Primera Parte
Me llamo Ricardo Carrasco y tengo diez años. Según mi carcelero estoy loco. Una mascota, que me atormenta con sus palabras, me acompaña en las frías noches de invierno. Tiene un hermoso rostro de hule. Siempre está sonriendo. Duerme conmigo, desde que tengo uso de razón. A veces me fastidia. Cuando discutimos, yo muerdo su cola. Nuestras disputas siempre son provocadas por sus malas palabras:
-Eh, cabrón -me increpa sin piedad-. Te crees muy inteligente. Lárgate del manicomio. Sígueme mi consejo y dispárate en la cabeza.
No sé si he dicho que quiero escribir un libro. Tal vez una autobiografía o un diario de vida. Quiero extraer mis personajes de la vida misma. No me gusta inventar historias. Realmente estoy mintiendo. Tengo treinta años; no diez.
-Yo no importo en absoluto. He adulterado, por decisión propia, los recuerdos, para no faltar a la verdad.
Esto no lo he escrito yo. Lo estoy leyendo de un librito, que una señora enigmática, me ha obsequiado. Ella es una hermosa mujer, de rostro arábigo y cabellera tintada de rojo.
El libro es voluminoso. Con tapas azules.
La agradable mujer habla un castellano extraño. Salpicado de palabras soeces. Madame de Sade se hace llamar.
Deliberadamente, con intenciones que no comprendo, abre el librito que me ha obsequiado. Me mira con sorna. Escupe un líquido viscoso mientras exclama:
-¡Esta novela la escribiste tú! Me gustó, un poco sórdida, pero cierta. ¡Nosotros, los franceses, gustamos de novelones cebolleros! ¡Es parte de nuestra cultura, de lo chic!
-¿Escribirla yo? -me pregunto- ¿Yo? ¿Está segura?
-¿Será posible que los medicamentos te hayan secado el mate? ¿No recuerdas, acaso, la tremenda energía invertida en esta gran novela?
-¿Qué gran novela?
-Ésta, mijito, ésta…
Es cierto, me digo, los medicamentos me han secado el mate. Tal vez esta vana ilusión de escribir una novela, o una autobiografía, esté relacionado con el hecho de reinventar la memoria.
Me observo en un espejo. En el brillo descontrolado de su materia, descubro al otro. Al que respira dentro de mí mismo. Me examino detenidamente. Me confundo en su interior. Sus rasgos se difuminan, como la imagen de Madame de Sade, disgregándose en el vacío.
-Este es tu infierno -me dice-. Abre las hojas de este libro y contempla tu pasado.
No sé si he dicho que estoy recluido de por vida en un manicomio. No recuerdo el motivo. Pero aquí estoy.
Observo, con mirada insidiosa, la nariz tipo árabe de la dama decente.
Le miro con pánico, con cierta reserva, con inquietud.
-¿Quién eres? -le pregunto.
-Descúbrelo por ti mismo -me responde-. Puedes hacerlo.
Quizá, el recuerdo me provoque cierta ilusión de vida. Contemplo el hermoso rostro (fantasmagórico) de la dama decente mientras acaricio la textura de las hojas del librito de cartón piedra: destellos del pasado, símbolos oscuros, voces destempladas, cuerpos copulando locamente. La historia no acaba aquí. La historia de mi recuerdo, digo yo. Después, la oscuridad, la cárcel tal vez, o la muerte. Es cierto, me digo, éste, que se observa al espejo, no puedo ser yo. El espejo también me lo ha obsequiado la dama decente.
Abro el librillo: sus páginas son confusas, discontinuas:
-Fui, desde siempre, un niño distinto. Cuando vine al mundo, mi madre estuvo a punto de morir. Tengo una novia, la he traicionado. Una muchacha, llamada Doris, me ha obligado a yacer con ella toda una noche.
Cierro el libro con furia. Me domina la ira. Estoy absolutamente desequilibrado. Los medicamentos me atormentan.
-¡Imposible! Este depravado: no puedo ser yo.
-¿Por qué no? ¿Te crees muy distinto? Confía en mí. No tengas miedo.
-¿Por qué confiar en usted? ¿Qué motivos tengo?
-¡Porque soy tu tía!
-¿Mi tía? Esta es una situación absurda. Aparece usted un buen día -vestida como mi difunta madre-, inculpándome de la escritura de un librito perverso. Jamás he escrito un libro. Menos éste. ¿Piensa qué estoy loco? Bueno. ¡Lo estoy! Tenga piedad, entonces, de uno qué ha perdido la razón.
-Abre tu mente. No tengas miedo. Soy amiga del director. Te voy a expatriar.
-No, por favor, tenga piedad. ¿Qué haría yo allá, afuera? ¡No tengo rostro! Esta cubierta de papel picado, no soy yo.
-Convéncete, Ricardito, eres tú…
Uno
Cuando te tuve, hijito, casi me morí. Tú ya sabes, fue horrendo. Ahora puedo estar muerta, pero no es lo mismo. Parir es terrible: el sufrimiento es imposible de narrar. Son sentimientos contradictorios, sensaciones que sobrecogen el alma. Se sufre como condenada pero se ama -sin más límite- que el amor mismo. Digan lo que digan, ser madre es lo más gratificante del mundo. Me parece absurdo lo que piensan algunas personas de la maternidad. Es un privilegio que poseemos. Cuando las mujeres no dan a luz, algo de sí, muere. No son seres íntegros, están incompletos, carentes de lógica. Es cosa de observarlas con atención ¡Claro! ¡Nunca nos miran con atención! Parece que anduvieran por la vida como hombres. Secas de rostro. Tomando decisiones drásticas. Seres pervertidos en su naturaleza, amorfos, indignos de misericordia.
