Alfonso VI "Imperator Totius Hispaniae"
Conferencia pronunciada el 4 de octubre de 2012 en el Ateneo de Madrid.
Estimados señores: En primer lugar quiero agradecer muy sinceramente a la Sección de Mitos, Religiones y Humanidades la oportunidad que me brinda de estar otra vez con Vds. y, en segundo lugar, explicar el título de la conferencia de hoy. Cuando la Secretaria de esta Sección se puso en contacto conmigo para invitarme a dar esta charla, hizo referencia al compromiso que contraje el año pasado de hablar de "Las hijas del Cid"; sin embargo, contesté que era preferible tratar antes de la figura de Alfonso VI, por dos motivos: porque, para situar debidamente en la Historia la época en la que se desarrollaron los hechos narrados en la tercera parte del "Cantar del Mío Cid" y desligarlos del mito, era conveniente repasar las circunstancias políticas de finales del siglo XI y porque era de justicia conceder la palabra a este monarca "por alusiones": en la Literatura, Rodrigo Díaz es el protagonista y don Alfonso sale bastante mal parado.
Cuando los autores extranjeros se refieren a él, lo hacen como "The Brave" o "Le Valient" ("El Bravo", "El Valiente"). Sin embargo, en España, este sobrenombre está reservado a su hermano, Sancho II de Castilla. En los manuales de Historia, es simplemente "Alfonso VI" y olvidamos que en su época él firmaba los documentos oficiales con el título de "Imperator Totius Hispaniae", expresión que generalmente se traduce como "Emperador de Toda España".
Llama mucho la atención que totius, "todo", no concuerde en género y caso con Hispaniae, sino con Imperator.[1] Esta anomalía se suele atribuir a que el latín medieval se aparta de la norma clásica. Sin embargo, en la corte de León, el latín era la lengua oficial y los numerosos documentos de la época (fueros, sentencias, actas de donación, cartas de arras, etc.) están redactados con una corrección gramatical impecable, por lo que cabe pensar que la frase es correcta y nuestra traducción, no. Lo que Alfonso VI, y los demás reyes que utilizaron esta fórmula, querían decir era sencillamente esto: "Todo Emperador de Hispania". Hispania entendida como el conjunto de tierras que llevaron ese nombre en la época de los romanos: la Península Ibérica, e "Imperator" en su acepción literal: "el que manda". En cuanto a totius hace referencia a que su mandato está por encima del resto de sus vasallos: condes y gobernadores cristianos, reyes y príncipes musulmanes.
En efecto, para gran escándalo de los historiadores árabes, y especialmente de Ibn Al-Kardabus, Alfonso VI después de la conquista de Toledo, firma como "Príncipe de los Creyentes", usurpando el título reservado al Califa.
¿Fue Alfonso VI el primer rey en denominarse "Imperator Totius Hispaniae"?. No. Con este título ya firmaban los monarcas de los reinos de Asturias y León, como sucesores de los reyes visigodos, que "mandaban" en Hispania como delegados del poder político de Roma. Recordemos que entraron en la península mediante un "foedus", un pacto suscrito entre el rey Valia y el emperador Honorio, y que esta situación se mantiene hasta la caída del Imperio Romano de Occidente, momento en el que los monarcas visigodos toman el relevo imperial y, para legitimar su cargo, anteponen a su nombre de pila (Wamba, Egila, etc.) el de Flavio, con el que rubrican el cuerpo de leyes del "Liber Judiciorum", que más tarde darían lugar al "Fuero Juzgo".
Con la llegada de los árabes a España y la disolución de la monarquía visigoda, los cristianos hacen frente a la invasión desde tres núcleos principales: Asturias, Navarra y Cataluña. Cada uno a su manera. Cataluña como la "marca hispánica" del Reino de los Francos; Navarra aliándose con los Banu Qasi del Valle del Ebro; Asturias haciendo la guerra por su cuenta. Es este último reino el que pretende ostentar la legitimidad romano-visigoda y ejercer una autoridad hegemónica sobre el resto de los territorios cristianos. A partir de Alfonso I de Asturias, sus reyes y, posteriormente los de León, se titularán "Imperator Hispaniae", Emperador de Hispania.
Pero no serán los únicos. A principios del siglo XI, el rey Sancho III "El Mayor" de Pamplona y Nájera, hijo de padre vasco y madre leonesa, casado con Mundiadona de Castilla, hija de padre castellano y madre leonesa, aprovecha los vaivenes políticos del Reino de León, para ejercer un auténtico liderazgo político en los territorios cristianos y se adjudica dicho título, con el que firmará los documentos oficiales. Su hijo Fernando I de Castilla, casado con la reina Sancha de León, hará lo mismo.
Pero será Alfonso VI, rey de León y Castilla, regente de Galicia, señor de los condes cristianos de Oviedo, Lugo, Coímbra, Nájera, Vizcaya y Álava, y de los reyes musulmanes de Toledo, Sevilla, Zaragoza, Valencia, Granada y Albarracín, aliado del rey de Aragón y Pamplona, y protector de la Iglesia, el que introduzca el "totius" dentro de la fórmula. En efecto, todos son sus vasallos y él ejerce una posición hegemónica en el conjunto de los reinos de Hispania. Su nieto Alfonso VII también firmará con este título; pero al dividir sus reinos entre sus hijos y al salirle, permítanme la expresión, "un competidor" en la persona de su primo hermano Alfonso I Enríquez de Portugal, y perder el vasallaje de las taifas musulmanas ante el empuje de la invasión almohade, durante cien años esta denominación dejará de aparecer en los diplomas, hasta que la vuelva a retomar Alfonso X "El Sabio" en el siglo XIII. Y ya que los reyes de Portugal se consideran parte integrante de la antigua Hispania romana, pero no supeditados a los monarcas castellano-leoneses, el título cae en desuso, de tal forma que cuando Isabel I de Castilla y Fernando V de Aragón unen la mayor parte de la Península Ibérica bajo su cetro y se descubren nuevos territorios allende los mares, no utilizan el título de "Emperadores" sino de "Reyes Católicos", cobrando esta última palabra el sentido de "universales". Su nieto Carlos V, sí será Emperador, pero del Sacro Imperio Romano Germánico.
Aclarado todo esto, volvamos a Alfonso VI.
El imaginario popular, a través de los siglos, le ha identificado con "el envidioso que desterró al Cid", o como el "presunto asesino de su hermano Sancho". En gran medida, la Literatura ha tenido la culpa de esta deformación histórica: desde el Romancero hasta los estudios filológicos de Menéndez Pidal. De suerte que la época y la España que le tocó gobernar no es conocida como la de "Alfonso VI", sino como "la del Cid". Desgraciadamente, el intento actual de ocultar la figura "políticamente incorrecta" del vasallo ha tenido como consecuencia hacernos olvidar a uno de los reyes más importantes de nuestra historia.
Así pues, hablemos esta tarde de Alfonso VI, y descubramos al hombre cuya personalidad e ideario político dejó una profunda huella en su contemporáneo el rey Abd Allah de Granada, que le dedica páginas y páginas de sus "Memorias", y en los historiadores árabes del siglo XII, Ibn Bassam e Ibn Al-Kardabus, que describen sus gestas con tanta exactitud, que muchas veces superan a los cronistas cristianos de la Edad Media. El hombre que gobernó Hispania con unos conceptos muy similares a los de la España actual, ya que fue el rey supremo de territorios gobernados de forma autónoma, y en cuya época se desarrollaron criterios de organización municipal y territorial que perduraron durante toda la Edad Media, pasaron a América con los conquistadores y que, con otro nombre, perviven hoy en día.
De paso, también explicaremos cómo partiendo de una posición secundaria dentro de su propia familia, llegó a acumular un inmenso poder y por qué podría haber pasado a la Historia con los apodos de "El Longevo", "El Afortunado", "El Legislador" "El Mujeriego" o "El Europeísta".
Alfonso VI nació entre los años 1047-1048 y murió en el año 1109, a la edad de 62 años. Edad bastante avanzada para su época; sobre todo teniendo en cuenta que guerreó, dirigiendo personalmente el ejército, casi hasta el final de sus días.
Durante sus primeros años fue muy afortunado. Era el favorito de sus padres, Fernando I de Castilla y Sancha, reina propietaria de León. Antes que él, habían nacido las infantas Urraca y Elvira, y el infante Sancho; después de él, el infante García. Sin embargo, de todos los hermanos, Alfonso era el más querido. Tal vez porque según Jiménez de Rada, era "culto y amante de las buenas maneras". Tuvo como tutor y maestro de armas al conde Pedro Ansúrez, suegro de Álvar Fáñez, hombre de carácter diplomático, que seguramente influyó muy positivamente en la formación de su pupilo. Los Ansúrez, el conde y sus hermanos, fueron los grandes valedores de Alfonso VI en los momentos más difíciles de su vida, que también los tuvo.
Lo mismo que su hermana mayor, doña Urraca Fernández, que no dudó en salvar la vida a su hermano Alfonso en varias ocasiones, a costa de enemistarse con su otro hermano, Sancho. La "Crónica Najerense" la describe como a una mujer que no era fácil de manejar. Murió soltera y reina de Zamora a los setenta años. De ella se decía que había sido "el cerebrito" de la familia: la que había impulsado a sus hermanos Sancho y Alfonso a eliminar de la escena política a su hermano García, antes de que estallara una rebelión en Galicia.
Para poder explicar estas maniobras políticas y las luchas que sostuvieron los hermanos de Alfonso VI entre sí y contra sus primos, los reyes de Navarra y Aragón, debemos hacer mención, aunque sea brevemente, a sus abuelos y a sus padres. Sancho III El Mayor de Pamplona y Nájera está casado con Mundiadona de Castilla. A la muerte de su cuñado, reclama el condado castellano como herencia de su mujer y lo anexiona a su reino. Antes de morir, reparte la herencia entre sus hijos: a García, el primogénito, le toca Navarra; al segundo, Fernando, Castilla; a Ramiro, su hijo bastardo, Aragón. Los tres, por tener sangre real, gobernarán sus respectivos territorios con el título de "rex".
El padre de Alfonso VI, Fernando I de Castilla, se casa con la hermana del rey leonés. Éste muere en la batalla de Tamarón, y Fernando I hace valer los derechos dinásticos de su esposa Sancha. Se coronan y gobiernan conjuntamente ambos reinos. La fuerza imparable que supone la unión de Castilla y León bajo un solo cetro hace posible que Fernando I al mismo tiempo dispute a sus hermanos la herencia de su padre y extienda sus dominios a costa del antiguo Califato de Córdoba. Fernando I conquista Coímbra, Lamego, Viseo, en territorio portugués; Gormaz, en tierras sorianas; traspasa la Sierra Norte de Madrid, ocupa y repuebla a las cuencas altas del Lozoya, el Manzanares y el Jarama. Al final de su reinado los reyes de las taifas de Toledo, Sevilla y Zaragoza se declaran sus vasallos y aceptan firmar una tregua indefinida, comprometiéndose a pagar las parias, un impuesto que les asegura la protección real y el derecho a que sus tierras no sean devastadas por las correrías de los cristianos. Este pacto les viene muy bien a los dos bandos. Los cristianos no necesitan algarear para conseguir botín; los musulmanes tienen las manos libres para atacarse mutuamente, intentando en vano reconstruir el antiguo califato cordobés.
Antes de morir, Fernando I va a hacer exactamente lo que hizo su padre: repartir la herencia entre sus hijos: Castilla y los tributos de Zaragoza para el mayor; León y los gravámenes de Toledo para el segundo; Galicia y las parias de Sevilla para el tercero; las ciudades de Toro y Zamora y las rentas de los monasterios que forman el Infantazgo para las chicas. Pero Alfonso no sólo hereda tierras e impuestos, sino el título de "Imperator". Y los tres hermanos varones van a seguir al pie de la letra el ejemplo de su padre y de sus tíos: luchar entre sí para intentar imponerse a los otros: Sancho y Alfonso se alían para conquistar Galicia, expulsan a García y se reparten su reino ante la pasividad de sus vasallos. ¿Cómo es esto posible?
García tenía fama de déspota. Había arrebatado el condado de Portucale al conde Nuno Mendes por la fuerza de las armas y lo había incorporado a su patrimonio particular. Esto no gustó a la nobleza gallega, que no dudó en abandonarle y pasarse en bloque a sus hermanos. García huye al reino de Sevilla, donde su vasallo, el rey Al-Mutadid le da hospitalidad durante algún tiempo, mientras Sancho II de Castilla hace la guerra a Alfonso VI de León. En la batalla de Golpereja, éste último es derrotado y preso. Sancho decide sacarle los ojos y encerrarle en una mazmorra de por vida.
La infanta Urraca intercede a favor de Alfonso, su hermano preferido, y consigue que el primogénito cambie el castigo: Ya que, según la tradición visigoda, la tonsura, al igual que la ceguera, inhabilita a un monarca para ejercer su cargo, el derrotado ingresará en el monasterio de Sahagún. Alfonso cumple su promesa, cede a su hermano el reino de León, se hace novicio y, durante algunos meses, llevará una vida de monje ejemplar.
Dicen las crónicas que una noche se le aparece San Pedro. Le anima a no desfallecer y le promete que vencerá a su hermano Sancho. Esta es una típica leyenda medieval en la que se nos muestra cómo le veían sus contemporáneos: un rey favorecido por el Cielo.
Y algo hubo de ello porque, a partir de aquí, comienza la etapa de su vida en la que pudiera haberse ganado el título de "El Afortunado". Siguiendo el plan de su hermana Urraca, se escapa del monasterio con la ayuda de los hermanos Ansúrez y se refugia en la corte del rey de Toledo. Al-Mamún le recibe con los brazos abiertos. Durante nueve meses se convierte en su huésped de honor, y no sólo entabla una sincera amistad con el anciano monarca musulmán, sino que tiene ocasión de conocer, desde dentro, las tensiones que enfrentan a los distintos grupos étnicos, políticos y religiosos de la Marca Media. Una información de primera mano, que luego sabrá utilizar magistralmente para conseguir sus propios fines.
Mientras tanto, Sancho II de Castilla descubre la intervención de la Urraca Fernández en la fuga de don Alfonso, y se dirige a Zamora, dispuesto a vengarse. Cerca la ciudad y mure. ¿Cómo? No lo sabemos. La "Historia Roderici", biografía anónima en latín de Rodrigo Diaz de Vivar, no lo cuenta. Los romances posteriores dicen que "murió apuñalado por la espalda, mientras hacía sus necesidades", y adjudican su muerte a un tal Bellido Dolfos (noble gallego), instigado por la infanta. Lo más seguro que tales circunstancias sean una fabulación literaria. Lo único cierto es que muere durante el asedio -probablemente durante alguna acción militar- y que los nobles castellanos se apresuran a elegir un nuevo rey. Deben escoger entre Alfonso VI y García I de Galicia; pero desechan al segundo, por su fama de tirano, y se decantan por el primero, famoso por su talante diplomático. Y así, don Alfonso proclamado rey de Castilla, pone las bases de una reconciliación entre leoneses y castellanos, e inicia una política de acercamiento de las grandes familias de los dos bandos, como demuestra su intervención en la boda de Rodrigo Díaz de Vivar con la hija de conde de Oviedo.
En el año 1073 despoja nuevamente a su hermano García del reino de Galicia, sin emplear las armas: le emplaza para una entrevista; comparece García, que es apresado y encarcelado de por vida en el castillo de Luna. Ninguno de sus vasallos le defiende. Al contrario, aceptan muy gustosos el liderazgo de Alfonso VI, que a partir de entonces hace realidad su sueño de reinar sobre la totalidad de los territorios que pertenecieron a sus padres.
Sin embargo, no acaba aquí su buena fortuna. En el año 1076, su primo Sancho IV Garcés de Pamplona y Nájera muere durante una cacería, despeñado en el barranco de Peñalén. Las manos que le empujaron al vacío fueron las de sus hermanos Raimundo y Ermensinda. Aunque tiene dos hijos varones, menores de edad, y varios hermanos que no han participado en el asesinato, los nobles navarros no los aceptan como sucesores suyos, sino que convocan a sus dos primos hermanos, Sancho Ramírez, rey de Aragón, y Alfonso Fernández, rey de León y Castilla, que acuden a Navarra al frente de sus respectivas huestes. Lo que podría haber terminado en una sangrienta guerra civil, se resuelve mediante un pacto: Sancho Ramírez es coronado rey de Pamplona. La Rioja pasa a manos de Alfonso VI, que se apresura a casar a una de las infantas navarras, Urraca Garcés, con su mejor amigo, el conde García Ordóñez, los cuales la gobernarán en su nombre con el título de "condes de Nájera", sustituyendo en el gobierno de la comarca al noble vasco Íñigo López que, a cambio de recibir Vizcaya y Álava como señorío hereditario, se pone voluntariamente al servicio de Alfonso VI. Ese mismo año muere Íñigo López y le sucede su hijo Lope Íñiguez, que es elevado a la categoría de conde, con el privilegio de asistir a las reuniones de la Curia Regia de León, órgano colegiado, similar a nuestro moderno "consejo de ministros", que gobernaba conjuntamente con el rey, y al que pertenecían todos los magnates de la primera nobleza, vinculados por lazos de parentesco o amistad con el titular de la corona. Más tarde, se le entregaría a Lope Íñiguez el gobierno de Guipúzcoa. De esta forma, sin violencia y sin armas, voluntariamente, las tres provincias que actualmente configuran el País Vasco, se desvinculan de Navarra para integrarse en Castilla.
También fue un triunfo diplomático ceder el reino de Pamplona a Sancho Ramírez, rey de Aragón, cuyos reino patrimonial apenas comprendía algunos estrechos valles pirenaicos en torno a Jaca, y que hasta entonces había fracasado en sus intentos de conquistar Graus y Barbastro; pero cuyas miras estaban puestas en la taifa de Zaragoza. A cambio, Sancho que se había hecho vasallo el papa, en el año 1068, para obtener la protección de la Santa Sede, reconoce la hegemonía política de su primo y le apoya en momentos tan decisivos como en la invasión almorávide. Pero no adelantemos acontecimientos.
Sólo diremos que, en el año 1076, Alfonso VI tenía bajo su control, incluidas las taifas musulmanas, que le pagaban las parias correspondientes, todos los territorios peninsulares, a excepción de los condados catalanes, que todavía seguían perteneciendo "de derecho" al Reino de los Francos, aunque "de hecho" hacía casi setenta años que se habían roto los vínculos que les unían con París y la dinastía de los Capetos. Sin embargo, más adelante, gracias a la intervención del conde Ansúrez, que casa a una de sus hijas con el heredero del condado de Urgell, y a Rodrigo Díaz de Vivar que hace lo mismo con el de Barcelona, la diplomacia alfonsí consigue tender el puente que une los intereses de Cataluña con los del resto de Hispania.
Estas dotes diplomáticas, tan alabadas por el historiador Gonzalo Martínez Díez, en su obra "Alfonso VI, señor del Cid y conquistador de Toledo, se ven muy reflejadas en la anécdota que recoge Reinhart Dozy, en el libro IV de su "Historia de los musulmanes de España": En el año 1078, el rey de Sevilla se niega a pagar las parias. Alfonso invade la taifa y sitia la ciudad. El hayib (primer ministro) Ibn Ammar, sabiendo lo mucho que le gusta el ajedrez, le propone jugarse el reino en una partida. Alfonso acepta y pierde. O mejor dicho, "se deja ganar". Alfonso VI levanta el cerco y regresa a León, llevando consigo el importe de los impuestos atrasados: obtiene sus objetivos, sin mermar la reputación del hayib.
De las relaciones de este rey con los musulmanes se ha escrito mucho. Hay que hacer especial mención al artículo "El conde mozárabe Sisnando Davidiz y la política de Alfonso VI con las taifas", de Emilio García Gómez y Menéndez Pidal; la traducción y notas de Lèvi-Provençal y García Gómez de las "Memorias" de Abd Allah, publicadas bajo el título "El Siglo XI en primera persona"; el estudio, traducción y notas de Felipe Maíllo Salgado de "Historia de Al-Andalus" de Ibn Al-Kardabus; y el trabajo de Delfina Salgado, "Ibn Al-Sid Al-Balayawsi (1057-1127): un gramático con vocación de filósofo", que nos podrán dar una idea bastante exacta de lo que sucedió durante y después de la conquista de Toledo.
Pero antes de hablar de esto último, permítanme, ya que hemos dejado a Alfonso VI en el año 1078 abandonando Sevilla, después de cobrar el impuesto de vasallaje, que sigamos contando un poco de su vida particular, con la que bien se hubiera podido ganar el sobrenombre de "El Mujeriego", "El Tenorio" o "El Barba Azul Real". Efectivamente, ese año repudia a su primera esposa, Inés de Aquitania y, tras un fallido intento de compromiso matrimonial con Agatha de Normandía, hija de Guillermo "El Conquistador", pide al duque de Borgoña la mano de su hija Constanza.
Tengo que hacer irremediablemente aquí esta interpolación porque si no explico las circunstancias de este repudio y de este nuevo matrimonio, no se entiende bien qué mezcla de intereses políticos y religiosos llevaron a Alfonso VI a tomar la determinación de conquistar el reino de Toledo y de abrir las puertas de Hispania a los francos, gentes venidas de todas las partes de Europa, a las que concederá Fueros especiales, tales como el de Sahagún, el de Logroño o Toledo. Esta faceta suya bien podría haberle acarreado los sobrenombres de "El Europeísta" o "El Legislador".
Pero centrémonos ahora en sus asuntos familiares. Empecemos por Inés, hija del duque Guillermo de Aquitania y de Hildebranda de Borgoña. Los esponsales se realizaron cuando la novia contaba con unos 10 años de edad; pero no empezaron a convivir hasta que ésta no cumplió los catorce. En el año 1074 ya aparece en los diplomas con el título de reina y en el año 1076 confirma con su marido el Fuero de Sepúlveda. Al año siguiente es repudiada, alegando "esterilidad", y muere el 6 de junio de 1078. Sin embargo, durante todos estos años, Alfonso VI ha mantenido una relación sentimental con Jimena Muñiz, hija de un magnate de la Curia Regia, de la que han nacido varias hijas, entre ellas Teresa de León, futura reina de Portugal.
El deseo de tener un hijo varón, que herede el "Imperio", hace que Alfonso VI se plantee la necesidad de casarse legalmente, y para ello pide la mano de su hija al duque de Borgoña. Pero en realidad no le mueve el interés de una alianza política con el Ducado, sino con la Iglesia. Constanza de Borgoña es sobrina de Hugo de Sèmur, abad de Cluny, en aquellos momentos la orden monástica con más influencia dentro del mundo cristiano, y que va a proporcionar a Roma varios papas que reinarán sucesivamente desde finales del siglo XI a principios del siglo XII.
Uno de sus monjes es ahora el papa Gregorio VII. Y Gregorio VII, para prevenir un nuevo cisma (se acaba de producir el del rito oriental, conocido como el de Bizancio), decide unificar la liturgia y conmina a Alfonso VI a que en sus reinos se destierre el rito hispano-visigodo de San Isidoro de Sevilla y lo sustituya por el romano. Este asunto, en el siglo XXI, puede parecernos algo trivial; para los astur-leoneses del siglo XI, aquello les pareció el fin del mundo: ¡Habían resistido a los peligros del islán gracias al apego que tenían a sus tradiciones! Hubo una revuelta generalizada. El papa mandó como legado pontificio al cardenal Ricardo, cuyas exigencias soliviantaron más los ánimos, pues le pidió a Alfonso VI que se hiciera vasallo papal y que entregara a la Santa Sede todos los territorios que, a partir de entonces, conquistara a los musulmanes.
Pero Alfonso VI no tenía ninguna intención de arrebatar a los moros unos territorios de los que obtenía grandes sumas de dinero sin exponerse a grandes riesgos militares (como explica detalladamente el rey Abd Allah en sus "Memorias") y menos entregarlas a un poder extranjero, aunque este poder fuera el del Santo Padre. La solución era tener un "padrino", un "intermediario" que, sin exigirle mucho, pudiera interponerse entre él y Gregorio VII. Nadie mejor que el abad de Cluny, que ya había impedido la ruptura entre el papado y el Imperio Germánico. Así que pide la mano de su sobrina Constanza, viuda del conde de Châlons, y ruega que envíe monjes de su orden para que le ayuden a implantar la reforma litúrgica. Pero sus hermanas, las infantas Urraca y Elvira discrepan: Los nuevos monasterios cluniacenses son independientes, y al no tener obligación de pagar rentas al Infantazgo, las infantas prevén que sus ingresos personales disminuirán considerablemente. En esta disputa, llega a Hispania Constanza de Borgoña. Tiene 34 años. No es una niña y sabe que su deber es dar rápidamente un heredero al rey.
Hay una famosa carta de Gregorio VII, dirigida a Alfonso VI, en la que se mencionan varios temas: la lentitud con que se está tratando el asunto de la reforma litúrgica, la bronca que ha tenido una fémina de la corte con el legado pontificio y "esa mala mujer, consanguínea de tu legítima esposa, con la que estás viviendo en concubinato". Todo un enigma histórico que ha hecho correr ríos de tinta. La "mala mujer" no podía ser Jimena Muñiz, la antigua amante del rey, porque no era pariente de Constanza de Borgoña. Tampoco sería lógico que fuera ésta, porque se supone que el rey ya estaba casado con ella. Menéndez Pidal aventura que tal se refiera a alguna dama del séquito de la reina. Hay autores que opinan, y yo comparto esta opinión, que el papa alude a la propia Constanza, tía de la difunta Inés de Aquitania, la última esposa legítima de la que el pontífice tiene noticias.
La infanta Urraca de Castilla nació en junio del año 1080, lo que significa que fue concebida a finales de septiembre del año 1079. Sin embargo no hay ningún diploma o acta que haga referencia a la boda de sus padres. Posiblemente fue una ceremonia privada; lo cual estaba prohibido por el Sínodo de Letrán del año 1053. Y de haber sido pública, ¿qué ritual debería haberse empleado: el hispano-visigodo o el latino? Por el latino no se podía celebrar porque el concilio que aprobó el cambio litúrgico se celebró en Burgos, en marzo del año 1080. Si el matrimonio fue bendecido por el hispano, éste no tenía ningún valor legal a los ojos de Roma. Por lo tanto, los reyes "vivían en concubinato". Sin embargo, arreglado el problema litúrgico con el mencionado concilio, en la siguiente carta papal, doña Constanza ya aparece con el título de "uxor", legítima esposa. Y en los trece años que duró el matrimonio, hasta su muerte, acaecida en el año 1093, dio seis hijos al rey. De los cuales, solo sobrevivió Urraca de Castilla, a la que sus padres casaron con Raimundo de Borgoña y Maçon, conde d"Amaous, del que ya hablaremos más adelante. Pues ahora nos toca hacerlo de la conquista de Toledo.
Ya hemos visto que con la nueva reina, llegaron un gran número de monjes, entre los que se encontraban los que serán los futuros obispos de Toledo, Osma y Valencia; y posiblemente una mesnada de caballeros borgoñones que obedecían las órdenes de doña Constanza, a los que hace mención la Crónica de Jiménez de Rada. Esto, unido al deseo de Gregorio VII de que la política de Alfonso VI no se limitara a contemporizar con los musulmanes, da a entender que el monarca y la Curia Regia sufrieron algún tipo de "presiones externas" para que se materializara la conquista de la "capital del antiguo reino visigodo". Algunos autores ponen énfasis en que la restauración del orden de sus antepasados fue el principal motivo que llevó a Alfonso VI a conquistar Toledo. Aunque si leemos atentamente los relatos de Ibn Bassam y de Al-Maqqari, no sacamos la misma conclusión: cuando después de la conquista, le sugieren "que debía ceñir la corona y vestir las ropas de los cristianos que dominaban la Península antes de ser ésta conquistada por los musulmanes", el rey se niega y les da largas, con la excusa de que no lo hará hasta que no conquiste Córdoba.
Pero no parece que este proyecto, la conquista de Córdoba, estuviera en las miras de un hombre que, según el rey Abd Allah, cuando el hayib de Sevilla le propone adueñarse de Granada, desecha el plan porque los gastos en hombres y dinero no compensaban las posibles ganancias: aquella ciudad solo podría conservarse a través de la lealtad de los granadinos. Alfonso VI sabía perfectamente que no podía contar con ella, y (cito textualmente) "ni sería factible que yo matase a todos sus habitantes para poblarla con gentes de mi religión". Un planteamiento muy realista. Tengamos en cuenta estas palabras porque nos dan un indicio de cómo veía nuestro monarca la conquista de Toledo: no era partidario de mover ficha sin antes haberse asegurado el éxito.
Por lo que, a pesar de las presiones del papa y del legado pontificio, seguramente se hubiera mantenido al margen si no hubiera sido porque la situación interna de la taifa toledana se hizo insostenible. Su amigo, el rey Al-Mamun había muerto en el año 1075; le sucedió brevemente su hijo Ismail, que fue envenenado a los pocos meses. En estas circunstancias, fue elegido como rey uno de sus nietos, llamado Al-Qádir, al que Ibn Al-Kardabus describe como más aficionado al vino y a las mujeres que al gobierno. Según el rey Abd Allah, fue la torpeza política del joven rey la que motivó la intervención de Alfonso VI. En efecto, nada más llegar Al-Qádir al trono su primera preocupación fue quitarse de en medio a Al-Hadidi, el primer ministro de su abuelo; para ello no se le ocurrió otra cosa que sacar de la cárcel a sus enemigos políticos, los cuales dieron muerte al visir (cito textualmente lo relatado en las "Memorias" del rey Abd Allah) "haciéndole sufrir los peores ultrajes, porque solo querían vengarse".
A partir de aquí todo fue un cúmulo de despropósitos. Sigamos el relato de Ibn Al-Kadbus en "Historia de Al-Andalus": Al-Qádir trata duramente a su propio pueblo y, al estilo de la actual "primavera árabe", una noche del año 1080 estalla una rebelión en Toledo. Tras un sinfín de sangrientos sucesos, los notables de la ciudad ofrecen el gobierno de la Marca Media al rey Al-Mutawakkil de Badajoz. Intenta mediar Ibn Ammar, el hayib de Sevilla, que acababa de ser expulsado de su taifa acusado de traición, y las cosas se complican. Al-Mutawakkil acepta ocuparse de Toledo y lo hace a fondo: invade la taifa, expulsa a Al-Qádir, se encierra en el alcázar, goza de las mujeres del harén, y se despreocupa del resto. Al-Qádir, desde Cuenca, pide ayuda militar a Alfonso VI. En la primavera de 1081, éste convoca a la hueste regia y se dirige a la ciudad del Tajo. Al ver llegar aquella numerosa tropa, Al-Mutawakkil huye, llevándose consigo el Tesoro toledano. Alfonso VI le deja escapar (después de todo, también es su vasallo) y repone en el trono a Al-Qádir, que tiene que pagar la manutención y los gastos ocasionados por el desplazamiento del ejército (lo cual indica que los cristianos tenían prohibido algarear y saquear el territorio por su cuenta).
Dice la "Historia Roderici" que, simultáneamente, los moros de Zaragoza atacan Gormaz y El Cid sale en defensa de la comarca; en su huida, los musulmanes zaragozanos traspasan la frontera de la Marca Media, y Rodrigo Díaz, que les persigue, ataca el norte de Guadalajara. Justo cuando don Alfonso acaba de pacificar la zona. Resultado: Aquel mismo verano, "El Campeador" parte para la taifa de Zaragoza.
¿Fue un "destierro" o una "forma camuflada" de controlar desde dentro un reino codiciado por los navarro-aragoneses y catalanes, cuyo rey acababa de morir y su sucesor estaba en guerra contra su hermano, el emir de Lérida? Como expliqué en mi anterior conferencia, "El Cid entre el mito y la Historia", la situación política del momento parece indicar la segunda opción, aunque sea menos novelesca que la primera.
Bien, el caso es que, según los relatos de los historiadores Ibn Al-Kardabus e Ibn Bassam, Al-Qádir, sintiéndose apoyado por el monarca cristiano, oprime a su pueblo e implanta un régimen de terror y delaciones. El rey Abd Allah atribuye este comportamiento a la presión fiscal impuesta por Alfonso VI a las taifas con el objeto de debilitarlas internamente. En el caso de Al-Qádir, además debe pagarle al rey leonés una fuerte suma de dinero como indemnización de guerra. Esto le obligará a recaudar los impuestos a la fuerza, lo que ocasionará una nueva rebelión en su reino. Sin embargo, ni utilizando la coacción consigue alcanzar la cuantía prometida al Emperador, por lo que pacta la entrega de varios castillos dentro de sus territorios. Sin embargo, durante dos años le da largas a Alfonso VI, y éste se resuelve a tomarlos por las armas, algareando durante la primavera del año 1083 en las comarcas comprendidas entre Madrid y Talavera de la Reina.
Ese mismo año, Al-Qádir expulsa de Toledo a sus adversarios políticos, que corren a refugiarse en Madrid. Parece ser que hubo conversaciones entre éstos y los representantes de Alfonso VI. Tal vez ese es el momento en el que el monarca cristiano comprende que la situación ha llegado a su límite y decide gobernar directamente la Marca Media. En el verano de 1084, convoca la hueste regia. Gregorio VII otorga indulgencia plenaria a todos los que luchen a favor de Alfonso VI, defensor de la causa cristina, y se le unen mesnadas de caballeros francos, reunidos por el cardenal Ricardo de San Víctor de Marsella, legado pontificio para Hispania.
El ejército aliado cerca Toledo y se establece un campamento permanente al sur de la ciudad.
Causa extrañeza que ciudades y fortalezas tan cercanas como Illescas, Madrid, Alcalá de Henares, Guadalajara y Talavera no salgan en defensa de su capital. Es más, Madrid se entrega voluntariamente al paso del ejército castellano-leonés. Don Alfonso deja una guarnición cristiana dentro de sus murallas y los musulmanes se trasladan a lo que es ahora Las Vistillas. Las otras plazas permanecen a la espera, sin destacar a sus hombres. Raro. Más raro todavía que Alfonso VI, durante el invierno, abandone a los francos ante las murallas de Toledo, pasando hambre y frío, y que él regrese con sus tropas. (El 3 de noviembre de 1084 está en León firmando el Fuero de Astorga). ¿Qué ha pasado? Posiblemente, ya que no entra dentro de lógica militar "dejar enemigos a las espaldas", Alfonso VI, astutamente, ha pactado previamente con los nobles descontentos del Reino de Toledo, ofreciéndoles ganancias y prebendas, lo cual estaría en línea con lo que refiere el rey Abd Allah en sus "Memorias": "Los Banu-I-Lawaranki, los Banu Mugit y las gentes que se les habían adherido fueron los que tuvieron mayor culpa en la caída del reino de su soberano"
Alfonso VI regresa a Toledo a finales de marzo o principios de abril del año 1085. Parlamenta con los notables de la ciudad, y el 6 de mayo capitulan; aunque la entrada triunfal no se hará hasta el día 25 del mismo mes. Conquistada la capital del reino, las demás ciudades y fortalezas se entregan voluntariamente. En menos de un mes controla todo el territorio comprendido entre Talavera de la Reina y Guadalajara. En junio de 1085, Al-Qádir,parte al destierro. Se dirige primero a Cuenca y después a Valencia, donde ejercerá su mando, primero bajo la tutela de Alvar Fáñez y más tarde de la del Cid. En el año 1092 muere asesinado a manos de los musulmanes valencianos, provocando la toma de la ciudad por Rodrigo Díaz de Vivar. Pero esta es otra historia.
Volvamos a Toledo. Para ganarse la fidelidad de sus nuevos súbditos, las condiciones de capitulación no pueden ser más generosas: Los musulmanes conservarán vidas y haciendas, y sólo deberán pagar un impuesto anual por cabeza. Además tiene el acierto de nombrar gobernador de la ciudad al mozárabe Sisnando Davidiz, conde de Coímbra, que (leo textualmente a Ibn Bassam): "Trató de hacer llevadera la desgracia a los toledanos, y tolerable la vil condición a la que habían llegado, mostrándose poco exigente y procediendo con justicia en sus decisiones, por lo cual se concilió los corazones de la gente honrada, pues llevó su solicitud hasta la misma plebe". Además, según Ibn Al-Kardabus: "Era cosa bien sabida que él (Alfonso VI) había distribuido 100.000 dinares entre los pobres de Toledo para que se ayudaran en la siembra y el cultivo". Tanto favoreció el cambio de gobierno a los habitantes de una ciudad, sumida en el caos desde la época dorada de Al-Mamún, que permanecerán fieles a Alfonso VI, incluso después de la invasión almorávide. Tal vez, esta lealtad está también vinculada a las numerosas conversiones al cristianismo que, de forma libre y espontánea, se produjeron entre la población musulmana, tal y como relata escandalizado el historiador Ibn Bassam, en su obra "La Dajira"
Confieso que esto último, y la existencia de dos versiones contradictorias de la toma de la Mezquita Mayor para transformarla en catedral, la del historiador Ibn Bassam y la del obispo Jiménez de Rada, me dieron mucho qué pensar durante algunos meses, hasta que pude atar todos los cabos: En el reino de Toledo, además de la corriente política contraria a Al-Qádir, había otra con ideas afines al jurista cordobés Ibn Abd Al-Barr, que opinaba que "el gobierno de la comunidad puede ser aceptable en manos de un infiel; pero no de un tirano". Esto explica que Guadalajara abriera voluntariamente sus puertas a Alvar Fáñez cuando por allí pasa éste con Al-Qádir, camino del destierro. Una vez situados los cristianos en Madrid y Guadalajara, Alcalá de Henares no tenía más remedio que rendirse. En cuanto a Talavera, estaba gobernada por el cadí Al-Waqqashi, que más adelante, durante la conquista de Valencia, haría de mediador entre el Cid y los valencianos; lo cual nos permite suponer que, con más motivo, también lo hiciera en Talavera a favor de Alfonso VI.
Existe un alegato a su favor, escrito por su amigo, el gramático y filósofo, Ibn Sid de Badajoz, conocido como "Defensa de Al-Waqqashi", algo que no hubiera sido necesario si el cadí de Talavera no hubiera sido acusado por sus correligionarios de "ateísmo" y "herejía", es decir, de simpatizar abiertamente con las ideas cristianas. Por otra parte, Ibn Sid, nacido en Badajoz, se exilió primero a Toledo y luego a Albarracín, donde fue secretario del príncipe Al-Malik Al-Razin, justo en la época en la que, según Ibn Al-Kardabus, este emir estaba muy interesado en, que Alfonso VI, cito textualmente: "le confirmase en sus dominios como gobernador en su nombre".
Por cierto, la "Historia Roderici" concede el mérito de esta alianza al Cid Campeador; ¿pero no sería, en realidad, obra de Ibn Sid de Badajoz? Dejo esta pregunta en el aire.
En cuanto al caso de la Mezquita Mayor, resulta raro que, habiéndose acordado en el pacto de capitulación que sería respetada, al poco tiempo fuera convertida en catedral de Toledo. Según Jiménez de Rada, esto fue obra de doña Constanza de Borgoña y del obispo electo Bernardo de Sèridac, los cuales ordenaron a un grupo de caballeros francos que la tomaran por la fuerza, a espaldas del rey. Sin embargo, Ibn Bassam hace referencia al relato de un testigo presencial: El día que cerraron la mezquita al público, el ustad Al-Magami fue el último en salir, (leo textualmente) "mientras los cristianos lo miraban con reverencia y respeto, sin que nadie osara alargar hacia él la mano". En cuanto si la decisión se tomó a sus espaldas, al leer los nombres que aparecen en el documento de dotación de la catedral, queda bien claro que no fue así. En él figuran su firma, la de la reina, los obispos, las dos infantas y todos los condes, por orden de importancia, comenzando por Pedro Ansúrez y terminando por Sisnando Davidiz. Es decir, fue decisión suya, refrendada por todos los miembros de la Curia Regia. Y bien acogida por los toledanos, ya que las fuentes musulmanas no citan ninguna revuelta popular.
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