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Historias para compartir

Enviado por Andres Mena


  1. El Ataúd
  2. El Brujo
  3. Jerónimo

El Ataúd

En aquel lugar se esparcía el llanto, nadie podía creer lo ocurrido y mucho menos entender cómo Crecencio había muerto, él, que al salir el sol había emprendido la acostumbrada faena, machete en mano y con su habitual coleto gastado, la cantimplora, su saco y la sarapa que le preparó con cariño María, no auguraba tan trágico destino. Dicen los que lo encontraron que jamás vieron algo parecido, su cadáver era terrible, sus ojos estaban blancos, la piel tostada, sin ropa; pero lo más sorprendente era que el pecho estaba abierto, mas no había nada dentro.

Comentarios diversos intentaban hallar respuesta o explicación a lo ocurrido. Muchos decían que una fuerza maligna estaría detrás todo esto, la gente murmuraba que Crecencio no era un hombre piadoso, no le gustaba ir a misa y mucho menos participar de sacramento alguno, es más, otros afirman que él andaba en tratos oscuros. Mientras estuvo en este mundo, no se relacionó con creyentes, cristianos o no; realmente le llamaba la atención todo lo que fuera cercano a las prácticas ocultas, adivinaciones y ritos extraños.

Crecencio nació en la pobreza total, quedó huérfano desde muy pequeño, tuvo que defenderse sólo y afrontar necesidades sumamente difíciles; por lo cual fue mandadero, mendigo y hasta ladronzuelo para sobrevivir.

Al pasar el tiempo, Crecencio llegó a ser un hombre trabajador, luego se enamoró perdidamente de una bella mujer y empezó una vida de progreso, de modo extraño, se transformó su vida, de pronto, tuvo propiedades, ganado, dinero y toda una riqueza sospechosamente desbordante. Pero su riqueza acabó al poco tiempo de nacer Enrique, su primogénito, y el segundo hijo de María, pero el único vivo, Cervandito desapareció, no se sabe como, después de ir con Crecencio de cacería a los montes de la Sierra.

Noche de tormenta insoportable la de aquel viernes de octubre, muy temprano se oscureció todo y Crecencio y su hijastro no llegaban, no fue sino hasta la una de la madrugada que regresó el padrastro solo y con las manos vacías.

El llanto de María anunció la tragedia a los vecinos, cuentan que perros salvajes habrían devorado a Cervandito después de perderse al desobedecer al padrastro. Nunca se encontró ningún rastro de su cadáver.

Las penurias se convirtieron en los últimos años en el pan diario, se perdió la mayoría de bienes atendiendo enfermedades y accidentes e incluso pleitos.

Después de ser patrón, Crecencio no quiso humillarse como peón, así que como era buen cazador decidió vivir de lo que antes fue su hobbie. Se marchaba muy temprano y volvía en las tardes. Cierto día se llevó a Enrique, a sus diez años, María le había insistido en que no lo llevara; en su corazón lamentaba la muerte de Cervandito, y no resistiría la idea de que ocurriera algo parecido. El niño estaba muy contento, se sentía orgulloso de seguir los pasos de su padre. Mientras Crecencio llevaba su vieja escopeta, el infante hacía lo propio con la cantimplora. María los vio alejarse en el camino todavía oscuro y profundo, su temor crecía con sus pasos.

A las seis de la tarde, cuando las gallinas se escondían se escuchó la noticia, el revuelo fue grande, un avispero parecía la gente indagando, perturbados, aturdidos y llorosos.

Cuando el cuerpo yerto fue traído, aumentó el dolor, un olor intenso de azufre cubrió el poblado; pasaron algunas horas y entre el llanto y la locura, María abandonó este mundo, se desvaneció en el desconsuelo, Crecencio muerto y Enrique perdido, su aliento falleció de tanto dolor.

Se avisó desde Monomacho hasta Montería la terrible tragedia, y un pariente lejano de Crecencio pidió enviar su cuerpo a la capital; con gran esfuerzo se armó una caja rectangular con unas tablas viejas que Epifanio donó. Con una colecta juntaron unos pesos para enviar el muerto en el capacete de un carro tipo uaz.

