- El recurso a los especialistas
- El Plan de Estabilización de 1959 y el de Desarrollo de 1960
- La "apertura" política, el ministro Fraga y la Ley de Prensa de 1965
- El Concilio Vaticano II y sus efectos políticos en España
- Notas
Una medida importante en el desarrollo institucional de la España franquista, durante mucho tiempo ignorada por los historiadores, fue la creación en 1957 de la Secretaría General Técnica de la Presidencia del Gobierno, propuesta por Laureano López Rodó al almirante Luis Carrero Blanco, principal colaborador del dictador Francisco Franco. Su norma de creación fue el Decreto Ley de 20 de diciembre de 1956, y su primer titular fue precisamente López Rodó. Éste había concebido la SGT como un instrumento para poner en marcha una profunda reforma administrativa, que hiciera del régimen un Estado de Derecho no democrático, cosa que aún no había conseguido tras 17 años de existencia. Desde entonces, trabajando en un despacho cercano al de Carrero Blanco y siendo él mismo el consejero con más influencia ante Franco, López Rodó ejerció durante la década 1957-1967 una influencia considerable en el gobierno de España.
El 15 de diciembre de 1960 abrió sus puertas la Escuela de Administración Pública de Alcalá de Henares, completando el propósito inicial de López Rodó con la Secretaría General Técnica: transformar el régimen militar de Franco desde su interior, con mucha discreción, lo que parecía que comenzaba a conseguirse con cierto éxito. Fueron las transformaciones casi subterráneas, y su enorme amplitud pasaron en parte desapercibidas al propio Franco, y sentaron las bases de la posterior transición democrática de los años 1970. López Rodó, miembro de Opus Dei, sugirió a Carrero los nombres de 18 nuevos ministros con los que Franco quería reemplazar a su Consejo de Ministros, que había dado muestras de rebeldía y de mala gestión en 1956; curiosamente, sólo uno entre ellos era correligionario de López Rodó en la Obra. [1] No intervino, sin embargo, en el nombramiento de dos importantes personajes de la época, los financieros Navarro Rubio y Ullastres. La elección de estos economistas iba a revelarse como una medida muy afortunada, pero eso no significa que Franco hubiera imaginado de golpe, ni siquiera comprendido, la política económica que ambos pensaban poner en práctica. En realidad fue el éxito inicial de estos dos ministros lo que les permitió más adelante su mucho más importante ley de de liberalización de cambios. Franco estaba obsesionado por el equilibrio de la balanza comercial, que le parecía el dato más importante de toda la economía nacional. En sus inicios, Navarro Rubio adoptó severas medidas de rigor presupuestario, que permitieron cerrar el ejercicio 1957 con superávit, y después llevó a cabo una reforma fiscal que aumentó los recursos del Estado, mientras que Ullastres, al fijar una tasa de cambio única de 42 pesetas por dólar (la tasa oficial era de 5 pesetas por dólar) hacía que España se volviese atractiva para la inversión extranjera, al mismo tiempo que hacía disminuir las importaciones.
