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La arboleda (página 2)


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Pero entonces por fin leyó a Confucio: "quien volviendo a hacer el camino viejo aprende el nuevo, puede considerarse un maestro" y comenzó a ser feliz con muchos o algunos años demás, la espalda encorvada rodeado de personas pobres de todas las razas, pero sinceras, en casas de fogón apagado pero honestas, con pocos amigos, pero fieles, y tuvo nuera de movimientos sandungueros y de caderas grandes como las de Dominga, y aprendió de rumba y guaguancó aunque como buen gallego lo hiciera mal, pero eso a nadie le importaba en su nuevo entorno, donde era apreciado como un buen hombre venido de Galicia. También tuvo nietitos de pelo de alambre y risa a flor de labios y entonces al fin pudo morir, en Cuba, un día de cielo azul y despejado de nubes, rodeado de amor y cariño en pieles oscuras o quemadas por el sol, pero de almas blancas, pensando en las "chuvias galegas y en la aldea natal que un día decidió, o tuvo que dejar atrás, porque como decía el filósofo chino "por muy lejos que el espíritu vaya, nunca irá más lejos que el corazón"

¡Vaya suerte!

La locomotora rugió como si fuera un león en medio de la selva sedienta de kilómetros por recorrer por las líneas férreas paralelas de hierro y vomitando vapor en todas direcciones, como los dragones de los cuentos de la edad media. El silbido del tren se escuchó a kilómetros de distancia espantando a una yegua de brío que se entretenía en romances con un caballo alazán en un potrero vecino. Las bandadas de "mayitos", con sus cantos agudos y su porte esbelto de colores variados, se levantaron desde las altas ramas de los álamos cercanos a la estación, mientras entre las hierbas una codorniz huía del embelezo a que estaba sometida por un majá de dos varas que la tenía lista para el desayuno.

En las casillas de ganado del tren unos toros cebú y unas vacas holstein legítimas con su toro acompañante se tambalearon bajo el efecto de la inercia al arrancar el tren, hasta ocupar de nuevo su posición original, una vez éste uniformara el movimiento. Eran propiedad de Don Ramón Barroso, gallego de pura cepa de las aldeas perdidas en los bosques de la provincia de Lugo. Este insigne hijo de la patria gallega las había comprado en el oriente de la provincia, en la zona ganadera de Guáimaro para una hacienda inmensa, de decenas de caballerías recién adquirida en el centro de las llanuras del Camagüey a donde se desplazaba hoy para establecerse, aunque su negocio principal eran las frutas, el café, y los embutidos. Entre sus planes estaba montar una torrefactora de café, y una fábrica de embutidos en el cercano pueblo de Florida, no la de los americanos, sino la del Camagüey.

Con Don Ramón iba su esposa, una alta y hermosa santiaguera, como las de antes, con su piel de chocolate de dientes nacarados, andar contoneado y puede que con las calenturas propias de las mujeres tropicales, claro está, para con sus maridos. Se llamaba Inés, no la del Juan Tenorio de Sevilla, que aparentemente santa y pura se entregó al famoso burlador. Ésta no, y aunque la habían pretendido muchos marinos andaluces del puerto de Cadiz, se había entregado a un solo hombre, su marido Don Ramón o Don Mongo como le decían los más allegados, aunque no tenía nada de mongólico, pero así es la derivación de nombres en Cuba y en todas partes. Sí, su nombre era Inés de la Cruz Montesdeoca apellido que le había dado la madre, que le gustaba más que el primero que poseía y que nunca decía cual era, por lo que cualquiera que se nos ocurriese pudiese ser. Pero esto sólo era posible en unas islas bendecidas por Dios donde todo lo que se hace con nobleza o pasión está bien hecho y donde las leyes son como las ligas de los tira piedras que se pueden estirar hasta donde sean capaces sin romperse. Con ellos venían sus dos hijos adolescentes llamados Ramón como el padre y Juan por un amigo de éste muerto en un naufragio.

El telegrafista de la estación de Algarrobo, poblado de donde había hecho su salida la locomotora tren momentos antes, hizo su oficio en proclamar la situación del tren en dirección a occidente y que en poco más de tres cuartos de hora llegaría a la estación de Florida. También envió uno para que el jefe de aquella estación le hiciera llegar a las autoridades locales, que esperaban con impaciencia la llegada del ilustre hijo de las tierras de Rosalía de Castro y del sepulcro del apóstol Santiago, sí de Don Ramón Barroso Senador de la República por uno de los partidos del momento, pudiese ser liberal, conservador, auténtico, cívico o de otro nombre menos comunista o socialista, cuestión de gustos, porque al final todos gobiernan de forma semejante, con sus más y sus menos.