La trocha estaba muy acabada por el invierno, entre charcos y barriales el viaje fue una tortura. Poco antes de llegar a Pueblo Bello, otro carro proveniente de Montería los detuvo, llevaba un ataúd de fábrica, un poco suntuoso, de buena presencia; fue así que bajaron el muerto, y en medio de una lluvia leve hicieron el traspaso, dejando aquella caja vieja en un costado de la carretera. A toda prisa arrancó el carro, llegando a las diez de la noche a Montería, sin embargo el muerto no llegó, un extraño misterio impidió que Crecencio permaneciera en el féretro, estaba intacto, sin huellas de caída o maltrato. En la terminal todos estaban perplejos, anonadados; se armó una discusión babélica y el caos fue notable, nadie pudo explicar aquello. Lo único cierto es que desde entonces, todos cuentan que en aquel lugar donde cambiaron al muerto de ataúd, todas las noches, de diez a doce, se ve a dos hombres llevar una vieja caja de madera con tres cadáveres muertos.

Fin

El Brujo

(Cuento)

Había oscurecido y el aire gélido empezaba a circular por las calles polvorientas, parecía que se ocultaba todo tras una nube espesa de humedad y silencio. Se cerraba el consultorio, que aún estaba plagado de aquella atmósfera producida por los vapores emanados del tabaco. Una mesa redonda, cubierta por un mantel rojo sangre, sobre el cual yacía una esfera de cristal; pencas de sábila colgadas por doquier, cuadros de todos los santos, botellas de variados colores, ungüentos, diversidad de plantas y crucifijos hacían parte del ornato del cuarto reducido donde atendía el brujo. Se había quitado el traje, los collares, el turbante y los anillos; se notaba el afán en sus pasos, puso candado a la puerta y salió con una vieja maleta. Mientras caminaba su mente se trasladaba vertiginosamente, tanto que podía ver a Micaela, contemplaba su rostro lozano y se ilusionaba con la alegría de su encuentro. Intempestivamente, una mano se posó en su hombro y una voz entrecortada le suplicaba ayuda.

  • Por lo que más quiera, ¡atiéndame!

  • Ya es tarde, el domingo vuelvo.

  • Por favor, es urgente.

  • ¿De qué se trata?

  • Es mi hijo, se está muriendo.

El brujo accedió finalmente. Después de pocos minutos llegaron a la vivienda de la mujer y caminaron hasta el interior; era una casa amplia, con corredores anchos y ambiente distinguido. La dama que lo había abordado era doña Raquel Cubillos, sobrepasaba medio siglo, conservaba la gracia de sus mejores años; de tez trigueña y ojos claros como el atardecer. Era viuda, de muy buena situación económica y reputación intachable.

Después de recorrer el pasillo, pasando frente a varias puertas, por fin se abrió una de ellas; en su interior había un lecho de convalecencia; en una cama de grandes dimensiones y sábanas finas, agonizaba un joven pálido, de piel sudorosa, sus ojos parecían hundirse. Arsenio, hijo de doña Raquel, llevaba dormido doce meses, sin que los doctores supieran porqué no podía despertar; consumía lo necesario para subsistir, alimentándose mediante sueros que le administraba una enfermera. Su cuerpo se había hecho lánguido pero se conservaba vivo, el líquido inyectado por sus venas era asimilado por aquel organismo. Sin embargo, en los últimos días era muy notoria la decadencia del enfermo; se tornó más escuálido e inapacible, gemidos delataban su agonía, conmoviendo con lastimero susurrar. Toda Santa María murmuraba que Arsenio estaba "cogido", por burlar a una joven de familia indígena, estaba bajo algún rezo o artificio mágico.

La madre angustiada, acudió finalmente al brujo para hallar alguna esperanza que pudiera salvar la vida de su único descendiente.

Todos esperaban que el brujo dijera o hiciera algo, mirándose unos a otros se interrogaban sobre lo que sucedería en aquella habitación. Había una ansiedad muda, casi se detuvo la respiración de la viuda y los empleados; cuando la señora pretendía interrumpir el silencio, el brujo levantó la mano derecha, con tal autoridad que negó cualquier oportunidad de preguntarle cosa alguna. Por orden del hombre salieron para que pudiera trabajar. Transcurrieron casi dos horas eternas, mientras la viuda bebía tazas de café que se agotaban rápidamente, sin poder soportar más, se acercó a la puerta queriendo entrar; al instante, una voz la sorprendió, paralizándola momentáneamente.