Franco no renunciaba por aquel entonces a sus tesis sobre la autarquía financiera y económica nacional, condicionadas por la realidad de 1939 en España y la segunda guerra mundial en el mundo: en la primera reunión de la nueva Comisión de Asuntos Económicos del Consejo de Ministros, celebrada el 15 de marzo de 1957, presidida por el propio Franco, el dictador abrió los debates poniendo sobre la mesa el tema de la balanza comercial, exigiendo medidas para reducir su déficit y para limitar al máximo la exportación de divisas. [2] El rigor y la competencia profesional de Navarro Rubio y Ullastres supieron aclarar a Franco que no había motivos de preocupación por aquella parte, pero el dictador, sin formación en economía ni finanzas públicas, no podía comprender el alcance de las medidas que a continuación propusieron los dos ministros, que pretendían preparar a la economía española para acceder a los instrumentos financieros y el crédito del FMI y el BIRD. La acción conjunta de los dos economistas con el nuevo ministro de asuntos exteriores propuesto por López Rodó, Castiella, llevó a España a ingresar de manera efectiva en ambos organismos económicos internacionales el 20 de mayo de 1958. Navarro Rubio relató luego ampliamente en sus Memorias la extrema dificultad con la que logró que Franco aceptase su política económica de integración en mecanismos internacionales, sobre todo debido al apego del dictador a las tesis de la autarquía, defendidas por antiguos colaboradores suyos, como el antiguo ministro de economía Juan Antonio Suanzes, por aquel entonces Director del Instituto Nacional de Industria (INI) y que, en diciembre de 1957 no veía con buenos ojos las reformas que Navarro y Ullastres pretendían introducir; es más, pronosticaba que no durarían mucho en el gobierno. [3]
Cuando Navarro y Ullastres querían abrir la economía de España a los vientos internacionales, Franco oponía una fórmula que daba a entender su preferencia por evitar riesgos y continuar con las fórmulas conocidas: "Hay poco que rectificar." Franco temía a los órganos internacionales, de los que recelaba intenciones malévolas de injerencia política en sus países miembros, y se resistía a la liberalización de cambios y al abandono del intervencionismo estatal en la economía. Teniendo en cuenta su ilimitado poder personal y su carrera, en la que la prudencia y el instinto de la oportunidad le habían dado excelentes resultados, afrontaba con dudas y temores comprensibles los cambios. Las primas y las subvenciones estatales habían sido las palancas fundamentales de su política económica desde 1940 y se revelaban como medios de presión muy poderosos. Intuía que la liberalización económica disminuiría el poder del Estado y su capacidad personal para controlar el país. En febrero de 1959, cuando el FMI, con el que Navarro Rubio y Ullastres habían negociado, se ofreció a preparar con ambos ministros un "plan de estabilización", Franco se mostró reticente: "No es el momento." Navarro Rubio tuvo que poner todo su prestigio personal en juego y hacer valer la amenaza de una bancarrota humillante del Estado porque la convertibilidad de la moneda, adoptada por varios países europeos en diciembre de 1958, había hecho que fuera probable una devaluación colateral de la peseta, y también estaba favoreciendo la evasión de capitales. Navarro tuvo que recordarle a Franco su pasado como soldado nacional en la guerra civil española, evocarle la amenaza de la vuelta al racionamiento de 1940 y apelar al patriotismo del viejo y testarudo general. Al final, la eventualidad de su dimisión en un momento crítico hizo ceder a Franco: aceptó el plan de estabilización del FMI y en julio de 1959 Navarro y Ullastres solicitaron su presentación oficial ante las Cortes Generales. Mientras tanto, los dos ministros ya habían logrado poner en práctica algunas de las medidas del plan, sin el conocimiento de Franco y bajo su propia responsabilidad. [4]
En julio de 1959 Franco, que había permanecido reticente durante dos años a la liberalización, pareció convencerse de que Navarro Rubio tenía razón en sus tesis; en una conversación privada con uno de sus más fieles colaboradores, lo sorprendió al afirmar: "los ministros de Hacienda que he tenido hasta Navarro no han visto claro el asunto, eran unos técnicos que no querían ver nada del exterior". Siguiendo una costumbre bien conocida, el dictador reinterpretaba el pasado bajo una nueva óptica, lo que daba a entender que había asumido que había que cambiar. El rápido éxito del Plan de Estabilización permitió a Navarro anunciar el siguiente paso: un Plan de Desarrollo, que anunció en un pleno de las Cortes el 19 de diciembre de 1960. El siguiente marzo, el ministro Navarro se vio favorecido por el cese como ministro de Falange del viejo Arrese, que se había opuesto a su política y se había enfrentado a él. El mismo Franco, satisfecho por los buenos resultados iniciales de la nueva política económica, defendió en 1960 el Plan de Estabilización con no poco oportunismo frente a las críticas del antiguo ministro de comercio, Arburúa. [5] Franco tuvo muchos defectos, tuvo una formación limitada y referida sobre todo a su carrera militar, y fue un dictador vengativo que reprimió en exceso a sus antiguos adversarios políticos de las izquierdas políticas; sin embargo, también tuvo sus virtudes, y su larga dictadura dejó tantos detractores como defensores. A diferencia de otros regímenes democráticos en la Historia de España, tuvo un sincero deseo de mejorar las condiciones materiales y económicas del país, y pese a quien pese, lo consiguió; la República, en cambio, hundió la economía española, además de crear inestabilidad política y social sin beneficios tangibles a cambio.
