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Negro moreno (relato)

Enviado por luis b martinez


    El Negro Moreno – Monografias.com

    El negro Tadeo Moreno Santos, como con el mayor orgullo proclamó durante muchos años que era su nombre completo, alto y delgado, como una vara seca que siempre lució que podría ser idestructible, fue identificado con ser posiblemente el ejemplar de negro más espigado de la comarca en que vivía. Le sacaba una cabeza a todos. Pero así mismo también era fuerte y noble como pocos, y derecho y duro, cual un cují prieto y apretado. En su físicio era lo más notable de toda la zona. Nunca se había alejado más de quince o veinte kilómetros de la costa, que era su límite, por donde andaba siempre contento, sin cansarse, por más que caminara el día entero sintiendo llegar el viento hacia la tierra y respirando el mar entero y su salitre.

    Y ahora, ya viejo y coronado con un nido de algodones, como de alambres caracoleados que le chorreaban finamente entretejidos a manera de ligera y limpia barba por los lados de la cara, hasta el mentón y el cuello, de camisa jamás alisada, abotonada hasta lo más alto y sobrada de largo en los brazos y por fuera de los pantalones, hasta medio muslo. Y a pesar de sus muchos años repitiéndolo aún se le escuchaba con el mismo discurso con el que todavía se ufanaba de ser hijo legalmente reconocido y registrado con todos sus datos en orden, allá en la Comisaría de la Playa, en el pueblo. Y siempre decía que su madre se había ocupado de que fuese de esa manera. Y muy bien que su vieja cuidó de ello porque por suerte para Tadeo, y para los asuntos importantes de su vida, además de hablar de futbol, que era su máxima pasión, el asunto familiar con el reconocimiento pleno de su ascendencia legítima era en su inocencia su mayor orgullo y su otro tema de conversación preferido. Y estaba más que convencido que esa condición lo diferenciaba a su favor de todos los demás. Y lo pregonaba a los cuatro vientos.

    Por años dijo a todos que él podía nombrar la rareza de sus dos certeros apellidos, aunque no le creyeran y hasta que algunos inclusive llegaran a burlarse de esas afirmaciones suyas. Según su decir eran pocos los que se podían dar ese lujo en la comarca de Barlovento entera, y más lejos aún, hasta posiblemente en todos los pueblos y caseríos vecinos de la costa. Y tenía razón. Porque conocer con precisión quiénes habían sido sus verdaderos padres, además de tener conocimiento de sus nombres completos, y para mayor bendición con los dos apellidos de cada uno no estaba a la orden del día. Y como asunto más que extraño agregaba los nombres de algunos supuestos parientes de más atrás de la familia, esos sí quizá productos de sus fantasías y sin verificación posible. Pero por el mucho cariño que su nobleza le había acreditado se le aceptaba a ojos cerrados como verídico.

    Estas ascendencias regadas sin orden recuperable en el correr de los tiempos y los campos, que se fueron alejando sin mantener contactos hasta sucumbir en los olvidos, era lo más natural y frecuente en aquellas inestables familias. Pero lo de su nombre era cierto. Y así estaba escrito en la partida de nacimiento, "que la tengo bien guardada", decía una y otra vez. "Y si quieren se las enseño", añadía. Y el discurso genealógico completo regresaba a su aire rompiendo a la primera ocasión el parlotear de sus gruesos labios y la quietud de su ronca y acuosa garganta.

    Y en sus momentos más descansados, y siempre estando sentado, no importaba dónde, con pose de verdadera jactancia trataba de explicar apoyado en este asunto con la mayor seriedad en la voz grave de su jerigonza mixta de escaso vocabulario, mezclada con gestos que en muchas ocasiones no concordaban con el discurso de marras y tan sólo podían crear más confusión que la que tenía en la cabeza. Decía que así estaba escrito en "el papel" que tenía doblado tras la foto de sus padres, que en un marco de penumbras colgaba de un clavo en la pared de tablas imprecisas de la apretada pieza en que dormía, en su casucha, la de "sus queridos viejos", allá en el platanal, muy cerca de la corriente del mísero río. Y que de igual manera lo atestiguaban los negros más viejos del vecindario. Y "pregúntenles a ellos", decía. "Ellos sí los conocieron desde que llegaron por acá".