-Madre…madre…madre.

Se escuchaba levemente desde la habitación.

Conmovida, Raquel incursionó, sobrecogida por la emoción abrazó a Arsenio y sus lágrimas lo bañaron.

  • No mueva su cuerpo, está muy débil. Dijo el brujo; cerró la maleta, de la cual había sacado varios frascos pequeños y ordenó darle una gota de cada uno tres veces diarias.

Salía de la casa cuando uno de los sirvientes le entregó un paquete de billetes. El asintó con la cabeza y guardó el dinero en su bolsillo, continuando su marcha; pronto llegó al paradero de los carros de transporte público; frente a un restaurante de techo de paja y bloques de madera como muebles; el olor a carne era penetrante, así que seducido por estómago se acomodó en una mesa, terminó su plato y luego consiguió ser llevado por un camión de carga de madera hasta Puerto Caimán.

  • Lo llevo porque me han hablado bien de usted. Hay mucho ladrón disfrazado de médico brujo. Dijo el chofer; el pasajero lo miró volviendo el rostro al frente sin cambiar de actitud.

Siendo conversón empedernido, insistió para entablar charla con el acompañante imprevisto, mas no pudo si no hacer un monólogo sin confirmación o controversia. La vía oscura era un túnel infinito, de sobresaltos y abismos que sorteaba hábilmente el piloto, parafraseando frecuentemente.

A las once de la noche llegaron al caserío. Con un "gracias" y el pago del pasaje se despidió el brujo: fue lo único que pudo oírle decir Braulio.

Siendo muy tarde, se quedó en la habitación de una residencia. Esperando el amanecer, empezó a contar el dinero que había ganado con su oficio; era muy buena suma amasada en el fin de semana. El tiempo era corto mientras hacía planes, imaginaba escenas y se emocionaba; era feliz sólo al pensar estar con ella y complacer sus gustos, que significaban siempre gastos para él. Pasó poco tiempo y el radio de un vecino se oyó de pronto, anunciando en altavoz las seis de la mañana. El huésped se apresuró a salir, dirigiéndose a la plaza; desayunó en una mesa de fritos y luego se sentó en el lugar de siempre a esperarla.

Era medio día y el sol brillaba con fulgor deslumbrante, había soportado un tiempo largo y tortuoso. De repente unas manos delicadas cubrieron sus ojos y supo que por fin había llegado; una risa juguetona se lo confirmó; era Micaela, radiante como el sol, de cabellos oscuros y largos, cuerpo delgado, tez morena y encanto juvenil. Con el coqueteo habitual le dio un beso en la mejilla y se sentó al lado del brujo, este no podía ocultar su alegría, casi infantil. La relación era muy particular, pues ella tenía quince años y la actitud de una mujer de treinta y cinco; por su parte, el pretendiente contaba con cuatro décadas. Se encontraban en el mismo lugar, el mismo día, hacía dos meses, y por extraño que parezca, no habían intimado en lo más mínimo; ella con una dulzura pícara sabía evadir y manejar a su antojo el enamorado, con gracia obtenía todo lo que quería, sin hacer mucho esfuerzo.

El azar había unido a dos seres de manera caprichosa, él obsesionado y ella deseosa de saciar sus deseos de comprar y lucir todo aquello que le gustaba. A pesar de que Apolinar tenía mujer, no era feliz con ella, sólo estaba a su lado esperando el momento para dejarla, y claro, poder ir tras su Micaela.

Al final del día llegaba Apolinar a "La Azarosa", finca de incontables matas de plátano, un caño atravesado por un puente de madera, por el cual pasaban hombres y bestias; en medio del sembrado había una casa amplia, rodeada de plantas y flores que adornaban y delataban la mano femenina en el lugar. Su caminar se hacía lento y pesado, semejante al retorno involuntario de quien no consigue liberarse de un yugo pesado. Martina salió a su paso para comunicarle algo importante.

  • Patrón, estábamos esperándolo.

  • ¿Qué pasó?

  • Doña Matilde está inconsolable.

  • Pero, dígame, ¿qué ocurrió? Tomándola de los hombros. Martina empezó a llorar.