A finales de 1961 Franco, impresionado por la aceleración económica del país y convencido de los buenos resultados de la nueva orientación, hacía suya la nota que le había pasado López Rodó: "El panorama económico español, en el último año, no ha podido ser más satisfactorio. El índice medio de producción industrial ha aumentado en este año en más de un 10% respecto del anterior. El coste de la vida ha permanecido prácticamente inalterado. La cotización de la peseta en las principales bolsas extranjeras permanece estable. Nuestro signo monetario […] goza de alta estima en el exterior." […] [6] Para lanzar el Plan de Desarrollo de 1960 Franco recluó como ministro de industria a un brillante ingeniero naval convencido de las virtudes de la política de liberalización económica, Gregorio López Bravo. Pronto surgieron diferencias entre el nuevo ministro y el antiguo director del INI, Suanzes, y Franco no dudó en tomar partido por el nuevo, pese a la larga colaboración de Suanzes de años atrás. En marzo de 1962 afirmaba en privado que "marchamos hacia el Mercado Común, pero sin prisas y sin ningún nerviosismo" y que "no hay más remedio que incorporarnos a Europa", haciendo referencia a la CEE, creada en 1958. [7] Pese a que se había opuesto al principio con decisión a la integración económica de España en los mecanismos internacionales, al final supo escuchar a los partidarios del cambio y aceptó sus ideas, aunque contravenían casi todos los axiomas de su práctica política, basados en la prudencia, la oportunidad y el recurso a la experiencia. Por lo tanto, Franco podía ser un reaccionario, pero no era ciego ni estúpido, y lo demostró cediendo ante los tecnócratas al comprender que éstos tenían razón, y él, no.
En diciembre de 1959, la visita del presidente norteamericano Dwight D. Eisenhower a España, el legendario "Ike" que había llevado a la alianza occidental a la victoria en la segunda guerra mundial, constituyó para Franco un triunfo personal. El jefe de Estado de la nación más poderosa del mundo llegaba a España investido de toda su autoridad personal en viaje oficial. Hasta entonces Franco sólo había recibido a jefes de Estado que jugaban un papel modesto en el escenario internacional. La llegada de Eisenhower, acaecida después de los Acuerdos Bilaterales con Estados Unidos de 1953, y a renglón seguido de la entrada de España en la ONU en 1955, el abrazo de "Ike" a Franco, con fotógrafos inmortalizando el momento, era un cambio notable. Se trataba de "la prueba de que Franco había tenido antes que todos los demás", estribillo que la prensa española del régimen repitió hasta la machaconería como preludio a las fiestas navideñas de 1959. El Generalísimo se había dado el lujo de recorrer Madrid en coche descubierto junto al presidente norteamericano, a pesar de los temores expresados por los servicios de inteligencia y seguridad del FBI, después de haber precisado al general Camilo Alonso Vega que, como Director General de Seguridad español, le correspondía a él tomar las medidas de seguridad necesarias para que la visita de Eisenhower fuera un éxito. Y realmente lo fue: no hubo el más mínimo incidente, todo fue como la seda. [8] Conseguido el auge económico y confirmado el reconocimiento internacional, nunca el régimen había parecido tan fuerte. ¿No había llegado pues el momento de plantearse la conveniencia de ensayar una "apertura" política, de dar un paso hacia un sistema de libertades que redujera la distancia con los países a los que España aspiraba a emular, como los de la Europa occidental?
