Indice1. Introducción 2. Investigación sobre el conocimiento humano, sección IV 3. Investigación sobre los principios de la moral, apéndice I
David Hume nació en Edimburgo en el seno de una familia acomodada el año 1711 y murió en esta misma ciudad en 1766. Su vida transcurrió entre Edimburgo, París y Londres. En vez de seguir el estudio de las leyes, a lo que le orientaba la tradición familiar, quiso probar fortuna en el comercio, pero sin mucho éxito, lo cual le llevó a abandonarlo pronto. Tras un período de intensa dedicación a la lectura, en 1726, durante una estancia de varios años en Francia, escribió su obra más importante, el Tratado sobre la naturaleza humana, que no sería publicado hasta el año 1740 en Londres. Esta obra no tuvo el reconocimiento que esperaba. Hume tuvo que atraerse la atención del público por medio de una serie de ensayos menores, antes de encontrar alguna consideración. Posteriormente, decidió reelaborar los temas y problemas del Tratado y así, en 1748 publicó la Investigación sobre el conocimiento humano (que refunde la primera parte de su primera obra), y en 1751 sacó a la luz la Investigación sobre los principios de la moral (en la que se vuelven a tratar los temas del libro tercero del Tratado). Tras aspirar por dos veces, de forma infructuosa, a un cargo académico, aceptó un puesto como bibliotecario en Edimburgo, donde escribió una Historia de Inglaterra que le haría rico y famoso. Más tarde, como secretario de legación, vivió en París varios años, y allí entró en contacto con varios pensadores franceses, como Rousseau. Ocupó luego un alto cargo en el gobierno inglés, en Londres, pero pronto se cansó de la vida pública y se retiró a Edimburgo, donde pasó los últimos años de su vida, hasta su muerte, ocurrida en 1776, rodeado de sus amigos y seguidores. Hume llevó el empirismo de Locke hasta sus últimas consecuencias. Según Hume, el conocimiento humano se compone de impresiones sensibles y de ideas, que se forman a partir de los datos de los sentidos. No podemos ir, pues, más allá de lo que nos aportan los sentidos, y la existencia y verdad de las ideas resultan injustificables para nosotros. El propio Hume reconoció que este análisis del conocimiento lleva inevitablemente al escepticismo. Además, su filosofía desemboca en un emotivismo moral, dado que de las proposiciones o verdades de hecho no pueden deducirse los mandatos o recomendaciones morales. En definitiva, los valores y las normas morales se basan únicamente en el sentimiento y no en la razón. El primer texto de lectura y comentario propuesto en el programa es la sección IV de la Investigación sobre el conocimiento humano. En esta sección se estudian las verdades de hecho y nuestro conocimiento de las mismas. El segundo fragmento que propone el programa de Madrid es el apéndice I de la Investigación sobre los principios de la moral, en el que Hume defiende su tesis de que la razón no puede fundar el juicio moral, por lo que los valores morales sólo se basan en el sentimiento.
2. Investigación sobre el conocimiento humano, sección IV
Parte 1 Dudas escépticas acerca de las operaciones del entendimiento Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden, naturalmente, dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas y cuestiones de hecho; a la primera clase pertenecen las ciencias de la Geometría, Álgebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre estas partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta expresa una relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del universo. Aunque jamás hubiera habido un círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostradas por Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia. No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana. En vano, pues, intentaríamos demostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría una contradicción y jamás podría ser concebida distintamente por la mente. Puede ser, por tanto, un tema digno de curiosidad investigar de qué naturaleza es la evidencia que nos asegura cualquier existencia real y cuestión