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El licenciado Juan Méndez Nieto


    El licenciado Juan Méndez Nieto – Monografias.com

    El licenciado Juan Méndez Nieto

    Por el año de 1569 llega a Cartagena, La Heroica, el médico judío converso y por añadidura portugués don Juan Méndez Nieto, quien en palabras del Padre Tulio Aristizábal Giraldo S.J. "era solo un aventurero dándoselas de eminente doctor, embaucador y andariego jugador de naipes, que alternaba los tratamientos de fiebres cuartanas, con partidas de naipes, bebetas y algo de música, pues hasta músico era".

    Gran parte de la vida del ilustre doctor transcurrió entre amenazas y menosprecio debidos a su origen; y la injusta fama de charlatán que le endosaron sus "biógrafos" ha impedido que la Historia le conceda la importancia que merece su trasegar por la medicina colombiana de finales del siglo XVI.

    A pesar de que su familia judía había tenido que agachar la cabeza para recibir el bautismo, y de que había cursado estudios superiores de medicina en la Universidad de Salamanca y cumplido con todos los requisitos que exigían las leyes de la época, el Santo Oficio lo puso en la mira de sus cañones. Por eso tuvo que sobrevivir en una diáspora interminable. De todas partes tenía que salir a toda carrera.

    Estando en Toledo, tuvo que conseguirse un permiso de afán para viajar a las Indias, que le firmó, agradecido, el mismísimo Príncipe de Éboli, Ruy Gómez de Silva, a quien Méndez Nieto había curado de unas cuartanas. Viajó a Sevilla y allí permaneció todavía durante algún tiempo. Pero se enredó entre las intrigas de unas amigas a las que embrujó con los arpegios de su instrumento y con las seguidillas, trovas y madrigaletes de doble sentido con que el joven médico y músico las entretenía, pues a ellas les parecía sumamente excitante su voz ronquilla y ensoñadora.

    Las frívolas damas, que querían evitarle a su amigo otra fuga precipitada, lo persuadieron de casarse con la sobrina de una tal Marquesa de Villanueva, que "era pobre pero de lo mejor de Sevilla". Sin embargo, el casorio no evitó sino que terminó precipitando una nueva fuga. Aquella boda resultó toda una aventura de capa y espada.

    Un par de tíos de la Marquesa, que profesaban un odio bilioso por los conversos y por los músicos, se empeñaron en limpiar el honor familiar. Y, para evadir las dagas de los dos energúmenos parientes, nuestro licenciado y su novia, doña María Ponce de León (tal era el encopetado nombre de la dama), tuvieron que adelantar la consumación del casorio en alguna alcoba prestada para luego huir a toda prisa con sus tres siervos, todo el menaje y los libros del Licenciado, hacia las islas Canarias. Pero como allí el ambiente tampoco era muy saludable, al poco tiempo terminaron embarcándose rumbo a las Indias para buscar mejores aires y nuevas oportunidades. Llegaron a Santo Domingo en 1559.

    Una vez acomodados allí, y sin perder más tiempo, doña María comenzó a ejercer su incontenible fertilidad. En escasos ocho años le dio a su marido cinco hijos (tres mujeres y dos hombres). Pero, como siempre, Méndez Nieto comenzó a tener problemas derivados de celos profesionales de los médicos de la isla, quienes aparentemente no eran muy eficientes que digamos.

    El mismo Méndez retrata a dos de ellos en su autobiografía. A un tal doctor Pineda que era "tuerto y cojo y malagestado" y a un licenciado portugués llamado Antonio de Ulloa, que "tenía de locura todo lo que le faltaba de ciencia". Y, para completar, a nuestro prolífico doctor le llegó la oportuna prevención de que se fraguaban otra vez amenazas encapuchadas en su contra. En otras palabras, el Santo Oficio de Santo Domingo se aprestaba a desterrarlo y confiscarle sus bienes. Total, nuestra joven pareja de esposos y sus cinco muchachitos tuvieron que buscar otro entorno para continuar con sus aventuras.