Rosa María entorna los ojos esperando tal vez incrementar el goce estético del autor.
Mundoviejo enciende un cigarrillo. Giran sus córneas como un submarino subatómico perdido en el mar.
-Mira, Coquito -dice el paralítico con su acostumbrado humor negro-, tu padre por dárselas de tenorio no quiso ir al colegio. Si hubiera obedecido a mi madre, ahora mismo andaría cacheteándome con todas las putas del barrio. Nunca me imaginé que tendría que andar con bastón y pata de palo pidiendo ayuda para sacudírmela -aspira el cogollo como un gentleman-. Para qué me voy a quejar. Me las he arreglado bastante bien. Si te contara las de cosas qué me han pasado, no me creerías. ¡Muchas! Tantas, qué ni recuerdo. Una vez estaba yo…
-Se da cuenta, papito -interviene bruscamente Mundochico. Quitándole el impulso meditabundo a Mundoviejo-. Que si hubiera estudiado, don Maximiliano no le tendría tantas ganas a la mamá. Dicen, las malas lenguas, que el viejo está forrado en plata. Si no pregúntele a don Guillermo. Es el protegido de don Maximiliano. Le compra lo que quiere. Dicen que es Géminis. Casi todos los maricas que conozco son Géminis. Si yo pudiera, haría lo mismo: el sueño de mi vida es ganarme la plata tan fácil como don Guillermo.
-De tal palo tal astilla.
-No digas burradas. Me ofendes.
-Déjate de cosas -responde Fernando Carrasco -. Que tu Coquito es igual a ti -acaricia su bigote. Imagina a Doris Donoso entre sus brazos. Se erecta. Sacude su cabeza-. Un día de estos… me arranco con ella… Mírate la pintita nomás -dice sarcásticamente-. La misma cara, los mismos gustos, el mismo apellido. No creo que tenga nada de malo, que le gusten las patitas de chancho. A veces, las circunstancias de la vida… El otro día me encontré con un amigo del colegio. Ni siquiera lo reconocí. Era una verdadera mujer. Imagínate, Coquito, era mi mejor amigo. Si me lo hubiera contado antes…
Aparentando conmoción, Mundochico contempla las patitas de las moscas apelmazadas en la comisura de los labios de Remigio.
El joven beodo me mira con sorna. Me insultan sus palabras.
-¿De seguro iban aparejados al baño?
-Por su puesto. Es cosa de hombres.
-¿Qué dices? -exclama tía Regina. Que acaba de empinarse una garrafa de vino tinto- ¿Qué bicho te ha picado?
-¡Ninguno!
-Sóplame este ojo -murmura Rosa María. Acercándose a mi padre. Con boca de helicóptero. Etérea. Lánguida-. Siempre existen verdades o mentiras. Situaciones inmóviles o dudas imperecederas, que nos recriminan la existencia. También están las equivocaciones y los sueños incumplidos.
Me pellizca las orejas. Me da vergüenza su cariño. Soy tímido. Parece que lo he mencionado.
-Ahora que estoy muerta lo sé -mi madre entorna los ojos como una virgen loca-. Las palabras son esmeraldas, zafiros, rubíes en bruto. Piedras sin valor para algunos. Joyas incalculables para otros. Cuando estaba viva no alcanzaba a darme cuenta de este prodigio. Tu padre tampoco. Ahora que somos ceniza putrefacta, hemos comprendido la trascendental importancia de las palabras. Nunca te dijimos la verdad por temor a las palabras. No queríamos mezclarte en las bajas pasiones de Ciudad Condenación. No te fíes mucho de lo que te digo -no son mis pensamientos-, son más bien, las viejas aprensiones del autor. Imagino que ya te habrán llenado la cabeza de falsedades los malditos matasanos. Tu padre jamás fue guerrillero ni pro cubano. Tampoco era traficante de armas ni de drogas. Ahora que estoy muerta -te lo confieso- trabajé como dama de compañía. Me denigré. No tuve otra alternativa. Tu nacimiento fue para mí un cambio radical en mi vida. Nos compramos aquella casita -que después de nuestra muerte– los bancos te confiscaron. No confíes en nadie. Te lo dice tu madre. Sólo del escritor cuyo rostro ficticio es tu rostro de personaje real. No es que me proponga intervenir en tu vida; de ningún modo. Es sólo mi necesidad de protegerte, de quererte, de darte vida. No me gustaría -que ahora qué estás solo- algo te desviara de tu camino. Tienes que ser arquitecto. ¡Júramelo!
-Se lo juro, mamita. Se lo juro.
-Dicen, las malas lenguas, que soy una santa. No hagas caso de habladurías. Qué nada ni nadie perturbe tu crecimiento. Son mis deseos de ex madre, de ex madre santa. No puedes decepcionarme. Sería una derrota terrible para mí. No es mi caso. ¿Creo? Escúchame, hijito. Que todos sepan que eres diferente. Que ni Mundochico ni Remigio -aunque sean tus primos- te pueden igualar. Eres único. Las madres siempre pensamos lo mismo de nuestros hijos. ¿No es cierto, Regina?