A decir verdad, puede uno preguntarse si Franco consideró alguna vez necesario "liberalizar" las instituciones y la práctica del régimen. Es verdad, por ejemplo, que no comprendía que el "catalanismo" correspondía a unas inquietudes sociológicamente muy arraigadas. En mayo de 1959 se quejaba ante uno de sus confidentes más próximos del "excesivo" catalanismo del Abad de Montserrat, Don Aureli Escarré. [9] En 1960, con ocasión de su visita a Cataluña y de un concierto dado en el Palau de la Música de Barcelona en honor del poeta catalán Joan Maragall, estalló un pequeño incidente porque el gobernador civil había vetado la interpretación del himno catalán Cant de la Senyera ("canto de la bandera"). Este veto provocó la ruidosa protesta de algunos jóvenes catalanistas que entonaron el himno vetado, y la detención de varios de ellos, entre los que se encontraba un líder estudiantil llamado Jordi Pujol, que sería luego un personaje de primera fila política durante mucho tiempo en la democracia. Un mes más tarde, el mismo día en que sesionaba el consejo de guerra que juzgaba la algarada de Pujol y su amigo Francesc Pizón, Franco expresaba su apoyo personal a la detención y enjuiciamiento de ambos líderes estudiantiles, porque los servicios de seguridad del Estado habían registrado el domicilio del primero y habían hallado en él panfletos de propaganda secesionista y pruebas de que realizaba tareas de agitación subversiva. Ahora bien, Jordi Pujol, militante de Acción Católica, no podía ser acusado de "marxismo" ni de complacencia con las izquierdas o la masonería. Pero Franco afirmaba que los seminarios catalanes eran escuelas inflamadas de secesionismo catalanista. [10] El consejo de guerra no dudó en imponer siete años de prisión a Pujol y a Pizón por "propaganda contra la Jefatura del Estado". Es verdad que la pena luego fue muy suavizada y reducida, pero el posterior presidente de la Generalidad Catalana pasó cerca de dos años y medios en la prisión de Zaragoza, de la que fue liberado ordinariamente el 24 de noviembre de 1962. [11]
Una eventual apertura política no afectaba, pues, a Cataluña. Sin embargo, el 16 de enero de 1960 Franco había confiado a uno de sus íntimos: "El régimen desembocará en una monarquía representativa, en la que todos los españoles podrán elegir sus representantes en el parlamento y tener así intervención en el gobierno del Estado, lo mismo que en los municipios." [12] No se le puede, pues, negar al dictador una cierta visión de futuro. Pero, según su costumbre, no precisaba la fecha de dicha mutación. Por otra parte, le produjo una viva irritación la reunión organizada en Múnich por el llamado Movimiento Europeo, entre el 5 y el 8 de julio de 1962, en el curso de la cual una delegación española, compuesta por republicanos en el exilio (Rodolfo Llopis, Joaquín Satrústegui y Félix Pons, entre otros) y de demócratas cristianos, algunos de ellos residentes en España (José María Gil Robles, el escritor José María Gironella y otros menos conocidos) e incluso antiguos falangistas como Dionisio Ridruejo, hizo votar una moción destinada a suspender todas las negociaciones entre la CEE y España hasta que el régimen adoptara medidas significativas tendentes a la democratización del Estado. [13] A su regreso a España, Gil Robles y Ridruejo fueron detenidos y encarcelados.
