Así como en psicoterapia hay modelos que enfatizan en el "lado oscuro" de la naturaleza humana, y otros que se pronuncian por una visión más positiva del ser humano, más optimista, en educación hay modelos en que se continúa con la tradición de "la letra con sangre entra", o bien de que "debe enderezarse el árbol para que no crezca torcido", mientras que hay otros modelos educativos que creen más en la persona. Estos últimos son los modelos humanistas, asociados por lo general con enfoques activos de la educación.
Al convertir a la persona en sujeto activo en la adquisición del conocimiento, se está dando por hecho que la persona "puede sola", es decir, que no necesariamente debe estársele corrigiendo constantemente para que aprenda algo, sino que más bien debe contar con el ambiente necesario, las condiciones óptimas, o al menos más cercanas, para que desarrolle su potencial. Pero esta consideración es insuficiente todavía. Es sujeto es activo, además, desde el punto de vista emocional. Es decir, se cree en el potencial humano del sujeto, potencial que consiste precisamente en la capacidad que tiene la persona para auto recuperarse de su propio lado humano, de su falibilidad.
Se cree en que dadas ciertas condiciones positivas, la persona tiende a desarrollarse de la mejor forma, como si el árbol creciera hacia la luz, y no hacia lo oscuro. Lo importante entonces es encontrar cuál es esa combinación de condiciones que mejor puede favorecer el "florecimiento" de la persona.
Florecer desde adentro
Sin embargo, se florece "desde adentro". Es decir, las condiciones externas, como luz, agua y buena tierra, si estuviéramos hablando de una planta, son imprescindibles para que crezca. Pero el potencial de crecimiento lo lleva desde dentro. Si no se planta esa semillita, seguramente no crecerá y no dará frutos, pero sabemos que hay muy diversos tipos de semilla, que dan diversos tipos de vegetales. Aunque la comparación puedes resultar burda, sirve para visualizar el punto: El potencial de crecimiento de la persona lo lleva adentro, sin embargo hace falta que las condiciones externas favorezcan dicho crecimiento. Una cosa no se puede dar sin la otra.
Para que esas condiciones externas favorezcan el "florecimiento de la persona", es necesario que lo que se facilite sea precisamente eso: que la persona se mire, busque en su interior, conozca de qué está hecha esa semilla, para que aproveche lo que se le ofrece desde fuera, para alimentar lo que está adentro.
Pero ¿dónde radica ese potencial de crecimiento? En la manera de manejar la propia falibilidad. En la forma como el sujeto se relaciona con sus propios errores. Ese potencial de crecimiento queda embargado cuando el individuo no es capaz de asumir su propia humanidad, sus fallos, errores y fracasos. Cuando es incapaz de reconocer sus límites. Los límites nos acercan a la realidad: "Cuando abrazamos el límite no hay motivos para demandar que la realidad se adecue a la ilusión. Elegir el límite es ya abrazar la realidad."[1]
Lineamientos para una pedagogía orientada a la persona humana
1. Los encuentros interpersonales
Una de las experiencias que contribuyen de manera más definitiva en el conocimiento personal es el encuentro con el otro. En el encuentro nos redefinimos, reconocemos lo que nos hace seres particulares, únicos, "especiales", pues es precisamente por esas características vistas por el otro, que se da la atracción y el gusto por estar juntos. Lo anterior se cumple particularmente en las relaciones de amistad, y más específicamente en las relaciones de pareja.
Sin embargo, en otros tipos de relación, por ejemplo madre/padre-hijo, alumno-maestro, psicoterapeuta-cliente, la relación entre compañeros, entre colaboradores, entre hermanos, se da también un reconocimiento especial de la persona que tenemos enfrente. Es decir, de manera natural, tal vez intuitiva, sabemos, alcanzamos a ver algo del "material" del que está hecho el individuo con el que nos estamos relacionando. Y eso puede ser de nuestro agrado o no serlo. Normalmente cuando nos agrada el otro, cuando disfrutamos de estar con él, es porque hay algo que conecta, algo en lo que nos sentimos identificados, es decir, reconocemos en el otro, algo que nos es familiar, algo propio. Nos vemos reflejados en el otro, nos gusta esa forma de expresión de un "algo" que también es nuestro.
Y también encontramos diferencias, que por serlo nos siguen definiendo: El otro es así, pero yo no. En la relación maestro-alumno, o madre/padre-hijo es muy patente la cuestión de las diferencias individuales. Ese es parte del atractivo de la tarea educativa que se da en casa y en la escuela, poder participar del reconocimiento de tantas "individualidades" o maneras de ser. En este sentido, el respeto a las diferencias, a lo que hace de una persona un ser único, es fundamental en la labor formativa. Es decir, se parte de un respeto a la diferencia.