-Nunca tanto, pero…
Doña Berta contempla a mi madre con expresión taciturna. Bebe profusamente una copa de vino. Sonríe.
-¿No quieres dormir antes del viaje? -le pregunta- Te ves un poco cansada.
-Más bien, borracha.
-¡Niño! ¡Qué insolente!
-Es la pura y santa verdad. Mírese la cara. Está más curada que Mundochico.
-¿Qué dices? ¿Qué cosa? Quédate mutis. No soy sordomuda. ¡Cuentos! Puros cuentos de viejas macuqueras. Es verdad. Estoy muerta. Tú no sabes nada. Los hombres nunca creen en nada. Son demasiado ignorantes. Acabo de morir. Mi querido hijo me mató. ¡El recuerdo mata! Esto que digo es fatuo. Son divagaciones. Producto del efecto pos tránsito de la condición carnal a la condición espiritual. No te puedo describir el sufrimiento. Todo es tan vertiginoso. De pronto, el incendio y las gentes inmóviles. Quemantes. Sordas en sí mismas. Cuando desperté, flotaba entre nubes.
-¿Parece que estái un poco indispuesta? -pregunta doña Berta. Tocando la frente (ardiente) de mi madre- Deberías dormir un poco antes del viaje. ¿No te parece?
Mi madre contempla a la vieja cocinera. Se persigna tres veces. Los náufragos giran entre las astas del tiempo y los restos de la aeronave calcinada.
-Tienes razón. Estoy un poco enferma.
-¿Si quieres te acompaño? Nos metemos en la cama y los achaques con un par de… se nos van a…
Mi madre sonríe.
-Imposible. Estoy muy cansada. Parece que la cebolla me está repitiendo.
-Afírmate en mí. Estás bastante mal, mijita.
-Ay, sí, me duele el estómago.
-Vamos al baño. No vayas a vomitarme la ropa. Qué me la acabo de comprar en la feria Persa.
-¿Qué te sucede? -pregunta Fernando Carrasco.
-¡Nada! -responde doña Berta- Usted, caballero, continúe con la fiesta. Que esto es cuestión de mujeres.
-Oye, compadre -replica Mundoviejo-, deja que la Berta le dé una yerbita para calmarle los nervios a la Rosa María. Acuérdate, papacito, de la tonta güena que anda por ahí, dándose vueltas como sonámbula.
-¡Cállate! -le increpa mi padre- ¿O querí que te saque la cresta?
-Vamos, inténtalo -responde el paralítico a manera de broma-. Te hago el peso con los ojos cerrados.
-¡Toma! Aquí tení. ¡Hocicón de mierda!
¡Qué lata! Qué fiesta tan aburrida. Una buena distracción sería treparme a una silla y observar la vida de allá afuera. Me inclino con dificultad y me impulso con las manos y con los pies. Me trepo a la ventana: las escaleras de la vida son como este sillón despanzurrado, en cuyo vértigo, una muchacha divaga alegremente. Intento espiar la conversación pero no puedo. Estas cosas pasan solamente en las novelas de mal gusto. Mi madre me reprende con la mirada. Agudizo el oído para inmiscuirme en los retazos de las vidas ajenas.
Abro la ventana y escruto el abismo.
-No sé -dice la niña de cabellos rubios-. No me dan ganas de ser puta. Todas saben qué las putas lo pasan pésimo. Un día sí, un día no, además, yo me quiero casar con Ricardito.
-Si no se trata de ser o no ser puta. Podí comprarte el guardarropa que querai. ¡Hasta perfumes franceses!
-¿Verdad, doña Narcisa? -pregunta cándidamente la muchacha- ¿No me estará engañando?
-¿Y para qué, mijita? -responde la mujer.
-Todos quieren algo de una -porfía la niña-, ¿o no?
-¿Qué decí, Consuelito? Habla más fuerte. ¡No veí que estoy quedando más sorda qué la cresta! El otro día fui al médico. El descarado me pidió que me bajara los calzones. ¿Qué decí?, le pregunté. ¡Soy sorda, no tonta! Esto vale su precio en oro. Vine para que me curí del lumbago. No para que abusí de mí.
-Que si no me decí la verdad -insiste Consuelo-. Te van a comer el poto los marcianos.
-Claro, mijita, ya te he dicho, qué conmigo, la vida no tiene penas ni menos (¿Marcianos?).
-Por supuesto -insiste la muchacha.
-Eso mismo le pedí a la Doris Donoso. Le dije que me lo chupara, digo, que me comprara unas medias de seda para regalárselas a tu tía Rosa María.
-Déjame hasta ahí nomás -dice la niña.
-Todavía estoy casada -insiste la mujer-. Nunca me he divorciado. ¿No te querí casar? Si no te encontrai un marido, nadie te respeta. Lo sabí mejor que yo.
-Por supuesto -replica la muchacha-. Es el sueño de toda mujer.
-Por eso mismo, mijita linda, no creai las mentiras que la gente murmura. Es pura envidia. Don Maximiliano no es mi amante. Yo soy la dueña del…
-¿Puterío?
-No, niña -gesticula la mujer lascivamente-. Don Maximiliano es un buen hombre. Yo le pago con…
-¿Carne?
-¡Déjate de payasadas! -exclama doña Narcisa- ¿Por qué no me acompañas? Las niñas te tienen preparada una sorpresa. Por si decides ingresar a nuestra familia.
-No puedo. La mami me espera para un almuerzo de despedida.