Este asunto sólo logró retardar un cambio notable: ya en enero de 1962, Laureano López Rodó se había convertido en Comisario del Plan de Desarrollo, lo que no gustó a Navarro Rubio, muy celoso de sus prerrogativas, como había demostrado en agosto de 1959 a propósito de un conflicto de competencias con Ullastres. Pero lo importante fue, en julio de 1962, el cambio de gobierno en el que entraron Lora Tamayo en el Ministerio de Educación, Gregorio López Bravo en el de Industria, y Manuel Fraga Iribarne, que sustituía a Gabriel Arias Salgado, en el de Información y Turismo. La elección de Manuel Fraga es significativa de la capacidad de Franco para percibir "el aire de los tiempos", aunque fuera en contra de sus preferencias personales. López Rodó, muy diferente de Fraga, no ha dejado de elogiar a este último, "uno de los políticos mejor dotados intelectualmente", gracias a "su capacidad de asimilación, su impresionante memoria y su vasta cultura personal". [14] Fraga dio pruebas, a lo largo de su dilatada carrera durante y después del franquismo, de que era capaz de desempeñar un importante papel bajo cualquier régimen. Una de las cualidades más evidentes de Franco, y hay que admitir que la supo aprovechar positivamente, fue la de saber rodearse de hombres cuya estatura intelectual, cultural y talento personal eran muy superiores a las suyas propias. No hay que extrañarse por ello. Cuando un régimen parece indesarraigable, al menos durante muchos años, los hombres que aspiran a ejercer una parcela destacada de poder, ya sea por ambición personal, ya sea porque quieren poner en práctica sus ideas y planteamientos propios, y con más frecuencia por ambos motivos a la vez, se unen a dicho régimen. Sin duda, ése fue el caso de personas como Ullastres, López Rodó, Fraga Iribarne o López Bravo, que realizó importantes tareas con éxito tanto como Ministro de Asuntos Exteriores como Ministro de Industria. [15]
Manuel Fraga se propuso modificar la imagen del régimen en el exterior. Decidió, no obstante, proceder con prudencia, con el objeto de no provocar a los llamados "ultras" que, a pesar de todo, lo atacaron furiosamente a partir de marzo de 1963. Los insultos ("vanidad histriónica", "deseo mórbido de notoriedad") y las afirmaciones según las cuales su ministerio era un refugio para "traidores, irresponsables y vendidos" le obligaron a medir muy bien sus pasos. Fraga inventó el eslógan "25 años de paz" para acompañar el año 1964 y organizó grandes manifestaciones a fin de celebrar esa feliz coyuntura, pero no pudo obtener que la amnistía concedida con dicha ocasión fuera total: se limitó a reducciones de penas, dosificadas en función de la importancia de las condenas. En 1965 el Ministro de Información logró por fin hacer que se aprobara la Ley de Prensa, en la que trabajaba desde que llegara al gobierno. En la legislación de esa época ninguna ley tuvo tanta influencia sobre la política y la sociedad españolas del momento. [16] El mismo Franco, Carrero Blanco y el general Camilo Alonso Vega, entre otros, se mostraban suspicaces y recelosos hacia el proyecto de ley. Fue necesario que Fraga, apoyado por varios ministros de corte "civil", especialmente por López Rodó y Silva Muñoz, desplegase toda su energía en todo momento para obtener la aprobación de Franco, sin duda con reservas, pero decisiva. Se ha citado en varias ocasiones la frase de Franco que puso fin al debate: "Yo no creo en esa libertad [de prensa] pero [esta ley] es un paso al que nos obligan muchas razones importantes. Y por otra parte, pienso que si aquellos débiles gobiernos de principios de siglo podían gobernar con libertad de prensa, nosotros también podremos." [17] Finalmente, su confianza en la solidez de su régimen había prevalecido sobre sus reservas personales, y había considerado que ya no debía dejar a su sucesor la tarea de suprimir la censura informativa y de opinión en los medios de comunicación.
Sin embargo, no cesaron en el seno del mismo gobierno los ataques contra la Ley de Prensa. Alonso Vega, Ministro de Gobernación (Interior), llegó a decir en cierto momento: "Me cago en la ley ésa." Fraga tuvo que amenazar con su dimisión y, cuando ésta fue rechazada, prever un catálogo de infracciones y de sanciones relativas a emisoras de radio, distribuidoras cinematográficas y espectáculos públicos. La hostilidad de los "duros" del gobierno se explica porque la conocida como Ley Fraga tenía sin duda la ventaja para el régimen de que "encauzaba y recuperaba las tensiones sociales en pos de la libertad, pero a la vez hacía indudables concesiones" a las reservas ideológicas y morales del régimen. [18] Fraga recibió una negativa cuando propuso que las Cortes pasasen a ser renovadas mediante sufragio universal. Por otra parte, una medida liberal como la Ley de Prensa (a pesar de sus limitaciones) fue contrapesada, por decirlo así, en el mismo consejo de ministros de agosto de 1965 por las sanciones adoptadas contra varios docentes universitarios políticamente contestatarios contra el régimen. Tres de ellos fueron retirados de la carrera académica: Enrique Tierno Galván, José Luis Aranguren y Agustín García Calvo; otros dos fueron suspendidos de empleo y sueldo por dos años: Montero Díaz y Aguilar Navarro.