    Eran los ancianos que habían coincidido con esos padres y los vieron llegar de tierra adentro para poco después vaciar la barriga que ella traía y así sumar al poblado aquel Tadeo niño y flaco de carbón. Aparecieron con un burro que tiraba de un carretón portando sus escasas pertenencias en los tiempos en que arribaron para vivir los iniciales pasos de la desordenada agrupación del caserío. Una casucha acá y otra más allá, no muy alejadas, para apartarse de la amarga soledad de las noches de los silencios del campo.

    Estos negros fundadores, que apoyaban lo que decía el Negro Moreno, a paso lento practicaban múltiples oficios de la creencia popular. Eran brujeros y curanderos, y narradores de apariciones y milagros, y afamados en encantamientos centenarios plenos de oraciones y de todo tipo de masajes con raras pomadas donde predominaban las más raras hierbas y las grasas de las temidas culebras. Eran conocedores de los misterios y alumbramientos que curaban todas las enfermedades que ellos mismos diagnosticaban. Y que de todo sabían. Y contaban que lo habían aprendido por tradición de siglos, de abuelos a abuelos, y que lo rememoraban sentados a la sombra de árboles y tímidos zaguanes donde los remedios les eran susurrados por los espíritus con voces que sólo ellos podían escuchar y entender. Los caracoles y los cantos de sijúes y lechuzas, con sus posiciones y cantos, los auxiliaban.

    Esos negros viejos, que con ojos amarillentos y el paserío también blanco aún vivían en los alrededores, como eternos, y que conservaban memoria de los que fueron llegando a paso lento, y de la historia del acumular de chamizos que se levantaron en aquellos sus parajes, eran los historiadores del caserío. Y como tales podían hablar con suficientes detalles y sobrada prontitud y seriedad de esos padres de Tadeo desde que los mismos lograron mudarse y establecerse entre ellos con sus propias miserias.

    Recordaban que los dos eran gente de monte adentro, de andar disparejo, como si anduviesen cojos entre surcos, callados y apartados, y laboriosos, de escasas vestimentas, compartiendo siempre la misma choza que construyeron los dos a fuerza de machetes y empuje y en la que después fueron tres al arropar al pequeño Tadeo. Y la levantaron sin dejar de trabajar ambos el campo y ocupados en el platanal y el cuidado de las gallinas y los puercos. Él con un sombrero siempre sucio, trenzado, de ala ancha, de yarey, encajado hasta las orejas, de pupilas grandes completando los ojos, y con un perro correlón acompañándolo a todas partes. Y ella de chancletas y tabaco masticado sin cesar, con un pañuelo colorado amarrado a nudos en la cabeza, para tapar el paserío y borrarse los rayos del sol. Y los dos sin mudanzas de mayores muebles que los acompañaran ni aproximaciones de familia. Llegaron para escapar del puro monte, siempre juntos, para sin lugar a dudas mejorar sus soledades y parir al niño teniendo cierta seguridad de compañía y amistades. Y allí quedarse para eternizarse y vivir en esa misma zona, que no era distinta a la originaria de donde procedían, ni a las demás de aquellos campos, para al final, sin escapatoria, ser enterrados casi que en cualquier parte, pero junto a los demás y no al acaso.

