Si actualmente se aboliesen las nueve décimas partes de las leyes y de los reglamentos existentes, de los empleos, de las autoridades, de los documentos y de los procesos verbales, la seguridad personal y de cada fortuna sería la misma que ahora; cada uno continuaría disfrutando de sus derechos sin restricción; el individuo no perdería ninguna de las ventajas efectivas de la moderna cultura, y obtendría así la libertad de movimiento, experimentando una viva satisfacción, de la cual no se puede formar ninguna idea en el estado hereditario actual de aprisionamiento universal (p. 199).
Yo no estoy cierto de que tamaña utopía pueda lograrse instantáneamente aboliendo las leyes coactivo-coercitivas y reemplazándolas por otras persuasivo-disuasivas. Creo que, de proceder así en el estado actual en que se halla el carácter del ser humano promedio, el caos social se haría en un primer momento inevitable, lo que no significa que no sea éticamente correcto propiciar este cambio de enfoque legislativo.
¿Es la anarquía el estado que yo represento como deseable? Sólo un lector superficial o distraído podrá sacar esta conclusión. La anarquía, la ausencia de gobierno, es un invento de espíritus inquietos y ciegos (p. 200).
El anarquismo al que yo adhiero no pregona la ausencia total de gobierno, sino la ausencia de gobiernos coactivo-coercitivos reemplazados por los persuasivo-disuasivos. En un sistema de gobierno tal, las autoridades sólo emplean la violencia contra un determinado sujeto con vistas a protegerlo de sí mismo y de su propia torpeza, nunca con vistas a proteger a terceros o a la sociedad en su conjunto.
Las leyes sólo oprimen a aquellos que no intentan quebrantarlas; en cambio jamás constituyen un obstáculo serio para los que se hallan decididos a no sufrir contrariedad alguna. El bígamo comete su crimen a despecho de las formalidades que sujetan al hombre honrado, al matrimonio costoso y lleno de trabas. El bandido lleva cuchillo y revólver, sin hacer caso de las prescripciones que impiden al ciudadano pacífico usar armas sin autorización. Lo mismo sucede en todo lo demás. Este es siempre el sistema de Herodes haciendo degollar a todos los niños varones, porque uno de ellos podría convertirse en pretendiente al trono, y dejando escapar del degüello precisamente a aquel que podría ser más peligroso (p. 208).
En la práctica [el sistema parlamentario] es una enorme mentira, como las otras formas de nuestra vida política y social (p. 211).
Si es verdad que el parlamento representa al pueblo, los diputados y senadores que lo integran deberían ser tan pobres como mi vecino, y esto no es así en la casi totalidad de los casos. Luego, el sistema parlamentario actual de cualquier país no es democrático:
El parlamento es una institución destinada a satisfacer la vanidad y la ambición de los diputados y a servir sus intereses personales (p. 215).
Esto fue dicho hace ya más de un siglo, y es hoy tan verdadero como lo era antes.
Ahora como antes, [a los pueblos] los gobierna una voluntad individual y una clase privilegiada los explota; sólo que esta voluntad individual no se nombra rey, sino jefe de partido, y esta clase privilegiada no se llama forzosamente aristocracia de nacimiento, sino mayoría de la Cámara (p. 215).
Esto sucede hoy en los países "subdesarrollados". En los "desarrollados", la explotación interna no es tan evidente, pues en estos sitios es el pueblo entero quien, conciente o inconcientemente, se une a sus gobernantes para usufructuar los recursos económicos de las regiones pobres allende la frontera.
Estudiando la psicología de los políticos de profesión en todos los países parlamentarios, se observa que aquello que los impulsa a la vida pública, es la necesidad de sentir con fuerza su personalidad, y de manifestarla en todos conceptos. Esta necesidad se llama ambición o sed de mando (p. 218).
Yo la llamo sadismo: deseo conciente o inconciente de dominar a los demás. Su contrario es el estoicismo, que es el deseo conciente o inconciente de dominarse a sí mismo.
La forma que es preciso emplear para obtener un mandato popular, asusta y hace retroceder a las naturalezas escogidas; los egoístas son los únicos que se deciden a adquirir la consideración y la influencia apelando a cuantos recursos se les presenten (p. 226).
La educación, la experiencia, el carácter, la conciencia, la superioridad intelectual, son para un candidato cualidades poco esenciales; no le perjudican, mas tampoco le sirven de manera alguna en la lucha política. Lo que le hace obtener el triunfo constantemente es tener una buena opinión de sí mismo, audacia, fácil palabra y trivialidad en sus discursos. En el caso más afortunado, el candidato puede ser un hombre honrado y hábil; mas no podrá jamás ser de una naturaleza elevada, delicado y modesto (p. 131).