A finales de 1965 el problema de la sucesión de Franco al frente del Estado, que todavía no había sido abordado en profundidad, creó en el seno del régimen una impaciencia e incluso una preocupación crecientes. Uno a uno, los ministros Carrero Blanco, Alonso Vega, Lora Tamayo, López Rodó y Fraga Iribarne insistieron ante Franco para que diera una solución definitiva a la cuestión sucesoria. El consejo de ministros del 2 de abril de 1965 había servido de ocasión para una ofensiva preliminar generalizada: sucesivamente Navarro Rubio, Castiella, Fraga y Solís hicieron hincapié en que era indispensable acabar con la incógnita de la sucesión. El 17 de noviembre siguiente, Fraga decidió acelerar la solución del problema declarando sin previo aviso al Times británico que las cosas estaban ya claras: "El día en que concluya el régimen del general Franco, Don Juan Carlos de Borbón será proclamado rey de España." Y añadía que los elementos hostiles a esta solución no tenían ninguna posibilidad de imponer sus tesis en el gobierno. La viveza de las reacciones que suscitaron estas palabras en España puso más que nunca antes la cuestión a la orden del día. Era justamente lo que había deseado Fraga al hablar por sorpresa ante los británicos. La urgencia era tanto más evidente cuanto que el Concilio Vaticano II, que acababa de ser clausurado el día 7 de diciembre de 1965, había llevado al episcopado español a tomar una nueva posición de consecuente distanciamiento frente a una serie de puntos básicos de la práctica política del régimen: era un nuevo foco de preocupación para Franco y sus colaboradores más directos.
Tras la guerra civil española de 1936-1939, la Iglesia católica había constituido uno de los pilares más sólidos del régimen. En varias ocasiones había servido como baza decisiva a Franco, como, por ejemplo, al final de la segunda guerra mundial, cuando el apoyo de los católicos había permitido distinguir claramente al régimen del fascismo italiano y del nazismo alemán. Se sabe que, a cambio, los gobiernos sucesivos del general Franco habían multiplicado los gestos de consideración hacia la jerarquía católica, habían favorecido la enseñanza confesional y habían prestado su ayuda a numerosas manifestaciones religiosas. La época franquista había dado lugar, por otra parte, a un notable desarrollo de las vocaciones religiosas. [19] Basta con hojear cualquier ejemplar del semanario católico Hoja del Lunes para comprobar que aún en 1965 la prensa oficial concedía una enorme atención a las noticias relacionadas con el papa, siempre relatadas con gran reverencia. Se sabe que los diarios españoles de esa época no se publicaban los lunes: eran sustituidos por la Hoja del Lunes, que daba en todas las provincias españolas la misma información general, en la que los resultados deportivos dominicales ocupaban un gran espacio: más de la mitad de la superficie de redacción. Las noticias locales completaban el diario. Sin embargo, cuando era arzobispo de Milán, el cardenal Montini había pedido en vano (en 1963) el indulto del preso político Julián Grimau, y cuando tres meses después fue elegido papa, bajo el nombre de Pablo VI, varios ministros transmitieron a Franco su preocupación. Éste la cortó en seco señalando que ya no existía el cardenal Montini, sino sólo el papa Pablo VI. [20] Sin embargo, Pablo VI fue un tema constante de preocupación para los gobiernos de Franco y para el mismo dictador, que invitaron en vano al papa Montini a visitar España.