    Además, este único hijo, este otro Tadeo, que vendría a ser "el Negro Moreno", como después lo conocerían en la exageración y el pleonasmo del cariño, por ser igual de negro pero mucho más oscuro que sus padres, casi de tinta, desde hace tiempo adornado con las manchas blancas de las canas en la cabeza y la barba, y tan orgulloso de ellos, viviendo de igual manera en la misma barraca, presumía de haber aprendido a leer y escribir de esa madre, cuando niño, siempre protegido pero libre de correrías, hasta dibujando las palabras en la tierra, como magia, sin que jamás alguien pudiera conocer ni entender ni explicar cómo fue el aprendizaje de ella, que había vivido siempre tierra adentro, entre el monte, donde no hubo nunca escuelas ni maestros reconocidos. Pero muy bien que supo leer y escribir, con grandes letras igualmente bien dibujadas y parejas, hasta llegar a ser la admirada escribana "del tabaco en la boca sentada en un taburete a la sombra de los mangos" como era conocida por la mayoría de los habitantes de la escondida región.

    Pero Tadeo se perdía en soliloquios y enjambres de disparates y contradicciones cuando intentaba explicar que con los años lo aprendido de su madre él lo había olvidado y ya no podía hacerlo, y que, aunque era incapaz de descifrarlo, gracias a la Partida de Nacimiento, como la llamaban, sabía perfectamente que su padre se llamó como él, Tadeo Moreno y que su madre fue Domitila Santos. "Y a mucha honra, decía sin esconder una sonrisa. Y que Dios los tenga en su Gloria", añadía, levantando los ojos y las manos al cielo mientras se persignaba como viéndolos en el espacio con el máximo orgullo y la máxima devoción y respeto.

    Y explicaba igualmente el haber sido el único en el caserío en tener lápices y saber escribir y dibujar desde niño. Y se ufanaba de ser también de los primeros en haber visto la televisión, allá por los años 50. Y lo explicaba. Por supuesto que la vio allá en el pueblo, cuando la mostraron públicamente en lo alto de un portal, con el televisor dando a la calle, para que la gente viese en silencio reverencial ese milagro que al prinipio tan sólo reproducía propagandas de cigarrillos y jabones en la casa grande de los Jiménez, los más ricos de la zona. De todo ello estaba sumamente orgulloso por considerarlo una verdadera proeza. Y a la primera oportunidad lo desembuchaba con lujo de detalles, tal que estuviese contando un sueño lejano y siempre nocturno que le diese vueltas en la cabeza en el que hablaba hasta de las estrellas de esas noches de magia.

    Y de esta manera, con ese hablar de idas y venidas de figuraciones y contadas realidades, aceptadas con miseria graciosa y casi infantil, vivió por siempre este Tadeo en aquel barrio de negros que se conservaban en su mayoría casi sin ninguna mezcla de sangres. Allí se movía, como una vara oscura, y seca, y larga, al caminar bien derecho y pisando firme por la vía principal de arena apisonada que partía el caserío en dos. Igual que al andar en plena libertad por los senderos y matorrales de los alrededores, entre el platanal aledaño, como andando por el monte, con su camisa suelta y sus gastados botines de futbolista que tanto cuidaba y de los que igualmente se enorgullecía.

    Y a todos se los mostraba. "Éstos son botines profesionales", -decía- "y los usó Pelé cuando se acercó a jugar por aquí y me los regaló", añadía lleno de orgullo. Y los mantenía lo más acomodados posible con improvisados remiendos y pocas y ocasionales limpiezas y betúnes. Y prefería, cuando llovía y estaba fuera de su casa, quitárselos y envolverlos entre la camisa, pegados a la piel. Y aguantados bajo el brazo caminar sin ellos. Y mil veces prefería andar descalzo por el monte y el fango antes de que se les mojaran para dañarlos más de lo que estaban.