    Tras cortas escalas en Riohacha y Santa Marta, la suerte terminó trayendo a la familia Méndez Nieto a Cartagena de Indias, en donde escaseaban los médicos graduados y la gente era menos timorata. Por lo menos los cartageneros no odiaban a los portugueses y en cierta forma toleraban a los conversos.

    Aunque las peripecias de su vida –que relató con lujo de detalles él mismo, siendo ya anciano-, tienen un gusto quizá demasiado condimentado y parecen adobadas con demasiados recuerdos fantásticos y quizás con algunas mentirillas, hay que recomendarle a quien desee degustar un poco más esos relatos leer el compendio de los Discursos Medicinales, que encontrará en el excelente trabajo de Del Castillo Mathieu.

    Méndez Nieto era, en efecto, todo un personaje. Poeta. Virtuoso del arpa y del cante jondo (antes de ser médico había recibido el grado de Bachiller en música y canto). Aunque aseguraba que su paladar no disfrutaba del vino, gustaba de las tertulias en las que prodigaba a los asistentes con su conversación divertida y jocunda, si bien algo pretenciosa.

    Su incuestionable respeto por sus pacientes no le impedía admirar de reojo la generosidad con la que algunas jóvenes damas exhibían sus oprimidos atributos. Además atesoraba cualidades profesionales notables. Sabía herborística, epidemiología, salud pública y hasta dermatología. Inauguró la ya interminable lista de cosmetólogos de la Heroica –como presagiando que ésta habría de llegar a ser la ciudad que convoca a las más hermosas mujeres de Colombia–, abriendo un consultorio para absolver las numerosas cuestiones que tanto entonces como ahora han agobiado a las damas.

    Según registran Camacho y Zabaleta –basándose también en sus Discursos Medicinales–, Méndez Nieto era especialista en tercianas y cuartanas, dolor de costado, hidropesía de pulmones, piedra de riñones, gota artética, cámara de sangre y la llamada histeria o mal de la madre. Y podemos agregar que dedicaba gran parte de sus conocimientos a una especialidad que desde entonces se hizo famosa en Cartagena: la urología. Especialidad que el polifacético licenciado ya había empezado a ejercer muchos años atrás en la península cuando, huyendo de unos asaltantes por los parajes del puerto de Arrebatacapas, cerca del célebre monasterio de Guadalupe, tuvo necesidad de atender y aliviar a un tabernero que sufría un ataque de mal de la piedra, con tan buena fortuna, que aquel paciente agradecido le pagó salvándolo de ser atracado por los malandrines.

    Como el mentado arriba "mal de la madre" puede suscitar interpretaciones erróneas, vale la pena citar la descripción que el propio Méndez Nieto escribe sobre este problema femenino, por lo demás muy común en todas las épocas. Méndez Nieto describe con meticulosa picardía el caso de una viuda dominicana que sufrió de la cruel enfermedad. "Se trataba de Doña Isabel de las Varas, de 30 años de edad, corpulenta, sanguínea y bien acomplisionada", quien poco tiempo después de enterrar a su marido había comenzado a presentar terribles sufrimientos, dolores y desmayos que llevaron a sus allegados a temer lo peor. Méndez Nieto, que era un excelente internista, le diagnosticó de inmediato el "mal de la madre". El cual, según él mismo señala, no era otra cosa que la "mucha abundancia de simiente que no era oportunamente evacuada por la falta del marido y terminaba pudriéndose".