-Ándate, entonces, donde tu mami -dice sarcásticamente la mujer-. Qué te den los cólicos renales qué merecí por comer basura.
-¿Qué tienen que ver los cólicos renales con tía Regina?
-Lo digo, por lo cebollera qué es tu mami.
La niña replica, un tanto disgustada, con boca de abeja reina:
-Me voy mejor será. Después nos vimos. Ahora tengo que despedirme de tía Rosa María. Voy pensando el trabajo y le doy la respuesta.
-Tú sabí que no tengo mucho tiempo. Qué sea pronto, porque hay hartas cabras del sur, qué quieren venirse a vivir conmigo. No son tan lindas como tú. Pero a falta de peras, buenas son las manzanas.
¿Manzanas? ¿Perfumes? Parece que Consuelo busca trabajo. Los libros son una buena ocupación, o la arquitectura. ¿Pero las manzanas? ¡Qué raro!
Mi madre aspira un pitillo de aspecto extraño. Su cabello ondulado. Su nariz tipo árabe, con grandes fosas nasales. Camina como sonámbula. Mastica un dátil. El cigarrillo, consumiéndose, en su labio leporino. ¿Las manzanas? ¿El pecado? Consuelo intercambiando palabras con una mujer de continente… ¿estrafalario? Discuten. Las volutas de percal difuminándose. Estoy absorto en la contemplación de sus manzanas.
Cuando grande quiero construir casas y edificios que funcionen a la perfección. Casas llenas de frutos prohibidos y de gusanos pecadores y de madres histéricas y de niñas lujuriosas ofreciendo sus cuerpos por unos cuantos centavos.
Mi madre entorna los ojos. Arden sus párpados. Giro mi cuello como un kamikaze mientras me grita:
-¿Cuántas veces te he dicho? ¿Qué no me gusta que estés espiando por la ventana? -su labio leporino vibra como trompa de oso hormiguero- ¡Es culpa de tu padre! ¡Yo no quiero dejarte con estos monos!
Obviamente no ha pronunciado estas palabras. Sólo lo ha pensado.
Mundochico me mira con sarcasmo. Inclina su cabeza. Sus ojos son enormes y asfixiantes.
-¡Bájate del sillón, cabro leso! ¡Puedes romperte una pierna! -chilla mi madre.
-No molestes al mocoso -murmura mi padre un tanto ebrio-. Es bastante grande para saber como funciona la vida, allá afuera.
-Claro -replica la mujer-. ¡Cómo tú aprendiste desde chiquitito lo que era la zo…!
-¡Rosa María! -exclama tía Regina- Por favor, el niño… Mantengamos la compostura.
-Es que estoy un poco nerviosa. Es la primera vez qué viajo en avión.
-A mí tampoco me ha tocado la suerte -dice Mundoviejo.
-Bueno, en tu caso, es normal. ¡No hay aerolínea que te aguante!
Risas. Muchas risas.
Un millón de años entrecortados por la risa.
Quiero que me llamen lindura. Niño bueno. Las personas me miran con asco. Soy repulsivo. Me gustan las películas de guerra. Mi madre dice que parezco marciano. Que por mi culpa a ella le achacan una vida licenciosa. Que los niños tarados son producto del exceso de la carne. Yo no soy nada de lo que mi madre piensa. Soy esto y punto. Tal vez la falta de amor los estremezca hasta la compasión. Tal vez el envilecimiento, la sorna y la mediocridad, se hayan encarnado en mí. Pero algún día esto cambiará, ¡lo juro!
Toda certidumbre posee una antítesis, nada es eterno, las cosas son variables. Ahora soy un esperpento. Mañana tal vez un gran señor.
Tengo mis rarezas, lo confieso. Las gentes se escandalizan. No tendrían por qué. Mientras no me inmiscuya en sus vidas.
Pero me persiguen. Me patean. Me golpean. Hacen mofa de mí.
Tengo predilección por la excrecencia. Lo acepto, es una inmundicia. Los científicos llaman a esta deformidad psíquica: "picassismo". Es una especie de inversión valórica.
Me gustan los trapitos sudorosos y los manchados con orín. Me agrada todo tipo de flujo corporal. Lo hago por asimilación de una conducta repetitiva. Las noches son una academia de buenas costumbres.
A veces despierto y percibo rumores, quejidos lejanos.
He visto a mis padres fornicando. Mi madre con la boca ensangrentada, mi madre en actitud carnívora, mi padre besando su boca desdentada, mi padre dispuesto a solazarse con la sangre de mi madre. He participado en sus juegos eróticos. Arrastrándome como un soldado nazi. He chupeteado sus sábanas. He perdido mil batallas.
-¡Gusano! -me han gritado- ¡Maldito gusano!
Se equivocan. No soy gusano. Ni menos, un maldito. Simplemente soy Remigio. Y mi apellido es Satán.
-¿Satán? ¿Quién te ha llenado la cabeza de tanta basura? Te llamas Remigio Pérez Carrasco. No pretendas pasarte de listo. Sólo eres el narrador omnisciente. Qué el autor esté un poco loco no significa que te autodenomines de manera distinta. Eres un plagio a toda prueba. Hagas lo que hagas, digas lo que digas, no dejarás de conformar un instante en la mente prosaica de un poeta. Algunos personajes son primarios, otros voyeristas. Pero tu caso es distinto. Eres el prototipo monstruoso de un espectador demente.
