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Julio Verne – La vuelta al mundo en 80 días (página 4)


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XX

Durante esta escena, que iba, quizá, a comprometer gravemente el porvenir de mister Fogg, éste se paseaba con Aouida por las calles de la ciudad inglesa. Desde que la joven había aceptado la oferta de conducirla a Europa, mister Fogg había tenido que pensar en todos los pormenores que requiere tan largo viaje. Que un inglés como él diese la vuelta al mundo con un saco de noche, pase; pero una mujer no podía emprender semejante travesía, en tales condiciones. De aquí resultaba la necesidad de comprar vestidos y objetos necesarios para el viaje. Mister Fogg hizo este servicio con la calma que le caracterizaba, y a todas las excusas y observaciones de la joven viuda, confundida con tanto obsequio, respondió invariablemente:

-Esto es en interés de mi viaje; está en mi programa.

Verificadas las compras, mister Fogg y la joven entraron en el hotel, y comieron en la mesa redonda, donde estaba servida suntuosamente. Después, mistress Aouida, algo cansada, se fue a su cuarto, estrechando antes la mano de su imperturbable salvador.

El honorable gentleman pasó toda la velada leyendo el "Times" y el "Ilustrated London News".

Si algo debiera haberio asombrado, era no haber visto a su criado a la hora de acostarse; pero, sabiendo que el vapor no salía de Hong-Kong hasta el siguiente día, no se preocupó de ello. Picaporte no acudió, sin embargo, por la mañana, al llamamiento de la campanilla.

Nadie hubiera podido decir lo que pensó el honorable gentleman, al saber que su criado no había vuelto a la fonda. Mister Fogg no hizo más que tomar su saco, avisar a mistress Aouida y enviar a buscar un palanquín.

Eran entonces las ocho, y la marea, que debía aprovechar el "Carnatic" para su salida, estaba indicada para las nueve y media.

Cuando el palanquín llegó a la puerta de la fonda, mister Fogg y mistress Aouida subieron al confortable vehículo, y el equipaje siguió detrás en una carretilla.

Media hora más tarde, los viajeros bajaban al muelle de embarque, y allí supieron que el "Carnatic" se había marchado la vispera.

Mister Fogg, que esperaba encontrar, a la vez, el buque y a su criado, tuvo que pasar sin el uno y sin el otro; pero en su rostro, no apareció ninguna señal de inquietud, y se contentó con responder.

-Es un incidente, señora, y nada más.

En aquel momento, un personaje, que lo observaba con atención, se acercó a él. Era el inspector Fix, que lo saludó y le dijo:

-¿No sois, como yo, caballero, uno de los pasajeros del "Rangoon" llegado ayer?

-Sí, señor -respondió con frialdad mister Fogg-. Pero no tengo la honra…

-Dispensadme, pero creí encontrar aquí a vuestro criado.

-¿Sabéis dónde está, caballero? -preguntó con viveza la joven viuda.

-¡Cómo! ¿No está con vosotros? –dijo Fix, fingiéndose sorprendido.

-No -respondió Aouida-. Desde ayer no ha vuelto a verse. ¿Se habrá embarcado sin nosotros a bordo del "Camatic"?

-¿Sin vos, señora? -respondió el agente-. Pero, permitidme una pregunta, ¿pensabais, por lo visto, marchar en el vapor?

-Sí, señor.

-Yo también, señora, y me encuentro muy contrariado. ¡Habiendo terminado el "Carnatic" sus reparaciones, ha salido de Hong-Kong, doce horas antes, sin avisar a nadie, y ahora será menester aguardar ocho días la próxima salida!

Al pronunciar estas palabras "ocho días", Fix sentía latir su corazón de gozo. ¡Ocho días! ¡Fogg detenido ocho días en Hong-Kong! Había tiempo de recibir el mandamiento. En fin, la suerte se declaraba en favor del representante de la ley.

Júzguese del golpe que recibió cuando oyó decir a Phileas Fogg, con sosegada voz:

-Pero me parece que en el puerto de Hong-Kong hay otros buques.

Y mister Fógg, ofreciendo su brazo a Aouida, se dirigió a los docks, en busca de un buque dispuesto a marchar.

Fix lo seguía, desconcertado. Phileas Fogg, durante tres horas, recorrió el puerto en todos los sentidos, decidido, si era menester, a fletar una embarcación para ir a Yokohama; pero no vio más que buques en carga o descarga, y que, por consiguiente, no podían aparejar. Fix comenzó a recobrar esperanzas.

Pero mister Fogg no se desanimaba, e iba a continuar sus investigaciones, aun cuando para ello tuviera que ir hasta Macao, cuando le salió al encuentro un marino que, descubriéndose, le dijo:

-¿Busca Vuestro Honor un barco?

-¿Lo tenéis dispuesto a marchar? -preguntó mister Fogg.

-Sí, señor; un barco-piloto, el número 43, el mejor de la flotilla.

-¿Marcha bien?

-Entre ocho y nueve millas, lo menos. ¿Queréis verlo?

-Sí.

-Vuestro Honor quedará satisfecho. ¿Se trata de un paseo por mar?

-No. De un viaje.

-¡Un viaje!

-¿Os encargáis de conducirme a Yokohama?

El marino, al oír esto, se quedó con los brazos colgando y los ojos desencajados.

-¿Vuestro Honor se quiere reír? –dijo.

-¡No! -He perdido la salida del "Camatic", y tengo que estar el 14, lo más tarde, en Yokohama, para tomar el vapor de San Francisco.

-Lo siento -respondió el piloto-, pero es imposible.

-Os ofrezco cien libras por día, y una prima de doscientas libras si llego a tiempo.

-¿Formalmente? – preguntó el piloto.

-Muy formal -respondió mister Fogg.

El piloto se había retirado aparte. Miraba al mar, luchando evidentemente entre el deseo de ganar una suma enorme y el temor de aventurarse tan lejos. Fix estaba sufriendo mortales angustias.

Entretanto, mister Fogg se había vuelto hacia Aouida, diciéndole:

-¿No tendréis miedo?

–Con vos, no, míster Fogg -respondió la joven viuda.

El piloto se había adelantado de nuevo hacia el gentleman, dando vueltas al sombrero entre las manos.

-¿Y bien, piloto? -dijo mister Fogg.

-Pues bien, Vuestro Honor -respondió el piloto-; no puedo arriesgar ni a mis hombres, ni a mí, ni a vos mismo en tan larga travesía, sobre una embarcación de veinte toneladas y en esta época del año. Además, no llegaríamos a tiempo, porque hay mil seiscientas cincuenta millas de Hong-Kong a Yokohama.

-Mil seiscientas tan sólo –dijo mister Fogg.

-Lo mismo da.

Fix respiró una bocanada de aire.