    Ese caserío, donde la prisa descansaba a la sombra, envuelta en dormida desidia, y la gente, hombres y mujeres, sumidos en sopor, gastaban horas sentados en casi todas las esquinas y quicios y taburetes, o recostados somnolientos de espaldas a alguna pared, y donde desde la nada Negro Moreno a su vez respiró y soñó, y que siempre había sido una raquítica agrupación de chozas casi escondidas entre la vegetación y su humedad, fue su universo. Nunca quiso irse de allí. Aunque decía que había recorrido medio mundo jugando futbol

    Y esas destartaladas casitas unidas por trillos, que con el tiempo fueron abarcadas por la expansión del pueblo inmediato, una casa ahora y otra después, acercándose hasta casi borrarlas, entre aburridos y largos paréntesis de pocos ladrillos y muchas tablas y planchas de zinc que le daban ventajas al tenaz rascabucheo de los ojos avizores sudando entre el sofocante calor. El baño, ni remotamente de uso frecuente, y mucho menos para Negro Moreno, que no tenía negra que le lavara la ropa ni que le reclamara un mayor aseo, ni que lo acurrucara en las noches, para la mayoría podía ser una palangana en un rincón de la casucha o en un escondrijo a la intemperie entre los frutales y las matas de plátanos.

    Y esas pobres viviendas, teniendo al alcance las pocas pero suficientes riquezas para sobrevivir que se desparramaban por los alrededores, frutas, aves, huevos, plátanos y puercos, fueron el sustento y la base de la venta a menudeo con que se defendieron varias generaciones de pobladores. De esas ventas se mantenía Negro Moreno, que no tenía oficio ni ambiciones de nada que no estuviese ligado a su soñada profesión de futbolista. Casi que no sabía hacer otra cosa que no fuese hablar y narrar sus supuestos partidos de futbol mientras pateaba su piojosa pelota a lo largo y ancho de los senderos.

    Junto al crecimiento del poblado llegaban las putas de otras zonas, a sumarse a las locales, histórica y ansiosamente esperadas por generaciones. Para que poco a poco dejaran de ser itinerantes de visitas semanales y a la larga establecerse y convivir entre los clientes, inclusive con hijos, y no ejercer como antes la profesión al aire libre sin poseer dirección estable alguna. Pero las que fueron sumándose, conocedoras de las plazas abandonadas en los casuales encuentros del oficio al andar por otras poblaciones y burdeles, conservaron la costumbre de anunciarse con vestidos baratos de vivos colores, sin ser mal vistas, moviendo sus nalgas grandes y apretadas por las callejuelas del vecindario, en caminatas excesivas, dictadas más que nada por las necesidades de cada día. Y se lucían, con sus bembas pintadas y su hablar en voz alta, y sus aires reilones de negras gozadoras y empedernidas con que incitaban al placer sudoroso de sus carnes prietas. Una puta blanca que se arrimara, por fea que fuese, siempre sería lo máximo. Pero éstas no perduraban.

    Sesenta años bien contados tardó el pueblo en duplicarse para acercarse y contener al caserío y así mejorarlo con casas mejor vistas y con electricidad, y con un acueducto, y con cañerías y zanjas de desaguadero, (que aún así con la basura tirada a la calle permanentemente se bloqueaban cuando llovía mucho), para poco a poco conceder baños y agua corriente. Y en ese crecimiento fue que pudieron llegar las filas de casas hasta el río, que antes había sido una refrescante y lejana aventura y ahora era una suciedad más donde se acumulaban los desperdicios propios de aquellas improvisadas calles y zanjas y los arrastrados desde las zonas vecinas por la lluvia y por la vagabunda y silenciosa corriente.

    Entre esos cambios y ese tiempo, Negro Moreno, que no lidiaba con las putas ni con mujer alguna, "porque las mujeres te debilitan las piernas para jugar futbol y yo soy un atleta", decía, a paso lento, más lento y vacío que el tiempo y la vagancia, también alcanzó sus setenta y tres años de existencia aferrado a esas ideas. Y llegó a ellos sin conseguir casa nueva ni perder la suya, y sin tener mujer, y sin tener un baño, pero durante la mayor parte de los mismos conservando su imposible y respetado sueño de ser, y, en cambios de la baraja imaginaria de su fábula repartiendo cartas en su mente, de haber sido un gran futbolista de fama mundial. Y de esa manera lo contaba. Sólo él era capaz de sostener sobre la piel y la expresión apasionada de los ojos profundamente negros esa dualidad de pasado y presente simultáneos que recorrían las fantasías de su cabeza de neblinas y resbaladizos recuerdos de imágenes siempre repetidas y la mayoría de ellas escuchadas de otros.

