo, Nazca o Arequipa, ofreciendo vasijas, entregando datos muy jugosos o, simplemente, mostrando fotografías de cerámicas bellísimas, a las que etiquetan como "originales".

    Este último aspecto es un problema con el que deben lidiar los traficantes y coleccionistas de arte; y es la causa que ha impulsado a que muchos se convirtieran en verdaderos especialistas en el tema. Comprar una pieza falsa es un peligro que se corre a diario, máxime en un mundo tan competitivo y darwiniano como ese. Son asuntos de negocio y a nadie le gusta perder su dinero. Por este motivo es común que los grandes traficantes de arte precolombino sean, al mismo tiempo, buenos conocedores de las antiguas técnicas de fabricación y los mejores consultores sobre la autenticidad de una pieza.

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     En el Perú he tenido la oportunidad de conocer muchos "museos privados" (uno de ellos, en la ciudad de Trujillo, debajo de una estación de servicio) y mayúscula fue mi sorpresa al advertir que las piezas exhibidas eran de mejor calidad y estaban mejor conservadas que en los museos estatales. El anfitrión, un acaudalado hacendado, se despachó con maestría explicándome el alto valor de cada objeto y jactándose de poseer una de las pocas colecciones de arte erótico mochica del país (el resto está en museos del exterior). Pero si bien fue muy explícito a la hora de alardear sobre sus piezas, o desarrollar una pomposa explicación académica sobre la simbología y factura de las cerámicas, se volvió taciturno y vago cuando le pregunté sobre el origen de aquella colección. "Me la traen mis cholos (labriegos) del campo", respondió con sequedad y cambió de tema.

    ¿Cuánta información se perdió es esas excavaciones ilegales y sin método? Nunca lo sabremos. La destrucción de los contextos arqueológicos es un verdadero drama. Datos irremplazables quedan aplastados bajo la fuerza de los picos, palas y manos, dejando mudos los testimonios materiales que se encuentran. Pero en ocasiones, el azar ha querido que algunos huaqueros sientan miedo a sus competidores y denuncien sus hallazgos.

     A fines de la década de 1980, dos familias afincadas en el pueblo costero de Sipán (República del Perú) se trenzaron en una feroz batalla privada. Hubo golpes, tiros y un muerto. La causa del conflicto: veinte bolsas repletas de oro, extraídas de una tumba de origen moche, a la que habían ingresado cavando un largo túnel desde la superficie del desierto. La codicia despertó la violencia y uno de los ladrones, temiendo por su vida, hizo la denuncia. La policía local actuó de prisa y todos los huaqueros involucrados fueron apresados. Entonces, el jefe del destacamento llamó por teléfono al arqueólogo Walter Alba (director del Museo Larco Herrera) y le mostró el material que había recuperado. Eran las piezas de oro macizo más hermosas que Alba hubiera visto jamás (collares, brazaletes, pecheras, pendientes); los restos de un antiguo ajuar funerario, perteneciente a un alto dignatario moche. Esas piezas indicaban que por la zona se había mantenido, inviolada, una tumba precolombina. Algo sumamente extraordinario.

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    Alba no dejó pasar el tiempo y partió hacia el lugar del hallazgo.

    Pero la noticia del oro se había difundido y cientos de campesinos cavaban el desierto, destruyendo por completo el contexto arqueológico de las primeras piezas. La desilusión del científico fue enorme. Bajo sus botas yacía desparramado y destruido un yacimiento moche de incalculable valor histórico. Así todo, Alba insistió y levantó un campamento en el sitio, iniciando una excavación. Tres meses después, su esfuerzo y perseverancia fueron recompensados: la tumba de un hombre poderoso, enterrado allí hacía mil años, salió a la superficie. Era el soberano de un reino desconocido, inhumado al momento de su muerte con los servidores y objetos de poder que resaltaban su status. Era un "Gran Señor", hoy conocido mundialmente como El Señor de Sipán .

    Este ejemplo indica claramente que, teniendo la fortuna de averiguar en dónde actúan los huaqueros, es posible obtener buenos resultados antes de que los saqueadores destruyan por completo el sitio arqueológico, llevándose los objetos que se depositaron en él originariamente. Pero, como bien dijimos más arriba, situaciones como la planteada son la excepción y no la regla. Esto se conoce muy bien en Perú, y así me lo hizo saber un viejo avezado en el tema cuando, emulando involuntariamente a Martín Fierro, me dijo: "Hágase amigo del huaquero y sus beneficios serán importantes".