-Pero -añadió el piloto-, habría, quizá, medio de arreglar la cosa de otro modo.

Fix ya no respiró.

-¿Cómo? – preguntó Phileas Fogg.

.Yendo a Nagasaki, en la punta meridional del Japón, mil cien millas, o a Shangai, ochocientas millas de Hong-Kong. En esta última travesía nos separariamos poco de la costa china, lo cual sería una gran ventaja, tanto más cuanto que las corrientes van hacia el Norte.

-Piloto –dijo Phileas Fogg-, en Yokohama es donde debo tomar el correo americano, y no en Shangai ni en Nagasaki.

-¿Por qué no? – repuso el piloto-. El vapor de San Francisco no sale de Yokohama, sino que hace allí escala, así como en Nagasaki, siendo Shangai su punto de partida.

-¿Estáis cierto de lo que decís?

-Cierto.

-¿Y cuándo sale el vapor de Shangai?

El 11, a las siete de la tarde. Tenemos cuatro días para llegar, esto es, noventa y seis horas; y con un promedio de ocho millas por hora, si tenemos fortuna, si el viento es del Sureste, si la mar está bonancible, podemos salvar las ochocientas millas que nos separan de Shangai.

-¿Y cuándo podéis marchar?

-Dentro de una hora. El tiempo de comprar víveres y aparejar.

-Asunto convenido… ¿Sois el patrón del buque? -Sí, señor; John Bunsby, patrón de la "Tankadera".

-¿Queréis una seiíal?

-Si no sirve de molestia a Vuestro Honor..

-Ahí tenéis doscientas libras a cuenta… Caballero -añadió Phileas Fogg, volviéndose hacia Fix-, si queréis aprovechar..

—-Iba a pediros ese favor -respondió resueltamente Fix.

-Pues bien; dentro de media hora, estaremos a bordo.

-Pero este pobre muchacho… –dijo mistress Aouida, a quien la desaparición de Picaporte preocupaba mucho.

-Voy a hacer por él todo cuanto pueda -respondió Phileas Fogg.

Y mientras que Fix, nervioso, calenturiento, rabioso, se dirigía al barco-piloto, ambos se fueron a las oficinas de la policía de Hong-Kong. Allí Phileas Fogg dio las señas de Picaporte, y dejó una cantidad suficiente para que lo mandasen a Europa. La misma formalidad se cumplió en el consulado de Francia, y después de haber tocado en el hotel, donde se recogió el equipaje, volvieron los viajeros al puerto.

Daban las tres. El barco-piloto número 43, con su tripulación a bordo, y sus víveres embarcados, estaba a punto de darse a la vela.

Era la "Tankadera" una bonita goleta de veinte toneladas, delgada de proa, franca de corte, muy prolongada en su línea de agua. Parecía un yate de carrera. Sus colores brillantes, sus herrajes galvanizados, su puente blanco como el marfil, indicaban que el patrón John Bunsby entendía muy bien en eso de limpieza y curiosidad. Sus dos mástiles se inclinaban algo hacia atrás. Llevaba cangreja, mesana, trinquete, foques, cuchillos y botalones, y podía aparejar bandola para tiempo en popa. Debía marchar maravillosamente, y de hecho había ganado ya muchos premios en las carreras de barcos-pilotos.

La tripulación de la "Tankadera" se componía del patrón John Bunsby y de cuatro hombres. Eran marinos de esos atrevidos, que en todos tiempos se aventuran en empresas difíciles y conocen perfectamente aquellos mares. John Bunsby, hombre de 45 años, vigoroso, de tez morena, mirada viva y figura enérgica, actitud bien plantada y muy sobre sí, hubiera inspirado confianza a los más recelosos.

-Phileas Fogg y mistress Aouida pasaron a bordo, donde ya se encontraba Fix. Por la carroza de popa de la goleta se bajaba a una cámara cuadrada, cuyas paredes se arqueaban por encima de un diván circular. En medio había una mesa, alumbrada por una lámpara a prueba de vaivén. Era aquello muy pequeno, pero muy limpio.

-Siento no pc>deros ofrecer otra cosa mejor -dijo mister Fogg a Fix, que se inclinó sin responder.

El inspector de policía sentía cierta humillación en aprovechar así los obsequios de mister Fogg.

-¡Seguramente –decía para sí-, que es un bribón muy cortés; pero es un bribón!

A las tres y diez minutos se izaron las velas. El pabellón de Inglaterra ondulaba en el cangrejo de la goleta. Los pasajeros estaban sentados en el puente. Mister Fogg y mistress Aouida dirigieron una postrera mirada al muelle, a fin de ver si Picaporte aparecía.

Fix no dejaba de tener su miedo, porque la casualidad hubiera podido guiar hasta aquel paraje al desgraciado muchacho a quien había tratado tan indignamente, y entonces hubiera habido una explicación desventajosa para el agente.

Pero el francés no se vio, y sin duda estaba todavía bajo la influencia del embrutecimiento narcótico.

Por fin el patrón John Bunsby pasó mar afuera, y tomando el viento con cangreja, mesana y foques, se lanzó ondulando sobre las aguas.

XXI

Era expedición aventurada la de aquella navegación de ochocientas millas sobre una embarcación de veinte toneladas y, especialmente, en aquella época del año. Los mares de la China son generalmente malos; están expuestos a borrascas terribles, principalmente durante los equinoccios, y todavía no habían transcurrido los primeros días de noviembre.

Muy ventajoso hubiera sido, evidentemente, para el piloto, el conducir a los viajeros a Yokohama, puesto que le pagaban a tanto por día; pero arrostraría la grave imprudencia de intentar semejante travesía en rsas condiciones, y era ya bastante audacia, si no temeridad, el subir hasta Shangai. Tenía, sin embargo, John Bunsby confianza en su "Tankadera", que se elevaba sobre el oleaje como una malva, y quizá no iba descaminado.

Durante las últimas horas de esta jornada, la "Tankadera" navegó por los caprichosos pasos de HongKong, y en todas sus maniobras, y cerrada al viento su popa, se condujo admirablemente.

-No necesito, piloto –dijo Phileas Fogg, en el momento en que la goleta salía mar afuera-, recomendaros toda la posible diligencia.

-Fíese Vuestro Honor en mí -respondió John Bunsby-. En materia de velas, llevamos todo lo que el viento permite llevar.

-Es vuestro oficio, y no el mío, piloto, y me fío de vos.

Phileas Fogg, con el cuerpo erguido, las piernas separadas, a plomo como un marino, miraba, sin alterarse, el ampollado mar. La joven viuda, sentada a popa, se sentía conmovida al contemplar el Océano, obscurecido Ya por el crepúsculo, y sobre el cual se arriesgaba en una débil embarcación. Por encima de su cabeza se desplegaban las blancas velas, que la arrastraban por el espacio cual alas gigantescas. La goleta, levantada por el viento, parecía volar por el aire.