En los bancos de la estación de Florida ya se había dado cita lo mejor de la sociedad local presidida por su ilustre Alcalde, bueno en modales, amplio en hablar y descendiente de capitanes y coroneles de la pasada guerra de independencia. A su alrededor, concejales, hacendados y comerciantes, el notario y el jefe de bufetes de abogados, el director de la escuela privada de segunda enseñanza para brindar su oficio a los hijos criollos del insigne visitante y a partir de hoy ciudadano ilustre del pueblo, con diploma y medallas que ya tenía listo para entregar el secretario del ayuntamiento. También el dueño de la clínica privada con su cuerpo médico por si alguien necesitaba de sus servicios; y por supuesto el cura de la iglesia católica del pueblo que en sus más de treinta años de andanzas por la isla aun recordaba algunas palabras en galego de su añorada Galicia con que quería dar la bienvenida al visitante, y no era para menos, se trataba de uno de los hombres más ricos del país, con plantaciones de caña que se perdían en el infinito en el norte de Holguín y las Tunas, cafetales por todas las montañas orientales, en Bueycito, San Pablo de Yao, Monterrus en Guantánamo y hasta en Baracoa. Molinos y toprrefactoras de café, plantaciones de plátano macho del grande y cuanto negocio pudiese ser productivo en la isla que según dicen que dijo Colón "más fermosa que ojos humanos vieron", aunque puede que haya dicho algo semejante de todas las demás que vio en su andar por los mares desconocidos del nuevo mundo.

Y Don Ramón Barroso había escogido este pueblo para establecerse, no por amor al nombre del lugar, o hacia sus paisajes que no contaba con ninguno dada la monotonía plana del terreno, ni a la fertilidad de sus tierras, aunque eran fértiles, ni a sus puertos de mar pues solo había uno, pequeño, de pescadores, lejos perdido en los manglares y terrenos cenagosos del sur a decenas de kilómetros y con pésimas vías de comunicación sobre todo en épocas de lluvia y allí se prolongaban por semanas.. Su elección estaba dada por su ubicación central, de la despoblada provincia del Camagüey y casi en el medio de la isla, con un cinturón ferroviario donde podía llegarse hasta la alineas férreas del norte que atraviesan las fértiles tierras coloradas con las industrias azucareras más imponentes de Cuba y del mundo y hasta con la zona de cítricos de Sola y la Gloria, donde al principio solo había americanos y ahora estos escaseaban, o se habían muerto los que vinieron a principios de siglo, o se habían dado vuelta hacia sus orígenes del sur, de la Florida o Luisiana, ya que el gran imperio entendía que la mejor forma de explotar la isla no era quedándosela, sino apropiándose de sus riquezas y dejando que los gastos de gobierno e infraestructuras corriesen por los lugareños.

El tren continuaba jadeante su marcha por la llanura entre potreros como un toro a punto de embestir. En uno de ellos una vaca con sus dos terneros al verlo pasar miró hacia el cielo, para ver si esta era la hora, dio un maullido y comenzó a andar despacio hacia una guasima cercana, seguida por sus terneros pues era el momento de tomarse una siesta después de ingerir tanta hierba de guinea y para arropada del fuerte sol tropical, su doble estómago comenzara a rumiar lentamente aquel material de celulosa, que ella solo era capaz de digerir.

A la estación seguían llegando personas para la recepción del Senador Barroso y ahora lo hacía nada más y nada menos que Don Alfonso Labastida, el dueño de los almacenes de víveres al por mayor y de una de las ferreterías del pueblo, arropado con sus mejores ropas y despidiendo agua de colonia hasta por los pies, con bigote amplio y poblado que caía en los contornos de sus labios, bastón con empuñadura de plata, cara redonda como una pelota de fútbol y cabeza, aun con suficiente pelo y con raya al medio y éste amasado y plano por pomadas o brillantinas olorosas.

Don Alfonso Godoy, era amigo y oriundo de la misma aldea de Barroso en los tiempos humildes de sus andanzas bajo las "chuvias" gallegas, fue conocido por "Fon si" entre los criollos y criollas a su arribo a Cuba, pero desde hace mucho por Don Alfonso cuando comenzó a amasar reales, pesos y pesetas, y se hizo de fortuna, y renegó inmediatamente de aquel apodo irrespetuoso de acuerdo a las leyes y normas de respeto gallegas; y solo ahora lo llamaba por aquel diminutivo alguna amante de turno, o Tomasa la vieja santera del pueblo, que le evitaba los malos espíritus, el mal de ojo, la envidia y lo protegía con sus santos ancestrales traídos de África en la memoria de los esclavos siglos atrás.