2. El derecho a la "diferencia"
Si no se respeta la diferencia no estamos formando, más bien estamos "homogeneizando" masas de personas. Y ese es precisamente uno de los puntos más importantes que tendrían que tenerse en cuenta en educación: Se trata de encontrar potencialidades diversas, no de estandarizar, llevar al mismo punto, diversas potencialidades.
Esta es una de las cuestiones que encuentra más dificultad en los diversos medios educativos, hablando de escuelas y de hogares: Se piensa que educar, que formar, es llevar a la persona (alumno, hijo) a una determinada forma, meterlo en un determinado molde, en lugar de pensar que todo lo que tenemos que hacer es ser sujetos acompañadores de estos otros sujetos en formación, para que se formen de la mejor forma posible, según lo que dicten sus propias potencialidades. Y sin embargo, para llegar a esta decisión, a está visión de lo que es educar, formar personas, se tiene que contar con una gran confianza en la persona, en el ser humano.
Esto es contrario a pensar que hay individuos que por naturaleza son malos, "manzanas podridas" que no deben mezclarse con las otras, para que no les hagan daño. Tener confianza en el ser humano es suponer que todos somos "buenas semillas", con buenas posibilidades de desarrollo, con toda la diversidad que esto pueda implicar.
Para educar tenemos que estar dispuestos al encuentro. El encuentro es una de las experiencias más humanas. "El encuentro implica la presencia recíproca, directa entre dos sujetos, en la cual ninguno puede permanecer indiferente"[2]. Es decir, nos construimos en el encuentro.
Los encuentros nos cambian, los encuentros son terapéuticos, en el sentido de que son siempre posibilidades de cambio para los dos que se encuentran. La vida está llena de encuentros, aunque no siempre contamos con esa disposición para el cambio, es decir, no siempre estamos listos para el encuentro.
Sin embargo, somos seres "relacionales", más que "racionales". "La autoconciencia de la persona no surge de su racionalidad, sino del espacio relacional"[3], que a su vez, es un espacio enteramente emocional. En efecto, es un proceso que tiene que ver más con la intuición que con la razón. Y porque es un proceso derivado de la intuición, nos lleva a una verdad "mas honda", a un autoconocimiento de carácter más profundo.
La intuición, cuyo contenido es de naturaleza emocional, es la que revaloriza la experiencia y abre paso, por consiguiente, al aprendizaje, a la enseñanza. La intuición implica una perspectiva de vida completamente diferente a la razón, es otro procesador de la realidad, "paralelo al racional, que permite acoger todo lo que la razón rechaza".[4] La intuición, desde la antropología del límite[5]nos permite aceptar la realidad, por incomprensible que pueda resultar desde la visión perfeccionista de la razón. La intuición es una gran aliada en terrenos de aceptación, de reconciliación con lo que la vida nos presenta.
3. El encuentro con nosotros mismos
Como seres relacionales, podemos relacionarnos con un "otro" (con minúsculas), o con un "Otro" (con mayúsculas), en particular si creemos que existe un Ser superior, un Dios, si creemos en esa dimensión espiritual de la persona de la que habla Víctor Frankl. En esa relación con el "Otro" llevamos a cabo un proceso de autoconocimiento.
Algunos le llaman "introspección", otros le llaman "oración". De cualquier forma es ponernos en contacto con lo más profundo de nuestra persona. Con la diferencia de que la introspección se lleva a cabo básicamente desde la razón, mientras que para hacer oración se utiliza el lado intuitivo, se "callan las potencias" (se apaga la razón), como sugieren algunos.
A lo largo de la historia ha habido algunos "maestros de la oración", místicos que nos han enseñado diversos caminos para contactar con nuestro centro. Por ejemplo Teresa de Jesús propuso un "itinerario espiritual", un recorrido a través de "siete moradas" o siete niveles de oración, dentro de lo que ella llamó el "castillo interior". Al denominarlo de esa manera está dándole un valor intrínseco a la persona: "…considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal…"[6], habla de la hermosura del alma, rescatando su dignidad. Vemos entonces que el itinerario teresiano se sustenta sobre una concepción altamente positiva del ser humano, que servirá como guía para llegar a "ser del todo" lo que ya "se es en esencia".[7] Como puede apreciarse, desde hace siglos se vislumbraba esta situación del florecimiento mencionada anteriormente.
Es interesante como los místicos españoles del siglo XVI, Teresa de Jesús incluida, reconocieron la importancia de la subjetividad, es decir, que lo más significativo no era la realidad de las cosas en sí mismas, sino los ojos de quien mira la realidad. El sujeto mira la realidad y, en esa mirada, repara en su propia realidad, se reconoce a sí mismo, recorre su interior, sin analizar ni fiscalizar, alcanzando una experiencia de sí mismo que lo cambia. Así como sucede con cualquier relación humana que nos cambia, el contacto con nosotros mismos (o con Dios, como Fundamento del ser, si se cree en El) es factor de cambio. Debemos entonces, dedicarnos un tiempo diario a nosotros mismos, para contemplarnos existencialmente en todo lo que somos.