-Me confunde un poco tu insolencia -interviene la protuberancia anular de Ricardito-. A todas luces, descubro que eres un mentiroso compulsivo. Sé que te escurres entre los intersticios del drama complotando en mi contra. ¡Sí! Tú ya sabes quién soy. ¡Futre de mierda!, me podrás llamar, ¡inauténtico!, ¡falso!, ¡mujeriego!, ¡ladronzuelo de argumentos! Digas lo que digas, no dejarás de ser una triste prolongación de mi capacidad técnico descriptivo. Ni mucho ni poco. No permitiré que escrutes mis secretos. ¡Jamás! Me defenderé hasta el fin. Nadie debe saber de mí. Antes, soy capaz de asesinarte.
-Nunca me podrás vencer -gime, satíricamente, el súper yo de Ricardo Carrasco-. Amas, demasiado, el amanerado estilo de vida de tu estúpido personaje.
-Te equivocas -replica su lóbulo derecho-. Te equivocas rotundamente.
¿Imaginas voces? ¿Cuerpos qué no existen? ¿Serán, acaso, los pobres esqueletos qué sonríen? ¡Esqueletos sonrientes! ¡Almas con bocas qué sonríen! ¡Bocas sin dientes! ¡Espectros sin alma qué sonríen! ¿Quién murmura en la oscuridad? ¿Quién?
-No tengas miedo. Soy yo -murmura el espectro de la futura beta Rosa María-. Me llaman Madame de Sade, pero soy tu madre.
¿Imaginas voces? ¿Cuerpos qué no existen? ¡Garabatos, tantos garabatos entre pasillos sin destino! Improperios, acertijos, insultos, denuestos, adivinanzas, vaticinios, espíritus malignos de la noche. Mi madre sonríe, mi padre escarba sus narices. Puedo presentir la muerte de mis padres. Las entrañas de mi madre -podridas- entre nubes. Sus migajas -podridas- entre nubes. El rostro ceniciento de mi padre -podrido- entre nubes.
-¿Qué te crees? -replica el lóbulo izquierdo de Remigio- No eres ni lo uno ni lo otro. Eres, simplemente, Ricardo Carrasco. No lo olvides.
Me siento miserable. Abatido. Agónico.
Con todas mis fuerzas, grito, como un loco:
-¡Córtenla! Todos están borrachos. Me dan vergüenza.
-¡Pero, mijito! -exclama tía Regina- No exagere tanto. Yo no permito groserías en mi casa.
La mujer toca su pubis. La impudicia de sus caderas me inmoviliza.
-¡Usted sabe! A los viejos nos gustan los jovencitos. Ansiamos los primores de la infancia.
Risas. Muchas risas.
-No hinche con su sabiduría -me increpa con gesto obsceno-. No ve que sus papis están festejando El Día de Todos los Santos. No hay que ser aguafiestas. Póngase alegre. Que va a pasar unas vacaciones con su única tía.
Doña Berta me besuquea los labios. Me asfixia. Sus enormes pechos en mi boca. Me acaricia las orejas.
Me repugna. Pero también me excita (¡Qué asco!).
-…¡Mamá!…
El ritmo cumbiero es fangoso como un cenagal radioactivo.
-…¡Mamá!…
El sobaco de la mujer es como un racconto pérfido.
-Ay, pero qué rico potito tiene este cabro.
Me siento transfigurado. Mi carcelero atribuye la reacción (neurótica) a un exceso de Ravotril.
Tía Regina toca mi sexo. Acaricia mi cabello. Me asquea. Escupo sangre.
Abre su boca desdentada. Besa mi frente.
-¿No le tienta, sobrinito, la oportunidad de quedarse en casa de su madrina por un par de semanas?
Me avergüenza la impudicia de mis personajes.
-¡Yo creo que sí! -exclama, socarronamente, la vieja cocinera-. Y si no le gusta, de seguro, lo pasará pésimo. ¡Alégrese! -masculla con voz ebria- ¡Qué sólo hay una vida para vivirla! ¿No es cierto, Fernandito? -mi padre omite la respuesta: el alcohol ha hecho estragos en su conciencia.
-Claro -replica Mundochico-. Una sola vida nos ha dado Dios. Y hay que bebérsela a concho.
-¡Salud, entonces, por enésima vez! -exclama Mundoviejo.
-¡Salud! -aúlla doña Berta, curvando su lengua como víbora.
Mi padre nos mira desde la distancia. Su bigotito intemperante. Acodado en el dintel de la ventana. Mirándome. Ansioso. Impúdico.
-Oye, Regina -dice cínicamente-. No le hagai caso a Ricardito. Este hijo mío me salió más despierto que un filósofo.
-No tení de que quejarte. Hai tenido suerte.
-¿De qué quién están hablando? -pregunta Rosa María, con voz pastosa, mientras regresa del sanitario.
-De Ricardito -responde doña Berta-. No te han dicho lo rico que tiene el potito.
-¿Ricardito?
-Digo, que tu nene es muy inteligente.
Me estremezco. Percibo en el aire, cierta odiosidad hacia mi persona.
-Si yo hubiera parido un hijo como el tuyo -dice tía Regina-. Uno que valgara por sí sólo. No como el Mundochico, ni menos como el Remigio. Si hasta el marido me salió fallado. ¡Claro! El Mundoviejo es tan simpático que le puedo perdonar cualquiera lesera. Pero me habría gustado tener uno normal. Ahora que me estoy poniendo vieja no tengo para que estar quejándome. Es como si me hubiera muerto. No digo que Coquito sea un tarado. Pero tan reflojo el cabro. No le quiere trabajar un peso a nadie.
-Yo no sé lo que pasa con la generación actual -dice Rosa María-. No son como nosotras -qué de puro dolor- nos moríamos en el parto. Las chiquillas, ahora, no saben lo que es sufrir. Con tanta cosa moderna han perdido el sentido trascendental de ser madres.
Aspira una bocanada de humo. El tono de prédica (de cura rural) es confuso.
-El dolor es necesario. Para tomarle asunto a la vida. El dolor es imprescindible, como la muerte. El dolor es algo vivo, inmanente, etéreo. Es una sustancia, un deimon, un álter ego, un corpúsculo, que germina más allá de ti. Más acá de uno mismo.
Mundoviejo observa a mi madre con expresión circense. Acaricia su calva. Sus dientes, amarillentos. Sus labios, profanos.
-Esta Rosa María -exclama el paralítico- tiene impronta de santa. Siempre lo he pensado. Esta chiquilla no es de esta tierra. Para mí que es algún tipo de ángel terrenal.
Hip.
-Me dio hipo.
Hip.
-Salud por eso, compadre.
-Salud.
Los comensales brindan estrepitosamente.
-Dime la verdad, Rosa María. Tú, que tení pinta de beata. ¿Qué pensai de este cabro? ¿No creí que sea igualito a su tío? Imposible no reconocerlo. Míralo nomás. Si parece loco. Para mí que la Regina me pasó gato por liebre. A lo mejor es marciano, o hijo del Fernando. Ja, ja, ja. ¡Incesto! ¡Incesto! Dime, Coquito -murmura Mundoviejo-, ¿cómo hacen el amor los extraterrestres? Para qué te hací el leso. El otro día te vi con la Doris Donoso. Dicen que es marciana. ¿O exiliada política? Bueno. ¡Algo por el estilo! ¡Total! No importa mucho para el caso.
-Son todas iguales -responde Mundochico-. Con una abertura por aquí y unas cuantas tetas por acá.
Hip.
Je.
Je.
Hop.
-Lo juro por tatita Dios -dice Mundoviejo-. El Guillermo Llavero tiene un amigo qué sabe de marcianas. Si no me creen, pregúntenle a Ricardito -me mira con ojos malignos-. Te apuesto un asado, que te dice que sí. ¡Qué de seguro hay vida en Marte!
Me da vértigo tanta estupidez.
Hip.
Je.
Je.
Hop. Bufa.
-Pe… per… permiso…
Me duele el estómago. Quiero Vomitar.
-Adelante, primito -dice Mundochico-. Qué cabro tan borracho. ¿No le parece, tío?
-¿Te acompaño, mijito? -exclama doña Berta.
-No, gracias.
Me siento ridículo. Torpe. Angustiado, como si fuera un personaje ficticio de una novela (de papel picado).
Cuando estoy por escabullirme una mano indecorosa me pellizca las nalgas. Me enfurezco. Estoy decidido a golpear a mi descarado ofensor.
Doy un giro en mis talones.
-¿Qué te sucede? -me pregunta mi madre.
-Absolutamente nada -respondo con boca de trapo-. Sólo que, a veces, escucho voces, retazos del ayer. Parece que me estoy volviendo loco. ¿O ya lo estoy? El futuro es hoy. Un domingo de ramos incierto. Todos los domingos de ramos son inciertos, carentes de espontaneidad. Son en sí, artificiosos. ¿Domingo de ramos? ¡Es sábado! Mañana es domingo. ¿El futuro? ¿Qué me sucede? Me siento tan ridículo, como un gusano de seda.
Divago entre nubes, entre huesos húmeros, entre desvencijados adoquines.
Allá, a lo lejos, detrás del bosquecillo ardiente, contemplo la figura de Remigio, escarbando la tierra con avidez.
Estoy en el jardín. Estoy afuera.
A veces, raramente, eso sí -lo confieso-, siento por el esperpento, cierta compasión. ¡Sí! He dicho compasión. Su joroba, su aliento podrido, sus ojos visco -oh, Dios mío-, son tan horribles sus ojos. Camino hacia él. Tanteando sus movimientos. Cuando estoy por acercarme lo suficiente como para hablarle -la voz carrasposa de una mujer- me impide llegar a buen término el propósito de mis pesquisas. Remigio huye gritando como un loco. Más allá del corredor interminable del cité, lo imagino devorando gusanos entre las sombras de los árboles. Algo perturbante hay en él. Tan perturbante, como el sonsonete de la mujer, mirándome con rostro demacrado.
-¡Oye, carajo! -exclama doña Lucrecia- Ya que estai puro perdiendo el tiempo. ¿Me podí traer un poco de agua? Mira que este grifo del demonio se tapó. Pero apúrate, angelito. Que tengo qué servir el postre. Allá, mijito, allá hay un balde. ¡Ése mismo! ¡Sí! Llénalo con agua. ¡Apúrate! ¡Ay! Qué vida, ¿no? ¡Las cosas no pueden hacerse tan a la chilena! Que el grifo se atasca. Que la lavadora gotea. Que con un pedazo de alambre lo arreglamos todo. ¡Nadie nos va a quitar la maldita costumbre de perder el tiempo! ¿Para qué podrimos querer tiempo? Si las cosas nunca funcionan. Si donde hay puertas: no hay chapas. Si donde hay necesidad: sobran carencias. Si donde dicen que hay amor: parece que hubiera odio. ¡Hasta cuándo, Dios mío! Estas cosas van a reventar.