El proletariado actual de las grandes ciudades no tiene antecedentes en la historia; es un producto de nuestro tiempo. El proletariado moderno es más miserable que el esclavo lo era en la antigüedad, pues no recibe alimentos de su amo, y si tiene sobre aquél la ventaja de la libertad, justo es confesar que, sobre todo, tiene la libertad de morirse de hambre (ibíd., tomo II, pp. 14-15).
Comparar la Bolsa a un árbol venenoso es una imagen muy débil e incompleta, porque no hace ver sino un lado de la acción de la Bolsa, la que ejerce sobre las ideas morales de un pueblo. La Bolsa es una caverna de bandidos, en la que los modernos herederos de los caballeros ladrones de la Edad Media se han establecido y degüellan a los que pasan (II, p. 30).
Si un niño de las clases populares adquiere la instrucción superior a costa de privaciones y humillaciones, pidiendo limosna o entregándose a sobrehumanos esfuerzos, si obtiene títulos universitarios, no se aviene al trabajo de sus padres, ni se dedica a destruir el prejuicio que asigna el último puesto en la sociedad al trabajo manual; podría hacerlo, ofreciendo así el ejemplo de un hombre que, realizando un trabajo manual, no deja por eso de estar al mismo nivel intelectual de un empleado que emborrona papel o un profesor pedantesco: pero no; se apresura a consolidar el prejuicio, despreciando a su vez el trabajo manual, procurando un puesto en las filas de los privilegiados y tratando de hacerse alimentar por el pueblo trabajador, como los otros miembros de las clases altas (II, p. 45).
Hay algo de divino en el trabajo manual, así como hay algo de divino en la sabiduría. Y cuando estas dos condiciones encuentran cabida en una misma persona, puede decirse con certeza que Dios ha encontrado una nueva morada.
La instrucción es en sí suficiente recompensa del esfuerzo que para obtenerla se hace; no hay derecho a esperar otra ventaja mayor. La instrucción no nos dispensa del trabajo productivo. El hombre instruido tiene más rica y completa conciencia de su personalidad; comprende mucho mejor los fenómenos del mundo y de la vida; le son accesibles las bellezas artísticas y los goces intelectuales; en suma, su existencia es incomparablemente más amplia y más intensa que la de un ignorante. Es ingrato pedir a la instrucción, además del inapreciable enriquecimiento de la vida interior, el pan material, que se debe obtener por el trabajo manual (II, p. 48).
¡Excelente! ¡Si hasta me parece ver a los profesores de filosofía revolviéndose en sus cátedras al escuchar semejante blasfemia!…[2]
Únicamente el campesino se reproduce sin discontinuidad, vive sano y robusto, en tanto la ciudad seca la médula de sus habitantes, los enferma, los hace infecundos, los destruye irremisiblemente al cabo de dos o tres generaciones, de modo que todas las ciudades, en un siglo se convertían en cementerios que no tendrían un solo hombre vivo si los muertos no fueran remplazados enseguida por la emigración de los que viven en los campos (II, p. 67).
Esto es exagerado, pero hasta cierto punto correcto. Aquel arquitecto que quisiese diseñar una ciudad futurista, tendrá dos opciones: instalar un hospital cada tres o cuatro manzanas, o hacer lo propio pero con gigantescos parques.
La transmisión de herencia debe abolirse; es el único remedio natural, y, por consecuencia, el único posible de todos los males económicos que aquejan al cuerpo social (II, p. 84).
Si el derecho a la herencia si aboliese por imposición gubernamental, se solucionarían muchos de los problemas económicos de las diferentes poblaciones, pero se agravarían sus problemas éticos, y yo considero a éstos prioritarios respecto de los anteriores. La abolición de la herencia es deseable económica y éticamente si y sólo si se produce por propia decisión del heredante y/o del heredero, sin influencias coactivas de ningún tipo. No sólo de pan vive el hombre, y no hay nada más grotesco e inmoral que la caridad a punta de pistola[3]
Si es justo que un rico viva en la ociosidad porque ha sabido apoderarse de la tierra o explotar el trabajo humano, también debe de ser justo que le mate el pobre y considere buena presa su fortuna, siempre que para hacerlo tenga el valor y la fuerza indispensable (II, p. 92).
Tanto el rico como el pobre que intenta matarlo y apoderarse de su fortuna, actúan en contra de la ética, la cual dicta pobreza y resignación ante la parte dolorosa que toda pobreza económica conlleva. Los revolucionarios de cartón me tildarán de conservador, lo sé; me acusarán de facilitar la perpetuación de las injusticias del sistema. Pero ¿a mí qué me importa lo que opinen ellos? Yo sólo acepto que me acaricien las manos de la verdad. A ellos el masaje se los proporciona la violencia, una señora "con manos de pistola y sexo de yilet", como decía Miguel Cantilo. Mi novia no entrega sus encantos tan fácilmente como las suyas, pero a veces es mejor perseguir sin alcanzar que alcanzar para luego preguntarse: ¿y para esto he corrido tanto?
La especulación, la explotación y la herencia no están ya justificadas por la razón, como no lo están el bandolerismo y el robo, tan duramente castigados por el Código (II, p. 93).
Correcto.
Es preciso que el matrimonio, esto es, la sola forma de procreación admitida por la sociedad, sea resultado del amor, porque este es el gran regulador de la vida de la especie, la fuerza que lleva al perfeccionamiento de la especie y trata de impedir su ruina física (II, p. 104).
Correctísimo. Un hijo concebido con amor dispondrá de una recombinación genética tal que a la sociedad, por podrida que éste, le resultará muy difícil convertirlo en una mala persona[4]
La reputación es un bien esencial en absoluto, y la opinión de los demás representa el papel principal en la vida interior y exterior del individuo (II, p. 122).
Actuar bien, según mi ética, es actuar pensando en el propio beneficio que le aportarán a uno sus acciones. Si hay quien se conforma con sentir el aplauso ajeno, allá él (con la advertencia de que si exagera en seguir este camino probablemente se tornará hipócrita, y los hipócritas no saben de satisfacciones elevadas). Yo aspiro a más. Yo aspiro, en los momentos en que creo en el libre albedrío, al aplauso de mi propia conciencia, y en mis momentos deterministas busco el aplauso de la conciencia universal, de la cual mi conciencia sería tan sólo uno de sus integrantes. La vanidad trae consigo placeres (y dolores) de niño; la humildad es la que nos hace hombres.
La monogamia duradera no tiene justificación orgánica; después de la luna de miel, o por lo menos después que nazca el primer hijo, debe convertirse en una cosa inútil, una mentira, y provocar conflictos entre la inclinación y el deber, aun en el caso de que, en su origen, se haya contraído el matrimonio por amor (II, pp. 149-50).
Lo que conocemos por amor sexual, el amor de un macho por su hembra y viceversa, nació como un recurso biológico favorecedor y acicateador del instinto de reproducción, mas no tardó mucho en trascender por completo su función específica para desarrollarse, sobre todo en la especie humana, como un medio destinado al placer individual. Quienes creen que lo vivo se moviliza en el tiempo con el simple objetivo de sobrevivir, encontrarán ilógica la posibilidad de hallar este tipo de amor allí donde la reproducción no parece jugar papel alguno (en una pareja de ancianos, por ejemplo). En cambio, quienes sospechamos que la vida surgió de la materia inerte porque ésta deseaba ser feliz y no podía concretar su deseo bajo la forma inorgánica, quienes esto sospechamos no vemos contradicción alguna en afirmar que el amor, habiendo llegado al tope del ránking de placeres, se independizó completamente de su "misión" proliferativa para establecerse como el fin supremo del individuo humano. Si pudiera probarse que una pareja es capaz de emocionarse sin que medie para ello el deseo conciente o inconciente de tener un hijo, o que es capaz de mantener el amor que nació como consecuencia de este deseo cuando el mismo ha desaparecido, entonces el hilozoísmo hedonista se fortalecería como hipótesis, al tiempo que aquellas personas que han amado y aman a un solo hombre o a una sola mujer tendrían renovados motivos para seguir pensando que tal amor no es una ilusión, y que no sería extraño que les continúe hasta la muerte.
El niño, en su ignorancia y su irresponsabilidad es, indudablemente, más dichoso que el adulto; es más hermoso, más amable y está más contento con la vida (II, p. 195).
El niño, ¿es capaz de gozar con una obra de arte? No[5]¿Tiene sentido del humor?, ¿puede gozar riendo como quienes lo tienen? No. ¿Puede gozar de los placeres del intelecto, del conocimiento científico y religioso? No. ¿Es capaz de sentir compasión y simpatía, de amar sexualmente, ¡vamos!: de sentir amor en general? No. Ante semejantes imposibilidades, ¡¿cómo puede decir Nordau que "indudablemente" el niño es más dichoso que el adulto?! Que está más contento con su vida que el adulto con la suya no me cabe la menor duda, pero ¿qué tiene que ver eso con la dicha? Las cucarachas están más satisfechas con la vida que llevan que lo que pudiese opinar a su respecto cualquier ser humano, pero no por eso diremos que las cucarachas son más dichosas que nosotros. La insatisfacción, el dolor de no poder, de no saber o no sentir, es, paradójicamente, la clave de la felicidad.