4. La autoaceptación
Pero esa mirada hacia el interior tiene un punto central, que es el de la aceptación. Quien se encapricha en no aceptar la realidad, produce pensamientos de autoderrota que conllevan a sentimientos de rechazo que, a su vez, conducen irremediablemente a la depresión y la depresión, a realizar acciones que dañan la propia existencia. Como señala Gordon Allport:"el no aceptar ser lo que uno mismo es se ha convertido en la causa de infinidad de neurosis".
Es fácil aceptarse, reconocerse en las cuestiones que nos resultan agradables de nosotros. El trabajo duro de autoaceptación viene del reconocimiento de nuestras limitaciones, de nuestras "miserias", de eso que no nos gusta de nosotros mismos, de eso que no podemos cambiar, o que no escogemos tener, como la enfermedad, o el tiempo que ha dejado huella; fracasos, relaciones desafortunadas, expectativas no cumplidas, decepciones, objetivos malogrados.
Nuestra historia está llena de circunstancias que no siempre queremos haber vivido, que quisiéramos omitir, y sin embargo es el paso por cada una de esas situaciones "desfavorables" lo que nos ha llevado a ser lo que somos. El trabajo de autoaceptación es un trabajo de humildad. Tiene que ver con una actitud de desprendimiento, no sólo de cosas, sino de ideales y expectativas, de nosotros mismos y de los otros. Tiene que ver con no considerarnos dueños de nada ni de nadie, ni siquiera de nuestra propia persona, pues ésta va a dejar de ser en un momento dado. No somos dueños de nuestra vida, ni de la de los que nos rodean. "Cada límite, a su manera, nos anuncia que, a consecuencia de ser limitados, se puede dejar de ser, y que infaliblemente dejaremos de ser."[8]
Esto es algo muy difícil de asimilar, pero definitivamente tiene que ver con la humildad, que es sentido de lo que es y de lo que somos. Esta actitud "desprendida" puede tener un efecto liberador, que nos permita vivir con menos aprensión y más apertura.
Aceptarnos tiene que ver también con hacer un reconocimiento, no una investigación, de nuestra historia. Concretamente reconocer esos momentos en que contactamos con lo que somos. Reconocer no es censurar, que es una forma de control, sino revalidar. ¿Qué tenemos que revalidar? Reconocer es revalidar, acreditar, ante nosotros mismos, nuestra fragilidad. La fragilidad y el dolor nos hermanan, porque son experiencias exquisitamente humanas. Nos identificamos con el otro en el dolor, en el sufrimiento. Pero no le estamos sacando provecho a la crisis si no supimos cómo es que salimos adelante, cómo es que nos levantamos del fracaso, cómo sobrevivimos la decepción, cómo aprendimos de nuestros errores. Pues convertir la experiencia en enseñanza, que es la verdadera alquimia de la educación, se reduce esencialmente a vivir con ellos.
Es decir, lo más común es no reconocer la enseñanza de la experiencia. No estamos acostumbrados a encontrar la luz en la oscuridad, nadie nos enseña a buscar el beneficio de la situación fallida. Al contrario, estamos acostumbrados a omitir, a no querer ver, a esconder, a no mencionar, a sentirnos avergonzados de nuestros errores. Y sin embargo, son estos errores los que realmente constituyen las experiencias que enseñan algo, que nos hacen crecer.
Si desde que somos pequeños nos enseñaran, en el hogar y en la escuela, a ver desde ésta óptica nuestros errores, como oportunidades de crecimiento, como espacios de autoconocimiento, en lugar de situaciones por las que debemos avergonzarnos y por lo tanto negarnos a nosotros mismos, haríamos una gran diferencia. Estaríamos educando, formando personas humanas.
Como decíamos en un principio, educar es facilitar experiencias que originen aprendizajes. Pero qué mejor aprendizaje que ese que sacamos de nuestros llamados errores. Es decir, nuestras experiencias de fracaso, de falla, son las indicadas para hacernos crecer. Y en la escuela y en la casa son esas experiencias precisamente, las que tendrían que revalidarse o revalorizarse para reconocer el aprendizaje de las mismas. En lugar de ocultarlas, tendríamos, como educadores, que poner el foco en esas experiencias, pero no un foco como en silla de acusados. Estamos hablando de un foco iluminador, un foco de aceptación, un foco de compasión. Compasión con el otro y compasión con uno mismo.