La llegada del ilustre peninsular fue acogida con alegría por los presentes, no porque les cayera bien o tuviesen interés en sacarle algún real, sino porque éste podría ser el enlace directo con el Senador Barroso con el que muchos querían hacer importantes negocios, dado los múltiples proyectos que éste pensaba realizar en la localidad y el territorio y donde todos pensaban que la lluvia de la fortuna los pudiese llegar a mojar, o al menos salpicar.

De inicio le hicieron un coro alrededor y le llovieron multitud de preguntas de ¿cómo era el Senador, sus costumbres, sus gustos y cómo había llegado a Cuba, y hecho su fortuna o si había llegado con ella a la isla? El gallego sintiéndose importante, aunque realmente lo era y más en este momento, contestó las primeras de forma escueta, simple, parca en palabras. Sí, nuestro visitante era gallego como son los gallegos y le gusta las cosas que le gustan a los gallegos, y así sin dar más información que la que le hacían en las propias preguntas, salvo en la última, la final, sobre cómo llegó a Cuba, en que su mirada se llenó de tristeza, entornó los ojos y de ellos le cayó una lágrima espesa, que recorrió su ancho rostro.

-Llegó en el último viaje del Balvanera, -dijo – y entonces hubo unos instantes de silencio que el gallego entendió como tributo a sus paisanos muertos en el fatídico naufragio, que acompañó aquel barco y se le desplayó la lengua y contó esta historia.

-Crecimos juntos en las primeras décadas del siglo, vivíamos en una mísera aldea en los confines de la provincia de Lugo, con lindos paisajes, mucho frío, abundante agua, lluvias y pocos recursos; ocupando pequeños pedazos de tierras que nos iban dejando como herencia los antepasados a través de muchas generaciones, y cada vez menos, por lo que lo que cultivábamos no nos alcanzaba para vivir, y miren que trabajábamos aquella mísera tierra, que no se de donde extraía recursos minerales a través de su explotación ininterrumpida durante muchas generaciones, lo que nos hacía colocarnos como jornaleros para otros terratenientes, trabajando de sol a sol, a veces solo por la comida.

-Cuando llegó la guerra grande las cosas cambiaron u poco para mejorar, pues era un conflicto entre los grandes imperios en los cuáles uno de los objetivos principales era arrebatar las colonias a los otros contrincantes y como ya España no tenía, o solo lo que le quedaba era un puñado de arena en el norte de África y un trocito de bosque en la Guinea Ecuatorial, nuestros pésimos gobernantes entendieron, esta vez con buen tino, que debíamos mantenernos al margen, además que no contábamos con recursos, ni armamento moderno para enfrentarnos con nadie y sobre nuestra cabeza quedaba aquel lamentable recuerdo "y más se perdió en la guerra de Cuba". Por eso la economía mejoró y se pudieron vender nuestros productos a buenos precios, y como los terratenientes necesitaban mucha mano de obra cobramos, buenos sueldos, hasta que un día, en 1918 terminó la guerra y de nuevo a nuestras miserias.

-Esa corta época de bonanza a costa del sufrimiento de los demás nos dejó el dulce sabor de la riqueza en nuestras bocas y estómagos llenos, hasta que llegó el violento despertar, primero con la "Influenza", o como le llamaban, la gripe española, que se llevó a medio mundo por delante y aunque no estoy seguro de si realmente surgió en España. Luego la merma de la producción y el exceso de mano de obra, por lo que todos los mozos miramos de nuevo hacia la tierra prometida, América y por sobre todo Cuba, y con los escasos recursos que teníamos y con algunos prestados preparamos el viaje, también Juan y Ramón, entrañables amigos entonces, el primero de muy buen porte, amplia sonrisa y agradable presencia, irresistible entre las mozas, el otro, fuerte como un roble, con cara redonda y bonachona y nada seductor. Ambos, gallegos legítimos destinados a cumplir con su deber sagrado: emigrar y en ese momento a América, a la bendita Isla de Cuba.

-Tomaron el primer vapor de pasajeros, el Valbanera, uno famoso en aquella y en todas las épocas. Fue en el verano de 1919, y en Santa Cruz de la Palma, última parada antes de partir para América, se embarcó una joven canaria, orgullo de las islas por sus grandes atractivos, sobre todo su belleza. Su destino era la Habana para reunirse con sus familiares.

-Juan y Ramón, desde que la vieron subir, quedaron prendados de su majestuosidad y belleza por lo que la cortejaron durante todo el viaje. El uno, con su agradable sonrisa le ofreció el mar, la Luna y el Universo estrellado a sabiendas que no podría cumplir lo que prometía. El otro, la seguridad, el amor eterno y su propia vida de ser necesario.