Ahora bien, es seguro que el poder pontifical era uno de los pocos poderes que le imponían un respeto temeroso a Franco. El problema consistía en que la encíclica Pacem in Terris, debida a Juan XXIII, hacía aparecer la ausencia en España de derechos reconocidos legítimos por esta encíclica: libertad de asociación, derecho de huelga, licitud de los partidos políticos etc. Laureano López Rodó, que reconoce que el documento tuvo una resonancia considerable en los medios políticos españoles, consideraba, como católico respetuoso, que la Pacem in Terris estaba exigiendo que se completasen en España las llamadas Leyes Fundamentales. [21] Precisamente la Iglesia española, en especial el clero joven, conscientemente contestatario, quería adaptarse a las doctrinas del Concilio Vaticano II. Desde entonces se multiplicaron los conflictos entre las autoridades civiles y el clero: en marzo de 1966 fue el episodio del convento de los capuchinos de Sarriá (Barcelona), cuando algunos estudiantes se refugiaron en dicho convento para fundar un sindicato universitario libre y fueron desalojados por la fuerza pública por orden expresa del caudillo dada en el consejo de ministros. Después, fue en mayo del mismo año y también en Barcelona, en la Calle Layetana, una manifestación de ochenta sacerdotes que proclamaban su apoyo expreso a los principios políticos o con implicaciones políticas de la Pacem in Terris. Ahora bien, el arzobispo de Barcelona aseguraba que dicha manifestación se debía a la acción subterránea de los comunistas sobre el clero de su diócesis. Ese "acercamiento táctico" entre comunistas y católicos preocupaba mucho a Franco, que declaraba: "El Concilio [Vaticano II] tuvo como efecto debilitar a los católicos, no desde el punto de vista religioso, sino desde el político." [22] Veía otro efecto de dicho debilitamiento en el apoyo que el clero local daba al secesionismo vasco. [23] Su preocupación a este respecto aumentaría cuando en agosto de 1968, poco después de los dos primeros asesinatos perpetrados por la banda terrorista ETA, el obispo de San Sebastián, monseñor Bereciartúa, publicó una pastoral muy severa refiriéndose al gobierno. [24]
En junio de 1966, la declaración, muy moderada de la conferencia episcopal a propósito de las instituciones del Estado español, apenas contenía nada que pudiera preocupar al caudillo. Pero el conflicto larvado entre el Vaticano y el gobierno de Franco en relación con la renuncia al derecho de presentación de los obispos (que el papa había reclamado en su carta de abril de 1967, y también el nuncio en Madrid, y al que Franco se negaba a renunciar) empezaba a ser grave: en poco tiempo hubo catorce sedes episcopales españolas vacantes. El Vaticano suplía dicha carencia nombrando obispos "auxiliares", lo cual podía hacer sin "presentación" del gobierno español, y esos auxiliares eran casi siempre partidarios de las doctrinas conciliares. El arzobispo de Santiago de Compostela, el Dr. Quiroga Palacios, presidente de la conferencia episcopal española, intentó obtener en vano del caudillo esta renuncia (carta del 19 de julio de 1968 al Ministro de Justicia) y, a finales del año 1968, se declaraba desanimado en relación con el tema. Una gestión de López Rodó no tuvo mejores resultados: Franco no quería ceder nada mientras que no se hubiera renegociado totalmente el vigente Concordato de 1953. [25] El resultado fue que, a mediados del año 1969, seguía habiendo tantas diócesis vacantes como a la llegada a España del nuncio, monseñor Dadaglio, dos años antes. Las relaciones entre el nuncio y el Ministro de Asuntos Exteriores eran difíciles: Castiella pretendía que las seisenas (listas de seis candidatos enviados al Vaticano por el nuncio, y de la que la Santa Sede escogía tres nombres, entre los que el gobierno español escogía finalmente al nuevo obispo) daban un amplio espacio a los opositores políticos al régimen franquista.
[1] Laureano López Rodó, Memorias, tomo I. Barcelona, Plaza y Janés, 1990, p. 91.
[2] Javier Tusell, Carrero Blanco, la eminencia gris del régimen de Franco. Madrid, Temas de hoy, 1993, p. 257.
[3] Francisco Franco Salgado-Araujo, Mis conversaciones privadas con Franco. Barcelona, Planeta, 1976, p. 222.
[4] Mariano Navarro Rubio, Mis memorias. Barcelona, Plaza y Janés, 1991, pp. 106-155.