de hecho, más allá del testimonio actual de los sentidos, o de los registros de nuestra memoria. Esta parte de la filosofía, como se puede observar, ha sido poco cultivada por los antiguos y por los modernos y, por tanto, todas nuestras dudas y errores, al realizar una investigación tan importante, pueden ser aún más excusables, en vista de que caminamos por senderos tan difíciles sin guía ni dirección alguna. Incluso pueden resultar útiles, por excitar la curiosidad o destruir aquella seguridad y fe implícitas que son la ruina de todo razonamiento e investigación libre. El descubrimiento de defectos, si los hubiera, en la filosofía común, no resultaría, supongo, descorazonador, sino más bien una incitación, como es habitual, a intentar algo más completo y satisfactorio que lo que hasta ahora se ha presentado al público. Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan sólo por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos. Si se le preguntara a alguien por qué cree en una cuestión de hecho cualquiera que no esté presente —por ejemplo, que su amigo está en el campo o en Francia—, daría una razón, y ésta sería algún otro hecho, como una carta recibida de él, o el conocimiento de sus propósitos y promesas previos. Un hombre que encontrase un reloj o cualquier otra máquina en una isla desierta sacaría la conclusión de que, en alguna ocasión, hubo un hombre en aquella isla. Todos nuestros razonamientos acerca de los hechos son de la misma naturaleza. Y en ellos se supone constantemente que hay una conexión entre el hecho presente y el que se infiere de él. Si no hubiera nada que los uniera, la inferencia sería totalmente precaria. Oír una voz articulada y una conversación racional en la oscuridad, nos asegura la presencia de alguien. ¿Por qué? Porque éstas son efectos de producción y fabricación humanas, estrechamente conectados con ellas. Si analizamos todos los demás razonamientos de esta índole, encontraremos que están fundados en la relación causa-efecto, y que esta relación es próxima o remota, directa o colateral. El calor y la luz son efectos colaterales del fuego y uno de los efectos puede acertadamente inferirse del otro. Así pues, si quisiéramos llegar a una conclusión satisfactoria en cuanto a la naturaleza de aquella evidencia que nos asegura de las cuestiones de hecho, nos hemos de preguntar cómo llegamos al conocimiento de la causa y del efecto. Me permitiré afirmar, como proposición general que no admite excepción, que el conocimiento de esta relación en ningún caso se alcanza por razonamientos a priori, sino que surge enteramente de la experiencia, cuando encontramos que objetos particulares cualesquiera están constantemente unidos entre sí. Preséntese un objeto a un hombre muy bien dotado de razón y luces naturales. Si este objeto le fuera enteramente nuevo, no sería capaz, ni por el más meticuloso estudio de sus cualidades sensibles, de describir cualquiera de sus causas o efectos. Adán, aun en el caso de que le concediésemos facultades racionales totalmente desarrolladas desde su nacimiento, no habría podido inferir de la fluidez y transparencia del agua, que le podría ahogar, o de la luz y el calor del fuego, que le podría consumir. Ningún objeto revela por las cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que lo produjeron, ni los efectos que surgen de él, ni puede nuestra razón, sin la asistencia de la experiencia, sacar inferencia alguna de la existencia real y de las cuestiones de hecho. La siguiente proposición: las causas y efectos no pueden descubrirse por la razón, sino por la experiencia, se admitirá sin dificultad con respecto a los objetos que recordamos habernos sido alguna vez totalmente desconocidos, puesto que necesariamente somos conscientes de la manifiesta incapacidad en la que estábamos sumidos en ese momento para predecir lo que surgiría de ellos. Si presentamos a un hombre, que no tiene conocimiento alguno de filosofía natural, dos piezas de mármol pulido, nunca descubrirá que se adhieren de tal forma que para separarlas es necesaria una gran fuerza rectilínea, mientras