Plach, plach, plach: el grifo goteando.
-¡Apúrate, pendejo! -chilla la vieja- Mira que cuando se me calienta el mate me pongo furiosa.
Doña Lucrecia intenta corretear a una mujer de aspecto incierto.
Le pega dos codazos y un puntapié.
-¡Ay! -chilla, la espeluznante criatura- ¿Qué te pasa?
-¡No te podí mover un poco para el lado! ¿No veí qué me estái estorbando? ¿Creí que porque don Maximiliano te regaló un marido podí venir a hurguetear donde no te han invitado? Aunque te duela sigo siendo la hija de la cabrona más respetada del barrio. No, mijita, no porque el Maxi te haiga hecho la paletea" tení que venir a interrumpirme. Muy don apostador de caballos será pero cada personaje tiene su propio lev motiv. ¿Entendí? No tengo la culpa si no te pegai la escurría". Cuando el Mañungo cumpla la condena de presidio perpetuo vai a saber quién manda aquí. Espero que don Ricardo para ese entonces se haiga muerto porque si no de seguro que el Manolo le cobra lo suyo.
-¿Este balde, señora? -tartamudeo tímidamente.
-Sí, cabrón, ese mismo.
-Aquí tiene, doña Lucrecia -murmuro, ¿o sólo pienso?- ¡Tome! No es que quiera disgregar torpemente, o imaginármela desnuda. No, señor. Es que mi mente divaga sin sentido.
-No le hagai caso, mijito -dice la mujer de rostro horripilante-, doña Lucrecia está más loca qué una cabra. Es buena, eso sí, cuando quiere serlo. Con tanto trabajo, a veces, el disco duro se te chanta sin remedio. A mí ya me pasó. Todo el día puro trabajando. Lava qué lava. Plancha qué plancha. Para más recacha, los milicos rechuchesumadre -perdonando la expresión- me arrancaron el útero. Me apodaban la Quinientos Cuarenta. Tuve un hijo. Que ahora tendría como veintisiete. No me hagai caso, mijito, a veces me entra como la ternura y pienso que quizá, alguien, una mano amiga me ayude a encontrar a mi pequeño. Me lo quitaron los milicos, no sé si ellos fueron -digo que, como institución-, pero sí uno de sus oficiales me lo mató, dicen, yo no sé, dicen, dicen, dicen -estas cosas no siempre son ciertas-, tal vez lo haigan vendido o desaparecido. Era tan común en esos años. Podíai andar por la calle como cualquier día domingo, pero venían los milicos y te sacaban la cresta, o te tomaban presa sin ningún motivo. Era lógico el temor que teníamos. No te digo yo, que todavía no puedo conciliar el sueño. Lo peor de todo, mijito, es que ni estaba metida en política. Para el golpe, yo era apenas una adolescente. Una niña de diecisiete años. Una broquita, como dicen ahora los lolos. Tenía mi gracia, eso sí. No era muy linda pero me defendía con mis primores. Si no fuera por esta voz de pito que tanto me afea, no sé, quizá, hasta me encontraba marido. Lo cierto es que en esos años la vida era harto distinta a la de ahora. No había noche en que no tuviera pesadillas. Siempre eran los mismos sueños, las mismas personas, los mismos asesinatos. Eso era antes, eso sí, antes de que me tomaran presa. Si tuviera dinero iría al médico. Las cosas han cambiado. Ahora todo el mundo anda como loco intentando consumir las cosas que ni quieren ni necesitan. Nosotros crecimos en otra época -cuando los escritores escribían a lápiz- en unas hojas casi amarillentas -que ellos llamaban graciosamente- sus manuscritos. Esto era antes. No como ahora. Que las gentes apenas tienen dinero para gastar en sus necesidades básicas.
-¿Qué escritor?
-No sé. Qué me preguntai a mí.
-Si es cosa de recordar un poco -dice doña Lucrecia obviando las preguntas del autor- cuando mis vecinas -y yo misma, para que me voy a estar carteleando- íbamos donde el almacenero -con las infaltables libretitas todas roñosas- y con voz de limosneros ilustrados, decíamos:
-Caserito, ¿nos fía un kilito de pan y un cuartito de arroz?
-¡Pamplinas! -gesticula la mujer con seriedad- Las cosas siguen igual. Ahora tampoco hay plata ni para comprar un par de cebollas. Cuando yo era chica no había tantas cosas, tanta basura digo yo. Que dos o tres televisores, refrigeradores a destajo. Zapatillas, mil zapatillas, viajes al extranjero, bicicletas, autos, todo el mundo tiene auto. Juguetes, cientos de miles de juguetes. Esto es un verdadero infierno. Las personas tienen hipotecada hasta su alma. Trabajan para puro pagar intereses. Y las cuestiones ni son ni suyas. Si no te poní con la cuota mensual vienen los macacos y te meten presa. Igualito como era antes -¡Peor diría yo!-. Antes no perdíai dinero. Te secuestraban y punto. Ahora tení que ser socio del club para que te torturen de por vida.
-¡Dedícate a puta entonces! -exclama doña Lucrecia mirándome con picardía- Es más rentable.
-No te metai donde no te han llamado -dice la Quinientos Cuarenta, acomodándose el sombrero.
