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Así pudo ser

Enviado por Lucaz Gomez


  1. Nacimiento
  2. Aquí describiremos a los padres de Juancito
  3. El alboroto
  4. La viejecita
  5. Juventud
  6. Su primogénito

I

 Nacimiento

En un angosto valle, sobre la cordillera central, se hallaba situado este pequeño pueblo. No había sufrido los problemas de la violencia. La vida era apacible, los adelantos tecnológicos escasos. Sus habitantes – generalmente – poco se preocupaban por el progreso: eran resignados, casi indolentes. Un pueblo en donde todos se conocían entre sí. De sanas costumbres y muy religioso, casi fanático; muy laborioso aunque rudimentario en su producción agrícola.

Todo estaba silencioso: la noche misteriosa, aterradora. Solo de vez en cuando el ruido de las hojas al caer, el murmullo del viento rompía el silencio nocturnal. El frío penetrante, la oscuridad completa. El cielo estaba nublado, sin estrellas. Las aves nocturnas se habían refugiado en sus nidos.

 De pronto un trueno ensordecedor: un ruido intenso y prolongado invadió el espacio. El fulgor de los relámpagos deslumbraba a cuantos le miran.

Gruesas gotas de agua preludiaban un fuerte aguacero. Los humanos menos previsivos que los irracionales, corrían hacia sus moradas en procura de refugio. En un instante todo fue confusión. El silencio profundo de antes se convirtió en un indescriptible concierto de ruidos. La oscuridad ya no era tan intensa: los relámpagos iluminaban súbitamente el triste paisaje. La noche se volvió más confusa y desconcertante.

Huyendo de la conflagración, a pasos largos y precipitados – casi a todo correr – un hombre se encaminaba hacia su hogar. Franqueando una cañada y un riachuelo que de momento se crecía y casi se salía de madre.

Temeroso, invocando a la virgen, se apresuraba más. Llegado a la cima de una colina advirtió la débil y lánguida luz producida por una vela encendida. Guiado por el resplandor, jadeante -casi sin aliento – después de rodar en dos oportunidades por el suelo, llegó a su destino.

Cuando traspasó el umbral de la puerta se quedó como petrificado al escuchar el llanto de un niño. Sin embargo reaccionó y corrió hacia el cuarto situado a la derecha del corredor.

Un tierno cuadro apareció a sus ojos: allá al fondo, sobre la cama, su esposa arrullaba un bebé. Bruscamente lo arrancó de sus brazos y lo besó una y mil veces. Ese era su hijo. ¡Cuántos años anheló y esperó este momento! Cuántas veces soñaba con un hijo y despertaba sobresaltado al no encontrarlo en su cuna. ¡ Ese era su hijo tan largamente esperado!

Así, en una noche como esta, nació nuestro personaje. Era un niño llorón como todos los niños. Lloraba tanto cuando sentía frío, lo mismo que cuando sentía calor; si estaba feliz o si estaba triste. Lloriqueaba por todo y a todas horas.

Como se puede ver nada tenía de particular o maravilloso: igual que muchos, muchísimos.

El día del bautizo gimió como un condenado. A tal extremo llegó que el sacerdote casi no logra echarle el agua, tan indispensable en esta ceremonia. Pataleó y manoteó de tal manera que se le soltó de las manos a la madrina, cayendo de cabezas en la pila bautismal. Casi aprende a nadar. Chapuceó y salpicó a todos los circundantes. Apagó los cirios de la ceremonia. A la sal le cayó un gran chorro de agua echándola a perder.

Todo sucedió en un instante. Tan rápidamente ocurrió que el sacerdote solo atinó a reír. Los padrinos "sudaban frío" de la vergüenza.

Fue tal el alboroto que no recordaba el nombre que le habían puesto. Unos decían que José, otros que Jorge, otros que Juan, y así sucesivamente. Para dar término a la discusión se convino en llamarlo Juan.

Al regresar a casa enteraron a la madre del incidente con el nombre, lo cual la escandalizó, porque era sumamente creyente. La atormentaba el embrollo que se formó con el nombre del niño y pedía que fuera nuevamente bautizado. Al fin se convenció de lo inútil de su preocupación.