que ofrecen muy poca resistencia a una presión lateral. No hay dificultad en admitir que los sucesos que tienen poca semejanza con el curso normal de la naturaleza son conocidos sólo por la experiencia. Nadie se imagina que la explosión de la pólvora o la atracción de un imán podrían descubrirse por medio de argumentos a priori. De manera semejante, cuando suponemos que un efecto depende de un mecanismo intrincado o de una estructura de partes desconocidas, no tenemos reparo en atribuir todo nuestro conocimiento de él a la experiencia. ¿Quién asegurará que puede dar la razón última de que la leche y el pan sean alimentos adecuados para el hombre, pero no para un león o un tigre?
Pero, a primera vista, quizá parezca que esta verdad no tiene la misma evidencia cuando concierne a los acontecimientos que nos son familiares desde nuestra presencia en el mundo, que tienen una semejanza estrecha con el curso entero de la naturaleza, y que se supone dependen de las cualidades simples de los objetos, carentes de una estructuración en partes que nos sea desconocida. Tendemos a imaginar que podríamos descubrir estos efectos por la mera operación de nuestra razón, sin acudir a la experiencia. Nos imaginamos que si de improviso nos encontráramos en este mundo, podríamos desde el primer momento inferir que una bola de billar comunica su moción a otra al impulsarla, y que no tendríamos que esperar el suceso para pronunciarnos con certeza acerca de él. Tal es el influjo del hábito que, donde es más fuerte, además de compensar nuestra ignorancia, incluso se oculta y parece no darse meramente porque se da en grado sumo. Pero, para convencernos de que todas las leyes de la naturaleza y todas las operaciones de los cuerpos, sin excepción, son conocidas sólo por la experiencia, quizá sean suficientes las siguientes reflexiones: si se nos presentara un objeto cualquiera, y tuviéramos que pronunciarnos acerca del efecto que resultará de él, sin consultar observaciones previas, ¿de qué manera, pregunto, habría de proceder la mente en esta operación? Habría de inventar o imaginar algún acontecimiento que pudiera considerar como el efecto de dicho objeto. Y es claro que esta invención ha de ser totalmente arbitraria. La mente nunca puede encontrar el efecto en la supuesta causa por el escrutinio o examen más riguroso, pues el efecto es totalmente distinto a la causa y, en consecuencia, no puede ser descubierto en él. El movimiento , en la segunda bola de billar, es un suceso totalmente distinto del movimiento en la primera. Tampoco hay nada en el uno que pueda ser el más mínimo indicio del otro. Una piedra o un trozo de metal, que ha sido alzado y privado de apoyo, cae inmediatamente. Pero, considerando la cuestión apriorísticamente, ¿hay algo que podamos descubrir en esta situación, que pueda dar origen a la idea de un movimiento descendente más que ascendente o cualquier otro movimiento en la piedra o en el metal? Y, como en todas las operaciones de la naturaleza, la invención o la representación imaginativa iniciales de un determinado efecto son arbitrarias, mientras no consultemos la experiencia; de la misma forma también hemos de estimar el supuesto enlace o conexión entre causa y efecto, que los une y hace imposible que cualquier otro efecto pueda resultar de la operación de aquella causa. Cuando veo, por ejemplo, que una bola de billar se mueve en línea recta hacia otra, incluso en el supuesto de que la moción en la segunda bola me fuera accidentalmente sugerida como el resultado de un contacto o de un impulso, ¿no puedo concebir que otros cien acontecimientos distintos podrían haberse seguido igualmente de aquella causa? ¿No podrían haberse quedado quietas ambas bolas? ¿No podría la primera bola volver en línea recta a su punto de arranque o rebotar sobre la segunda en cualquier línea o dirección ? Todas esas suposiciones son congruentes y concebibles. ¿Por qué, entonces, hemos de dar preferencia a una, que no es más congruente y concebible que las demás? Ninguno de nuestros razonamientos a priori nos podrá jamás mostrar fundamento