Llegó la noche. La luna entraba en su primer cuarto, y su insuficiente luz debía extinguirse pronto entre las brumas del horizonte. Las nubes que venían del Este iban invadiendo ya una parte del cielo.

El piloto había dispuesto sus luces de posición, precaución indispensable en aquellos mares, muy frecuentados en las cercanías de la costa. Los encuentros de buques no eran raros, y con la velocidad que andaba, la goleta se hubiera estrellado al menor choque.

Fix estaba meditabundo en la proa. Se mantenía apartado, sabiendo que Fogg era poco hablador; por otra parte, le repugnaba hablar con el hombre de quien aceptaba los servicios. También pensaba en el porvenir. Le parecía cierto que mister Fogg no se detendría en Yokohama, y que tomaría inmediatamente el vapor de San Francisco, a fin de llegar a América, cuya vasta extensión le aseguraría la impunidad y la seguridad. El plan de Phileas Fogg le parecía sumamente sencillo.

En vez de embarcarse en Inglaterra para los Estados Unidos, como un bribón vulgar, Fogg había dado la vuelta, atravesando las tres cuartas partes del globo, a fin de alcanzar con más seguridad el continente americano, donde se comería tranquilamente los dineros del Banco, después de haber desorientado a la policía. Pero, una vez en los Estados Unidos, ¿qué haría Fix? ¿Abandonaría a aquel hombre? No, cien veces no. Mientras no hubiese conseguido su extradición, no lo soltaría. Era su deber, y lo cumpliría hasta el fin. En todo caso, se había presentado una circunstancia feliz. Picaporte no estaba ya con su amo, y, sobre todo, después de las confidencias de Fix importaba que amo y criado no volvieran a verse jamás.

Phileas Fogg, por su parte, no dejaba de pensar en su criado, que tan singularmente había desaparecido. Después de meditar mucho, no le pareció imposible que, por mala inteligencia, el pobre mozo se hubiese embarcado en el "Camatic" en el último momento. También era ésta la opinión de mistress Aouida, que echaba de menos a aquel fiel servidor, a quien tanto debía. Podía, pues, acontecer que lo encontrasen en Yokohaina, y sería fácil saber si el "Camatic" se lo había llevado.

A cosa de las diez, la brisa refrescó. Tal vez hubiera sido prudente tomar un rizo; pero el piloto, después de observar con atención el estado del cielo, dejó el velamen tal como estaba. Por otra parte, la "Tankadera" llevaba admirablemente el trapo, con gran calado de agua, y todo estaba preparado para aferrar inmediatamente, en caso de chubasco.

A medianoche, Phileas Fogg y Aouida bajaron a la cámara. Fix les había precedido y se había tendido en el diván. En cuanto al piloto y sus hombres, permanecieron toda la noche sobre cubierta.

El siguiente día, 8 de noviembre, al salir el sol, la goleta había andado más de cien millas. El "loch" indicaba que el promedio de velocidad estaba entre ocho y nueve millas. La "Tankadera", durante esta jornada, no se alejó sensiblemente de la costa, cuyas corrientes le eran favorables. La tenían a cinco millas, lo más, por babor, y aquella costa, irregularmente perfilada, aparecía de vez en cuando, entre algunos claros. Viniendo el viento de tierra, la mar era menos fuerte; circunstancia feliz para la goleta, porque las embarcaciones de poca cabida sufren por el oleaje, que corta su velocidad y las mata, empleando la expresión de aquellos marinos.

A mediodía, la brisa amainó algo, y fue llamada al sureste. El piloto mandó desplegar los cuchillos, pero al cabo de dos horas los aferró, porque el viento volvía a arreciar.

Mister Fogg y la joven, afortunadamente refractarios al mal de mar, comieron con apetito las conservas y la galleta de a bordo. Convidaron a Fix, quien tuvo que aceptar, sabiendo que es tan necesario dar lastre al estómago como a los buques; pero esto lo contrariaba. ¡Viajar a expensas de aquel hombre, nutrirse con sus propios víveres, le parecía algo desleal! Sin embargo, comió; con algún melindre, es verdad; pero al fin comió.

Con todo, después de terminada la comida, creyó que debía llamar a mister Fogg aparte, y le dijo:

-Caballero…

Esta palabra "caballero" le escocía algo, y aun se contenía para no echar mano al pescuezo de aquel "caballero".

–Caballero, habéis estado muy obsequioso ofreciendome pasaje; pero, aunque mis recuerdos no me permiten obrar con tanta holgura como vos, entiendo pagar mi escote…

-No hablemos de eso, caballero.

-Pero si me empeño…

-No, señor -repitió Fogg con voz que no admitía réplica-. Eso entra en los gastos generales.

Fix se inclinó; se ahogaba, y, yendo a recostarse a proa, no volvió a hablar palabra en todo el día.

Entretanto, se andaba rápidamente. John Bunsby tenía buena esperanza. Varias veces dijo a mister Fogg que llegarían a tiempo a Shangai. Mister Fogg respondía simplemente que contaba con ello. Por lo demás, toda la tripulación desplegaba su celo ante la recom~ensa, que engolosinaba a la gente. No había, por consiguiente, escota que no se hallase bien tendida, ni vela que no estuviese bien reclamada, ni podía imputarse al timonel ningún falso borneo. No se hubiera maniobrado con más maestría en una regata del "Royal Yacht Club".

Por la tarde, el piloto reconocía como recorridas doscientas veinte millas desde Hong-Kong, y Phileas Fogg podía esperar que al llegar a Yokohama no tendría tardanza ninguna que apuntar en su programa. Por consiguiente, el primer contratiempo serio que experimentaba desde su salida de Londres, no le causaría, probablemente, perjuicio alguno.

Durante la noche, hacia las primeras horas de la mañana, la "Tankadei-a" entraba francamente en el estrecho de Fo-Kieu, que separa la costa china de la gran isla de Formosa, y cortaba el trópico de Cáncer. El mar estaba muy duro en dicho estrecho, lleno de remolinos, formados por las contracorrientes. La goleta iba muy trabajada. La marejada quebrantaba su marcha, y era muy difícil tenerse de pie sobre cubierta.

Con el alba, el viento arreció más. Había en el cielo apariencias de un cercano chubasco. Además, el barómetro anunciaba un próximo cambio en la atmósfera; su marcha diuma era irregular, y el mercurio oscilaba caprichosamente. La marejada hacia el Sureste se presentaba ampollada, como indicio precursor de la tempestad. La víspera se había puesto el sol entre una bruma roja, en medio de los destellos forforescentes del Océano.