Apolinar entró a la casa y pudo comprobar que su ambiente era fúnebre. La mujer del brujo había viajado, después de que una razón desde el pueblo la alteró sobremanera; Estella había muerto tras un accidente automovilístico. El bus en el que venía a Puerto Caimán perdió el control y se fue por un abismo, trágicamente de los veinte pasajeros y el conductor, sólo ella fue la víctima mortal.

Apolinar estuvo al lado de Matilde, y fue su paño de lágrimas, a pesar de sus diferencias, él también sentía la pérdida, aún cuando ella no era su hija biológica. En realidad, el brujo postergaba nuevamente su intención de separarse, pues se sumaban varios meses en los que su corazón latía sólo por Micaela.

Los días y las noches transcurrían como las aguas de un río, que corren sin lentitud ni prisa, sólo con el ritmo propio de la fuerza de su andar. Llovía cotidianamente, el caño de la Azarosa crecía y estropeaba la productividad del plantío.

Una tarde, cuando el sol interrumpía el invierno, Apolinar entendió que había llegado el momento de hablar con Matilde.

  • No puedo seguir aquí; debemos ponernos de acuerdo y tomar rumbos distintos.

  • Es por ella, cierto.

  • No importa, yo quiero marcharme.

  • Vete, no voy a pedir lo contrario.

  • Debemos dividir los bienes, yo he estado contigo por un tiempo largo, me lo merezco.

  • Eso es lo que quieres, para malgastarlo con esa vagabunda; pero no será así, no verás un solo peso.

La mujer se obstinó de tal forma que Apolinar desistió de la discusión y las cosas volvieron a la rutina acostumbrada.

El domingo siguiente volvió a Santa María, tan pronto se encontraba abriendo el consultorio, llegó un emisario de doña Raquel. Media hora después Apolinar estaba en la casa de la señora; Raquel le hacía una propuesta interesante. La señora se sentó en la sala donde había esperado algunos minutos el brujo. Luego del saludo formal y frases de rigor social, se dio comienzo al tema álgido.

  • Le debo agradecer por su trabajo; mi hijo ha mejorado mucho; pero aún no se levanta de la cama, creo que usted lo curará completamente si se dedica a él.

  • No entiendo lo que quiere.

  • Es necesario que esté al tanto de la recuperación de Arsenio; por eso voy a pedirle que se instale aquí su consultorio, usted ocupará una habitación cómoda y recibirá alimentación. Usted se ahorrará gastos y estará en un mejor sitio, donde su clientela podrá ser más selecta. Mi muchacho es todo lo que tengo en este pueblo y su salud es lo más importante.

Apolinar dejó para el paciente plantas y pomadas que debían prepararle como baños, bebidas y emplastos; acordó volver el próximo domingo para quedarse allí.

De vuelta a Puerto Caimán, se sentó en el parque a esperar a Micaela; en su banca se acomodó un amigo de hace muchos años y dialogaron amplia y tórridamente; la conversación era amena, pero Apolinar miraba a todos lados si poder ver a la joven. Pasaron las horas, y al fin se acabó la charla se acabó, no así la preocupación del brujo.

Se levantó meditabundo y contrariado, caminó sin rumbo una hora, esperando hallarla entre la gente, tal vez algo le había ocurrido, alguien la había detenido por algún motivo importante… Sin haber otra manera de conocer la razón de su ausencia, Apolinar iría por primera vez a la casa de su enamorada. Preguntó a muchas personas por la dirección de la muchacha, vendedores, visitantes, conocidos y extraños, pero en el parque no obtuvo respuesta. Suponía Apolinar que la joven viviría cerca del caserío de pescadores, así que caminó hacia allá.

Se despedía la tarde y repentinamente empezó a caer una llovizna muy fría, Apolinar deambuló incansable hasta que llegó a una casucha donde le habían dicho que se hallaba, como nunca se había presentado por allí, decidió llamar a uno de los muchachos y pedirle que llamara a Micaela.

  • Se fue hace tres días. Le dijo un niño, como respuesta a la inquietud del hombre.

  • ¿Para donde?

  • Dicen que tal vez se ha marchado para Santa María, ¿por qué pregunta tanto?

  • Es que… soy su amigo.