alguno para esta preferencia. En una palabra, pues, todo efecto es un suceso distinto de su causa. No podría, por tanto, descubrirse en su causa, y su hallazgo inicial o representación a priori han de ser enteramente arbitrarios. E incluso después de haber sido sugerida su conjunción con la causa, ha de parecer igualmente arbitraria, puesto que siempre hay muchos otros efectos que han de parecer totalmente congruentes y naturales a la razón. En vano, pues, intentaríamos determinar cualquier acontecimiento singular, o inferir cualquier causa o efecto, sin la asistencia de la observación y de la experiencia. Con esto podemos descubrir la razón por la que ningún filósofo, que sea razonable y modesto, ha intentado mostrar la causa última de cualquier operación natural o exponer con claridad la acción de la fuerza que produce cualquier efecto singular en el universo . Se reconoce que el mayor esfuerzo de la razón humana consiste en reducir los principios productivos de los fenómenos naturales a una mayor simplicidad, y los muchos efectos particulares a unos pocos generales por medio de razonamientos apoyados en la analogía, la experiencia y la observación . Pero, en lo que concierne a las causas de estas causas generales, vanamente intentaríamos su descubrimiento, ni podremos satisfacernos jamás con cualquier explicación particular de ellas. Estas fuentes y principios últimos están totalmente vedados a la curiosidad e investigación humanas. Elasticidad , gravedad, cohesión de partes y comunicación del movimiento mediante el impulso: éstas son probablemente las causas y principios últimos que podremos llegar a descubrir en la naturaleza. Y nos podemos considerar suficientemente afortunados si somos capaces, mediante la investigación meticulosa y el razonamiento, de elevar los fenómenos naturales hasta estos principios generales, o aproximarnos a ellos. La más perfecta filosofía de corte natural sólo despeja un poco nuestra ignorancia, así como quizás la más perfecta filosofía de tipo moral o metafísico sólo sirve para poner ésta al descubierto en proporciones mayores. De esta manera, la constatación de la ceguera y debilidad humanas es el resultado de toda filosofía, y nos encontramos con ellas a cada paso, a pesar de nuestros esfuerzos por eludirlas o evitarlas. Tampoco la geometría , cuando se la toma como auxiliar de la filosofía natural, es capaz de remediar este defecto o de conducirnos al conocimiento de las causas últimas mediante aquella precisión en el razonamiento por la que, con justicia , se la celebra. Todas las ramas de la matemática aplicada operan sobre el supuesto de que determinadas leyes son establecidas por la naturaleza en sus operaciones, y se emplean razonamientos abstractos, bien para asistir a la experiencia en el descubrimiento de estas leyes, bien para determinar su influjo en aquellos casos particulares en que depende de un grado determinado de distancia y cantidad. Así, es una ley del movimiento, descubierta por la experiencia, que el ímpetu o fuerza de un móvil es la razón compuesta o proporción de su masa y velocidad ; y, por consiguiente, que una fuerza pequeña puede desplazar el mayor obstáculo o levantar el mayor peso si, por cualquier invención o instrumento, podemos aumentar la velocidad de aquella fuerza, de modo que supere la contraria. La Geometría nos asiste en la aplicación de esta ley , al darnos las medidas precisas de todas las partes y figuras que pueden componer cualquier clase de máquina, pero, de todas formas, el descubrimiento de la ley misma se debe solamente a la experiencia, y todos los pensamientos abstractos del mundo jamás nos podrán acercar un paso más a su conocimiento. Cuando razonamos a priori y consideramos meramente un objeto o causa, tal como aparece en la mente, independientemente de cualquier observación, nunca puede sugerirnos la noción de un objeto distinto, como lo es su efecto, ni mucho menos mostrarnos una conexión inseparable e inviolable entre ellos. Muy sagaz tendría que ser un hombre para poder descubrir, mediante razonamiento, que el cristal es el efecto del calor, y el hielo del frío, sin conocer previamente el modo en que operan estas cualidades.