    Y así lo intentaba demostrar al contar las historias de sus participaciones en el juego ante los grupos de vecinos que durante los días largos de la pereza y el sopor más que acostumbrados, envueltos por las necesidades y el calor, se formaban sobre bancos y taburetes en los dos ruidosos chinchales del barrio, en los que reinaban el juego de dominó y de damas, y el olor del café recién colado para mantener las conversaciones entre la omnipresencia del humo del tabaco y los bien soportados tragos de aguardiente.

    Pero Negro Moreno, aparte de no tener mujer ni andar con putas, tampoco fumaba ni bebía. Y apenas jugaba al dominó y a las damas porque perdía la atención con demasiada facilidad y además apenas si sabía de números y de contar, lo había olvidado. Pero nunca se quejaba de que no podía llevar las cuentas de la partida. Aceptaba las derrotas sin llegar a pensar que le hubiesen hecho trampas.

    Él se alejaba, todos los días, en las primeras horas de luz para vender sus plátanos y huevos, y la carne de puerco, cuando la conseguía, deteniéndose en muchos sitios del pueblo, en plena calle o a la sombra de los zaguanes. Y mientras vendía, si acaso lo reclamaban, conversaba de fútbol, mucho que conversaba. Y cuando entre risas lo invitaban a un trago, sabiendo de sus negativas, no los aceptaba y se ponía muy serio, porque según él seguía siendo un gran atleta, un gran jugador de fútbol que aún entrenaba para mantenerse en perfectas condiciones y al cual le sobraban los contratos en el mundo entero y si algún entrenador se enteraba de sus "vicios" seguramente lo rechazaría.

    Y con esas palabras lo hacía saber a la gente y se aprestaba para darles una demostración de sus habilidades. Dejando la mercancía en el suelo, en una canasta o en un saco, se esforzaba a la vista de todos en cortas carreras de ida y vuelta en las que sin dejar de hablar simulaba golpes de cabeza, de hombros y de rodillas a una pelota invisible, en busca del gol al aire libre. Y no lo hacía en apariencia tan mal a pesar de su edad, aunque cada día más pronto que tarde se cansaba y comenzaba a jadear antes de anotar su gol de ilusión entre el polvo y los baches de la calle. Y tenía que ir a sentarse por un rato para coger aire y aquietar la respiración.

    El ya casi inútil balón forrado de lona que le regalaran cuando más joven, milagrosamente conservado con varios parches, y cientos de veces vuelto a inflar con una bomba de bicicletas que le prestaban en el taller de mecánica del pueblo, aún daba tumbos en las calles y caminos y dentro del escuálido cuarto de su caserío donde sin fallar lo ponía a rodar de una patada al entrar y pasar a su lado. Miles de goles anotó con esa pelota en el terraplén y en su casucha, sin gradas ni portería, pero golpeando con fuerza las tablas de las paredes con ella y cuidándose de no romper el cuadro con la foto de los "viejos" ni los recortes amarillentos de periódicos que conservaba pegados a las paredes. Esos recortes eran decenas de reseñas futbolísticas que sus amigos le traían de los otros pueblos, donde sí llegaba la prensa deportiva y se podían ver los partidos por la televisión.

    Y en esas jugadas que describía, inevitablemente contaba cómo fue secundado por los mejores futbolistas del mundo, que sin frenar las carreras y atentos a las señas que él les daba, se pasaban la bola en las rápidas filigranas con que adelantaban las líneas de juego de los más dignos rivales de varias épocas hasta llegar al arco. Di Stefano, Pelé y Maradona lo acompañaron en esos tiempos, y todavía lo acompañaban a gusto, en la defensa, en el mediocampo y en la delantera, en cientos de partidos que habían jugado y que todavía jugaban en minutos vertiginosos de carreras y pases al ir pregonando su mercancía a gritos en el pueblo, en medio de la calle, o en un portal, incluso enfrente o dentro de las casas de las putas, o estando en su cuarto junto a la estrecha cama de metal y bastidores de sonoros muelles que no conocían el silencio de su voz y su entusiasmo. Todas las noches durmió en ella con su descolorido y dispar uniforme de un equipo que nunca existió bajo la almohada, y con los botines colocados parejitos al pie de la cama, donde sin despertarse podía descansar la noche entera. Dormido o despierto, para él las gradas estaban siempre repletas.

