Otros más asomaban a través de sus ojos una mirada de beneplácito por ver a alguien que no compartía su mismo destino, como si desearan reflejarse en la libertad que debí proyectar y que ellos perdieran. De pronto, me abstraje de aquel lugar, fueron unos segundos en los que recapacité sobre la auto esclavitud a la que nos sometemos algunos seres humanos a partir de las aprensiones cotidianas de la vida. Reconocí el cautiverio, la insatisfacción, la frustración psicológica y emocional en la que solemos atraparnos tantas personas, mismas que hemos aprendido en una sociedad en franca descomposición moral en la que vivimos.
De pronto, volví de mis cavilaciones, habían sido unos instantes de profunda reflexión mientras miraba el pasto crecer en armonía en un ambiente ríspido. Entonces levanté la mirada y aprecié los nubarrones en el cielo que amenazaban con desatar una tempestad, como si la tormenta que reinaba entre los muros grises no fuese suficiente y se proponían incrementar la desdicha de quienes se resguardaban obligadamente en aquellos paredones de cemento.
Respiré profundamente y en silencio me reconocí libre dentro de mí mismo, libre y sin desearlo, a costa de la desgracia humana que me confrontaba conmigo mismo y que por diversas razones había llevado a aquellos hombres a un lugar sórdido, pestilente, sin esperanza, sin amor y en ocasiones lúgubres por la cantidad de privaciones morales, sociales, intelectuales, culturales y de salud que padecían sus moradores.
No menos de una vez sentí el deseo de estremecerme, gritar, correr y salir de aquellos lugares durante las tres ocasiones que los visité, pero la coherencia me mantuvo con una aparente ecuanimidad, no debía actuar por impulso, la intuición dictaba con determinación que ahí no cabía mostrar miedo, angustia o sobresalto alguno. Los internos sabían que al igual que yo, estaban bajo el escrutinio de la mirada de algunos custodios
Entonces observé con disimulo a los custodios, que aunque amables conmigo y el grupo de compañeros de trabajo que asistimos a aquellos centros, no dejaban de tener una actitud dura, fría, inconmovible, negociadora, retadora, firma, calculadora hacia todo lo que ocurría a su alrededor. Sus gestos, palabras y actitud resultaban determinantes, impositoras para quienes los abordaban consultando algo.
Algunos internos permanecían enclaustrados en unas celadas visibles a todo el mundo, ahí estaban, moviendo su cuerpo y su mirada hacia todo acontecimiento que ocurriera a su alrededor. Los vi observar a algunos feroces y negros perros que eran la compañía de los custodios, sin duda, aquellos animales, al igual que los custodios, disponían de una psicología especial para saber si debían atacar ante cualquier síntoma de peligro.
En medio de aquella nebulosa atmósfera, una luz de emotividad surgió. Dos hombres jóvenes que al parecer, vivían un romance entre ellos, conversaban animosos y con discreción, compartían miradas benevolentes, palabras susurrantes, su actitud corporal hablaba de un sentimiento bien entendido entre ellos, un sentimiento que sin duda les ayudaba a sobrevivir ante la adversidad. Se miraron en repetidas ocasiones y luego posaron sus ojos sobre de mí. Yo desvié discretamente la mirada, pero sentí su escrutadora vista sobre mi persona.
Aunque supuse que a la inmensa mayoría de los internos no les cuestionaba sostener contacto visual con extraños, preferí pensar que no era grato saberse observados por alguien que por largo tiempo había perdido su libertad emocional, como era mi caso. De pronto, aquellas siluetas vistas momentos atrás, se aproximaron lenta pero decididamente a mí para pedirme condones, y lamenté no disponer de aquellos instrumentos de protección que debían serles por demás útiles.
Ignoro si esa fue la única razón por la que se aproximaron a mí, o simplemente fue un pretexto para dejarme compartir la luminosidad de su mirada, una mirada secreta y destellante que compartimos los tres, producto de tantos códigos aprendidos para manejarnos con propiedad ante el escrutinio de la observación pública.
Luego de ofrecerles disculpas, se retiraron sabiendo que me habían hecho cómplice de su secreto. Lo sentí así por su forma tan masculina de conducirse, por sus viriles ademanes y aquel paso cadencioso al andar, que en nada desencajaba del resto de los internos que ostentaban su hombría, como un sinónimo de protección ante cualquier amenaza a su integridad física, psicológica y emocional. Los ví alejarse como resignados a su destino por saber de la pertenencia que tenían uno sobre de el otro, y en silencio festejé su amor, el que sin duda, les haría soportable la existencia durante el tiempo que vivirían atrapados entre los grises muros de la prisión.
En otros momentos, descubrí a algunos físico culturistas ejercitarse sobre el piso, en las canchas de juego o simplemente corriendo por los hacinados pero al mismo tiempo espaciosos lugares de la prisión. Había de todo, hombres que dejaban ver que provenían de familias económicamente pudientes, tal vez responsables de algún delito de esos denominados de "cuello blanco". A primera vista lucían educados, cultos, sensibles, con un aire cosmopolita que contrastaba con la pobreza de la mayoría de los huéspedes de aquellos lugares.