El piloto examinó, durante mucho tiempo, aquel mal aspecto del cielo, y munnuró, entre dientes, algunas palabras poco inteligibles. En cierto momento, dijo en voz baja a su pasajero:

-¿Puede decirse todo a Vuestro Honor?

-Todo -respondió Phileas Fogg.

-Pues bien; vamos a tener chubasco.

-¿Del Norte o del Sur? -preguntó sencillamente mister Fogg.

-Del Sur. Vedio. Se está preparando un tifón.

-Vaya por el tifón del Sur, puesto que nos empujará hacia el buen lado -respondió Fogg.

-Si así lo tomáis -replicó el piloto-, nada tengo que decir.

Los presentimientos de John Bunsby no lo engañaban. En una época menos avanzada del año, el tifón según expresiones de un célebre meteorólogo, se hubiera desvanecido en cascada luminosa de llamarada eléctrica; pero en el equinoccio de invierno era de temer que se desencadenase con violencia.

El piloto tomó sus precauciones de antemano. Arrió todas las velas sobre cubierta. Los botadores fueron despasados. Las escotillas se condenaron cuidadosamente. Ni una gota de agua podía penetrar en el casco de la embarcación. Sólo se izó en trinquetilla una sola vela triangular, para conservar a la goleta con viento en popa, y, así las cosas, se esperó.

John Bunsby había recomendado a sus pasajeros que bajasen a la cámara; pero, en tan estrecho espacio, casi privado de aire, y con los sacudimientos de la marejada, no podía tener nada de agradable aquel encierro.

Ni mister Fogg, ni mistress Aouida, ni el mismo Fix, consintieron en abandonar la cubierta.

A las ocho la borrasca de agua y de ráfagas cayó a bordo. Sólo con su trinquetilla, la "Tankadera" fue despedida como una pluma por aquel viento, del cual no se puede formar exacta idea sino cuando sopla en tempestad. Comparar su velocidad a la cuádruple de una locomotora lanzada a todo vapor, sería quedar por debajo de la verdad.

Durante toda la jornada, corrió así hacia el Norte, arrastrada por olas monstruosas, y conservando, felizmente, una velocidad igual a la de ellas. Veinte veces estuvo a pique de quedar anegada por una de esas montañas de agua que se levantan por popa, pero la catástrofe se evitaba por un diestro golpe de timón dado por el piloto. Los pasajeros quedaban, algunas veces, mojados en grande por los rocíos que recibían con toda filosofía. Fix gruñía, indudablemente; pero la intrépida Aouida, con la vista fija en su compañero, cuya sangre fría admiraba, se manifestaba digna de él, y arrostraba a su lado la tonnenta. En cuanto a Phileas Fogg, parecía que el tifón formaba parte de su programa.

Hasta entonces, la "Tankadera" había hecho siempre rumbo hacia el Norte; mas por la tarde, como era de temer, el viento se llamó a tres cuartos al Noroeste. La goleta, dando entoces el costado a la marejada, fue espantosamente sacudida. El mar la hería con violencia suficiente para espantar, cuando no se sabe con qué solidez están enlazadas entre sí todas las partes de un buque.

Con la noche, la tempestad se acentuó más, y, viendo llegar la oscuridad y con la oscuridad crecer la ton-nenta, John Bunsby tuvo serios temores. Preguntó si sería tiempo de escalar la costa, y consultó a la tripulación, después de lo cual se acercó a Fogg y le dijo:

–Creo, Vuestro Honor, que haríamos bien en arribar a un puerto de la costa.

-Yo también lo creo -respondió Phileas Fogg.

-¡Ah! -dijo el piloto-, pero ¿en cuál?

-Sólo conozco uno -respondió tranquilamente mister Fogg.

-¿Y es?

-Shangai…

El piloto estuvo algunos momentos sin comprender lo que significaba esta respuesta, y lo que encerraba de obstinación y de tenacidad. Después exclamó:

-¡Pues bien, sí! Vuestro Honor tiene razón. ¡A Shangai!

Y la dirección de la "Tankadera" se mantuvo denodadamente hacia el Norte.

-¡Noche ciertamente terrible! Fue un milagro que la goleta no volcase. Dos veces se vio comprometida, y todo hubiera desaparecido de cubierta, a no mantenerse firmes las trincas. Aouida estaba destrozada, pero no exhaló queja alguna. Más de una vez tuvo mister Fogg que acudir a ella para protegerla contra la violencia de las olas.

Al asomar el día, la tempestad se desencadenaba todavía con extraordinario furor. Sin embargo, el viento volvió al Sureste. Era una modificación favorable, y la "Tankadera" hizo rumbo de nuevo en aquel mar bravío, cuyas olas se estrellaban entonces con las producidas por la nueva dirección del viento. De aquí el choque de marejadas encontradas, que hubiera desmantelado una embarcación construída con menos solidez.

De vez en cuando, se divisaba la costa, por entre las rasgadas brumas, pero ni un solo buque a la vista. La "Tankadera" era la única que se aguantaba a la mar.

A mediodía, hubo algunos síntomas de calma, que, con el descenso del sol en el horizonte, se pronunciaron con más decisión.

La corta duración de la tempestad se debió a su misma violencia. Los pasajeros, completamente quebrantados, pudieron comer algo y tomarse algún descanso.

La noche fue relativamente apacible. El piloto hizo restablecer sus velas en bajos rizos. La velocidad de la embarcación era considerable. Al amanecer del 11, reconocida la costa, aseguró John Bunsby que Shangai no distaba cien millas.

No quedaba más que aquella jornada para andar esas cien millas. Aquella misma tarde debía llegar mister Fogg a Shangai, si no quería faltar a la salida del vapor de Yokohama. A no estallar la tempestad, durante la cual perdió muchas horas, hubiera estado en aquel momento a treinta millas del puerto.

La brisa amainaba sensiblemente, y la mar se calmaba al propio tiempo. La goleta se cubrió de trapo. Cuchillos, velas de estay, contrafoque, en todo hacía presa el viento, levantando espuma en el mar la roda.

A mediodía, la "Tankadera" no estaba a más de cuarenta y cinco millas de Shangai. Le faltaban seis horas para llegar al puerto, antes de la salida del vapor de Yokohama.

Los temores se despertaron con viveza. Se quería llegar a toda costa. Todos, excepto Phileas Fogg, sentían latir su corazón de impaciencia. ¡Era necesario que la goleta se mantuviese en un promedio de nueve millas por hora, y el viento seguia calmándose! Era una brisa irregular que soplaba de la costa a rachas, después de cuyo paso desaparecía el oleaje.

Sin embargo, la embarcación era tan ligera, sus velas, de tejido fino, recogían tan bien los movimientos sueltos de la brisa que, con ayuda de la corriente, a las seis, John Bunsby no contaba ya más que diez millas hasta la ría de Shangai, porque esta ciudad esta situada a doce millas de la embocadura.