    Y cada vez que tenía una oportunidad recitaba que en sus buenos tiempos fue reconocido como el Di Stefano negro, el Pelé del platanal, y en los últimos años como el Maradona Incansable del barrio de Yaracuyay. Y tenía las fotos de periódicos de los "tres monstruos", como él los identificaba con alegría, ordenándolos por épocas en las paredes y en la carterita de bolsillo que siempre portaba y que quizá era tan vieja como él. No necesitaba para nada poder leer sus nombres, los reconocía a la perfección aún en fotos muy viejas y de grupos.

    Pero pregonaba que el Rey Pelé fue por siempre su jugador preferido. "Es el más grande. El más monstruo. Es un fenómeno" decía. Y se desdoblaba en elementales elogios con su voz profunda y gutural realmente emocionada. Y se ponía a narrar un pedazo de partido de cualquiera de los que había jugado junto al Rey, como decía de Pelé, imitándolo al esquivar a los contrarios con magia y engaños, saltando y corriendo más que todos, hasta lograr el gol y casi entrar a la portería con pelota y todo. Otras veces era él quien lo lograba, y entonces detallaba el proceso de penetración en el "campo enemigo" y cómo fueron sus amagos y sus cambios de dirección, y sus picardías y paradas. Y a duras penas accionaba la carrera y la jugada ante todos los que se admiraban en su demostración de cómo había sido la maniobra, tropezando y casi cayéndose sin equilibrio en medio de su invención, pero sin fallar su cuento entre risas y entusiasmos hasta meter el gol. Después, tras una pausa de respiración agitada, en la que se reía con más satisfacción aún, mostrando sus dientes completos y perfectos rodeados de barba blanquísima, explicaba que cuando lo hacía él la euforia del público era todavía mayor. Nadie lo superaba. Ni tan siquiera el mágico Pelé.

    Y contaba que una vez, vestidos con sus uniformes, Pelé con el de la Selección Nacional del Brasil y él con el mismo casi harapiento que siempre había lucido en el pueblo, recorriendo ambos la grama del Maracaná, con las gradas hasta el tope, los aplaudían, todos de pie, incluidos los jugadores rivales, gritando sus nombres a coro mientras se repetían las olas de inclinaciones y tributos y sonaban sambas y trompetas.

    Cada historia era un partido completo. Los niños, escuchándolo, sentados a su alrededor, y dando saltos como los que daba él, entusiasmados, alborotaban y le insistían en que contase mas jugadas y partidos. Y que les hablase de Maradona, "de Maradona, Negro, de Maradona" le gritaban, "queremos saber de Maradona", que era a quien más conocían y de quien más oían hablar a otros en el pueblo. Y que les contase de los estadios, y de cómo cortaban la hierba y rayaban las líneas y círculos, y de los árbitros, y de los mejores porteros. Y él los complacía loco de regocijo. Y también les contaba que desde joven él nunca lesionó a un portero, ni lo expulsaron de un partido, ni le sacaron una tarjeta, ni amarilla siquiera. Y que todos lo respetaban. Y por supuesto que nadie en el barrio lo dudaba. Estaban orgullosos de él. Y todos lo querían y escuchaban una y otra vez, y le creían, y se reían junto con él, tanto o más que los ingenuos niños.