Parte 2 Pero aún no estamos suficientemente satisfechos respecto a la primera pregunta planteada. Cada solución da pie a una nueva pregunta, tan difícil como la precedente, y que nos conduce a investigaciones ulteriores. Cuando se pregunta: ¿Cuál es la naturaleza de nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho?, la contestación correcta parece ser: están fundados en la relación causa-efecto. Cuando, de nuevo, se pregunta: ¿Cuál es el fundamento de todos nuestros razonamientos y conclusiones acerca de esta relación?, se puede contestar con una palabra: la experiencia. Pero si proseguimos en nuestra actitud escudriñadora y preguntamos: ¿Cuál es el fundamento de todas las conclusiones de la experiencia?, esto implica una nueva pregunta, que puede ser más difícil de resolver y explicar. Los filósofos que se dan aires de sabiduría y suficiencia superiores tienen una dura tarea cuando se enfrentan con personas de disposición inquisitiva, que los desalojan de todas las posiciones en que se refugian, y que con toda seguridad los conducirán finalmente a un dilema peligroso. El mejor modo de evitar esta confusión es ser modestos en nuestras pretensiones, e incluso descubrir la dificultad antes de que nos sea presentada como objeción. Así podremos convertir de algún modo nuestra ignorancia en una especie de virtud. Me contentaré, en esta sección, con una tarea fácil, pretendiendo sólo dar una contestación negativa al problema aquí planteado. Digo, entonces, que, incluso después de haber tenido experiencia de las operaciones de causa y efecto, nuestras conclusiones, realizadas a partir de esta experiencia, no están fundadas en el razonamiento o en proceso alguno del entendimiento. Esta solución la debemos explicar y defender. Sin duda alguna, se ha de aceptar que la naturaleza nos ha tenido a gran distancia de todos sus secretos y nos ha proporcionado sólo el conocimiento de algunas cualidades superficiales de los objetos, mientras que nos oculta los poderes y principios de los que depende totalmente el influjo de estos objetos. Nuestros sentidos nos comunican el color, peso, consistencia del pan, pero ni los sentidos ni la razón pueden informarnos de las propiedades que le hacen adecuado como alimento y sostén del cuerpo humano. La vista o el tacto proporcionan cierta idea del movimiento actual de los cuerpos; pero en lo que respecta a aquella maravillosa fuerza o poder que puede mantener a un cuerpo indefinidamente en movimiento local continuo, y que los cuerpos jamás pierden más que cuando la comunican a otros, de ésta no podemos formarnos ni la más remota idea. Pero, a pesar de esta ignorancia de los poderes y principios naturales, siempre suponemos, cuando vemos cualidades sensibles iguales, que tienen los mismos poderes ocultos, y esperamos que efectos semejantes a los que hemos experimentado se seguirán de ellas. Si nos fuera presentado un cuerpo de color y consistencia semejantes al pan que nos hemos comido previamente, no tendríamos escrúpulo en repetir el experimento y con seguridad preveríamos sustento y nutrición semejantes. Ahora bien, éste es un proceso de la mente o del pensamiento cuyo fundamento desearía conocer. Es por todos aceptado que no hay una conexión conocida entre cualidades sensibles y poderes ocultos y, por consiguiente, que la mente no es llevada a formarse esa conclusión, a propósito de su conjunción constante y regular, por lo que puede conocer de su naturaleza. Con respecto a la experiencia pasada, cabe aceptar que da información directa y cierta solamente de aquellos objetos de conocimiento y de aquel período preciso de tiempo que son abarcados por su acto de conocimiento. Pero por qué esta experiencia debe extenderse a momentos futuros y a otros objetos, que, por lo que sabemos, pude ser que sólo en apariencia sean semejantes, ésta es la cuestión en la que deseo insistir. El pan que en otra ocasión comí, que me nutrió, es decir, un cuerpo con determinadas cualidades, estaba en aquel momento dotado de determinados poderes secretos. Pero ¿se sigue de esto que otro trozo distinto de pan también ha de nutrirme en otro momento y que las mismas cualidades sensibles siempre han de estar acompañadas por los mismos poderes secretos? De ningún modo parece la conclusión necesaria. Por lo menos ha de reconocerse que aquí hay una conclusión alcanzada por la mente, que se ha dado un paso, un proceso de pensamiento y una inferencia que requiere explicación. Las dos proposiciones siguientes distan mucho de ser las mismas: He encontrado que a tal objeto ha correspondido siempre tal efecto y preveo que otros objetos, que en apariencia son similares, serán acompañados por efectos similares. Aceptaré, si se desea, que una proposición puede correctamente inferirse de la otra. Sé que, de hecho, siempre se infiere. Pero si se insiste en que la inferencia es realizada por medio de una cadena de razonamientos, deseo que se presente aquel razonamiento. La conexión entre estas dos proposiciones no es intuitiva. Se requiere un término medio que permita a la mente llegar a tal inferencia, si efectivamente se alcanza por medio de razonamiento y argumentación. Lo que este término medio sea, debo confesarlo, sobrepasa mi comprensión, e incumbe presentarlo a quienes afirman que realmente existe y que es el origen de todas nuestras conclusiones acerca de las cuestiones de hecho. Este argumento negativo debe, desde luego, con el tiempo, hacerse del todo convincente, si muchos hábiles y agudos filósofos orientan sus investigaciones en esta dirección y si nadie es capaz de descubrir una proposición que sirva de conexión o un paso intermedio que apoye al entendimiento en esta conclusión. Pero como la cuestión es por ahora nueva, no todo lector confiará tanto en su propia agudeza como para concluir que, puesto que un razonamiento se le escapa a su investigación, por eso no está fundado en la realidad. Por este motivo, quizá sea necesario entrar en una tarea más difícil y, enumerando todas las ramas de la sabiduría humana, intentar mostrar que ninguna de ellas puede permitir tal razonamiento. Todos los razonamientos pueden dividirse en dos clases, a saber, el razonamiento demostrativo o aquel que concierne a las relaciones de ideas y el razonamiento moral o aquel que se refiere a las cuestiones de hecho y existenciales. Que en este caso no hay argumentos demostrativos parece evidente, puesto que no implica contradicción alguna que el curso de la naturaleza llegara a cambiar, y que un objeto, aparentemente semejante a otros que hemos experimentado, pueda ser acompañado por efectos contrarios o distintos. ¿No puedo concebir clara y distintamente que un cuerpo que cae de las nubes, y que en todos los demás aspectos se parece a la nieve, tiene, sin embargo, el sabor de la sal o la sensación del fuego? ¿Hay una proposición más inteligible que la afirmación de que todos los árboles echan brotes en diciembre y en enero, y perderán sus hojas en mayo y en junio? Ahora bien, lo que es inteligible y puede concebirse distintamente no implica contradicción alguna, y jamás puede probarse su falsedad por argumento demostrativo o razonamiento abstracto a priori alguno. Si, por tanto, se nos convenciera con argumentos de que nos fiásemos de nuestra experiencia pasada, y de que la convirtiéramos en la pauta de nuestros juicios posteriores, estos argumentos tendrían que ser tan sólo probables o argumentos que conciernen a cuestiones de hecho y existencia real, según la distinción arriba mencionada. Pero es evidente que no hay un argumento de esta clase si se admite como sólida y satisfactoria nuestra explicación de esta clase de razonamiento. Hemos dicho que todos los argumentos acerca de la existencia se fundan en la relación causa-efecto, que nuestro conocimiento de esa relación se deriva totalmente de la experiencia, y que todas nuestras conclusiones experimentales se dan a partir del supuesto de que el futuro será como ha sido el pasado. Intentar la demostración de este último supuesto por argumentos probables o argumentos que se refieren a lo existente, evidentemente