Era este un hermoso día de julio con el cielo completamente despejado. El sol brillaba plenamente en su cenit. Las aves trinaban sus cánticos. Los insectos corrían y se divertían como burlándose de los humanos. Los árboles balanceados por la suave brisa se inclinaban rítmicamente. El sudor bañaba los rostros de los concurrentes. La vista era muy agradable, pero el ambiente pesado y sofocante.

La fiesta, con ocasión del bautizo, no tuvo nada de espectacular debido a los escasos recursos de los padres y a que los invitados fueron muy pocos; se había limitado a los abuelos, tíos y primos por lo que un almuerzo, bien preparado, fue suficiente para celebrar tan especial acontecimiento.

El niño, como siempre, fue quien menos se dio por enterado de la celebración; se dedicó a dormir, durante el resto del día, despertando solo cuando sentía hambre para caer luego en un prolongado sopor.

Como podrán suponerlo fueron muchas las noches pasadas en vela, por los padres, pues los lloriqueos nocturnos fueron su característica más sobresaliente. Gracias a ello, sus padres, sintieron en carne propia los desvelos de que tanto les hablaba una tía que sufría de insomnio.

II

Aquí describiremos a los padres de Juancito

El padre, de estatura mediana, tez trigueña, cabellos rubios y abundantes, ojos verdes muy activos y penetrantes, era un rudo campesino de manos grandes y callosas; Brazos largos y fuertes; Pecho amplio de musculatura poco desarrollada; delgado y muy ágil, de nombre Francisco. Nacido en aquella comarca; su padre, había sido un hombre económicamente "acomodado"pero muy tacaño. Por este motivo, Francisco, tenía que ganarse la vida trabajando incansablemente, como cualquier hijo de vecino. Esta circunstancia lo hizo un hombre fuerte y apto para trabajos pesados. Era excelente tirador y dueño de dos perros muy buenos cazadores: no pasaba noche sin que levantaran presa.

La noche del nacimiento de Juancito andaba de cacería – como para variar -. Omitimos que lo acompañaban sus dos canes.

Con sus dos fieles amigos y su escopeta, Francisco, se sentía seguro y muy orgulloso, de lo cual hacía alarde por doquier. Sus vecinos lo admiraban y hasta envidiaban. Nunca fallaba y en cada salida regresaba con alguna pieza de caza, sin importar su tamaño.

La noche de nuestro relato, como ya lo dijimos, regresaba de cacería. No creía llegada aún la hora del parto; por eso se había alejado de su hogar. Traía en esta oportunidad dos tórtolas y un conejo, como trofeos.

Era tal su inclinación a la cacería que cuando ladraba alguno de sus perros, sin importar la hora o el estado del clima, salía inmediatamente a alentarlos con sus gritos. Sus sueños, casi siempre, se relacionaban con galgos y presas.

Muchas noches, en sus delirios, animaba a sus canes a atrapar alguna imaginaria liebre. Solo aquella noche y en otras posteriores no pudo soñar ya que su "llorón vástago" no se lo permitió.

Dora, la madre de Juancito, era una joven de veinte años. Bella de cara, muy bien formada y de proporcionadas carnes: humilde, sencilla, activa y muy creyente; morena de ojos grises, cabellos negros y lacios. De mirada penetrante y coqueta sonrisa siempre a flor de sus hermosos labios. Era un encanto oírla hablar y observar cómo se iluminaba su lozano rostro.

La noche del nacimiento estaba acompañada de una hermana menor, que en el momento del alumbramiento la ayudó en lo más necesario. La atendió lo mejor que pudo aunque no sabía gran cosa, pero su instinto femenino la hizo desempeñarse inmejorablemente.

Dora tenía mucho miedo; sentía fuertes dolores; estaba afiebrada y temblorosa. Llamó a gritos a su esposo pero este, distante como se encontraba, no la escuchó. Solo le quedó la alternativa del sufrimiento paciente y silencioso.

Así de sobresalto en sobresalto; de resplandor en resplandor; entre suspenso y suspenso vino al mundo nuestro personaje.