A las siete todavía faltaban tres millas hasta Shangai. De los labios del piloto se escapó una formidable imprecación. 1,a prima de doscientas libras iba a escapársele. Miró a mister Fogg, quien estaba impasible, a pesar de que se jugaba en aquel momento la fortuna entera.

Entonces apareció sobre el agua un largo huso negro, coronado por un penacho de humo. Era el vapor americano, que salía a la hora reglamentaria.

-¡Maldición! -exclamó John Bunshy, que rechazó la barca con desesperado brazo.

Señales! –dijo simplemente Phileas Fogg.

En la proa de la ‘Tankadera" había un cañoncito de bronce, que servía para señales en tiempo de bruma.

El cañón se cargó hasta la boca; pero, en el momento en que el piloto iba a aplicar la mecha, dijo mister Fogg:

-¡La bandera!

La bandera se arrió a medio mástil, en demanda de auxilio, esperando que, al verla, el vapor americano modificaría su rumbo para acudir a la embarcación.

-¡Fuego! – dijo mister Fogg.

Y la detonación estalló por los aires.

XXII

El "Carnatic", salido de Hong-Kong el 7 de noviembre, a las seis y media de la tarde, se dirigía a todo vapor hacia las tierras del Japón. Llevaba cargamento completo de mercancias y pasajeros. Dos cámaras de popa estaban desocupadas; eran las que se habían tomado para Phileas Fogg.

Al día siguiente por la mañana, los hombres de proa pudieron ver, no sin sorpresa, a un pasajero que, con la vista medio embobada, el andar vacilante, la cabeza espantada, salía de la carroza de segundas y venía a sentarse, vacilante, sobre una pieza de respeto.

Ese pasajero era Picaporte en persona. He aquí lo acontecido:

Algunos instantes después que Fix salió del fumadero, dos mozos habían recogido a Picaporte, profundamente dormido, y lo habían acostado sobre la tarima reservada a los fumadores. Pero, tres horas más tarde, Picaporte, perseguido hasta en sus pesadillas por una idea fija, se despertaba y luchaba contra la acción enervante del narcótico. El pensamiento de su deber no cumplido sacudía su entorpecimiento. Bajaba de aquella tarima de ebrios, y apoyándose, vacilante, en las paredes, cayendo y levantándose, pero siempre impelido por una especie de instinto, salía del fumadero gritando como en suefíos: ¡el "Carnatic", el "Carnatic"!

El vapor estaba ya humeando y dispuesto a marchar. Picaporte no tenía más que dar algunos pasos. Se lanzó sobre el puente volante, salvó el espacio y cayó sin aliento a proa, en el momento en que el "Carnatic" largaba sus amarras.

Algunos marineros, como gente acostumbrada a esta clase de escenas, descendieron al pobre mozo a una cámara de segunda, y Picaporte no se despertó hasta la mañana siguiente, a ciento cincuenta millas de las tierras de China.

Por eso, pues, se hallaba Picaporte aquel día sobre la cubierta del "Carnatic", viniendo a aspirar, a todo pulmón las brisas del mar. Este aire puro lo serenó. Comenzó a reunir sus ideas, y no lo consiguió sin esfuerzos. Pero, al fin, recordó las escenas de la víspera, las confidencias de Fix, el fumadero, ete.

-¡Es evidente –decía para sí-, que he estado abominablemente ebrio! ¿Qué dirá mister Fogg? En todo caso, no he faltado a la salida del buque, que es lo principal.

Y después, acordándose de Fix, añ ' adía:

-En cuanto a ése, espero que ya nos habremos desembarazado de él, y que después de lo que me ha propuesto, no se atreverá a seguirnos sobre el "Carnatic". ¡Un inspector de policía, un "detective", en seguimiento de mi amo, acusado del robo cometido en el Banco de Inglaterra! ¡Quite allá! ¡Mister Fogg es ladrón como yo asesino!

¿Debía Picaporte referir todo eso a su amo? ¿Convenía enterarlo del papel que desempeñaba Fix en este asunto? ¿No sería mejor aguardar su llegada a Londres, para decirle que un agente de policía metropolitana le había seguido alrededor del mundo, y para reírse juntos? Indudablemente que sí, y en todo caso, había tiempo de resolver esta cuestión. Lo mas urgente era presentarse a mister Fogg, y darle excusas por lo sucedido.

Sobre cubierta no vio a nadie que se pareciese a mister Fogg, ni a mistress Aouida.

-Bueno –dijo para sí-, mistress Aouida estará todavía acostada, y en cuanto a mister Fogg, habrá tropezado con algún jugador de "whist, y, según su costumbre…

Diciendo esto, Picaporte bajó al salón. Allí no estaba su amo. Picaporte preguntó al "purser" cuál era el camarote que ocupaba mister Fogg. El "purser" le contestó que no conocía a nadie que se llamara así.

-Dispensad –dijo Picaporte, insistiendo-. Se trata de un caballero alto, frío, poco comunicativo, acompañado de una joven seíiora…

-No tenemos señoras jóvenes a bordo —-respondió el "purser"-. Por lo demás, he aquí la lista de los pasajeros, y podéis consultarla.

Picaporte la leyó, y allí no figuraba el nombre de su amo.

Tuvo una especie de desvanecimiento. Ni una sola idea cruzó por su cerebro.

-Pero, ¿estoy en el "Carnatic"? -preguntó.

-Sí -respondió el "purser".

-¿En rumbo para Yokohama?

-Perfectamente.

Picaporte habia tenido, de pronto, el temor de haberse equivocado de buque. Pero, si él estaba en el "Carnatic", era bien seguro que su amo no.

Picaporte se dejó caer sobre su sillón como herido del rayo. Acababa de ocurrírsele, súbitamente, una idea clara. Recordó que la hora de salida del "Camatic" se había adelantado, y que no se lo había avisado a su amo. ¡Era culpa suya, por consiguiente, que mister Fogg y mistress Aouida hubiesen perdido el viaje!

¡Culpa suya, sí, pero más todavía del traidor que, para separarlo de su amo, y detener a éste en Hong-Kong, lo había embriagado! Porque, al fin, comprendió el ardid del inspector de policía. ¡Y ahora mister Fogg, seguramente arruinado, perdida la apuesta, detenido, preso tal vez!… Picaporte se arrancaba los pelos. ¡Ah, si Fix cayese alguna vez entre sus manos, qué ajuste de cuentas!