    Es muy posible que haya una gran cuota de verdad en esas palabras, aunque éticamente eso no convenza a muchos arqueólogos e historiadores profesionales…, al menos en público.

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    A la postre, el legado de los ladrones de tumbas es más de destrucción que de creación. Sus móviles son contrarios al conocimiento científico y, en la mayor parte de los casos, sus "descubrimientos" deben ser descartados (o puestos entre paréntesis) por carecer de las pruebas contextuales que enmarquen fehacientemente el lugar del hallazgo. Los sótanos de los museos están repletos de vasijas y cerámicas precolombinas descontextualizadas. Son objetos que no pueden decirnos gran cosa del pueblo que los hizo y, por lo tanto, sirven de poco. Excepto para los traficantes.

     En Cuzco, el nombre de Hiram Bingham es recordado con agradecimiento por historiadores, arqueólogos y operadores turísticos. Su gran descubrimiento de Machu Picchu, en junio de 1911, no sólo abrió un panorama de investigación inmenso respecto de la cultura incaica, sino que convirtió al antiguo Ombligo del Mundo en uno de los principales destinos turísticos del planeta. Pero, el buen nombre del extinto explorador norteamericano también ha recibido sus críticas.

    En más de una oportunidad he leído, y escuchado de boca de grandes estudiosos cusqueños, que el "bueno" de Bingham se hizo de un pequeño tesoro personal, sacando de contrabando importantes piezas arqueológicas, no declaradas en sus excavaciones; lo que, aparentemente, lo convertiría (como se dice por aquellas latitudes) en un "huaquero con título universitario" .

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     Esta lamentable realidad está extendida en casi todos los países, pero es en los más pobres en donde el saqueo de antigüedades se practica con mayor descaro.

    Las naciones subdesarrolladas no se interesan por su pasado; no hay fondos disponibles y el Estado, aunque se manifiesta en los discursos, orgulloso, agradecido y protector de sus raíces aborígenes, destina muy pocos fondos a la conservación y cuidado del mismo. Los presupuestos son ínfimos; los sueldos, a los especialistas, "de hambre" y el dinero destinado a la recuperación (compra) de bienes culturales, escaso. Lo que existe es más un interés simbólico y político por el pasado, que uno serio y académico.

    "Lo bello vale dinero", pero cuando éste escasea, y debe orientarse hacia áreas de mayor prioridad, vastos sectores quedan desprotegidos, alentándose así la corrupción.

    Al pasado se lo compra con moneda; y en una economía de mercado, en donde la ética está ausente y el más fuerte se devora al más débil, es el mejor postor el que se lleva los laureles…, y los objetos de arte.

    ¿Cómo competir con traficantes que ofrecen a los ladrones, dos, tres y hasta cuatro veces más dólares que los museos públicos latinoamericanos? ¿Cómo combatir el huaqueo, sin fondos, controles, ni voluntad política para frenarlo? ¿Qué país subdesarrollado puede tener en cada valle, cerro, desierto o selva, suficientes funcionarios honestos, para proteger el patrimonio histórico y arqueológico de la región? .

    Este es un problema que resulta difícil de revertir, y que tiene aristas muy agudas, que van mucho más allá del campo de la historia o la arqueología. Si la situación general en que se encuentra América Latina tiende a perdurar (y nada hace prever que la cosa cambie), no habrá leyes, acuerdos o discursos políticos que impidan la "Gran Migración" del arte precolombino hacia vitrinas más lujosas y mejor protegidas, a miles de kilómetros de distancia de las tumbas en las que vieron, subrepticiamente, la luz.

    EL "INNOBLE ARTE" DE HUAQUEAR

    Tanto en el desierto, en la montaña como en la selva, los huaqueros desempeñan su "arte" con maestría y sin culpa. Conocedores de los lugares apropiados, esperan las sombras de la noche para iniciar sus rituales de profanación.

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     En la costa del Perú aplican un método antiguo, barato y ampliamente conocido, por medio del cual, gente de lo más común, ayudan a sus economías de subsistencia vendiendo los ajuares funerarios que fueran propiedad de "Señores" y "Reyes" del pasado. Y lo hacen con el mayor descaro.

    Hace unos años, en la ciudad de Trujillo, tuve la oportunidad de conocer a varios de ellos; y después de largas charlas de "ablande" (chicha de por medio) me confesaron la técnica que utilizaban para encontrar "huacos" enterrados. Me dijeron que durante el día, mientras recorren el terreno con una vara metálica larga y resistente, van clavándola sistemáticamente en la arena, sondeando el subsuelo, hasta sentir que ésta se hunde sin esfuerzo, o advertir que algo cruje y se rompe debajo de la superficie. Esa es la señal esperada. Entonces, colocan algo que identifique el sitio (un "mojón") y se retiran, para regresar por la noche (o al alba) e iniciar la excavación clandestina.

    Este método, centenario y simple, está ampliamente difundido y son miles los "huacos" que se extraen periódicamente; muchos de los cuales tienen reservados, desde el principio, "pasajes de primera clase" para el exterior. El problema es que no sólo los terrenos de laboreo agrícola ofrecen vasijas precolombinas. Los yacimientos arqueológicos de imponentes ciudades aborígenes, como Chan-Chan (capital del antiguo Imperio Chimú), siguen siendo excavadas clandestinamente, destruyendo parte del Patrimonio Cultural que, en teoría, debería estar protegido.

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     Las ruinas de Chan-Chan, de casi 20 km. cuadrados de superficie, con sus palacios, plazas, murallas y viviendas populares, por entero hechas de barro, están siendo constantemente saqueadas; arrasando cimientos y haciendo desaparecer datos de vital importancia para la reconstrucción de esa sociedad precolombina. Incluso, la búsqueda de legendarios tesoros en el sitio, hace que en fechas determinadas del año se congreguen, guiados por cierta vocación mística, cientos de huaqueros a practicar sus hoyos .

    Las creencias populares aderezan el acto de huaquear, llegándolo a convertir en una verdadera ceremonia pagana.

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     Por lo general, en el imaginario popular, todo enterramiento tiene la posibilidad de venir acompañado con vasijas y oro. Es este codiciado metal el que ha generado una práctica que encuentra sus raíces en las antiguas sociedades andinas, y que consiste en darle a la Pachamama (a la Madre Tierra) un "pago", en reciprocidad por las riquezas que ésta le brinda a la gente. Estos "pagos" (los cuales se realizan por intermedio de chamanes, encargados de preparar los "despachos", o conjunto de productos que se ofrecen a la Tierra) deben estar listos para cuando alguien sale a huaquear.

    Según se comenta, cuando por la noche se ve arder una llama azulada sobre la ladera de un cerro, o en un claro de la selva, eso es señal de que en el sitio hay un "tapado", es decir, oro sepultado. Existen cientos de historias que hablan de personas que se hicieron ricas de la noche a la mañana por el sólo hecho de haber desenterrado un tesoro precolombino. Incluso se comenta que, en algunos casos, el "pago" se ha hecho con seres humanos. Inocentes cholos que han dejado sus vidas, contaminados por el misterioso "antimonio"; o literalmente sacrificados, al momento de desenterrar las riquezas.

    ¿A quién le pertenece el pasado?

    Aquí la controversia abarca tres opiniones bien diferentes y enfrentadas, que Karl Meyer ha sabido sintetizar perfectamente .

    Primero, está el punto de vista del coleccionista, que se ve a sí mismo como un salvador de antigüedades, a la vez que piensa en el futuro valor que sus "protegidas" piezas adquirirán en el mercado. Después está la opinión de los curadores de los grandes museos, que llegan a justificar cualquier medio dudoso de adquisición con tal de enriquecer "la sensibilidad de su pueblo". Finalmente, está la actitud de aquellos que consideran que los monumentos antiguos (y los tiestos lo son de alguna manera) constituyen parte indisoluble del patrimonio nacional de donde se encuentran.

    Tres posturas que aún se mantienen en fuerte y apasionado debate, y en el que cada una posee cierta cuota de razón. Pero, mientras los alegatos proliferan, el gran templo del pasado sigue siendo saqueado; desmoronándose y perdiendo una información que, como un libro que se quema a medida que se lee incorrectamente, no recuperaremos jamás.

     

    Por

    Fernando J. Soto Roland

    Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata y

    Director de la Expedición Vilcabamba 98.