No describimos aquí cómo era el niño porque todos sabemos lo feo que es un recién nacido, aunque digan lo contrario las madres. Si lo hiciéramos, guardarían una muy sombría y triste imagen de nuestro hombre.

III

El alboroto

Desde un principio, Juan, se distinguió por sus travesuras y picardías.

Estando aún muy pequeño robaba huevos de gallina. Con el producto de su venta conseguía las entradas a cine los sábados y domingos. En ocasiones, muy pocas por cierto, no podía robarlos. Entonces, suspiraba y lloraba a moco tendido ante su madre, quien fatigada con este conmovedor drama, terminaba por darle el dinero, quitándose de encima la molestia que esto le ocasionaba.

No se extrañe, el lector, que mencione aquí el cine. El pueblo, aunque pequeño, tenía su Teatro Parroquial para la proyección de películas, los sábados y domingos.

Sobresalió además por su afición a las lecturas de misterio, y de espionaje.

En cierta ocasión – después de leer un libro de gansters – armó tal alboroto que fue detenido por la policía.

En efecto, en plena plaza principal, se puso a gritar como un energúmeno. Al escuchar sus alaridos se formó una monumental confusión y de un momento a otro, unos corrían en una dirección y otros en sentido contrario. En poco tiempo hubo mucha gente rodando por el suelo, varios semidesnudos gritaban asustados, algunos con el pavor dibujado en sus rostros, quedaban paralizados e incapaces de correr, siendo las primeras víctimas en caer a tierra, ante la arremetida de la asustada turba. Damas, con los zapatos de tacón alto en las manos, huían despavoridas; otras menos afortunadas rodaron por tierra siendo pisoteadas por la multitud.

En medio de esta confusión se extraviaron muchísimos objetos: fué tal el caos que nadie acató a recoger nada ; por el contrario todo cuanto tenían en las manos fue tirado en el momento de iniciar la huida.

Cuando pasó la confusión y descubrieron al causante de semejante barullo, cambiaron totalmente los papeles: El espantador pasó a ser el espantado.

Casi toda la gente, como un solo hombre, se abalanzó hacia el lugar en donde se encontraba el culpable. Este emprendió veloz carrera en dirección al Comando de Policía, en donde fue protegido por los agentes de turno.

Si no hubiera sido por la oportuna intervención, posiblemente habría terminado aquí nuestro relato. Contaba a la sazón con doce años de edad.

Como ya lo dijimos fue detenido; mas este arresto le salvó de una segura paliza de consecuencias impredecibles.

Para evitar complicaciones mayores debió ser sacado secretamente y dejado en libertad en las afueras del pueblo. De menuda se salvó….

IV

La viejecita

Pasaron varios meses antes de que nuestro personaje se atreviera a mostrarse en público.

En una hermosa noche de verano se aventuró a salir. La luna estaba en todo su esplendor. Las estrellas se congregaban a su alrededor como los espectadores en un estadio. Los transeúntes – muy pocos por cierto a aquella hora – no advertían tan bello espectáculo.. Solo uno que otro poeta soñador se detenía, miraba hacia el firmamento, y se embelesaba contemplando tan fantástica visión.

Juan, poco observador de estas maravillas, no alcanzó a darse por enterado. Tan solo le importaba estar listo para "tomar las de Villadiego" si algo anormal ocurría. Al darse cuenta de que no llamaba la atención se sintió mas tranquilo.

Recorrió las calles de norte a sur y de sur a norte, de oriente a occidente y viceversa con gran tranquilidad.

Estando por terminar su recorrido, notó que algo se movía sigilosamente. Corrió a ocultarse detrás de un muro y desde allí pudo observar a tres individuos salir de una casa, cargando un enorme paquete que trataban de disimular lo mejor que se los permitía su volumen.

Sacando fuerzas de donde no tenía, Juan, fingiendo una voz gruesa, con acento decidido gritó :¡Alto!! ¡¡¡Nadie se mueva!!!! Los ladrones , pues no eran otra cosa, soltaron el bulto y salieron corriendo como almas que se lleva el diablo.