En fin, después de los primeros momentos de postración, Picaporte recobró su sangre fría, y estudió la situación, que era poco envidiable. El francés estaba en rumbo para el Japón. Cierto de su llegada allí ¿cómo se marcharía? Tenía los bolsillos vacíos. ¡Ni un chelín, ni un penique! Sin embargo, su pasaje y manutención estaban pagados de antemano. Contaba, pues, con cinco o seis días para pensar la resolución que debía tomar. Comió y bebió durante la travesía, cual no puede describirse. Comio por su amo, por mistress Aouida y por sí mismo. Comió como si el Japón, adonde iba a desembarcar, hubiera sido país desierto, desprovisto de toda substancia comestible.

El 13, a la primera marea, el "Camatic" entraba en el puerto de Yokohama.

Este punto es una importante escala del Pacífico, donde paran todos los vapores empleados en el servicio de correos y viajeros entre la América del Norte, la China, el Japón y las islas de la Malasia. Yokohama está situado en la misma bahía de Yedo, a corta distancia de esta inmensa ciudad, segunda capital del imperio japonés, antigua residencia del taikun, cuando existía este emperador civil, y rival de Meako, la gran ciudad habitada por el mikado, emperador eclesiástico descendiente de los dioses.

El "Carnatic" se arrimó al muelle de Yokohama, cerca de las escolieras y de la aduana, en medio de numerosos buques de todas las naciones.

Picaporte puso el pie, sin entusiasmo ninguno, en aquella tierra tan curiosa de los Hijos del Sol. No tuvo mejor cosa que hacer que tomar el azar por guía, andar errante, a la ventura, por las calles de la población.

Picaporte se vio, al pronto, en una ciudad absolutamente europea, con casas de fachadas bajas, adornadas de cancelas, bajo las cuales se desarrollaban elegante peristilos, y que cubría con sus calles, sus plazas, sus docks, sus depósitos, todo el espacio comprendido desde el promontorio del tratado hasta el río. Allí, como en Hong-Kong, como en Calcuta, hormigueaba una mezcla de gentes de toda casta, americanos, ingleses, chinos, holandeses, mercaderes dispuestos a comprarlo y a venderlo todo, y entre los cuales el francés era tan extranjero como si hubiese nacido en el país de los hotentotes.

Picaporte tenía un recurso, que era el de recomendarse cerca de los agentes consulares franceses o ingleses, establecidos en Yokohama; pero le repugnaba referir su historia, tan íntimamente relacionada con su amo, y antes de esto, quería apurar todos los demás medios.

Después de haber recorrido la parte europea de la ciudad, sin que el azar le hubiese servido, entró en la parte japonesa, decidido, en caso necesario, a llegar hasta Yedo.

Esta porción indígena de Yokohama se llama Benten, nombre de una diosa del mar, adorada en las islas vecinas. Allí se veían admirables alamedas de pinos y cedros; puertas sagradas, de extraña arquitectura; puentes envueltos entre cañas y bambúes; templos abrigados por una muralla, inmensa y melancólica, de cedros seculares; conventos de bonzos, donde vegetaban los sacerdotes del budismo y los sectarios de la religión de Confucio; calles interminables, donde había abundante cosecha de chiquillos, con tez sonrosada y mejillas coloradas, figuritas que parecían recortadas de algún biombo indígena, y que jugaban en medio de unos perrillos de piernas cortas y de unos gatos amarillentos, sin rabo, muy perezosos y cariñosos.

En las calles, todo era movimiento y agitación incesante; bonzos que pasaban en procesión, tocando sus monótonos tamboriles; yakuninos, oficiales de la aduana o de la policía; con sombreros puntiagudos incrustados de laca y dos sables en el cinto; soldados vestidos de percalina azul con rayas blancas y armados con fusiles de percusión, hombres de armas del mikado, metidos en su justillo de seda, con loriga y cota de malla, y otros muchos militares de diversas condiciones, porque en el Japón la profesión de soldado es tan distinguida como despreciada en China. Y después, hermanos postulares, peregrinos de larga vestidura, simples paisanos de cabellera suelta, negra como el ébano, cabeza abultada, busto largo, piernas delgadas, estatura baja, tez teñida, desde los sombríos matices cobrizos hasta el blanco mate, pero nunca amarillo como los chinos, de quienes se diferenciaban los japoneses esencialmente. Y, por último, entre carruajes, palanquines, mozos de cuerda, carretillas de velamen, "norimones" con caja maqueada, "cangos" (suaves y verdaderas literas de bambú), se veía circular a cortos pasos y con pie hiquito, calzado con zapatos de lienzo, sandalias de paja o zuecos de madera labrada, algunas mujeres poco bonitas, de ojos encogidos, pecho deprimido, dientes ennegrecidos a usanza del día, pero que llevaban con elegancia el traje nacional, llamado "kimono", especie de bata cruzada con una banda de seda, cuya ancha cintura formaba atrás un extravagante lazo, que las modernas parisienges han copiado, al parecer, de las japonesas.

Picaporte se detuvo paseando durante algunas horas entre aquella muchedumbre abigarrada, mirando también las curiosas y opulentas tiendas, los bazares en que se aglomeraba todo el oropel de la platería japonesa, los restaurantes, adornados con banderolas y banderas, en los cuales estaba prohibido entrar y esas casas de té, donde se bebe, a tazas llenas, el agua odorífera con el sakí, licor sacado del arroz fermentado, y esos confortables fumaderos, donde se aspira un tabaco muy fino, y no por el opio, cuyo uso es casi desconocido en el Japón.

Despues, Picaporte se encontró en la campiña, en medio de inmensos arrozales. Allí ostentaban sus últimos colores y sus últimos perfumes las brillantes camelias, nacidas, no ya en arbustos, sino en árboles; y dentro de las cercas de los bambúes, se veían cerezos, ciruelos, manzanos, que los indígenas cultivan más bien por sus flores que por sus frutos,y que están defendidos contra los pájaros, palomas, cuervos, y otras aves, por medio de maniquíes haciendo muecas o con torniquetes, chillones. No había cedro majestuoso que no abrigase alguna águila, ni sauce bajo el cual no se encontrase alguna garza, melancólicamente posada sobre un poie; en fin, por todas partes había cornejas, patos, gavilanes, gansos silvestres y muchas de esas grullas, a las cuales tratan los japoneses de señorías, porque simbolizan, para ellos, la longevidad y la dicha.

Al andar así vagando, Picaporte descubrió algunas violetas entre las hierbas.

-¡Bueno! –dijo~. Ya tengo cena.

Pero las olió, y no tenían perfume alguno.

-¡No tengo suerte! -pensó para sus adentros.

Cierto es que el buen muchacho había almorzado, por previsión, todo lo copiosamente que pudo, antes de salir del "Carnatic", pero después de un día de paseo, se sintió muy hueco el estómago. Bien había observado que en la muestra de los camiceros faltaba el camero, la cabra o el cerdo, y como sabía que es un sacrilegio matar bueyes, únicamente reservados a las necesidades de la agricultura, había deducido que la carne andaba escasa en el japón. No se engañaba; pero, a falta de todo eso, su estómago se hubiera arreglado con jabalí, gamo, perdices o codornices, ave o pescado con que se alimentan exclusivamente los japoneses, juntamente con el producto de los arrozales. Pero debió hacer de tripas corazón, y dejar para el día siguiente el cuidado de proveer a su manutención.