A la civilización actual, cuyos caracteres son el pesimismo, la mentira y el egoísmo, veo sucederse una civilización de verdad, de bienestar, de amor al prójimo. La humanidad, que actualmente es una idea abstracta, será entonces un hecho. ¡Felices las futuras generaciones! Acariciadas por el aire puro del porvenir y bañadas por sus luminosos rayos, les será concedido vivir en el seno de esta unión fraternal, sinceras, instruidas, buenas y libres (II, palabras finales).
Amén[6]
Cornelio Cornejín
Textos citados
BORGES, Jorge Luis: Textos recobrados (1931-1955); Bs. As., Emecé, 2007.
NORDAU, Max: Las mentiras convencionales de la civilización (1884); Valencia, F. Sempere, s/f (2 tomos).
RUSSELL, Bertrand: ¿Por qué no soy cristiano? (1927); Bs. As., Hermes, 1958.
TOLSTOI, León: Lo que debe hacerse; Barcelona, Mancis, 1902.
Autor:
Cornelio Cornejín
[1] Esto es independiente de si el enfermo es o no conciente del deseo del orador.
[2] (Nota añadida el 2/10/5.) Otro de los escasísimos pensadores que supo entrever la divinidad y la necesidad del trabajo manual fue mi amigo Tolstoi: "Estamos acostumbrados a considerar de tal modo a nuestros favorecidos y debilitados representantes del trabajo intelectual, que nos parece extraña la idea de un sabio o de un artista labrando la tierra o conduciendo estiércol. Nos parece que todo se perdería, que toda la ciencia del sabio se destrozaría encima de la carreta, que todas las grandes imágenes del arte que lleva consigo el artista se ensuciarían con el estiércol. […] Bellas cosas son la ciencia y el arte; pero precisamente porque son bellas no deben desvirtuarse con una forzada mezcla de depravación; esto es: eximiéndose del deber que todo hombre tiene de atender con el trabajo a su vida y a la de los demás" (El destino de la ciencia del arte, cap. VIII).
[3] Hace un par de días apareció en el diario Clarín la noticia de que Bill Gates, el hombre más rico del mundo, había decidido donar, cuando muriese, prácticamente toda su fortuna, que hoy consta de cien mil millones de dólares, a instituciones científicas y centros de ayuda a los necesitados de los países tercermundistas. Con la mitad de esa suma, si es bien distribuida, creo yo que se termina el hambre en el planeta, por lo que por un momento me asaltó la hermosa suposición de que no es una utopía esto de intentar modificar el alma de los poderosos como paso previo a la modificación del mundo mismo. Y sin embargo… Era demasiado. Debí sospechar que era demasiado. Ayer (3/8/99, p. 37), el mismo diario se ocupó de publicar la rotunda desmentida que el vocero del magnate hiciera respecto de aquellos rumores infundados. ¿Será Bill Gates para la Historia el mayor chupasangre de todos los tiempos, o será un chupasangre arrepentido devenido en el mayor benefactor económico de la humanidad? El tiempo lo dirá, pero me temo que aún es temprano como para que un hombre sea capaz de realizar semejante conversión sin que por ello lo encierren en el manicomio.
[4] (Nota añadida el 29/8/5.) No es la primera vez que redacto esta proposición, pero ahora tengo mayores dudas respecto de su veracidad. La idea fundamental no cambia; la concepción de Nordau sigue siendo, según mi punto de vista, verdadera. La que me parece ahora errónea es la cuestión de la recombinación. Lo que el amor primero, y la pasión sexual después, propician cuando se hacen presentes durante la cópula sería el surgimiento, en el genotipo del vástago creado, de una o varias mutaciones evolutivas, las cuales tal vez se manifiesten (o tal vez no) en el fenotipo de la criatura.
[5] Según Bertrand Russell, "el puro deleite de la contemplación", que "es presumiblemente la fuente del arte, es más fuerte, en general, en los niños que los adultos, que suelen mirar los objetos con espíritu utilitario" (Por qué no soy cristiano, cap. 3, secc. 2). Los adultos, ciertamente, suelen obedecer, al contemplar un objeto, a su espíritu utilitario, pero los niños no "suelen": siempre que observan un objeto lo observan con intenciones utilitarias. Excepto los bebés y los niños idiotas, que miran por mirar, los demás, si se deleitan mirando, lo hacen imaginando el beneficio que podría reportarles el objeto que observan (por ejemplo, observan la vidriera de una juguetería completamente extasiados, pero este éxtasis no es artístico, porque no ven en la vidriera una obra de arte sino una infinidad de juguetes que podrían ser utilizados por ellos para divertirse).
[6] Finalizo este homenaje al mejor libro polémico del siglo XIX con estas palabras de Jorge Luis Borges: "No sé si Max Nordau quedará en la historia de la literatura universal […]. Quizá Nordau, que era un hombre ingenioso, renunció muchas veces al ingenio y prefirió razonablemente, suicidamente, tener razón" (Textos recobrados (1931-1955), p. 270).
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