Sin reponerse del susto, no otra cosa había sentido, salió de su escondite. Levantó aquel objeto, lo abrió y cuál no sería su sorpresa al encontrarlo repleto de joyas y porcelanas valiosísimas.

Absorto como estaba, contemplando estas maravillas, no se percató de que una sombra se acercaba a sus espaldas. Casi se desmaya del susto cuando fue asido fuertemente del brazo. Un frío sepulcral le recorrió todo su cuerpo. Pero creció mas su estupor al reconocer en el recién aparecido a un representante de la autoridad.

El policía lo intimidó con su arma y lo obligó a cargar en sus hombros el extraño paquete.. Lo forzó a que le indicara de dónde había sacado aquellos objetos. Con un movimiento de cabeza le indicó la casa de donde habían salido los ladrones.

Se encaminaron hacia la casa. Era una vieja mansión muy bien conservada. La reja de acceso estaba de par en par lo cual les facilitó internarse en el jardín donde percibieron un fuerte olor a limón. En efecto, la casa estaba rodeada por limonares y naranjales que producían, aquel fuerte pero agradable olor.

Recorrieron los corredores que circundaban la casa y encontraron las puertas abiertas y todo en desorden. La sala había sido desmantelada. Siguieron caminando en dirección a un cuarto, al parecer el dormitorio, en donde encontraron a una anciana tendida en el suelo, maniatada y amordazada.

Juan descargó el bulto y auxilió a la pobre vieja que estaba casi asfixiada y con el terror dibujado en su rostro. Viendo al agente y al joven sintió alivio. Luego de tomar un vaso de agua que le acercó Juan, narró lo ocurrido: Tres individuos habían entrado a su dormitorio y después de amordazarla y maltratarla la habían dejado como la encontraron.

El agente le preguntó si el joven que lo acompañaba era uno de los tres asaltantes, a lo cual respondió que no encontraba ningún parecido entre este y los ladrones.

El policía pidió explicación a Juan sobre cómo habían llegado aquellos objetos a sus manos, lo cual hizo sin omitir detalle. Trabajo les costó creer lo que oían . Al terminar la exposición recibió las felicitaciones de la anciana y del policía quien siguió con su ronda nocturna.

Juan se quedó acompañando a la anciana quien le obsequió lo que escogiera de lo rescatado. Después de mucho dudar optó por quedarse con un medallón de oro que llevó siempre consigo durante su vida.

Difícil le fue despedirse de aquella sencilla viejecita. Al fin logró convencerla de que debía volver a su casa, en donde lo esperaban sus padres, seguramente muy preocupados a causa de su demora. Partió al fin, casi al amanecer, rumbo a su casa situada lejos de aquel lugar.

V

Juventud

Cuando el sol apareció en el horizonte y llenó de luz la campiña, ya Juan había despertado.

Las aves habían puesto punto final a su oración matinal. Solo se escuchaba el bramido de los becerros y el cacarear de las gallinas en los corrales.

Era ya un apuesto joven de diez y siete años. El amor anidaba en su corazón. La dueña de sus amores era una hermosa joven trigueña, de mirar tierno, que siempre estaba presente en su mente. Soñaba con ella a todas horas dormido o despierto: se sentía su esposo.

El tiempo lo había cambiado totalmente; ya era un hombre responsable y dueño de sus actos. Sus estudios en el Colegio de la localidad y El Instituto Clásico del pueblo vecino, habían dejado profunda huella en su carácter. Era un bachiller que veía un risueño porvenir en el horizonte de su vida. Aquella mañana recibió la noticia de su nombramiento como profesor del Colegio Parroquial, en el cual había cursado algunos años de bachillerato.

Esta buena nueva lo llenó de alegría. Corrió a casa de su amada a comunicarle su dicha.

Muy cariñosa lo alentó y felicitó deseándole muchos éxitos; estaba segura de que era el inicio de una vida de trabajo, en la cual estarían presentes fracasos y logros importantes, como todo en este mundo.