Llegó la noche, y Picaporte regresó a la ciudad indígena, vagando por las calles, en medio de faroles multicolores, viendo a los farsantes ejecutar sus maravillosos ejercicios, y a los astrólogos que, al aire libre, reunían a la gente alrededor de su telescopio. Después, volvió al puerto, esmaltado con las luces de los pescadores, que atraían los peces por medio de antorchas encendidas.

Por último, las calles se despoblaron. A la multitud sucedieron las rondas de yakuninos, oficiales que, con sus magníficos trajes y en medio de un séquito, parecían embajadores, y Picaporte repetía alegremente, cada vez que encontraba alguna vistosa patrulla:

-¡Bueno va! ¡Otra embajada japonesa que sale para Europa!

XXIII

Al día siguiente, Picaporte, derrengado y hambriento, dijo para sí que era necesario comer a toda costa, y que lo más pronto sería mejor. Bien tenía el recurso de vender el reloj, pero antes hubiera muerto de hambre. Entonces o nunca, era ocasión para aquel buen muchacho de utilizar la voz fuerte, si no melodiosa, de que le había dotado la naturaleza.

Sabía algunas copias de Francia y de Inglaterra, y resolvió ensayarlas. Los japoneses debían, seguramente, ser aficionados a la música, puesto que todo se hace entre ellos a son de timbales, tamtams y tambores, no pudiendo menos de apreciar, por consiguiente, el talento de un cantor europeo.

Pero era, quizá, temprano, para organizar un concierto, y los difetanti, súbitamente despertados, no hubieran quizá pagado al cantante en moneda con la efigie del mikado.

Picaporte se decidió, en su consecuencia, a esperar algunas horas; pero mientras iba caminando, se le ocurrió que parecía demasiado bien vestido para un artista ambulante, y concibió entonces la idea de trocar su traje por unos guiñapos que estuviesen más en armonia con su posición. Este cambio debía producirle, además, un saldo, que podía aplicar, inmediatamente, a satisfacer su apetito.

Una vez tomada esta resolución, faltaba ejecutarla, y sólo después de muchas investigaciones descubrió Picaporte a un vendedor indígena, a quien expuso su petición. El traje europeo gustó al ropavejero, y no tardó Picaporte en salir ataviado con un viejo ropaje japonés y cubierto con una especie de turbante de estrías, desteñido por la acción del tiempo. Pero, en compensación, sonaron en su bolsillo algunas monedas de plata.

-Bueno -pensó–, ¡me figuraré que estamos en Carnaval!

El primer cuidado de Picaporte, así japonizado, fue el de entrar en una casa de té, de modesta apariencia, y allí almorzó un resto de ave y algunos puñados de arroz, cual hombre para quien la comida era todavía problemática.

-Ahora –dijo entre sí, después de restaurarse copiosamente- se trata de no perder la cabeza. Ya no tengo el recurso de vender esta vestidura por otra parte que sea todavía más japonesa. ¡Es necesario, pues, discurrir el medio de, dejar lo más pronto posible, este país del Sol, del cual no guardaré más que un lamentable recuerdo!

Ocurrióle entonces visitar los vapores que estaban dispuestos a salir para América. Contaba con ofrecerse en calidad de cocinero o de criado, no pidiendo, por toda retribución, más que el pasaje y el sustento. Una vez en San Francisco, trataría de salir de apuros. Lo importante era salvar las cuatro mil setecientas millas del Pacífico que se extienden entre el Japón y el Nuevo Mundo.

No siendo Picaporte hombre que dejase dormir una idea, se dirigió al puerto de Yokohama; pero, a medida de que se acercaba a los muelles, su proyecto, que tan sencillo te había parecido al concebirlo, lo iba considerando impracticable. ¿Por qué habían de necesitar cocinero a bordo de un vapor americano, y qué confianza debía inspirar del modo que iba ataviado? ¿Qué recomendaciones podía ofrecer? ¿Qué personas podrían ayudarle?

Estando así, reflexionando, cayó su vista sobre un inmenso cartel, que una especie de clown paseaba por las calles de Yokohama. Ese cartel decía, en inglés, lo siguiente:

Compañía Japonesa Acrobática

HONORABLE WILLIAN

BATULCAR

——————-

(últimas representaciones)

antes de su salida para los Estados

Unidos de los

NARIGUDOS-NARIGUDOS

(bajo la invocación directa

del dios Tingú)

¡GRAN ATRACCIÓN!

-¡Los Estados Unidos! —exclamó Picaporte-. ¡Ya di con mi negocio!

Siguió al del cartel y entró en la ciudad japonesa. Un cuarto de hora más tarde, se detenía delante de una gran barraca coronada con varios haces de banderolas, y cuyas paredes exteriores representaban, sin perspectiva, pero con exagerados colores, toda una banda de juglares.

Era el establecimiento del honorable Batulcar, especie de Barnum americano, director de una compaiíía de saltimbanquis, juglares, clowns, acróbatas, equilibristas, gimnastas, que, según el cartel, daban sus últimas representaciones antes de dejar el Imperio del Sol, para irse a los Estados Unidos.

Picaporte entró bajo un peristilo que precedía al barracon, y preguntó por el señor Batuicar, quien se presentó en persona.

-¿Qué queréis? –dijo a Picaporte, a quien creyó indigena.

-¿Tenéis necesidad de criado? -preguntó Picaporte.

-¡Criado! –exclamó el Barnum, acariciando su poblada perilla gris, que adomaba su barba-. Tengo dos, obedientes, fieles, que nunca me han dejado y que me sirven de balde, y sólo por la comida… Y son éstos -añadió, enseñando sus robustos brazos, surcados de venas gruesas como las cuerdas de un contrabajo.

-¿Es decir, que no puedo servir para algo?

-Para nada.

-¡Diantre! Es que me hubiera convenido mucho niarcharme con vos.

-¡Hola! –dijo el honorable Batulcar-. ¡Lo mismo sois japonés que yo mico! ¿Por qué vais así vestido?

–Cada uno se viste como puede.

–Cierto. ¿Sois francés?

-Sí, parisiense.

-Entonces, ¿sabréis hacer muecas?

-¡A fe mía -respondió Picaporte, incomodado por la pregunta-, nosotros, los franceses, sabemos hacer muecas, es verdad, pero no mejor que los americanos!

-Es verdad. Pues bien; si no os tomo como criado, puedo tomaros como clown. Ya comprenderéis, bravo mozo. ¡En Francia se exhiben farsantes extranjeros, y en el extranjero farsantes franceses!