supondrá moverse dentro de un círculo y dar por supuesto aquello que se pone en duda. En realidad, todos los argumentos que se fundan en la experiencia están basados en la semejanza que descubrimos entre objetos naturales, lo cual nos induce a esperar efectos semejantes a los que hemos visto seguir a tales objetos. Y, aunque nadie más que un tonto o un loco intentará jamás discutir la autoridad de la experiencia, o desechar aquel eminente guía de la vida humana, desde luego puede permitirse a un filósofo tener por lo menos tanta curiosidad como para examinar el principio de la naturaleza humana que confiere a la experiencia esta poderosa autoridad y nos hace sacar ventaja de la semejanza que la naturaleza ha puesto en objeto distintos. De causas que parecen semejantes esperamos efectos semejantes. Esto parece compendiar nuestras conclusiones experimentales. Ahora bien, parece evidente que si esta conclusión fuera formada por la razón, sería tan perfecta al principio y en un solo caso, como después de una larga sucesión de experiencias. Pero la realidad es muy distinta. Nada hay tan semejante como los huevos, pero nadie, en virtud de esta aparente semejanza, aguarda el mismo gusto y sabor en todos ellos. Sólo después de una larga cadena de experiencias uniformes de un tipo, alcanzamos seguridad y confianza firme con respecto a un acontecimiento particular. Pero ¿dónde está el proceso de razonamiento que, a partir de un caso, alcanza una conclusión muy distinta de la que ha inferido de cien casos, en ningún modo distintos del primero? Hago esta pregunta tanto para informarme como para plantear dificultades. No puedo encontrar, no puedo imaginar razonamiento alguno de esa clase. Pero mantengo mi mente abierta a la enseñanza, si alguien condesciende a ponerla en mi conocimiento. ¿Debe decirse que de un número de experiencias uniformes inferimos una conexión entre cualidades sensibles y poderes secretos? Esto parece, debo confesar, la misma dificultad formulada en otros términos. Aun así, reaparece la pregunta: ¿en qué proceso de argumentación se apoya esta inferencia? ¿Dónde está el término medio, las ideas interpuestas que juntan proposiciones tan alejadas entre sí? Se admite que el color, la consistencia y otras cualidades sensibles del pan no parecen, de suyo, tener conexión alguna con los poderes secretos de nutrición y sostenimiento. Pues si no, podríamos inferir estos poderes secretos a partir de la aparición inicial de aquellas cualidades sensibles sin la ayuda de la experiencia, contrariamente a la opinión de todos los filósofos y de los mismos hechos. He aquí, pues, nuestro estado natural de ignorancia con respecto a los poderes e influjos de los objetos. ¿Cómo se remedia con la experiencia? Ésta sólo nos muestra un número de efectos semejantes, que resultan de ciertos objetos, y nos enseña que aquellos objetos particulares, en aquel determinado momento, estaban dotados de tales poderes y fuerzas. Cuando se da un objeto nuevo, provisto de cualidades sensibles semejantes, suponemos poderes y fuerzas semejantes y anticipamos el mismo efecto. De un cuerpo de color y consistencia semejantes al pan esperamos el sustento y la nutrición correspondientes. Pero, indudablemente, se trata de un paso o avance de la mente que requiere explicación. Cuando un hombre dice: he encontrado en todos los casos previos tales cualidades sensibles unidas a tales poderes secretos, y cuando dice cualidades sensibles semejantes estarán siempre unidas a poderes secretos semejantes, no es culpable de incurrir en una tautología, ni son estas proposiciones, en modo alguno, las mismas. Se dice que una proposición es una inferencia de la otra, pero se ha de reconocer que la inferencia ni es intuitiva ni tampoco demostrativa. ¿De qué naturaleza es entonces? Decir que es experimental equivale a caer en una petición de principio, pues toda inferencia realizada a partir de la experiencia supone, como fundamento, que el futuro será semejante al pasado y que poderes semejantes estarán unidos a cualidades sensibles semejantes. Si hubiera sospecha alguna de