    Cuando Negro Moreno murió, en un día cenizo en que no cesó de lloviznar y arreciar desde la madrugada, y después de pasar la última semana delirando en su camastro y mascullando con misteriosa y débil insistencia que desde que estaba en cama Pelé lo visitaba noche a noche para que conversaran de futbol. Y estando así predijo, en sus delirios de fiebres y sudores, sin quitar la vista de la ventana cuando apenas lograba erguirse sobre el camastro apoyándose en un codo, que se avecinaba una gran tormenta, que pronto iba a llover muchísimo, sin parar, y que tendrían que agrupar a los puercos que estaban regados por el monte para que no se ahogaran. Y que debían suspender todos los partidos amistosos que estuviesen programados contra los otros pueblos hasta la siguiente semana.

    Y recostándose de nuevo en su debilidad, añadía que él a eso de la lluvia y de suspender los partidos no le daba importancia. Que lo llamaran, que su juego no se afectaba aunque el terreno estuviese encharcado; que él jugaba como fuese; y que de seguro marcaría algunos goles. Para eso contaba con Pelé y con Maradona que estaban pendientes de él y de los próximos partidos y que a su vez marcarían los suyos. En esos días finales apenas si podía moverse pero sí meter muchos goles.

    La última noche, ya más tranquilo, soñando con la cancha y acariciando con la larga mano su balón, que dormía en el piso, junto a la cama, cerró los ojos sin dolor, y muy suave y sonriente dejó de respirar. Inmediatamente se desató un tremebundo y ruidoso aguacero, el más horrendo de todos, coreado de vientos y de truenos. Aquel chaparrón parecía poder derrumbar al mundo entero al desplomarse con insistencia y fragor atroces de vientos y latigazos sobre los techos de zinc rellenos de hojas de plátanos que se acumularon en los repetidos y vanos intentos de evitar goteras. El platanal se convirtió en un mar de largas y verdes ramazones batidas por el agua y el viento. El río renació muy hablador y amenazante y se refrescó y limpió con la crecida, echando corriente abajo mucha de la basura acumulada durante tanto tiempo de andar recogiendo desperdicios de los puebluchos vecinos en su correr de abandono y mansedumbre.

    Muerto Negro Moreno, y regada la noticia, que llegó a todas partes, como el agua que seguía cayendo y que desparramándose corría también por las calles, por las zanjas y por los vericuetos, en poco tiempo la casa se llenó varias veces de silentes y solidarias y mojadas negradas del caserío y de los alrededores. La comarca entera se presentó empapada a curiosear y a verlo muerto. A nadie le importaba la crueldad y persistencia de la lluvia. El gastado balón que rodaba por el piso le fue regalado al primer niño que lo pidió y se lo llevó loco de contento.

    Y al día siguiente, con la tierra arenosa y negra encharcada y barrosa hasta los tobillos, con el río aún más crecido, los gallos no cantaron ni se bajaron de los gajos de los árboles. El desaliñado platanal se había venido abajo casi por completo y las gallinas del vecindario no pusieron un solo huevo ni cacarearon hasta que más de una semana después escampó. Casi todos los puercos observaron el movimiento estando echados a buen resguardo y extrañamente silentes en los cobertizos y chiqueros de las partes más altas de los terraplenes. Y la puerca mayor, la preferida del Negro Moreno, con sus puerquitos mamando retozones, rezongaba tranquila con toda la cría a salvo sobre un nido de paja caliente, deseosa de fango y de camino. Así lo había pedido el Negro Moreno cuando anunció, en estado de somnoliento oráculo, la desmedida borrasca. Y claro está que lo complacieron. Ni un animalito murió.

    Cuando lo fueron a velar, después que una sombra deambulando por las paredes sin hacer ruido alguno lo rondó toda la noche vigilándolo en su calmada agonía, el desgastado y buenote Negro Moreno fue encontrado impecable sobre la cama, tendido cuan largo era, limpio y afeitado como nunca antes y vestido con el uniforme verde amarillo de la Selección Nacional de Brasil, sin que nadie hubiese visto con anterioridad esa vestimenta por ninguna parte. Lucía el emblemático número 10 bajo su nombre en la espalda. Y estaba calzado con sendos botines nuevos, con los lazos bien amarrados al final de sus piernas extendidas y flacas. No hubo explicación alguna, ni se necesitaba.