-¡Ah!

-Por lo demás, ¿sois vigoroso?

-Sobre todo cuando acabo de comer.

-¿Y sabéis cantar?

-Sí -respondió Picaporte, que en halagüeño, le permitiría estar en algunos conciertos de calle.

-Pero, ¿sabéis cantar cabeza abajo, con una peonza girando sobre la planta del pie izquierdo y un sable en equilibrio sobre la planta del pie derecho?

-¡Pardiez! -respondió Picaporte, que recordaba los primeros ejercicios de su edad juvenil.

-¡Es que todo consiste en eso! -dijo el honorable Batulcar.

La contrata quedó terminada "hic et nunc".

En fin, Picaporte había encontrado una posición. Estaba contratado para hacerlo todo en la célebre compañía japonesa, lo cual, si era poco halagüeño, le permitiría estar en San Francisco antes de ocho días.

La representación, con tanto aparato anunciada por el honorable Batuicar, debía comenzar a las tres de la tarde, y bien pronto resonaban en la puerta los formidables instrumentos de una orquesta japonesa. Bien se comprende que Picaporte no había podido estudiar su papel, pero debía prestar el apoyo de sus robustos hombros en el gran ejercicio del racimo humano, ejecutado por los narigudos del dios Tingú. Este "gran atractivo" de la representación, debía cerrar la serie de ejercicios.

Antes de las tres, los espectadores habían invadido el vasto barracón. Europeos e indígenas, chinos y japoneses, hombres, mujeres y niños, se apiñaban sobre las estrechas banquetas y en los palcos que daban frente al escenario. Los músicos habían entrado, y la orquesta completa, gongos, tam-tams, castañuelas, flautas, tamboriles y bombos, estaban operando con todo furor.

Fue aquella función lo que son todas las representaciones de acróbatas, pero es preciso confesar que los japoneses son los primeros equilibristas del mundo. An-nado el uno con un abanico y con trocitos de papel, ejecutaba el ejercicio de las mariposas y las flores. Otro trazaba, con el perfumado ~umo de su pipa, una serie de palabras azuladas, que formaban en el aire un letrero de cumplido para la concurrencia. Este jugaba con bujías encendidas, que apagaba sucesivamente, al pasar delante de sus labios, y encendía una con otra, sin interrumpir el juego. Aquél reproducía, por medio de peones giratorios., las combinaciones más inverosímiles bajo su mano; aquellas zumbantes maquinillas parecían animarlo con vida propia en sus interminables giros, corrían sobre tubos de pipa, sobre los filos de los sables, sobre alambres, verdaderos cabellos tendidos de uno a otro lado del escenario; daban vuelta sobre el borde de vasos de cristal; trepaban por escaleras de bambú, se dispersaban por todos los rincones, produciendo efectos armónicos de extraño carácter y combinando las diversas tonalidades. Los juglares jugueteaban con ellos y los hacían girar hasta en el aire; los despedían como volantes, con paletillas de madera, y seguían girando siempre; se los metían en el bolsillo, y cuando los sacaban, todavía daban vueltas, hasta el momento en que la distensión de un muelle los hacía desplegar en haces de fuegos artificiales.

Inútil es describir los prodigiosos ejercicios de los acróbatas y gimnastas de la compañía. Los juegos de la escalera, de la percha, de la bola, de los toneles, etc., fueron ejecutados con admirable precisión; pero el principal atractivo de la función era la exhibición de los narigudos, asombrosos equilibristas que Europa no conoce todavía.

Esos narigudos forman una corporación particular, colocada bajo la advocación directa del dios Tingú. Vestidos cual héroes de la Edad Media, llevaban un espléndido par de alas en sus espaldas. Pero lo que especialmente los distinguía, era una nariz larga con que llevaban adornado el rostro, y, sobre todo, el uso que de ella hacían. Esas narices no eran otra cosa más que unos bambúes, de cinco, seis y aun diez pies de longitud, rectos unos, encorvados otros, lisos éstos, verrugosos aquellos. Sobre estos apéndices, fijados con solidez, se verificaban los ejercicios de equilibrio. Una docena de los sectarios del dios Tingú se echaron de espaldas, y sus compañeros se pusieron a jugar sobre sus narices enhiestas cual pararrayos, saltando, volteando de una a otra y ejecutando suertes inverosímiles.

Para terminar, se había anunciado especialmente al público la pirámide humana, en la cual unos cincuenta narigudos debían figurar la carroza de Jaggemaut. Pero en vez de formar esta pirámide tomando los hombros como punto de apoyo, los artistas del honorable Batuicar debían sustentarse narices con narices. Se había marchado de la compañía uno de los que formaban la base de la carroza, y como bastaba para ello ser vigoroso y hábil, Picaporte había sido elegido para reemplazarlo.

¡Ciertamente que el pobre' mozo se sintió muy compungido -triste recuerdo de la juventud-, cuando endosó su traje de la Edad Media, adomado de alas multicolores, y se vio aplicar sobre la cara una nariz de seis pies! Pero, al fin, esa nariz era su pan, y tuvo que resignarse p dejársela poner.

Picaporte entró en escena y fue a colocarse con aquellos de sus compañeros que debían figurar la base de la carroza de Jaggernaut. Todos se tendieron por tierra, con la nariz elevada hacia el cielo. Una segunda sección de equilibristas se colocó sobre los largos apéndices, una tercera después, y luego una cuarta, y sobre aquellas narices, que sólo se tocaban por la punta, se levantó un monumento humano hasta la cornisa del teatro.

Los aplausos redoblaban, y los instrumentos de la orquesta resonaban como otros tantos truenos, cuando, conmoviéndose la pirámide, el equilibrio se rompió, y, saliéndose de quicio una de las narices de la base, el monumento se desmoronó cual castillo de naipes…

Tuvo de esto la culpa Picaporte, quien, abandonando su puesto, saltando del escenario sin el auxilio de las alas, y trepando por la galería de la derecha, caía a los pies de un espectador, exclamando:

-¡Amo mío! ¡Amo mío!

-¿Vos?

-¡Yo!

-¡Pues bien! ¡Entonces, al vapor, muchacho!

Mister Fogg, mistress Aouida, que le acompañaba, y Picaporte, salieron precipitados por los pasillos, pero tropezaron fuera del barracón con el honorable Batulcar, furioso, que reclamaba indemnización por la "rotura". Phileas Fogg apaciguó su furor echándole un puñado de billetes de banco, y a las seis y media, en el momento en que iba a partir, mister Fogg y mistress Aouida ponían el pie en el vapor americano, seguidos de Picaporte, con las alas a la espalda y llevando en el rostro la nariz de seis pies, que todavía no había podido quitarse.

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