    El buen doctor, que había sido formado, como ya dijimos, en la Universidad de Salamanca, en el más benemérito espíritu de la "infalible Escuela Galénica", de inmediato ordenó a su ayudante (un barbero sangrador), que le iniciara a la robusta viuda una serie de sangrías, "de ambos brazos y de la vena de adentro". Además, le recetó sahumerios de asafétida y muchas otras cosas. Pero la suculenta señora continuaba revolcándose y retorciéndose de la misteriosa fiebre del bajo vientre que la enloquecía. Entonces, Méndez le ordenó a una comadrona que andaba por ahí, que se embadurnara muy bien en aceite de ricino la mano derecha y "le introdujese a la enferma dos dedos por la boca de la madre, cuanto con ellos pudiese alcanzar, refregándole alrededor con fuerza para que le causase calor con el movimiento". Méndez Nieto sentencia con inmodestia típica de un internista contemporáneo: "fue esto de tanto efecto, que la hizo volver y cobrar pulso y a dar un grande suspiro y quejido con la boca bien abierta, pero quedó tan desmayada y dejativa que en más de una hora no podíamos hacerle tomar bebida (…)" No obstante, la enferma no se curaba. Nos cuenta el licenciado que la comadrona no podía interrumpir el sobijo porque la viuda inmediatamente recaía en terribles retorcijones y jeribeques. Para acortar la historia clínica de Doña Isabel de la Valera, en la cual Méndez Nieto se solaza prolijamente detallando síntomas y tratamientos, podemos concluir anotando que la terrible enfermedad de la pobre viuda no se curó sino hasta que ésta pudo conseguirse otro marido.

    Llegado a Cartagena, Méndez Nieto empezó a adquirir gran experiencia en otras enfermedades, y a perfeccionar la urología que como ya dije le era familiar. En La Heroica, desde esa época, han sido comunes las enfermedades de los riñones, de las vías urinarias y de sus vecinos de abajo los compañones. Tal vez por el clima ardiente, la copiosa sudoración y la deshidratación resultantes, o por el exceso de ácido úrico servido en las opulentas mesas de los ricos de aquel tiempo, los cálculos urinarios eran extraordinariamente frecuentes. Llamados "enfermedad de la piedra". Tales cálculos eran el sufrimiento de muchos.

    Eduardo Lemaitre, el notable historiador cartagenero, de cuya seriedad caribeña no se puede dudar, refrenda la descripción detallada de la técnica poco ortodoxa del doctor Méndez Nieto para desatascar la uretra de un paciente aquejado del mal de la piedra. El sujeto –dice Lemaitre– sudoroso y transparente de dolor, gritaba cada vez que el cólico lo atacaba. Méndez Nieto –una vez hubo examinado al paciente, pregonado el diagnóstico y pronunciado unos cuantos latinajos–, ordenó a su ayudante lubricar muy bien el meato del órgano genitourinario del pobre sujeto con aceite de tiburón, sujetárselo con las dos manos, introducirse la boquilla entre los labios como si fuese una gaita "cabezaecera" de San Jacinto y luego soplar con toda la fuerza de sus pulmones.

    La expulsión fue violenta. Cual cañonazo, un enorme cálculo pegó contra la pared interior del dilatado zurrón vesical. El paciente exhaló un agradecido suspiro de alivio, el ayudante escupió con asco porque odiaba el aceite de tiburón, y el conducto, por fin liberado del tapón, permitió la evacuación inmediata de varias tinajas de orina fermentada.

    Méndez Nieto también se hizo famoso en Cartagena de Indias por haberse convertido en el mayor experto en tratar otra dolorosa enfermedad que agobiaba con sevicia a los cartageneros. La hinchazón del escroto. En aquella época se la denominaba "el mal de la potra". En su forma cartagenera tradicional era una tumefacción lenta e indolora del escroto, ocasionada por la acumulación paulatina e incontrolable de líquido linfático, que llegaba a hinchar una o ambas bolsas hasta hacerlas parecer zurrones a punto de reventar. Por el aspecto exterior y su volumen estrafalario se le llama actualmente elefantiasis testicular, pero para alivio de las nuevas generaciones ya no es frecuente en nuestra bella ciudad, por lo menos en su forma parasitaria.