Es el tipo de compasión mostrado por el padre del hijo pródigo, que lo recibe con los brazos abiertos y le organiza una fiesta. El padre celebra el fracaso y celebra el regreso, porque el regreso simboliza el regreso a sí mismo que ha emprendido su hijo. Estaba perdido y regresó, estaba descentrado y volvió a centrarse, aprendió algo de sí mismo a través de esa experiencia de "perdición". Fue una experiencia transformadora, de aprendizaje profundo; "hay viajes desatinados, sin embargo, aun los viajes equivocados pueden encaminarnos y dar una nueva congruencia al entero Viaje."[9]
Las experiencias fallidas no es necesario procurarlas. "El primero y el mejor terapeuta de la imperfección es la vida misma".[10] Estas "experiencias de imperfección" están a la vuelta de la esquina, simplemente suceden, a veces con más o con menos ayuda de nuestra parte. Lo que sí es necesario procurar como educadores, es una actitud compasiva frente a esas experiencias de falla. Para que esa actitud de compasión sea como una luz que ilumine a la persona sobre el aprendizaje de dicha experiencia, y llegue a conocerse más realistamente, a través de esa situación.
5. Es difícil dar lo que no se tiene
Resumiendo entonces, para poder entrar en ese rol de educadores, de acompañadores de personas en formación, de jardineros de ese árbol que necesita ciertas condiciones para florecer, necesitamos varios requisitos:
Tener confianza en la persona humana. Creer en su potencial de florecimiento. Para facilitar el crecimiento de una persona, se requiere de conocerla, y en forma más profunda, de amarla. Víctor Frankl dice que el amor constituye la única manera de "aprehender a otro ser humano" en lo más profundo de su personalidad. La persona que ama posibilita al amado a que manifieste sus potencias. Santa Teresa dice "quien no os conoce, no os ama." Conocer para facilitar el crecimiento.
Tener una actitud de respeto por la diferencia. Saber de antemano que las personas con las que nos estamos encontrando van a ser diferentes entre sí. Ni mejor, ni peor, simplemente diferente. No pretender, por lo tanto, nivelar, hacer masas de individuos. Tarea de la educación es proyectar encontrar lo individual, lo especial, lo que hace diferente a cada persona.
Tener apertura frente al encuentro. Esto implica apertura al cambio, porque los encuentros nos cambian. No temerle al encuentro, sobretodo al encuentro con lo diferente; antes bien buscar el encuentro con el otro, sea hijo, alumno, compañero, padre, hermano. Estar, si es posible, ávidos de encuentros.
Buscar espacios de encuentro con nosotros mismos. No temerle a los espacios de soledad, buscarla todos los días, hacer reconocimientos, revalidaciones constantes de nuestras experiencias. Revalorar nuestra historia. Qué no se pierda absolutamente nada. No hay "basureros humanos" por eso nunca sobra nada.
Buscar entre los escombros, qué hicimos con ellos, cómo juntamos las piezas otra vez, para construirnos a nosotros mismos.
Tener una actitud compasiva frente a nuestra falibilidad, como sugiere Santa Teresa al hablar de la humildad, en el libro de "Las Moradas", y Ricardo Peter a través de la Terapia de la Imperfección. Como sugiere Jesús en el Evangelio, cuando nos habla de la Parábola del Hijo Pródigo.
Porque sólo perdonándonos, aceptándonos en nuestra verdad, es como podemos seguir adelante y construir sobre roca. Sin autoaceptación, construimos sobre arena.
Autor:
Lourdes Zambrano
[1] Peter, Ricardo. Una terapia para la persona humana, BUAP, 3ª edición, p. 15.
[2] Consultar del Equipo educativo de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, la "Propuesta Educativa Teresiana", Ganduxer ediciones, STJ, Barcelona, 2005.
[3] Idem.
[4] Peter, Ricardo. "Una terapia para la persona humana".op. cit., p. 62.
[5] La Antropología del límite es el fundamento filosófico de la Terapia de la Imperfección propuesta por Ricardo Peter. Se parte de que el ser humano es limitado, como realidad que no puede esquivarse, sino más bien aceptarse.
[6] Teresa de Jesús. Obras Completas. El libro de "las Moradas", p. 663. Edición preparada por Tomás Alvarez. Editorial Monte Carmelo.
[7] Para conocer más a fondo sobre espiritualidad teresiana se recomienda consultar a Antonio Mas Arrondo, "Acercar el cielo" Itinerario espiritual con Teresa de Jesús. Ed. Sal Térrea.
[8] Peter, Ricardo. Ética para errantes. BUAP, Universidad Iberoamericana. 4ª edición. P.58.
[9] Peter, Ricardo. Ética para errante, op. cit., p.23.
[10] Peter, Ricardo. El miedo a amarnos, Asociación Internacional para la Terapia de la Imperfección, S.A. 1ª Ed., México, 2004, p.15
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