- Buenaventura
- Maestro nuevo en el pueblo
- Un anciano poco común
- En busca del Capitán Varona
- El secreto de doña Domitila
- Fiesta en el pueblo
- Paisaje posterior
- El secreto del Taipa
- Duelo bajo un viejo algarrobo
- Epílogo
I:- BUENAVENTURA, UN PUEBLO OLVIDADO.
"Maestro nuevo en el pueblo", esto fue lo que se comentó aquella soleada mañana del mes de octubre de no recuerdo que año, allá por la década del 20 del siglo pasado, dos días antes que llegaran aquellos temporales de agua que demoraban semanas en cesar, dejando los cañaverales inundados y el pueblo de Buenaventura aislado del mundo física y geográficamente, aunque siempre estaba aislado en cualquier época del año, pero no por las lluvias, sino por su deterioro en el tiempo.
Buenaventura era un pueblo más perdido en las zonas más recónditas de las despobladas llanuras del Camagüey, detrás tenía el mar, monte cerrado a ambos lados y él a la cabeza de un inmenso cañaveral que se perdía a lo lejos, en un paisaje monótono y aburrido. Sus estaciones no eran como las del resto del mundo: primavera, verano, otoño e invierno o lluvia y seca como en algunas zonas tropicales, sino: "zafra" y "tiempo muerto", y la primera más corta que la segunda y casi todos los años tenían una duración diferente. Desde que había terminado "la gran guerra" por Europa, la zafra era cada vez más corta y los precios del azúcar más bajos, y por consiguiente los cortadores de caña ganaban menos y la miseria, esa si aumentaba, y lo hacia para el mal de muchos, de forma exponencial, siempre con sus acompañantes habituales: hambre, enfermedades, explotación infrahumana e incultura.
Otrora, Buenaventura había sido un pueblo próspero en su inicio, cuando fue la fiebre del azúcar, "el oro blanco", en que se demolieron enormes extensiones de monte firme para sembrar caña de azúcar, se demolieron no, se quemaron salvajemente, con sus maderas preciosas y cuanta flora y fauna habitaba en ellos. Los incendios se prolongaban semanas y meses y después sobre aquel infierno negro y desolado se sembraba caña y más caña, convirtiendo aquel paisaje pintoresco y paradisíaco en un inmenso tapiz verde donde la vista se perdía hasta el infinito.
De tres familias que vivían al inicio: Los Santos, Los Cervantes y por ultimo los Buenaventura, cuyo apellido daba nombre al lugar, en el apogeo de su prosperidad, poco después de la construcción de un enorme ingenio a unas cuantas leguas de allí, el sitio empezó a llenarse de todo tipo de personas, razas y colores: negros y mulatos, "gallegos" de toda España, isleños de Las Canarias, chinos que crearon fondas y hortalizas, húngaros, polacos, y hasta algún judío, y yucatecos, y por supuesto, haitianos y jamaicanos, y algún que otro moro que se ocupaba de la venta de ropa a caballo por los caminos, ofreciendo los mil tejidos y prendas de todo tipo a precios que para él siempre eran bajos y para los demás muy altos. Pero ahora eso era historia. Se sabía de ellos por las raras tumbas, dispersas por el cementerio, a veces engüídas por la hierba y la vegetación.
Buenaventura llegó a tener su pequeña y recién pintada estación de trenes, hotel, un par de aserríos, panaderías, fábricas de galletas y dulcería, centros comérciales y hasta un cine que daba funciones cuatro veces por semana, un liceo, varias escuelas, y un sinnúmero más de establecimientos. Pero ahora quedaban las casas de tabloncillo de maderas preciosas derruidas, despintadas y deterioradas por el tiempo, muchas en ruinas y donde estaba el hotel de dos plantas solo quedaba la "H" como letrero. La estación dejó de funcionar como tal y ahora solo llegaba al mediodía un pequeño vagón automotor, cuando las vías estaban en buen estado, que solo ocurría durante la zafra en que recibían algún tipo de mantenimiento, no por el pueblo, sino para que pudiesen transitar por ellas los trenes halando decenas de casillas repletas de caña.
Ahora el viejo y amplio terraplén de rocoso blanco se encontraba cubierto hasta la mitad de zarzas, hierbas y marabú, y a duras penas, y no en época de lluvias transitaba algún viejo y destartalado camión de mercancías y el coche del alcalde, o del médico, con mucho cuidado para que las espinas no reventaran los neumáticos. Durante los temporales el pueblo quedaba aislado del mundo y no había quien pudiese salir o entrar, se encontraba, entonces totalmente incomunicado, así que para enfermarse había que esperar a que cesaran las lluvias pues el médico vivía más al norte, en otro pueblo aun no devorado por el tiempo.
Las primeras familias del pueblo, los Santos, Cervantes y Buenaventura, habían vivido en total armonía durante muchos años, hasta el crecimiento desmesurado de la población a inicios de siglo, donde empezaron las disputas de siempre: por un pedazo de tierra, tal vez una mujer o cualquier pretexto en época y zonas de avaricia. La ruptura final fue, al parecer por una disputa entre los Santos y los Cervantes, uno con un machete y el otro con un revolver y al mediar el viejo Buenaventura, éste fue el que cayó primero, antes que los otros dos se acribillaran y se machetearan, sin que otra persona tuviese la intención de intervenir.