Preferí no mirarlos a los ojos, por discreción y respeto, pero mi visión indirecta me hizo comprender sus propósitos cuando noté en alguno de ellos una ligera erección bajo el cierre de sus pantalones. Otro de ellos llevó sutilmente una de sus manos hasta sus genitales, como ofertándolos a alguien ante una posible y prolongada abstinencia sexual no elegida. Alguien más levantó su camiseta para dejar asomar los finos vellos que crecían alrededor de su ombligo y la abundancia de estos en la cercana área genital. Entonces comprendí la seducción que estaban haciéndose esos hombres que deliberada o circunstancialmente tienen sexo con otros hombres, pero opté por hacerlos creer que no me había percatado de esas insinuaciones y me mantuve firme, profesional, serio y discreto.
Deliberadamente busqué aquellos espacios para percatarme de un mundo lleno de incógnitas para mí, mientras mis compañeros dictaban sus conferencias al personal de salud que laboraba en aquellos lugares, más no para establecer contacto emocional con los internos. Ahora, era testigo de aquellas asombrosas, inesperadas y disimuladas formas que utilizaban algunos caballeros para cortejarse y cortejar a los visitantes del lugar.
En una ocasión, mientras volvía al salón donde se impartían las conferencias, encontré a un nutrido grupo de internos esperando para ser atendidos por el personal médico. Algunos de ellos habían arriscado sus pantalones hasta la rodilla, parecía que deliberadamente lucían sus desarrolladas y en ocasiones velludas pantorrillas. Entonces tuve algunas preguntas sin respuesta, ¿porqué siendo exclusivamente varones los que convivían entre sí, gustaban de ostentar su fisonomía ante la mirada electrizante de algunos custodios a quienes sin duda odiaban, respetaban o simplemente les convenía mantener relaciones cordiales con ellos por diversas razones?, o ¿acaso existía un secreto juego de seducción entre los propios internos al lucir su anatomía toda vez que un chico atlético se revolcaba sobre el piso con la camisa alzada hasta el musculoso pecho mientras se quejaba de un malestar estomacal producto de la deficiente comida que ingirieran esa tarde?
No estuve para preguntas, menos cuando sin ser médico y por el hecho de portar una bata blanca ya que formaba parte del personal de salud, algunos de ellos me preguntaron: "¿Doctor, a qué hora nos van a atender?". Acongojado por el hecho de no poder hacer nada por ellos, respondí no pertenecer a los servicios de salud que ahí se les proporcionaban, que sus médicos tratantes pronto los atenderían, así como que sólo me encontraba de visita.
¿A qué hora, a qué hora?, preguntaron desesperados mientras busqué alcanzar la puerta de entrada de la sala de conferencias para resguardarme de algo que me era difícil de digerir, y que miré de soslayo cantidad de piernas a medio descubrir, tobillos, vientres, axilas, brazos desarrollados, hombros enjutos y bocas vacilantes y sin dentaduras reclamando un servicio que no llegaba.
La tarde que concluyó aquella misión de capacitar al personal de salud que atiende a persona privadas de la libertad, valoré como nunca mi libertad psicológica y emocional, a veces perdida a causa de las tribulaciones propias de la vida, en la que sin sospecharlo, nos vamos aprisionando paulatinamente.
Salí del último penal, el del norte de la ciudad y me estremecí voluntariamente en la explanada del edificio, me sacudí física, mental y emocionalmente a mí mismo, me dije desear ser más libre de mis propias congojas y deambular por el mundo ya que a diferencia de aquellos hombres tan sufridos, yo tenía los recursos, las vacaciones y la voluntad para volver a emigrar a algún destino donde volviera a reencontrarme a mí mismo a pesar de las cadenas, los grilletes y las trampas que impone la sociedad, pero sobre todo, uno mismo de manera individual.
Campestre Churubusco. 11.20 p. m.
Ciudad de México, a 1 de mayo de 2008.
Datos del Autor
*Gerardo Guiza Lemus. (Puruándiro, Michoacán, México. 1957), es Licenciado en Ciencias de la Comunicación, egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre los años 1987 y 1989 y 1992 y 1997 impartió cátedra en dicha facultad en materias de literatura y periodismo, y dirigió diversas tesis de titulación.
Ha colaborado con cuento, poesía y entrevistas en numerosos suplementos culturales de la ciudad de México y en el interior de la República.
Es autor de los libros que llevan por título: En el pecado está la penitencia. (Cuentos). Fontamara. México, D. F. 2007. La Historia No Convenida. (Novela). Fontamara. México, D. F. 2003. Artilugios. (Novela). Fontamara. México, D. F. 1999. Quizás No Entendí. (Novela). Fontamara. México, D. F. 1997. Tus Estelas en mi Espacio. (Poemario). Publicación Independiente, México, D. F. 1993. Como la Flor del Amaranto. (Novela). Dirección de Bibliotecas y Publicaciones del IPN. México, D. F. 1992.
Actualmente desempeña funciones de capacitador en el Programa de VIH/SIDA de la Ciudad de México, de la Secretaría de Salud del Distrito Federal.
Autor:
Gerardo Guiza Lemus
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