[5] Francisco Franco Salgado-Araujo, Mis conversaciones privadas con Franco. Barcelona, Planeta, 1976, pp. 267 y 294.
[6] Laureano López Rodó, Memorias, tomo I. Barcelona, Plaza y Janés, 1990, p. 299.
[7] Francisco Franco Salgado-Araujo, Op. cit., pp. 334 s. y 362.
[8] Laureano López Rodó, Op. cit., t. I, p. 201.
[9] Francisco Franco Salgado-Araujo, Op. cit., p. 265.
[10] Ibidem, pp. 288-292.
[11] Josep Fauli (dir.), Jordi Pujol: un polític per a un poble. Barcelona, Eds. 62, 1984.
[12] Francisco Franco Salgado-Araujo, Op. cit., p. 277.
[13] Laureano López Rodó, Op. cit., t. I, p. 335; Paul Preston, Franco, Caudillo de España. Barcelona, Grijalbo, 1994, p. 872.
[14] Laureano López Rodó, Op. cit., t. I, p. 342.
[15] En la España democrática postfranquista un determinado número de personas se unieron al PSOE sin ninguna convicción ideológica, porque este partido estaba sólidamente instalado en el poder. En Francia se produjo un fenómeno similar tras la muerte del general Charles de Gaulle, cuando los que decían pertenecer a su herencia pudieron creer que la derecha permanecería en el poder mucho tiempo; y después, a partir de 1981, cuando el PSF pareció tener también la posibilidad cierta de gobernar durante mucho tiempo. En definitiva, se trata del clásico fenómeno de los que tratan de auparse al "carro de los vencedores" para labrarse una carrera política.
[16] Javier Tusell, Carrero Blanco, la eminencia gris del régimen de Franco. Madrid, Temas de hoy, 1993, p. 291.
[17] Manuel Fraga Iribarne, Memoria breve de una vida pública. Barcelona, Planeta, 1990, p. 145.
[18] Sergio Vilar, Historia del antifranquismo, 1939-1975. Barcelona, Planeta, 1984, p. 379.
[19] Guy Hermet, Los católicos en la España franquista. Madrid, CIS, 1985; Bartolomé Bennassar et al., Historia de los españoles. Barcelona, Crítica, 1989.
[20] Laureano López Rodó, Memorias, op. cit., t. I, p. 384.
[21] Ibidem, t. I, p. 379.
[22] Ibid., t. I, pp. 17, 20.
[23] Francisco Franco Salgado-Araujo, Mis conversaciones… Op. cit., p. 469.
[24] Laureano López Rodó, Memorias, Op. cit., t. II, p. 326.
[25] Ibidem, t. II, p. 371.
Bibliografía
Bartolomé Bennassar et al., Historia de los españoles. Barcelona, Crítica, 1989.
Bartolomé Bennassar, Franco. Madrid, EDAF, 1996 (2ª ed.).
Josep Fauli (dir.), Jordi Pujol: un polític per a un poble. Barcelona, Eds. 62, 1984.
Manuel Fraga Iribarne, Memoria breve de una vida pública. Barcelona, Planeta, 1990, p. 145.
Francisco Franco Salgado-Araujo, Mis conversaciones privadas con Franco. Barcelona, Planeta, 1976.
Guy Hermet, Los católicos en la España franquista. Madrid, Cent. Invest. Sociológicas, 1985.
Laureano López Rodó, Memorias. 4 tomos. Barcelona, Plaza y Janés, 1990 (t. I), 1991 (t. II), 1992 (t. III), 1993 (t. IV).
Mariano Navarro Rubio, Mis memorias. Barcelona, Plaza y Janés, 1991.
Paul Preston, Franco, Caudillo de España. Barcelona, Grijalbo, 1994.
Javier Tusell, Carrero Blanco, la eminencia gris del régimen de Franco. Madrid, Temas de hoy, 1993.
Sergio Vilar, Historia del antifranquismo, 1939-1975. Barcelona, Planeta, 1984.
Autor:
Jorge Benavent