-De seguro ya se lo hai pedido a la Narcisa -su voz un poco acaramelada contrasta con la vellosidad y la carnalidad de su rostro-. Ella me dijo, que ni cagando te contrataba ni de campanillera. Qué erai tan fea. Qué ni el demonio te echaba un pato.
-Si quisiera. Me podría ganar la vida culiando.
-¡Chiquilla! -aúlla la mujer- No te me pongai ordinaria. No veí que este cabro, es hijo de la beata.
-¿Qué beata? -pregunta doña Úrsula.
-No te hagai la tonta. Te digo que es hijo de la beata Rosa María.
-Pero si no es beata, es pu…
Sorda tronazón de ollas y de platos quebrados.
¿Hijo de puta? ¿Hijo de beata?
-¡Apúrate nomás entonces! -chilla doña Lucrecia- Qué la Rosa María está por mandarse el manso carrete. Antes, eso sí, hay que tomarse una yerbita para el viaje. Yo ni tonta viajaría en tren. Me dan susto los motores. Con tanta turbina girando y girando. Hay que estar bien jodio" del mate para viajar en tren.
-Chis. Me tení mareada -replica doña Úrsula-. Ya sé que te dan miedo los aviones. Los trenes no vuelan. Los aviones sí.
-Bueno. Si de aviones se trata… -dice doña Lucrecia, alzando los brazos como una loca- la Doris Donoso sabe mucho. Es experta en caída libre.
-¡Caída libre! -exclamo- ¡Qué maravilla! ¡Yo también quiero ser experto en caída libre!
Sorda tronazón de ollas y de motores.
¿Hijo de puta? ¿Hijo de beata?
-¡Mijito! -chilla la mujer- ¡Cierre la boca! No ve que dice puras burradas. No sabe que las putas nomás son… expertas en caída libre…
-Pero, doña… -murmuro un tanto disgustado- Cuando grande quiero ser astronauta.
-Si quiere ser astronauta -dice doña Lucrecia socarronamente- sea… ¡Total! Su papi tiene harta plata. Pero no diga que quiere ser experto en caída libre. No ve que van a pensar que es marica.
-¿Qué tienen que ver los astronautas con los maricas?
-¿Usted es tonto, mijito? ¿O acaso no entiende?
Dos
Ahora no es sábado es domingo. Nadie es domingo ni jueves ni martes. Tengo tanta tristeza. Tengo miedo. Mientras intento dormir imagino los recuerdos de un día olvidado en la memoria. Las campanas de la iglesia repicando insistentemente: el sonido oscuro, oscuro, oscuro, perceptible apenas. Tengo veintisiete verrugas en mi nariz, tantas, como aniversarios del oráculo. Sólo poseo pensamientos, mis palabras carecen de sonido. No soy sordo ni mudo. Sufro de una enfermedad congénita. Soy, según opinión general, estúpido. No comparto la misma apreciación. Me da miedo producir sonidos. Si quisiera podría. Prefiero abstenerme. Mis palabras pueden causar la destrucción del mundo.
-¿La destrucción de qué?
-¡Del mundo!
-Eres realmente estúpido -pensando en abstracto, digo yo.
Sueñas estar despierto pero divagas.
-¡Ignorante!
-¡Insolente! -observo mis manos: giran en mil pedazos.
-Despierta, imbécil, despierta.
-¡Pipí, quiero hacer pipí!
Divagas. Mezclas el sueño. Sombras. Retazos del mañana.
Tu mente se contrae. Escuchas el ayer. Llueve. Sueñas estar dormido pero divagas.
René Claudio Carrasco Maldonado (detenido el 21 de septiembre por funcionarios de Fuerzas Armadas. Era militante del Partido Socialista. Dirigente sindical del Hospital Roberto del Río). Andre Jarlan (sacerdote francés asesinado por carabineros mientras oraba en su habitación). Víctor Lidio Jara Martínez (casado, padre de una hija, su cuerpo fue hallado en las cercanías del Cementerio Metropolitano con cuarenta y cuatro impactos de bala). José Rosendo Pérez Río (detenido desaparecido, veinticuatro años, casado, padre de una hija). Pedro Hugo Pérez Godoy (detenido desaparecido, quince años, estudiante de enseñanza básica, sin militancia política). Pedro Emilio Pérez Flores (asesinado por agentes del Estado). Juan Francisco Peña Fuenzalida (detenido desaparecido, veinte años, sin militancia política). Marco Aurelio Reyes Arzola (veinte años). Raúl Eliseo Moscoso Quiroz (asesinado en la Casa de la Cultura de Barranca). Iván Nelson Moya Zurita (detenido desaparecido). Ángel Gabriel Moya Rojas (quince años, ejecutado por una patrulla militar minutos antes del toque de queda). Pedro Marín, María Magnet, Manuel González, Bárbara Uribe, Ricardo Montesinos, Marta Neumann, Cardenio Hernández, María Martín, Germán Moreno, Pedro Pedreros. Todos muertos. Todos torturados. Todos condenados por juicios fantasmas. Juicios políticos. ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!
Muerte sin nombre sin expediente sin destino.
-…¡Dejadme dormir! ¡No quiero más visiones! ¡Dejadme en paz!
-…¡Auxilio!
José Manuel Parada y Santiago Natino degollados en las cercanías de mi casa.
Estas cosas sucedieron mientras observaba las gaviotas girar en los cielos.
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