Desde aquel día las tres familias quedaron enfrentadas entre si, caso raro, pues siempre los enfrentamientos eran entre pares, pero aquí eran tres, aunque a decir verdad los más violentos eran entre los Santos y los Cervantes, con su casta de jóvenes machos bravíos, dispuestos a pelearse por cualquier tontería. En el medio, no ya para apaciguar, se encontraba la antes calmada y benevolente Domitila Sánchez y Arzuaga, con sus once muchachitas, que eran sus hijas hembras con el difunto Don Venancio Buenaventura, pero ahora con una calma violenta y cruel apoyada por un revolver 38, que siempre llevaba sobre las caderas con un cinturón que le caía apretando el vestido negro de luto.
Después del velorio del viejo, lo primero que hizo fue comprarse el revolver con todas las balas que tenía el armero en el almacén y practicó todos los días en la vieja casona, disparándole a cuanta ave entrase a su jardín o arboleda, no importara el tamaño, si era pequeña o grande, si un zorzal o un zunzún; mientras sus once muchachitas lloraban o rezaban dentro de la casa por el alma de su padre y tal vez ahora por los de la madre. Aprendió a disparar mejor que cualquier hombre del pueblo, incluso que el cabo Dueñas, jefe del puesto de la rural, y que se las daba de gatillo alegre.
Lo segundo que hizo Doña Domitila fue prohibirle a sus hijas cualquier tipo de relación con los Santos y los Cervantes, y que no vistieran de negro, ni se llorara más en su casa, y puso como condición indispensable que cualquier relación sentimental no podría ser con nadie de las familias rivales y que con el que fuese que tuviese recursos, instrucción, y ser lo bastante varonil como para saber defender a su hija ante cualquier trance, fuese con los puños, con revolver, machete o cualquier otra arma ofensiva, pero que siempre estuviese dispuesto a plantar cara. De más esta decir, que esos requisitos, después que se vació el pueblo definitivamente por la fiebre viral de la "Influencia" o "gripe española", no los tenía nadie, ni siquiera el Alcalde, por lo que al parecer sus hijas se quedarían como se decía, "para vestir santos".
La vieja Domitila, aunque realmente no era tan vieja pues debía tener poco más de cincuenta años, mandó a buscar a Ángel, su capataz, que de ángel nada más que tenía el nombre, y le impuso no se sabe de cuantas instrucciones o reglamentos, con medidas más estrictas que las de una orden militar o religiosa. De manera, que aquella casona se convirtió en una fortaleza militar y todos los empleados comenzaron a estar armados con cualquier pertrecho, lo que salvo en las armas de fuego con los más allegados, era totalmente innecesario, pues para los guajiros un machete, una azada o el cuchillo eran armas que sabían manejar muy bien.
Domitila Sánchez no se detuvo ahí, ordenó con una autoridad que nadie pensó que podría tener buscar a los patriarcas de las familias en conflicto, Don Macario Santos y Don Salustiano Cervantes y en un lenguaje claro y duro les comunicó las nuevas y severas reglas a que estaban obligados a someterse: Nada de lo que el difunto Venancio había acordado con ellos estaría en vigencia a partir de ese momento, las deudas en dinero que tenían con él debían pagarse en breve plazo, por las tierras que tenían en arriendo sembradas de caña que no eran pocas, debían pagar a partir de ahora el doble y nadie de sus familias podría acercarse a su casa o su finca, pues sus hombres tenían la orden de disparar sin dar voz de aviso, tampoco podían usar el camino de acceso cercano al pueblo que pasaba por sus tierras, por lo que ahora tendrían que dar un gran rodeo para acceder a él.
Además, y algo ahora más trágico, cualquier conversación anterior para el matrimonio de alguno de sus hijos para con sus muchachitas quedaba sin vigor, pues ella, Domitila Sánchez y Arzuaga, no quería tener ningún sietecito, ni descendiente con los malditos apellidos, Santos o Cervantes.
Por boca de Ángel, el capataz, aunque no era muy dado a darle a la lengua, salvo con dos tragos de más, se supo de aquel acuerdo o ultimátum, pues por muchas protestas y alegaciones que hicieron los viejos patriarcas, la vieja se mantuvo en sus trece y solo respondía "no y no" y no hasta que se cansaron.
Estas medidas determinaron el lento ocaso del poderío de las familias Santos y Cervantes, que en menos de un mes vendieron fincas, animales, incluso sus caballos de montar y media cosecha de la próxima zafra para satisfacer las exigencias de la dura señora, de lo cual se aprovecharon el Alcalde y los comerciantes locales, y hasta el moro Ibrahím, que aun rondaba las tierras vendiendo sus productos a caballo y que creyó que ya era hora de cambiar de oficio y compró casi por nada una linda finca de tres caballerías, con arroyo incluido.
A partir de entonces, y más que por las muertes, un odio exacerbado quedó sembrado entre las tres familias que se demostraba sobretodo entre los Santos y los Cervantes, pues Domitila bajaba poco al pueblo y todo lo hacia a través de su capataz. Ese odio que se acumulaba de día en día, tenía un momento de explosión que era el día de la fiesta del pueblo, en que los machetes, revólveres y cuchillos salían de su escondite, como para dar una vuelta y más que una fiesta popular se convertía en una guerra en todas sus reglas, por supuesto con muertos y heridos de ambas familias.
A esa fiesta, por supuesto, acudía Doña Domitila, siempre de negro y con su revolver a la cintura y sus once muchachitas escoltadas por sus hombres y con un lema, "no bailar con ninguno de los Santos y los Cervantes", por muy buen mozo o galante que pareciera. Allí se sentaba y al parecer disfrutaba con el Zapateo y el Son Montuno que bailaban o mal bailaban las gentes de aquella tierra que comenzaba a sumergirse en el olvido del tiempo.
Al día siguiente velorio en el pueblo, actividad en el cementerio y la visita del médico a curar heridas y atender las crisis de nervios de las ahora difuntas, o las que llevarían nuevos apodos, "la viuda de fulano", "la mujer del manco, cojo, del tuerto o del tullio". También daba su vuelta el cura para despedir duelos, salvar almas, dar consuelo a las familias y cobrar algún que otro bautizo atrasado.
Hacia tres años, sin embargo, que no se celebraba esa fiesta, desde que se cumpliera el quinto aniversario de la muerte de Don Venancio Buenaventura día en el cual los familiares de Macario Santos y Salustiano Cervantes, se enfrascaron en una interminable balacera y los machetes cobraron más tributos de los posibles, por lo que el Alcalde se percató que de seguirse así, en poco tiempo no habría votantes en las elecciones, al quedarse el pueblo sin personas. Por tanto y más cuanto suspendió las festividades por tiempo indefinido y puso horarios para que los Cervantes y los Santos fueran al pueblo, unos por la mañana y los otros por la tarde. Turnos que se cambiaban de año en año para que los unos o los otros no tuviesen que madrugar o llegar tarde a sus casas. Mientras tanto, con cada victima, el odio se incrementaba entre las familias.
"Maestro nuevo en el pueblo", si, un maestro nuevo, cosa que no asombraba a nadie, pues todos los años llegaba uno que se iba a mitad de curso, pues los pagos se retrasaban infinitamente y sin cobrar no hay quien trabaje o viva, y a veces los pobres no podían soportar tampoco el aislamiento en que se vivía en aquel recóndito pueblucho, o las picadas de los mosquitos, los jejenes, las chinches y cuanto animalito pequeño y diabólico abundaba en aquellas zonas.
Aquel maestro, alto, delgado, pero sin otros atractivos físicos aparentes, con el pelo demasiado lacio y fino para que pudiese ser organizado por algún peine, grasa o pomada y con un físico débil, nada parecido al de los robustos hombres de la zona, se presentaba en el pueblo bajo el nombre de Domingo Santos y Cervantes, tres palabras que no gustaron al Alcalde, "Domingo" porque olía a fiestas con los problemas que esto traía y los apellidos por lo que se sabe. Pero, como buen y raro gesto, llegó sin exigir nada, solo la asistencia de los muchachos a clases y una reunión al mes con los padres. Ni siquiera pidió el apoyo de las autoridades del pueblo o de los comerciantes, el gobierno o la escasa guardia rural, lo cual estaba de más, pues ninguno de ellos hubiese cumplido sus compromisos.
En los pueblos y campos de antes, había tres personajes en los que siempre se confiaba y los que no podían faltar a la mesa o a cualquier acto familiar importante, el cura, el médico y el maestro, aunque en Buenaventura eso no se podía cumplir siempre. El cura solo iba a la desvencijada iglesia del pueblo una vez por semana pues su parroquia principal estaba en otra ciudad lejos de allí y con el médico, pasaba algo parecido, con el maestro ni hablar, porque este a más de cambiar todos los años nunca terminaba un curso escolar, casi siempre a medias, allá por la navidad donde con pretexto de visitar su familia, recogía sus pocas pertenencias, tomaba al mediodía el coche automotor del ferrocarril y no volvía nunca jamás.
Esto dejaba desprotegidas a aquellas familias campesinas que no podían contar con un consejo desinteresado ante algún problema, pues Dios los libre de acudir al Alcalde, de donde saldrían pagando algo o con algún compromiso o deuda.
Y este maestro, a más de su fenotipo, nada de ojos grandes, verdes o azules, labios sensuales ni rostro oval, ni músculos sobresalientes, todo lo contrario, cara semicuadrada, ojos pardos, pequeños y cansados de tanto leer y con brazos delgados; tampoco diestro al montar a caballo, aunque sí dominaba, en práctica o teoría algunas de las artes del campo, incluso cortar caña, como una vez hizo cuando se quemó una pequeña colonita que tenían los padres de uno de sus alumnos. Esta fue la única vez que notaron alguna cualidad en él, de las que se valoraba en aquellos campos. A más de acudir al auxilio del campesino y de exhortar a los padres de sus pupilos, cosa que estaba demás, porque en eso si los campesinos eran solidarios, salvo que fuese un cañaveral de los Santos o los Cervantes, donde la familia antagónica no estaría presente. Allí si se lució el "maestrico" como lo llamaban algunos despectivamente. Cortó caña como el que más, y hasta las bombeaba, cosa que preocupó al afectado porque temía que se cortara un brazo y su colonia empezara a llamarse la del "maestro mocho". Allí empinó el agua del porrón de barro como cualquier otro y al final, tiznado de carbonilla todo el cuerpo, de pies a cabeza, se tomó un par de tragos de aguardiente con los campesinos.
Se salvaba así, con este hecho solidario, el trabajo de todo un año de aquel pequeño colono y aunque en el ingenio le pagaran a menor precio la caña quemada, como se acostumbraba entonces, ésta se podría aprovechar y no se perdería la cosecha que era el único sustento de aquella familia.
De esta forma, el "maestrico" comenzó a aparecer frecuentemente en cualquier novedad o problema que tuvieran sus vecinos, incluso aconsejó a Don Macario Santos y Don Salustiano Cervantes, por separado en algunos negocios complicados que tenían con Doña Domitila y con el Alcalde, cosa que no les gustó a éstos últimos, pero que no protestaron, porque era preferible tener maestro que perderlo por cualquier tontería. Llegó incluso hasta a enfrentar al moro Ibrahím (le decían moro, aunque podría ser libanés, palestino o de cualquier otro lugar cercano al mundo árabe), porque estaba vendiendo ropa vieja como nueva a precios cinco o diez veces por encima de lo normal, por lo que lo amenazó con denunciarlo a las autoridades, informar de sus estafas a los campesinos o hasta exigir su devolución a su país de origen, bajo no se sabe que ley o precepto, que puede que no existiese. Como cualquiera de las tres cosas no le convenían al comerciante, además que su mujer e hijos eran cubanos, lo pensó mejor y decidió ofrecer precios más justos, aunque siempre un poco más altos de lo normal, que permitieron que los hombres y mujeres pudiesen tener alguna muda de ropa y zapatos para salir y que los niños fueran adecuadamente vestidos y calzados a la escuela, aunque muchos hacían el trayecto descalzos, con los zapatos a modo de corbata y solo se los ponían al llegar al colegio.
Pronto el "maestrico" comenzó a perder el "ico" y ser conocido como se debía, el "maestro". Al llegar la navidad, la pasó visitando las casas de sus alumnos tratando de disimular cómo añoraba estar con su familia. Realmente no tenía dinero para viajar, desde hacia tiempo había gastado su último real. Aquella nochebuena, por no contrariar a sus muchos anfitriones comió más carne de puerco asada, congris y yuca que de lo acostumbrado, además de coger la correspondiente "nota" (borrachera) por tomar en exceso, algún licor en la casa que visitaba, acá ron, aguardiente, anís dulce o cazalla, y algún vinillo español, coñac y hasta whisky en casa de los que mejor vivían. También estuvo en casa de la Domitila, como para estar bien con Dios y con el diablo, y mientras degustaba una copa de vino con la Doña, conoció a las muchachitas que lo fueron saludando de una en una, pero que en una de ellas, no se sabe el nombre o cual número, puede que la tercera o la cuarta, notó cierto temblor y retuvo su mano más de la cuenta, bajo la celosa mirada de la leona madre. Todas tenían nombres que comenzaban con la letra "D" de Domitila, así se llamaban, Diana, Deysi, Dora, Dania, Doris, etc., aunque ninguno Domitila, pues a la vieja no le gustaban los nombres repetidos. Por muy pocos atractivos que mostrase el joven, además que a su madre no le gustaba al principio y sobretodo que para ella había malaconsejados a sus deudores en un par de negocios, para las jóvenes era un "Adonis" caído del Olimpo. Tenían prohibidas las visitas de cualquier hombre, pues ninguno reunía los requisitos, que planteaba la matriarca, y éste por lo menos, lo había tenido muy cerca y habían sentido el calor y el temblor de sus manos.
Tiempo atrás, el hijo del Alcalde había tratado de cortejar a una de las muchachitas de Domitila, pero ésta no se sabe porque vía averiguo la vida y milagros del joven, de manera que un día lo puso de patitas en el camino real, por no se cuantas barbaridades acumulaba en su historial y novias en no se sabe por cuantas fincas y colonias, aprovechándose del cargo de su padre.
Para Domitila, tampoco el maestro reunía los requisitos para pretender a alguna de sus hijas, aunque contaba con instrucción suficiente y se pudiese pasar por alto sus pocas cualidades físicas, no podía justificar ni un real y casi vivía de la caridad pública, como a los demás de su oficio le adeudaban meses de paga, sus bolsillos estaban vacíos y de no ser por las madres de sus alumnos que todos los días se turnaban para darle comida y para lavarles la ropa y otros menesteres, éste se hubiese muerto de hambre desde hacia tiempo. Ni pensar tampoco que tendría valor para enfrentarse con alguien machete en cinto, así que si alguna de las muchachitas se hubiese interesado por él o éste por ella, el resultado sería un "NO" en letras mayúsculas.
Mientras tanto, el curso escolar continuaba, los muchachos aprendían y ya alguno le leía los papeles a sus "viejos" para que no fueran fáciles de engañar, aunque no las cuentas con las que los guajiros nacen sabiéndolas, como se percató de hecho el maestro en sus primeras clases, no sabían plasmarlas en el papel pero en los cálculos de suma y resta y de forma mental rudimentaria la multiplicación y la división no tenían igual.
Al terminar la zafra de aquel año, sobre el mes de abril y cuando debía realizarse la fiesta del pueblo, suspendida desde hacia tiempo, el Alcalde vitalicio del pueblo, pues salía siempre en todas las elecciones, a veces con más votos que habitantes había en la localidad, ya cansado de que todos los años los comerciantes le pedían lo mismo, incluso el funerario, decidió que sí autorizaría las fiestas, siempre a cambio de comisiones de todo el mundo con el pretexto de los gastos de la próxima campaña electoral en la que decía que los liberales tenían posibilidades de ganar con todos los males que esto traería para un pueblo "próspero" gobernado desde años por los conservadores.
Aquella noticia corrió más rápido que el sonido del trueno, en breve todo el mundo lo sabía y a poco comenzaron los preparativos. Todos tomaron la noticia con gran alegría, al principio también el maestro hasta que comenzó a enterrase de los pormenores de estas fiestas, que siempre terminaban con luto y pesar para las familias. Entonces inició una intensa campaña en contra de las mismas, que resultó totalmente infructuosa, pues sus alumnos, antes sus aliados siempre, ahora no coincidían con él, porque sería el momento de comer ricas golosinas, puede que obtener hasta algún juguete y que aprovecharan el entusiasmo de los mayores para que le regalaran una cría de caballo, un lazo de algodón, un buen sombrero, unas botas de vaquero y hasta una escopeta de municiones los de mejor condición social.
Las autoridades cívicas, morales y judiciales, tampoco coincidieron con él, tampoco las espirituales, ni que decir de los Santos y los Cervantes y hasta Doña Domitila, pues alguna distracción tendrían que tener las muchachitas y si se mataban unos y otros no estaría demás, como venganza por lo que le había pasado al difunto Don Venancio al mediar en una pelea entre estos "salvajes", así se expresaba con desenfado; por lo que el maestro se quedó totalmente solo en vísperas, para él, del sangriento espectáculo que se avecinaba.
Pronto comenzaron los preparativos, el Alcalde con sus donaciones, el anciano médico contrató a un colega recién graduado para que cubriera las incidencias, pues el ya estaba viejo para estas cosas. El cura comenzó a realizar mínimas reparaciones en la iglesia para cubrir los próximos acontecimientos, desempolvó algunos discursos de despedidas de duelo, en el que solo tenía que cambiar los nombres de los difuntos y él género, pues siempre, después de fallecidos eran buenos, atentos, honrados y generosos. También para las oraciones de los días posteriores a la muerte del difunto.
El funerario era uno de los que más regocijo mostraba, mandó por anticipado a fabricar un amplio stop de ataúdes, para todos los gustos y medidas. El sepulturero pidió un aumento de sueldo y un por ciento extra por fallecido, pues si no, se declararía en huelga, petición que por supuesto en aquel momento fue aceptada, aunque sabía que después de la fiesta se lo quitarían de nuevo. La tienda comercial del pueblo especializada en cualquier tipo de productos, hasta en un elefante si se lo hubiesen pedido, amplió su colección de machetes largos "Collins" y "Corona", más grandes y potentes que las espadas de la era medieval y que eran los que más se usaban en las labores de monte. También balas, cartuchos, algún que otro tipo de revolver, escopetas, 12 y 16, según el gusto, velas, etc. en espera del gran acontecimiento.
Ibrahim, el moro, no se quedó atrás y llenó su almacén de telas negras y grises de todos los tipos, cintas y corbatas negras, pantalones y hasta camisas y chaquetas para los hombres, mantos, velos y cuanto tejido tuviese que ser necesitado en ceremonias fúnebres, algodón y gasa para los posibles heridos y hasta pañuelos para secar las lagrimas de las viudas o las que sufrieran algún percance que lamentar.
El maestro observaba impotente aquellos bárbaros preparativos, también notaba como se acrecentaba el sentimiento de odio y el espíritu de venganza entre jóvenes y viejos, incluso entre las mujeres afectadas años atrás por la pérdida de seres queridos. ¿Qué hacer?, no sabía, pero algo tendría que hacerse para frenar aquella locura. Como buen maestro se encomendó a los libros, al pensamiento de los filósofos griegos, las santas escrituras, los humanistas franceses, el pensamiento de los próceres de la patria y hasta los casi prohibidos y poco abundantes textos marxistas, pero nada, ni Aristóteles, Platón, Voltaire, Marx, Engels, ni siquiera Cervantes el del Quijote y del cual con dos tragos de más el se decía ser descendiente.
¿Qué hacer?, la pregunta le machacaba los sesos todas las noches, no se concebía dando clases en un aula con niños llorando por sus seres queridos o las miradas de odio entre ellos por sus padres estar en bandos opuestos o quien le llevaría la comida o le lavaría las ropas pues todas las comadres estarían ocupadas entre llantos y velorios. No se imaginaba tampoco, aquellas dulces y robustas campesinas con sus caras risueñas y vestidos de colores, vestidas ahora de luto de pies a cabeza y con el semblante hosco y huraño y el rostro desfigurado por el odio.
Por los comentarios e historias de los vecinos él no veía un motivo trascendental para que aquella vieja disputa continuara entre las familias y si esto no era así, debería existir algo, tal vez un secreto que motivara tal comportamiento y eso debía ser un hecho en el que estarían involucrados los tres personajes básicos, Doña Domitila Sánchez y Arzuaga, Don Macario Santos y Don Salustiano Cervantes. Existía algo oculto, había algo que los llevaba a ese enfrentamiento, ocurrido seguramente muchos años atrás.
Pero ¿dónde encontrar personas que hubiesen conocido a estos personajes tantos años atrás?, ¿qué familia o persona en los contornos fuese tan antigua? Por supuesto no lograría nada en consultar a Don Macario y Don Salustiano, ellos eran más discretos que una tumba y esto, al contrario, podría agravar más la situación. Comenzó entonces a indagar entre las comadres y algún que otro compadre, incluso con el colono que se le quemó el cañaveral, pero nada. El pueblo se había asentado sobre la base de tres familias y nadie conocía persona alguna de aquella época. Al fin, una señora muy mayor le dijo conocer a un negro viejo que a veces traía miel, guineos, jutías y hierbas medicinales que vivía lejos, en los montes pegados a la costa, en un lugar de muy difícil acceso, donde no llegaba el terraplén, más allá de donde terminan los cañaverales. El hombre lo conocían por Taipa, tal vez por la edad, porque no le conocían descendencia alguna, y que no buscara en los registros, porque él vivía aquí desde antes que se construyera el pueblo.
El maestro, sin guía ni acompañante, pues sus propósitos no los debía saber nadie, salió al día siguiente muy de mañana a pie por donde el terraplén se adentraba y terminaba entre los extensos cañaverales, siguió caminando, por lo que ahora era solo guardarraya y después, un camino, más tarde un trillo cada vez más angosto. No se oían voces de ningún tipo, solo los sonidos de los cantos de los pájaros o éstos al levantar vuelo por la presencia de un ser humano. Al final el trillo se bifurcaba en dos, tomó el de la derecha por instinto, mal instinto, pues a poco terminaba en la costa cenagosa. Muy cansado, casi extenuado regresó, con hambre y más que hambre sed, pues por inconsciencia no había llevado ni agua ni alimentos. El agua que encontraba entre los charcos que había visto en el camino era muy salobre por lo cerca del mar. Los mosquitos lo tenían acribillado, pese a llevar una camisa de mangas larga y un sombrero de guano. Se cubrió entonces con el pañuelo para que tuvieran menos posibilidad de picarlo, pero constituían un enjambre que por mucho que sus manos actuasen como remolino con manotazos de aquí y allá no podía evitar.
Comenzó a preocuparse, pues había oído cuentos de animales, reses, caballos, perros que al adentrarse en el monte, mueren bajo los enjambres de estos insectos draculianos. Llegó a la bifurcación que había dejado atrás, tomó ahora el camino de la izquierda, que se adentraba, esta vez en monte firme, al final por fin notó signos de vida, se veía una desvencijada construcción de yagua y guano. De todas formas temió que pudiese ser de cazadores de jutías que a veces se adentran en lo más tupido del monte para conseguir estas valiosas especies apreciadas por muchos en el pueblo. Pero no, alguien debía vivir allí porque había un descampado y matas de plátano, yuca, malanga, boniatos, incluso, maíz y calabazas. A poco oyó el cacarear de una gallina, que pronto apareció, muy pequeña con una numerosa cría de hijos propios e impostores, porque tenía pequeños guineos, que la ponían en apuros por la gran velocidad con que se desplazaban, dejándola atrás con sus polluelos legítimos.
– ¿Quién vive aquí? – gritó, pero nadie respondió. Hizo lo mismo dos, tres veces, pero nada. Entonces descubrió agua en una tinaja de barro, también una jícara, y sació desesperadamente la sed. El agua era demasiado dulce, asumió que era de lluvia, pues la de cualquier pozo cercano sería muy salobre, no apta para beber; se volvió a servir y dejó que le corriera por la cara y el cuello y entonces, quedó sorprendido al sentir una voz ronca y envejecida que lo recriminaba.
– Mijo no me malgaste el agua que aun no han empezado las lluvias.
Detrás de él salió un hombre viejo, encorvado, negro, con barba y pelo blanco por el tiempo, corto y crespo y armado con una escopeta que le interpelaba y observaba fijamente con sus ojos pardos y rojizos por la edad.
– Perdone dijo. – Y no tuvo que decir nada más porque él anciano comenzó a interrogarlo de inmediato.
– ¿Quién es usted?, no es de por aquí porque no lo conozco, tampoco viene a cazar porque no trae escopeta, viene a pie sin caballos, o esta loco o no se lo que busca.
– Mire, soy el maestro del pueblo y vengo en busca de un señor muy mayor, le llaman Taipa, que ojala sea usted.
– Y si ese fuese yo ¿qué lo traería a usted por estos montes?
Dudó en responder, pero lo hizo. – Vengo por un asunto donde hay vidas humanas en juego, de los Santos y Los Cervantes y tal vez de Doña Domitila y de otras personas del pueblo.
Notó que si los primeros nombres habían picado la curiosidad del viejo, el último, el de la Doña aun más, con éste se había sobresaltado ligeramente.
– ¿Y qué asunto es ese?, pues yo ya soy muy viejo para meterme en trifulcas y si busca información váyase con las comadres del pueblo que están para eso.
– No se ofenda – le dijo el maestro de forma afable, y entonces comenzó a explicarle, con lujo de detalles, lo que ocurría en el pueblo y su impotencia para solucionar el problema, pues no podía ejercer ninguna autoridad sobre estas personas.
– Y usted cree que yo tengo alguna, le respondió el anciano.
– No, pero puede que sea la única persona que pueda ayudarme.
El viejo comenzó a reír abriendo las mandíbulas donde aun quedaban algunos dientes sanos, aunque pocos. ¿Cuántos años tenía? no sería fácil de averiguar y más aun ¿qué hacía viviendo en este monte inhóspito alejado de la civilización?
– Lo que usted busca no lo va a averiguar aquí, pero puede que yo lo ayude en algo, venga, siéntese, – y le arrimó un viejo taburete, al que solo le quedaba media piel de una vaca, toro, o ternero que algún día existió.
– Espere voy a colar un poco de café y a poner a hervir unas yucas, que por lo que se ve usted debe estar muy hambriento.
– El joven asintió con la cabeza, era mediodía, el sol se veía en medio del cielo por un descampado. El noble viejo como era normal coló un poco de café carretero, fuerte y negro como el azabache que al maestro le vino de gloria, las yucas mientras tanto se iban ablandando lentamente, en un caldero de hierro negro por el tizne de muchos años, que descansaba acomodado sobre unas piedras de donde emergían unas llamaradas rojas de la leña seca, que desprendían un humo blanco y picante cuando el viento cambiaba de dirección y le llegaba a los ojos.
– Hombre, "maestrico", usted no sabe donde se está metiendo, vio los pantanos que había en el camino, esto es aun más peligroso y si sale bien lo va a marcar para toda la vida; pero además, no sé por qué debo confiar en usted, tal vez porque soy muy viejo o porque quisiera que acabara de una vez el dichoso problema que tiene enfrentados al cabo Macario Santos, al sargento Salustiano Cervantes y a Doña Domitila Sánchez, la viuda del difunto teniente Venancio Buenaventura, nuestro jefe en la manigua. Si, yo luché con ellos y pese a ser blancos eran hombres muy bravos, sí; muy valientes. Tan valientes éramos, porque yo también lo era, que teníamos a los Panchos trancaditos en el pueblo y cuando salían daban alguna vueltecita cerca y volaban para atrás, por el miedo que nos tenían.
Después de oír aquello, el maestro comprendió que su viaje no iba a resultar en balde y que efectivamente estaba encaminado a averiguar cosas poco conocidas en el pueblo que influían en la situación de enfrentamiento entre aquellas familias.
– Sólo, a veces, – continuó el viejo, – salían los voluntarios, bien armados, con fusiles de repetición, contra los cuales no podíamos hacer nada con nuestras pocas armas antiguas y sin cartuchos o municiones, y los machetes que en el cuerpo a cuerpo hubieran sido suficientes, pero no a campo descubierto, como se pone la sabana en la seca. Si, nuestros verdaderos enemigos eran esos criollos cobardes y traidores, y pensar que el hijo de uno de ellos es el que gobierna el pueblo me pone a hervir la sangre. Sí, el Alcalde es hijo de Nemesio Ramírez, el mayor azote de las familias cubanas en esta zona cuando la reconcentración, eso era lo que hacía, más que perseguirnos a nosotros, porque le faltaba valor y hombría para esto, llegaba y quemaba los bohíos donde malvivían estas pobres gentes escondidas por los montes. Y ahora es el Alcalde de Buenaventura, que falta hacía que los Maceo o el maestro Martí volvieran a nacer para que se dieran cuenta a lo que hemos llegado.
Así que el Alcalde, la figura más importante del pueblo era hijo de un voluntario criollo al servicio de los españoles durante la "guerra del 95", combatiendo a sus propios hermanos. Esta sola noticia era más que suficiente para haber dado un viaje como el que dio, pensó el maestro.
– Pero veamos, – prosiguió pausado Taipa, – en aquel tiempo, el cabo Macario y el sargento Salustiano eran los hombres de confianza del teniente Venancio y cuando aquello yo era un soldado recién incorporado, que estaba en la compañía, sin escopeta, ni revolver y con un machete de cortar caña corto, no los Collins o los Coronas de monte, que portaban los demás mambises, por lo que en las principales operaciones no participaba, estaba más bien por la cocina o arañando una vianda aquí y otra allá para el rancho de la tropa, lo que se me daba muy bien. Solo recuerdo una vez en que hubo mucho movimiento en el campamento y no por miedo, que aquellos hombres ya lo habían perdido, y una y otra vez volvieron los voluntarios, hasta que el último día dieron con el asentamiento de unas familias cubanas y con ellos, al frente estaba el temible Don Nemesio. En el campamento, aunque estaba en un sitio de difícil acceso y donde sabíamos, que no irían los voluntarios, se formó un gran revuelo, y el teniente me mando a buscar a Macario y a Salustiano y los tres abandonaron el campamento a caballo y a todo galope. Luego como a las dos horas sentimos tiros y al atardecer regresó el y teniente solo, con el uniforme manchado de sangre, triste, cansado y cuando alguien le preguntó por el cabo y el sargento, éste respondió: – están en misión de campaña – y no se habló más del asunto.
Al día siguiente apareció el capitán Eustaquio Varona con su escolta y habló con el teniente largo rato. No quiso comer nada, ni unos boniatos asados que con premura pude encontrar en un bohío cercano y abandonado. Al final, yo con los boniatos calientes sobre unas hojas de plátano escuché sólo esto:
– Me voy teniente, pero si a esos hombres les ocurre algo será su responsabilidad y eso le puede costar como mínimo los grados y hasta un consejo de guerra.
Dos días después, sucios, cansados y también con los uniformes manchados de sangre, regresaron el cabo Santos y el sargento Cervantes, y antes de comerse los susodichos boniatos de siempre, hablaron largo rato con el teniente. Y desde ese día comenzaron a ser más que amigos, hermanos inseparables.
– Luego la guerra terminó con la intervención de los americanos, ni ganamos los cubanos, ni, tampoco los españoles, pero así son las cosas. Cada uno debía coger por su lado. Después de la mísera paga por la desmovilización, a mi me la negaron, pues no había inscripción de nacimiento por ninguna parte, había nacido esclavo y lo que usted conoce como son las injusticias para con los pobres en esta tierra. Como el teniente Buenaventura era hijo de terratenientes, ayudó al cabo Santos y al sargento Cervantes al inicio para que se establecieran. El único que bajó con mujer fue él, con Domitila, pero no sé de donde la sacó, aunque desde el inicio ésta no las tenía a bien con sus amigos, por lo que se fueron distanciando; luego Macario y Salustiano se enemistaron por una mujer, había pocas por la zona, más tarde por unos míseros cordeles de tierra de monte por donde pasaba un arroyo, y la Doña hizo mientras tanto todo lo posible por que Buenaventura se alejara aún más de sus amigos.
– A poco, – siguió el viejo – la Doña empezó a parir muchachitas, una detrás de otra, mientras buscaban un varón, este no llegó y el viejo se fue acostumbrando, lo demás usted lo sabe, pero el problema venía desde antes. Por lo que fue solo lo saben ellos tres y puede que el capitán Varona si vive, la última vez que supe de él fue por Camagüey, donde estuve preso por un asuntillo y al no tener nadie a mano, lo mencioné y me ayudó a salir del problema. Pero como había sangre y faldas de por medio, me aconsejó que desapareciera y me alejara lo más posible de allí, lo que quiere decir que me hundiera en el monte o fuera a vivir a una cueva. Hice lo primero y aquí estoy. Sobre mi problema no le voy a contar nada. Y váyase satisfecho por lo que le he dicho, pero no me quería largar a la tumba con esto y después de lo que le conté ya estoy en paz. No me pregunte más, pues no sé nada más y vamos que ya la yuca debe estar blanda y me quedó un pedazo de jutía azada de ayer.
El maestro, al final, degustó la jutía que nunca antes había comido y que le supo a gloria. El noble anciano le enseñó un camino mejor por donde se adelantaba más, le dio una güira con agua para el viaje y al despedirse se lo dijo claro:
– Mire maestrico, esta escopeta está cargada, lista para disparar, no vuelva por acá ni diga que estuvo aquí, quiero estar de los rurales lo más lejos posible.
El joven supuso que había un punto oscuro que no había quedado claro en le historia del viejo Taipa, posiblemente hubiese más sangre, o el problema de Camagüey fuese de mucha más gravedad, o cualquier otro hecho que había determinado su exilio voluntario en aquellos montes, pero no era asunto de él y su conversación le había servido de gran ayuda. Ahora el siguiente paso era ir a esa ciudad en busca del capitán Varona, pero él no tenía ni un real para el viaje, ni sabía dónde encontrarlo.
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