Fue muy estimado por sus alumnos y compañeros de trabajo, distinguiéndose siempre por su sencillez y su amor a lo autóctono. Su presencia infundía ánimos a cuantos lo rodeaban. No fue una lumbrera en ninguna de las ciencias o de las artes, pero su forma de ser era tan característica que quien lo llegaba a conocer jamás se olvidaba de él. Tan arrolladora era su personalidad. Su simpatía estaba a la par de su sencillez. Su origen campesino en lugar de acomplejarlo fue algo de lo que siempre estuvo orgulloso y lo hacía con cierta ostentación y a veces con exagerada humildad.

Su boda fue muy sencilla y concurrida. Y la dueña de sus amores siempre supo corresponderle, aún en los momentos más difíciles de su relación. ¿Qué menos se podía esperar de una mujer tan especial como aquella?

Pasaron los años con luces y sombras como siempre sucede en la existencia de los humanos.

VI

Su primogénito

En una sombreada tarde de octubre hallábase contemplando el paisaje. Embelesado pensaba en su niñez y en sus travesuras. De momento se sintió niño y comenzó a recorrer los prados y arados de la finca. Arreó los terneros y los cerdos hacia los corrales, como lo hacía de niño.

Le parecía estar en la época, ya lejana, de su niñez pues el olor a naturaleza lo trasportó a esos días, sintiendo ensancharse su pecho, al identificar los diferentes aromas del campo.

Le entró la tentación de ensillar un caballo y salir a todo galope a recorrer los caminos de aquella campiña. ¡Se sentía feliz! Quien lo hubiera observado en esos momentos habría notado la expresión de felicidad que había en su rostro. Parecía en realidad un niño, pues como tal se comportaba. No le importaba si lo estaban mirando otras personas, eso lo tenía sin cuidado.

Mucho tiempo estuvo cabalgando: huían a su paso aves y reptiles; no escuchaba el croar de las ranas en las lagunas. De pronto una liebre salió de un matorral y al sentir la presencia del intruso se dió a la fuga. Juan espoleó su caballo y salió tras el animalejo. Al momento lo perdió de vista y sintió una amarga melancolía.

Recordaba las historias de su padre: los canes y las escopetas vinieron a su mente.

Completamente abstraído en sus pensamientos no se dio cuenta de que la noche había caído totalmente. Cuando recobró la noción del tiempo sintió ¡horror!

Todo era completa oscuridad. La luna no había aparecido en el cielo. Las estrellas se ocultaron espantadas. Las aves nocturnas trinaban asustadas. En un instante los truenos y relámpagos llenaron el ámbito. Un fuerte ventarrón sacudía las copas de los árboles y en ocasiones parecía arrancarlos de raíz.

La tempestad hizo su aparición de un momento a otro; en contados segundos se convirtió en un verdadero diluvio.

El caballo se encabritó y lo derribó dejándolo tendido, a la vera del camino, con el cuerpo magullado. Casi arrastrándose y guiado mas por el instinto que por conocimiento del lugar, se acercó a la casa que apareció, a sus asustados ojos, como un gigantesco fantasma, lo cual aumentó su horror.

Trataba de caminar más de prisa pero sus piernas no le respondían. Cansado , jadeante, sudoroso y empapado llegó al fin a su destino.

Encontró a su esposa en cama arrullando a un recién nacido. Por el momento olvidó su desfallecimiento y como loco se precipitó sobre el lecho gritando : ¡es mi hijo , es mi hijo!

Estrechó contra su pecho aquel pedazo de su ser. Acarició, besó una y mil veces a su hijo hecho realidad.

En circunstancias muy similares, a las de su nacimiento, vino al mundo su primer hijo.

Agradeció a la naturaleza aquella dádiva tan emocionante y a Dios la bendición de aquel hogar. Pidió a su creador que la benevolencia con él demostrada, siempre lo acompañase y nunca abandonase a su hijo.

Se unió en un eterno abrazo con su esposa y su hijo y así pasaron mucho tiempo.

Vino luego otro hijo y con él mas felicidad y mas satisfacciones pero, también, momentos de amargura y de dolor que corroboran aquel adagio popular: "no hay felicidad completa."

Fin

 

 

Autor:

Lucaz Gómez