    Ante tal desquiciada indumentaria aparecida de la nada, más que creyentes y acostumbrados a hechizos y brujerías, donde nada anormal los asombraba, todos en el velatorio se alegraron, y aplaudieron sonrientes y unánimes cuando lo mostraron tan bien equipado. Y por supuesto que ni uno solo se extrañó en lo más mínimo de lo ocurrido. "Es justo", decían, "nadie lo merecía más que él". No se supo nunca quién se llevó los viejos botines de cuero con las suelas rotas y los tacos partidos que estuvieron durmiendo y también aguardando debajo de la cama durante ese tiempo de esperar por la muerte. Fueron compañeros del Negro hasta el final. Pero no pudieron ser compañía del Negro en aquel último viaje dentro de la caja. Y a más de uno eso no les gustó, porque, decían, que era de muy mala suerte robarle a un muerto. Era de tanta mala suerte que mil veces mejor sería ni intentar averiguar quién lo había hecho, porque entonces sería peor y sus almas nunca descansarían.

    Tres días y medio más esperaron para enterrarlo. Casi cuatros días. Y al final lo sepultaron en el monte, junto a sus padres, bajo el tremebundo aguacero que no cedía. Y el agua no dejó ni un ruido que no hiciese ni un plátano que no venciese. Ni un mínimo resquicio seco. Ni siquiera dentro de la caja que chorreaba la muerte y cientos de goles por las cuatro esquinas sobre los que la cargaban, ni del relleno mullido de yerbas con que lo acomodaron, ni de la fosa, ni del flamante uniforme del seleccionado carioca, ni de los asistentes. Todo estaba empapado.

    En la choza solitaria, que quedó en el silencio de las despedidas del negro grande que se iba, el aroma del aguardiente cerrero del largo velatorio luchó contra la pestilencia y se acumuló en la oscuridad de los rincones hasta que quedó impregnado en las paredes y las telas de la sucia colchoneta y en cada traste regado por el cuarto. Y en ellas se acumuló, esperando por el paso de toda la temporada de lluvias, y por el viento que la acompañaba. Y el tiempo transcurrió lento. Esa estación suele ser muy larga por barlovento. Si alguien de paso por esas tierras entraba a la choza, al momento sentía que aquello olía a aguardiente y a muerte y a cosa abandonada de años.

    Al día siguiente del empapado entierro ya decían que el espíritu compacto de otro negro, muy negro, más negro que la noche misma, retinto, andaba corriendo desnudo y aullando como un loco de un lado a otro por entre el platanal. Los ojos ciegos y creyentes, que podían verlo todo con el mayor convencimiento, a diario lo confirmaban con los detalles más exaltados de la imaginación y el miedo. Y los oídos también. Hablaron de gritos y aullidos y lamentos. Revisaron las fotos que estaban en las paredes de la casucha y los que las vieron dijeron que el espectro era igualito a Pelé. Y otros, los más fieles a su tradición pueblerina, dijeron que no, que se trataba del Negro Moreno que había regresado y los rondaba.

    Los más viejos, los que ya no recorrían los platanales corriendo y saltando porque tenían que cuidarse de los aguaceros, y hasta de las lloviznas, y de las recurrencias de la tos seca y sonora de hondos silbidos, igual que de las trampas resbaladizas del fango entre los surcos para no caer y terminar con alguna extremidad rota, que podía conducir a una interminable invalidez, dijeron que daba lo mismo uno que otro siempre que fuese para bien y protección de todos, como aseguraba la misma tradición que ocurriría con cada uno de esos espíritus de hombres que fueron buenos al reaparecer hechos presencias. Y tanto Pelé como el Negro Moreno, negros buenos de verdad, no serían la excepción. Así que, en fin de cuentas, daba igual que el nuevo espíritu fuese cualquiera de los dos.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez