Esta manera de entender la fe, como una opción personal, es la que se sobreentiende en la famosa "apuesta de Pascal", quien consideraba que ante la duda de si Dios existe o no, la apuesta no podía ser dudosa: Había que apostar en favor de la existencia de Dios, es decir, había que someterse a la fe en él, pues, aunque no existiera, nada se perdía con haber creído, mientras que, si existiera, se habría ganado todo, precisamente por haber tenido fe.
Pero esta "apuesta" dice muy poco en favor de Pascal desde el punto de vista de su propia rectitud intelectual y desde el punto de vista de su concepto de esa divinidad en la que "convenía" creer. Sería realmente triste que dicha divinidad juzgase, salvase o condenase por el hecho de que uno se guiase de su propia racionalidad a la hora de afirmar o negar su existencia, o de abstenerse de juicio mientras no tuviera bases suficientes para afirmarla o para negarla.
En relación con la actitud que deba mantenerse respecto a la fe en su relación con la veracidad tiene interés reflejar las palabras de B. Russell cuando escribe:
"el verdadero precepto de la veracidad […] es el siguiente: "Debemos dar a toda proposición que consideramos […] el grado de crédito que esté justificado por la probabilidad que procede de las pruebas que conocemos""[43].
Sin embargo, parece que los dirigentes católicos pretenden conseguir con sus "verdades de fe" determinados objetivos como los siguientes:
1) Presentarse a sí mismos como portadores de un mensaje misterioso, pero necesario para la obtención de la "eterna salvación";
2) Aparentar ante la gente que ellos están en contacto directo o indirecto con un Dios que les informa de sus mensajes y doctrinas para que las prediquen a los hombres;
3) Protegerse a sí mismos de cualquier crítica contraria a las doctrinas que pretenden imponer a partir de una supuesta autoridad sobre los "fieles" de su iglesia, pues, cuando tales contenidos puedan ser racionalmente criticables, la mejor forma de mantener su autoridad acerca de su valor es recurrir a la autoridad divina, de la que supuestamente ellos serían los "embajadores" y "pontífices" –hacedores de puentes-, entre su Dios y el resto de los mortales, como si Dios –en el caso de que existiera y fuera omnipotente-, no hubiera tenido poder suficiente para comunicarse directamente con cada uno de los seres humanos.
Por otra parte, estos dirigentes, si más adelante advierten que le conviene corregir alguna doctrina en cuanto la Ciencia haya puesto de manifiesto su falsedad, en tal caso y para no perder autoridad entre sus fieles, tratarán de amoldarse a las evidencias científicas considerando que su anterior doctrina se había interpretado mal o que se trataba de una metáfora, o sirviéndose de cualquier otra explicación que le permita seguir afirmando dogmáticamente lo que le convenga, sin que la Ciencia o la razón puedan quitarle autoridad, tal como sucedió en el caso de la defensa del heliocentrismo por parte de Galileo en el siglo XVII o como en el de la defensa del evolucionismo por parte de Darwin en el XIX, teoría científica contra la que el fundamentalismo cristiano sigue dando sus agónicos coletazos mediante su actual defensa recalcitrante del mito creacionista.
En definitiva, ¿qué autoridad podrían tener los dirigentes católicos para exigir que se tuviera fe en sus palabras y en sus dogmas? En cuanto la fe y la religión en general van ligados al fanatismo y a la intolerancia, habría que concienciar a la sociedad de la conveniencia de desenmascarar a quienes, después de tantos siglos de fraudes, robos y asesinatos, todavía pretenden seguir manipulando a niños y jóvenes para conseguir con ellos el reemplazo de quienes, gracias a la fuerza de la cultura y de la racionalidad, se han ido liberando de sus garras[44]
Fe y veracidad como actitudes contradictorias
Como ya se ha visto, de acuerdo con muchos de los planteamientos anteriores los dirigentes de la Iglesia Católica consideran la fe como una condición necesaria para la salvación, pero al mismo tiempo y de acuerdo con los mandamientos de Moisés exigen igualmente no mentir o, lo que es lo mismo, ser veraces.
Ahora bien, en cuanto la fe implica aceptar como verdad algo de lo que no se sabe que lo sea, mientras que la veracidad implica reconocer como verdad sólo aquello de lo que se sabe que lo es, estas actitudes son realmente contradictorias entre sí.
¿Podrían los agentes del Vaticano defenderse de la crítica a su doctrina acerca de deber de someter la razón a la fe, es decir, a la aceptación irracional de aquellos absurdos que ellos decidan que hay que creer?
Ante esta situación de perplejidad por la contradicción de sus doctrinas y por su obstinación en que deben ser creídas, a pesar de lo que diga la razón o el simple sentido común, los oligarcas de la Iglesia Católica declaran con insistencia que hay que creer en las doctrinas que ellos proclaman argumentando que se encuentran por encima de la razón humana.
Intentando razonar con alguno de ellos, nos diría:
-¡Se trata de un "misterio" y hay que "creer" en su verdad, aunque la razón no alcance a comprenderlo!
Y a estas palabras se le podría replicar:
-Pero, si es un misterio, es decir, si se trata de algo que la razón no puede llegar a comprender, ¿podrías explicarme qué camino has seguido tú para llegar a conocer su verdad?
Y la conversación podría continuar así:
-¿Para qué te crees que está la fe? La fe la da Dios y su valor es infinitamente superior al de la razón y, además, como ya decía "San Agustín", "nisi credideritis non intelligetis", o, dicho en castellano, "si no creéis, no entenderéis".
-Pero, ¡qué suerte la tuya, que sabes qué doctrinas hay que creer a pesar de no disponer de ningún argumento en su favor! ¿Podrías indicarme al menos algún indicio para saber al menos qué doctrinas debo creer, al margen de que no pueda razonarlas? Pues el caso es que yo no sé cómo podría aceptar los dogmas de tu iglesia o los de cualquier otra sin atentar contra el precepto de ser veraz, el cual me exige que sólo otorgue mi asentimiento a las proposiciones que se me presenten como verdaderas, pero que no asuma como verdadero aquello que otro me diga por el simple hecho de que me asegure que ha hablado con Dios o que hay en su interior una especie de lucecita que le dice "¿esto es verdad!". Además, ¿cómo se pueden aceptar como verdad doctrinas que no sólo son incomprensibles sino que incluso van en contra de la propia razón?
-Ya te he dicho que el mérito de la fe consiste en aceptar doctrinas que son incomprensibles para el ser humano y que humillan la soberbia de su razón. Y, sin duda alguna, aunque ya sé que hay "falsos profetas", nosotros somos los intermediarios de Dios en quienes tienes que creer. Para pertenecer al número de los escogidos hay que humillar la propia racionalidad como un instrumento maligno que nada representa frente a ese don formidable de la fe que Dios envía a todo aquel que reconozca la insignificancia de su razón frente al carácter inconmensurable de su sabiduría infinita.
-Tus palabras suenan bien y pareces muy seguro de lo que dices, pero sigo encontrando en ellas demasiados aspectos oscuros que quisiera entender. Dejando a un lado el problema de la supuesta existencia de un Dios que desee que creamos en él en lugar de darse a conocer directamente, me refiero, en primer lugar, al problema de cómo saber que sois vosotros quienes estáis en comunicación con Dios, si es que alguien lo está, pues eso mismo proclaman los dirigentes de otras religiones, de forma que, si tuviera que aceptar las doctrinas de todo el que dijera que hablaba en el nombre de Dios, en tal caso me volvería loco. ¿Podrías darme alguna prueba de que sois vosotros quienes estáis en comunicación con Dios?
-¿Acaso no conoces los milagros realizados por Dios, por la Virgen y por los santos?
-He oído hablar de sucesos milagrosos pero no he sido testigo de ninguno. Además, he oído hablar de ellos no sólo en tu religión sino en todas las que conozco. Así que con ese argumento tendría que aceptar que todas las religiones son verdaderas.
-En cierto modo te comprendo, pero ten en cuenta que los milagros de Lourdes o de Fátima son auténticos milagros y no mentiras como las de los embaucadores de otras religiones. ¿No te das cuenta de que la propia grandiosidad del santuario de Lourdes y los miles de personas que acuden allí continuamente sería incomprensible si no fuera por los milagros que la Virgen ha realizado en quienes acuden a ella con auténtica fe?
– De acuerdo. Ya sé que Lourdes está siempre muy concurrido y que se habla de que allí en alguna ocasión ocurren milagros. Pero, sinceramente, me parecen milagros bastante sospechosos: ¿Por qué la Virgen se preocuparía de ayudar a un paralítico con dinero suficiente para viajar a Lourdes y no se iba a preocupar de los miles de niños que cada día mueren de hambre en África o en otros lugares del mundo y que no pueden viajar a Lourdes porque no tienen dinero ni para un plato de comida? ¿Por qué para obtener los favores de la Virgen habría que acudir a Lourdes o a algún otro santuario especial? ¿Acaso la Virgen no podría hacerlos en cualquier lugar de la tierra o donde de verdad se necesiten?
-¿Quiénes somos nosotros para pedir cuentas a Dios o a la Virgen de los motivos de sus decisiones y de sus milagros?
-Si desde el principio partes de la aceptación de la existencia de un Dios incomprensible, desde esa base tendría que aceptar el valor de cualquier religión igual de irracional, pero me parece que en ese caso, al renunciar a mi propia razón como criterio para mis decisiones y para mis actos, me convertiría en una especie de borrego, y la verdad es que, aunque no tengo nada contra los borregos, no me atrae demasiado anular mi razón para ser uno de ellos. Además, si en principio con lo único con que cuento para la búsqueda de la verdad es con mi propia razón –además de mis sentidos, con los que puedo ver y comprobar algunas cosas-, ¿qué argumento podrías darme para convencerme de que debo olvidarme de la razón para aceptar esa fe de que me hablas? ¿No te parece que, si no me das al menos un argumento sólido, no tiene sentido que abandone mi propia razón? ¿No te das cuenta de que incluso para abandonar la razón necesitaría de una razón y que, por ello mismo, la misma fe tendría que seguir estando subordinada al menos a esa razón? ¿No comprendes que, por eso mismo, la razón seguiría teniendo un valor superior al de la esa fe a la que tanto valor concedes? En resumidas cuentas: Si me pides que renuncie a la razón para aceptar ciegamente la fe, incluso para ello debo basarme en una razón; mientras que si me dices que la fe es racional o razonable, en tal caso sólo puedo decirte que, por más que he buscado, no he encontrado ninguna razón que me conduzca a dar ese paso por el que debiera anular mi razón y aceptar esa fe de que me hablas.
-Veo que te sientes muy orgulloso de tu insignificante razón. Si sigues por ese camino, no llegarás a ningún sitio. No tienes más opción que seguir guiándote por esa racionalidad tuya, tan pobre, o acogerte a la seguridad y a la fuerza de la gracia divina de la fe. No voy a seguir discutiendo contigo. ¡Tienes dos opciones: la razón o la fe! ¡Tú sabrás lo que haces!
-Te entiendo. Me planteas la existencia de un dilema: O bien me dejo guiar por mi razón o renuncio a ella para aceptar de manera irracional los "misterios" y "dogmas" de tu religión. Pero todo eso que vosotros colocáis en el terreno de la fe, todo eso a lo que llamáis "misterio" es lo que en Lógica se conoce como "contradicción" o, en el mejor de los casos, simplemente como proposición consistente, que podría ser verdadera o falsa, pero que desconocemos si es una cosa o la otra. Y pretender que haya que aceptar como verdad toda esa serie de contradicciones o de afirmaciones gratuitas es pretender que deba renunciar a la razón para convertirme en un borrego dispuesto a comulgar con ruedas de molino.
-¡Las doctrinas de nuestra iglesia son la palabra de Dios! ¡Allá tú y tu soberbia racionalista si no quieres aceptarlas!
-¡Bueno, bueno. No nos enfademos! Vive como mejor te parezca, pero deja que los demás hagamos lo mismo y no pretendas imponer tus doctrinas partiendo ya del presupuesto gratuito de que te encuentras en posesión absoluta de la verdad.
-¡Pero cómo te atreves a hablarme así! Tenemos una tradición de dos mil años que viene desde Jesucristo. ¿Te parece que es más razonable aceptar tus orgullosas ocurrencias que el peso de una tradición de tantos siglos en los que la Iglesia Católica se ha encargado de trasmitir el mensaje de Cristo de generación en generación?
-No entiendo por qué calificas de "orgullosas ocurrencias" a lo que simplemente es mi deseo de ser riguroso a la hora de aceptar o no como verdad las ideas que cualquiera pueda defender. ¿No te parece que con el mismo derecho podría decir yo que tus ideas son simples delirios?
-¡Dejemos el tema! ¡Ya veo que no tienes remedio!
Un diálogo como éste reflejaría adecuadamente la repuesta de los caciques de la Iglesia Católica a estas críticas.
Su desprecio de la racionalidad humana pudo comprobarse una vez más en la encíclica Fides et ratio de Karol Wojtyla, en la que criticó la filosofía cartesiana y la de la Ilustración del siglo XVIII, incluida la del propio Kant, teniendo el atrevimiento de llamar a la filosofía de esa época "ideología del mal", a pesar de que tanto Descartes era un sumiso servidor de la Iglesia Católica y a pesar de que Kant creía en la existencia de Dios e incluso la veía como el tercer "postulado de la razón práctica", aunque criticase la "teología racional". Parece que si el señor Wojtyla criticó a Descartes y a los filósofos que después le siguieron fue especialmente porque dejaron de entender la Filosofía como "sierva de la Teología" ("ancilla Teologíae") y comprendieron que la Filosofía debía construirse sin prejuzgar nada o, como dijo Descartes, desde una duda metódica absoluta acerca de la verdad de todas las enseñanzas que había recibido en cuanto debía fundamentarlas racionalmente -y también con la ayuda de la experiencia- para estar seguro de su verdad. Es cierto, por otra parte, que Descartes no fue bastante valiente y por miedo al enorme poder de la Iglesia Católica de su tiempo no se atrevió a someter las creencias religiosas al tribunal de la razón. Pero, en cualquier caso, lo que molestó al señor Wojtyla fue esa valoración de la razón que recobró la fuerza que había tenido en sus primeros siglos y que progresivamente se fue liberando de la fuerza represiva de las autoridades religiosas a la hora de tratar de imponer a la sociedad qué doctrinas debían aceptar y qué doctrinas debían rechazar. Dicen que la ignorancia es atrevida y, desde luego, el señor Wojtyla fue un buen ejemplo de ello, pues en aquel siglo XVII se atrevió a condenar a Galileo simplemente porque fue un científico extraordinario y no tuvo inconveniente en defender doctrinas contrarias a las defendidas en la Biblia, no porque Galileo fuera contrario a la religión sino porque por encima de todo buscaba la verdad hasta el punto de haber creado el método experimental, tan decisivo para el desarrollo de la Ciencia a lo largo de los últimos siglos. Lo más grave para el arrogante orgullo de los caciques de la Iglesia Católica fue que Galileo estaba en lo cierto y que la Biblia, ¡palabra de Dios!, estaba equivocada.
Autor:
Antonio García Ninet
Doctor en Filosofía
[1] Romanos 3:27-28.
[2] Juan, 5: 24.
[3] Juan, 3:14-17.
[4] Lucas, 22:36-38.
[5] Romanos, 1:17.
[6] “El Señor, el Dios de los dioses, habla y convoca a la tierra desde oriente a occidente” (Salmos 50:1).
[7] “[Ezequías oró así] -Señor, Dios de Israel, que te sientas sobre los querubines, tú eres el Dios de todos los reinos de la tierra, tú has hecho el cielo y la tierra […] Te suplico, Señor, Dios nuestro, que nos libres de su poder [del de los reyes de Asiria], para que todos los reinos de la tierra sepan que tú, Señor, eres el único Dios” (2 Reyes, 19:15).
[8] Romanos, 4:24-25.
[9] Romanos, 3:28.
[10] Gálatas, 5:6.
[11] 1 Corintios, 13:2-3.
[12] Romanos, 13:8-9. Además y como confirmación del valor de este punto de vista puede hacerse referencia a otro pasaje como el siguiente: “Entonces, ¿qué? ¿Nos entregaremos al pecado porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡De ninguna manera! Sabido es que si os ofrecéis a alguien como esclavos y os sometéis a él, os convertís en sus esclavos: esclavos del pecado, que os llevará a la muerte; o esclavos de la obediencia a Dios, que os conducirá a la salvación. Pero, gracias a Dios, vosotros que erais antes esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón la doctrina que os ha sido transmitida, y liberados del pecado os habéis puesto al servicio de la salvación” (Romanos, 6:13-18). Ya antes, en diversos libros del Antiguo Testamento y en los evangelios, se había defendido esta misma máxima defendida por Pablo de Tarso: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
[13] Romanos 3:27-28.
[14] Romanos, 10:9.
[15] Escribo estos términos entrecomillados porque me parece tan absurdo afirmar la existencia de “un conocimiento racional de Dios” como afirmar la existencia de “un conocimiento de lo inexistente”, como lo sería lo referente a ese supuesto Dios, que se ha mostrado como contradictorio o como simplemente antropomórfico.
[16] Juan, 3:18.
[17] Marcos, 1:15.
[18] Lucas, 17:6.
[19] Pablo: Gálatas, 1:16. La cursiva es mía. El valor absoluto que Pablo concede a esa fe para conseguir la salvación aparece de manera inequívoca en diversos pasajes de sus cartas, como los siguientes: Romanos, 3:28, Romanos, 10:10, Gálatas, 3: 24-25 y Filipenses, 3:9.
[20] I Corintios, 15:17.
[21] Santiago, 2:26.
[22] Romanos, 9:15.
[23] Gálatas, 2:16.
[24] Romanos, 5:17.
[25] En Eclesiástico, una obra de la Biblia perteneciente al siglo II a. C., se dice: “Por la mujer comenzó el pecado, por culpa de ella morimos todos” (25:24). Este pasaje, que hace referencia a la doctrina según la cual, mientras Adán y Eva estuvieron en el paraíso no estaban condenados a tener que morir, pero que a raíz de su desobediencia a Dios fue expulsada del paraíso y condenada entre otras cosas a tener que morir, pudo ser en cierto modo un motivo para que posteriormente surgiera la idea mucho más grave de que la mujer era la causa de que todo los seres humanos nacieran con el pecado original. Pero evidentemente Eva no era culpable de la presencia de la muerte en el mundo; si acaso, de la suya propia, y ni siquiera, teniendo en cuenta que todas las acciones humanas habrían estado predeterminadas por Dios.
[26] Romanos, 8:18.
[27] Romanos, 10:9.
[28] Pablo: 1 Corintios, 15:17.
[29] Un análisis detallado de la problemática que plantea la valoración moral de la fe puede encontrarse en este mismo trabajo, en el capítulo correspondiente.
[30] Carta de Santiago, 2:24.
[31] 1 Juan, 4:10.
[32] Aurelio Agustín: “Homilía VII”, párrafo 8.
[33]
[34] Romanos, 9:11-12.
[35] Romanos, 9:18.
[36] Gálatas, 3:24-25.
[37] Romanos, 9:11-12.
[38] Así, por ejemplo, en los capítulos 89 y 90 del libro III de la Suma contra los gentiles, Tomás de Aquino, criticando a Orígenes (185-254), defiende la tesis de que Dios no sólo es la causa de la existencia de la voluntad humana como potencia, sino también la causa de las elecciones concretas de la voluntad: “Algunos, no entendiendo cómo Dios puede causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades [de la Biblia]. Y así decían que Dios causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en nosotros la potencia de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello. Así lo expone Orígenes […]. De esto parece haber nacido la opinión de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las elecciones, sino que se refiere a los sucesos exteriores. Pues quien elige conseguir o realizar algo, por ejemplo, enriquecerse o edificar, no siempre lo podrá alcanzar […]. Todo lo cual, en verdad, está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura. Se dice en Isaías: Todo cuanto hemos hecho lo has hecho tú, Señor. Luego no sólo recibimos de Dios la potencia de querer, sino también la operación”. Así pues, la perspectiva de teólogos como Orígenes acerca del acto voluntario salvaría la libertad del hombre, pero no la omnipotencia divina. Sin embargo, desde la perspectiva de Tomás de Aquino se salvaría la omnipotencia divina pero no la libertad humana. Insistiendo en este mismo punto de vista, añade Tomás de Aquino un poco más adelante: “Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer”. Y en el capítulo siguiente concluye así: “Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina providencia”.
[39] Suma contra los gentiles, 7, III, c. 147.
[40] O.c., c. 149.
[41] O.c., c. 161. La influencia de San Pablo sobre estos planteamientos parece evidente, pues en su Epístola a los Romanos escribió lo siguiente: “¿Acaso la figura plasmada dirá a su plasmador: ‘¿por qué me hiciste así?’ ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro para hacer de la misma masa un vaso para honor y otro para afrenta? (Romanos, 9:20-21). Por su parte, Nietzsche critica estos planteamientos cuando escribe: “Demasiadas cosas le salieron mal a ese alfarero que no había aprendido suficientemente el oficio. Pero eso de vengarse en sus cacharros y en sus criaturas, porque le habían salido mal a él, eso fue un pecado contra el buen gusto” (Así habló Zaratustra, p. 289. Planeta-De Agostini, Barcelona, 1992).
[42] O.c., c. 163.
[43] Ibídem.
[44] Los capítulos XXIV y XXV son complementarios de éste.
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