    Como puede imaginarse, tan enorme tumoración producía una gran incomodidad para caminar. Dicen los nativos de otra ciudad portuaria cercana de Cartagena, asentada en la desembocadura de un histórico río, que de esa incomodidad surgió la costumbre de los cartageneros de deambular con su "tumbao" inconfundible, de acomodarse los genitales a cada rato y de descansar poniendo las manos sobre las paredes. A veces el peso y el volumen de la potra llegaban a ser tan descomunales que el pobre paciente tenía que ser transportado en andas por cuatro de sus esclavos: dos para cargarlo a él y dos para sostenerle los cipotudos cojones. Pero Méndez Nieto –después de analizar todas las alternativas– descubrió el secreto del origen de las hiperbólicas bolsas de deslucían el aspecto de los varones de tan hermosa ciudad. El perspicaz licenciado descubrió que no era cierto que el tamaño de las gónadas fuese directamente proporcional a la secular intrepidez de los cartageneros, como alardeaban algunos, ni tampoco que fuera la responsable de esa fertilidad exuberante que les permite procrear hasta media docena de peladitos por año. Su causa no era otra que un parásito diminuto en forma de lombriz, que se localizaba en el drenaje de los testículos, obstruyendo el retorno del líquido linfático, el cual terminaba acumulándose entre las bolsas escrotales hasta que éstas llegaban a hincharse en proporción inimaginable. Claro que Méndez Nieto nunca pensó en Wuchereria bancrofti ni en cosa por el estilo, que nadie se imaginaba que pudiera existir. Pensó –con gran sentido epidemiológico del problema–que tal vez la potra tenía que ver con las ciénagas y pantanales que rodeaban la ciudad, puesto que no la había observado en pacientes de otros lugares en donde había trabajado. Y conociendo de las propiedades antiparasitarias de las aguas de Turbaco, que había estudiado concienzudamente, conjeturó que si enjuagaba los huevos abombados y amoratados de los potrosos con agua de las cristalinas fuentes de la vecina localidad, los pobres enfermos seguramente iban a curarse, o en el peor de los casos se aliviarían. Pero Méndez Nieto no alcanzó a columbrar que de poseer alguna propiedad antiparasitaria las fuentes cristalinas de Turbaco, se manifestaría bebiendo de sus aguas y no sumergiendo en ellas las bolsas gigantescas del pobre paciente.

    Un paciente notable, aquejado por mucho tiempo de este problemita fue don Martín de las Alas, Gobernador de Cartagena durante el lapso 1567-1570. Parece que el Gobernador, enterado de que el inefable judío converso –quien a la sazón estaba preso como consecuencia de malévolas habladurías difundidas por algunos envidiosos–, poseía indiscutibles conocimientos de cómo tratar el "mal de la Potra", decidió ordenar que lo liberasen de grillos y cadenas. El Alcalde pensaba en que esta forma de pagarle al Licenciado los honorarios por adelantado quizás le resultaría beneficiosa, haciendo que el famoso doctor accediera con gusto a tratarle la enfermedad. Don Martín no tuvo necesidad de describirle al Licenciado las características de su dolencia, pues eran evidentes.

    Parece que nuestro pícaro doctor decidió actuar como usualmente actúan algunos facultativos, y le dijo al Gobernador: –el problema es mayúsculo, su Señoría"—y agregó–: si vuesa merced se digna autorizarlo, convocaré a una junta médica–. Naturalmente, nadie fue capaz de proponer un tratamiento para reducir el tamaño de aquel escroto a punto de reventar. Méndez aprovechó la ocasión para ensayar sus inéditas teorías, e hizo trasladar al potroso gobernador a Turbaco para que hiciese con todo rigor su novedoso tratamiento de abluciones testiculares. Pero, para mayor seguridad, le recomendó que bebiera una infusión de un trisito de anís disuelto en unas cuantas tinajas del agua fresca. De la que corría espumoseando por entre unos matorrales. Parece ser que las inconmensurables bolsas de Don Martín se aflojaron un poco y empezaron a retomar su aspecto arrugadito. Así fue como Méndez Nieto confirmó su teoría de que el problema de Don Martín y de otros muchos cartageneros se originaba en que bebían agua de los aljibes, o tal vez que eran picados por insectos contaminados, y no como dicen por ahí, sin mayor vergüenza, que la Potra se debía a fiebres cuartanas mal tratadas.