-En la noche anterior a su arribo a la ciudad de Santiago de Cuba la hermosa joven se decidió por el Universo estrellado, por lo que Ramón desconsolado por su mala suerte no tuvo valor para continuar viaje y se despidió de su amigo, Juan, sin rencores y deseándole lo mejor durante el viaje. Éste con la bella canaria continúo en el barco con rumbo a la Habana ajeno al infausto destino que le aguardaba.

– ¡Mala suerte la mía! exclamó Ramón entre los consuelos de las hermosas santiagueras de piel color canela, que conoció en los alrededores del puerto, ofreciendo en venta frutas, yerbas aromáticas, medicinales y flores, entre otros géneros. Ramón ahogó sus penas entre el ron y el aguardiente en los tugurios de los alrededores del puerto, hasta que sin un real lo encontró una mañana una de estas muchachas, Inés mientras se dirigía hacia el puerto con una cesta llena de frutas, con la que casi no podía por su peso. Se compadeció de él al verlo tirado entre vómitos en el medio de una acera y se lo llevó a su casa no lejos de allí donde convivía con su madre y una hermana menor, pues su padre había muerto meses atrás víctima de la fiebre gripal.

-En la pequeña y mísera vivienda de maderas carcomidas y techo de tejas afrancesas próximas a derrumbar, atendieron a Ramón de sus males, lo consolaron y le dieron alimentos que él al principio no quería pues deseaba una sola cosa, la muerte, pero como no le tocaba, no acudió en su auxilio, como hace ésta para dejarlo para más adelante, cuando le tocase su turno, que aun hoy no le ha llegado. Así permaneció varios días entre el cuidado y el cariño de aquella humilde familia y sin quererlo Inés se enamoró de él, cosa que hacen algunas buenas mujeres cuando ven a alguien infeliz y necesitado de afecto y cariño.

-Una tarde, mientras vendía sus frutas en el puerto Inés escuchó por boca de todos lo del naufragio del valvanera, aquel buque español donde había llegado Ramón y que no llegó a entrar a la Habana desviado por un fuerte huracán a las zonas bajas de los islotes cercanos a la Florida. No se había salvado nadie de los cientos de pasajeros y de la tripulación. Lo sintió por esas personas, que llenos de ilusiones habían perdido lo más precioso que tenían, su vida, sin llegar a palpar ni ver de lejos la tierra prometida. No vendió más frutas, tanta era su pena solidaria y corrió con su cesta a medias hasta su casa a contar lo ocurrido.

-Allí en la puerta aún con cara de tristeza esperando la muerte que no llegaba para acabar una vida desdichada y sin suerte, estaba Manuel con ojos ausentes y entonces Inés le dijo, con una tenue y hermosa sonrisa donde sobresalían sus dientes de perlas

"gallego", tuviste suerte en quedarte en Santiago, El Valbanera, el barco en que llegaste se hundió en el mar por el huracán, no arribó siquiera a la Habana, nadie se salvó". Entonces, éste muy triste y pensando en su amigo Juan exclamó: ¡Vaya suerte la mía! y entonces cogió la canasta de frutas de la joven, tomó su mano y retornó con ella al puerto donde trabajaron juntos e hicieron fortuna, bajo el fuerte y abrasador sol del Caribe.

No más Don Alfonso terminar de hablar, los presentes que habían escuchado silenciosamente aquel triste relato se miraron entre ellos reflexionando sobre que la riqueza no llega sola y muchas veces viene acompañada por hechos tristes y que si hasta ahora habían pensado en el visitante con ojos y pensamientos de ambición debían ante todo tener en cuenta que llegaba un ser humano que aunque rodeado de riquezas poseía un corazón tierno y el recuerdo en su cabeza de su amada tierra y su desventurado amigo que triunfó en el amor, pero no frente al destino.

Así permanecieron algunos minutos, hasta que el Alcalde de pensamiento rápido miró a su alrededor y viendo algunos mendigos próximos al grupo los llamó y les dijo – ¡Eh! vengan para acá, que hoy nos llega un buen hombre gallego, todos debemos recibirlo con amor y alegría y después habrá almuerzo de gratis para todos, con lechón asado yuca y "congrís", invita el ayuntamiento.

Se oyó a lo lejos el silbido de la locomotora y el amplio comité de recepción de aquel pueblo del centro de las llanuras del Camagüey, incluyendo ciudadanos humildes, ahora callado se dispuso a dar una bienvenida de respeto y de hospitalidad a alguien que debía ser acogido en la comunidad por sus méritos y cualidades personales sin importar su fortuna, historia o bienes personales, como comúnmente se hace en Cuba, con cualquier visitante, independientemente de su raza, color o país de origen.

 

 

 

Autor:

Calixto López Hernández

 

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