que el curso de la naturaleza pudiera cambiar y que el pasado pudiera no ser pauta del futuro, toda experiencia se haría inútil y no podría dar lugar a inferencia o conclusión alguna. Es imposible, por tanto, que cualquier argumento de la experiencia pueda demostrar esta semejanza del pasado con el futuro, puesto que todos los argumentos están fundados sobre la suposición de aquella semejanza. Acéptese que el curso de la naturaleza hasta ahora ha sido muy regular; esto, por sí solo, sin algún nuevo argumento o inferencia, no demuestra que en el futuro lo seguirá siendo. Vanamente se pretende conocer la naturaleza de los cuerpos a partir de la experiencia pasada. Su naturaleza secreta y, consecuentemente, todos sus efectos e influjos, pueden cambiar sin que se produzca alteración alguna en sus cualidades sensibles. Esto ocurre en algunas ocasiones y con algunos objetos: ¿por qué no puede ocurrir siempre y con todos ellos? ¿Qué lógica, qué proceso de argumentación le asegura a uno contra esta suposición? Mi modo de actuar, dices, refuta mis dudas. Pero, al responder así, confundes el alcance de mi pregunta. Como agente estoy satisfecho en este punto, pero como filósofo tocado de curiosidad, por no decir de escepticismo, quiero conocer el fundamento de esta inferencia. Ninguna lectura, ninguna investigación ha podido solucionar mi dificultad, ni satisfacerme en una cuestión de tan gran importancia. ¿Puedo hacer algo mejor que proponerle al público la dificultad, aunque quizá tenga pocas esperanzas de obtener una solución? De esta manera, por lo menos, seremos conscientes de nuestra ignorancia, aunque no aumentemos nuestro conocimiento. Debo reconocer que un hombre que concluye que un argumento no tiene realidad, porque se le ha escapado a su investigación, es culpable de imperdonable arrogancia. Debo admitir también que, aun si todos los sabios, durante varias edades, se hubieran consagrado a un estudio infructuoso sobre cualquier tema, de todas formas podría ser precipitado concluir decididamente que el tema sobrepasa, por ello, toda comprensión humana. Aunque examinásemos todas las fuentes de nuestro conocimiento y concluyésemos que son inadecuadas para tal cuestión, aún puede quedar la sospecha de que la enumeración no sea completa ni el examen exacto. Pero con respecto al tema en cuestión, hay algunas consideraciones que parecen invalidar la acusación de arrogancia o la sospecha de equivocación. Es seguro que los campesinos más ignorantes y estúpidos, o los niños, o incluso las bestias salvajes, hacen progresos con la experiencia y aprenden las cualidades de los objetos naturales al observar los efectos que resultan de ellos. Cuando un niño ha tenido la sensación de dolor al tocar la llama de una vela, tendrá cuidado de no acercar su mano a ninguna vela, dado que esperará un efecto similar de una causa similar en sus cualidades y apariencias sensibles. Si alguien asegurara, pues, que el entendimiento de un niño es llevado a esta conclusión por cualquier proceso de argumentación o raciocinio, con razón puedo exigirle que presente tal argumento, y no podría tener motivo para negarse a una petición tan justa. No puede decirse que el argumento es abstruso, y quizá escape a su investigación, puesto que admite que resulta obvio para la capacidad de un simple niño. Si dudara por un momento, o si tras reflexión presentase cualquier argumento complejo y profundo, él, en cierta manera, abandonaría la cuestión, y reconocería que no es el razonamiento el que nos hace suponer que lo pasado es semejante al futuro y esperar efectos semejantes de causas que al parecer son semejantes. Esta es la proposición que pretendo imponer en la presente sección. Si tengo razón, no pretendo haber realizado un gran descubrimiento. Si estoy equivocado, me he de reconocer un investigador muy rezagado, pues no puedo descubrir un argumento que, según parece, me era perfectamente familiar antes de que hubiera salido de la cuna. Hume: Investigación sobre el conocimiento humano. Alianza Editorial, Madrid.
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