    No he logrado saber si Méndez Nieto curó al Gobernador o si por el contrario, cuando San Luis Beltrán le administró a este último los santos sacramentos años después, estando ya el potroso ex alcalde con una pata en el otro mundo, todavía tenía que abrir de par en par el compás de sus piernas para acomodar la inmensa tumoración, lo cual también hubiese sido un gran problema al momento de acomodar a don Martín con todo su bagaje en el ataúd.

    Pero, si bien es cierto que el inefable doctor Méndez Nieto pudo ser, y en efecto parece haber sido, un simpático gocetas dueño de supuestas costras execrables que le acarrearon eterna enemistad con la clerecía, a la vez era admirado en todas las clases sociales por su simpatía y buen ojo clínico. Este último atributo despertó la envidia de sus colegas y hasta los celos profesionales de las mulatas de Getsemaní, las cuales sí ejercían con cierta propiedad. Ya pasado el tiempo, y leyendo con tranquilidad sus sesudas observaciones, debemos ser justos y amnistiar a nuestro simpático licenciado de muchos de sus pecados. No importa que incluso se hubiese dado el lujo de atender una consulta para señoritas chic de la época, ni que se hubiera salvado –gracias a la influencia del alcalde– de ser tostado en la hoguera tras ser pillado yaciendo con una turca casada (terrible impiedad sólo imaginable en un portugués, que de encime era judío converso).

    En primer lugar, hay que reconocerle sus significativos aportes como narrador. Sus Discursos Medicinales, cuya publicación tuvo que costear de su propio bolsillo en España, es una obra muy interesante y ofrece agudas observaciones de medicina clínica y natural.

    Dice Luis Granjel: "Los Discursos medicinales son una fuente muy peculiar de la Historia de la Medicina española del siglo XVI. La obra es al mismo tiempo una autobiografía que combina los hechos reales, las verdades a medias y las fantasías más novelescas, y una amplia colección de historias clínicas de casos procedentes de la larga experiencia profesional de su autor. Méndez Nieto los redactó en Cartagena de Indias cuando tenía cerca de ochenta años".

    Pero, además, leyendo el concienzudo análisis sobre la verdadera influencia que Méndez Nieto ejerció como mediador cultural entre la novedosa terapéutica que aprendió en el Nuevo Reino y la anquilosada medicina galénica de la península, escrito por la historiadora Martha Lux Martelo, es evidente que la presencia de este médico portugués en Cartagena y alrededores fue indudablemente benéfica, especialmente por sus conocimientos clínicos y epidemiológicos, y por comprender y aplicar la medicina preventiva, pues por lo menos intentó prevenir el paludismo achacando su origen a los pantanos y ciénagas que rodean a Cartagena.

    Fue también de gran valor su colaboración en la organización de los hospitales. Asistió a pacientes en el San Sebastián y en el dispensario para menesterosos que sostenían los Juánicos en Getsemaní. Hasta leprosos y arrabiados atendió en el San Lázaro. Su inusual dedicación por toda clase de enfermos, incluso por indígenas y esclavos purifica su estatus de "cristiano nuevo" por encima del elitista ejercicio de la profesión de algunos de sus colegas de Cartagena ("cristianos de nacimiento"), que ni por equivocación se dignaban atender a los indios y muchísimo menos a los negros.

    Por todo lo anterior debemos restaurar la imagen y reivindicar el ejercicio profesional del licenciado Juan Méndez Nieto, como ya lo hizo nuestro gran maestro de Aracataca cuando nos revela que Méndez Nieto fue el maestro del doctor Abrenuncio de Sa Pereira Cao, el médico esclarecido que atendía a los leprosos y enrabiados de todos los estratos sociales de la Cartagena de Del amor y otros demonios.

    Las observaciones de Méndez Nieto no resultaban únicamente de la lectura de las grandes obras de medicina de la época. Pues, si de algo adolecía esa medicina, era precisamente de no sustentarse en la práctica. "De no sustentarse en la evidencia" se diría hoy. El éxito de Méndez Nieto radicaba sencillamente en que sus conocimientos eran el resultado de sus sesudas observaciones.

     

     

    Autor:

    Hernán Torres Iregui