Se marchó confundido, más aún, preocupado con la noticia; prosiguió como caminan los que no saben donde ir, con pasos cortos y tímidos. No fue hasta la Azarosa, en vez de eso, se quedó en la residencia aquella, donde ocasionalmente pernoctaba.

Al día siguiente, muy temprano, se había montado en la escalera de las seis, su desespero lo conducía nuevamente a Santa María, a pocos minutos de empezar el viaje se acercó a él Martina y le hizo entrega de una carta.

Era la primera vez que Matilde le escribía a Apolinar. La carta no era para nada amable o conciliadora, por el contrario, estaba plagada de reclamos y reproches, de un tono enfurecido y amenazante. De todas las frases de aquel escrito, la última resultó ser bastante inquietante: "Todo aquel que abandona y traiciona, su suerte oscurece y pronto perece".

A pesar de lo intrigante y belicoso de la carta, al brujo sólo le importaba encontrar a Micaela.

Poco antes del medio día llegó a Santa María, fue a casa de doña Raquel, esta se sorprendió mucho al verlo.

-¡Qué sorpresa verlo hoy aquí!, que coincidencia tan conveniente; mi hijo lo necesita mucho.

Arsenio había desmejoradp evidentemente, ya no pronunciaba palabra alguna, sólo miraba con una tristeza inconsolable. Lo paseaban en una silla rodante para que viera paisajes y gente, para que recibiera el sol y sintiera la brisa, pero no se inmutaba de ninguna forma.

-He encargado especialmente a una muchacha para que lo atienda y le hable.

– Lo siento, me gustaría seguir charlando, pero debo hacer una diligencia.

– Y la medicina, le trajo algo a mi hijo.

– Después….

Apolinar salió a buscar a Micaela. Doña Raquel quedó perpleja y notablemente disgustada.

Cerca de las diez de la noche, llegó el brujo, no pudo averiguar nada, su búsqueda fue infructuosa.

Al día siguiente el brujo de disponía a ver su paciente y al ingresar a la habitación de Arsenio quedó anonadado; quien cuidaba al enfermo era Micaela; lucía tan bella, distinta y entregada a su trabajo que no notó la presencia de Apolinar. Cuando pretendía hablarle a la muchacha, irrumpió con un "buenos días" doña Raquel, la joven se retiró con humildad. El brujo prefirió ser prudente y atendió a Arsenio, dándole más frascos y haciendo quema de inciensos.

Pasaron los días, y Apolinar no conseguía oportunidad para hablar con Micaela, aún era más inexplicable el hecho de que ella no pareciera reconocerlo y no hacía ningún esfuerzo por contarle lo sucedido.

El brujo estaba amargado, totalmente contrariado, no quería que doña Raquel supiera lo que ocurría. Lo peor de todo era que moría de celos por el tiempo que pasaba Micaela junto a Arsenio, quien había vuelto a hablar, sobre todo con ella. No era posible que a quien quería y por quien había cambiado su vida, ahora lo ignorara y prefiriera pasar el tiempo con otra persona.

Pasó todo un largo mes, y sin poder soportar más, Apolinar confrontó a Micaela, entrando intempestivamente a su cuarto.

  • ¿Qué hace aquí?

  • ¿Por qué no me hablas, por qué te fuiste de Puerto Caimán?

  • ¿Por qué me pregunta todo esto?

  • Responde

  • Salga, por favor…

De repente aparece doña Raquel.

-¿Qué sucede?

-No sé. Dijo la joven.

– Sólo quería preguntarle por Arsenio. Respondió Apolinar.

– Mejor hablen mañana, y en otra parte.

Micaela y Arsenio se entendían muy bien, pasaban horas interminables conversando, jugando o en completo silencio, incluso con el beneplácito de doña Raquel, dentro del cuarto del enfermo. Pronto los jóvenes se hicieron novios. Eso fue el detonante para Apolinar, sucumbió de celos y rabia; tendría que hacer algo para recuperar el amor de su Micaela; fue así que pensó que si Arsenio era lo que lo separaba de ella, sería conveniente que ese obstáculo desapareciera.

La salud de Arsenio empezó a deteriorarse pocos días después, a pesar de los brebajes, baños, riegos y demás preparados por el brujo para aliviarlo. Arsenio espiró un sábado antes de semana santa. Después del sepelio, Apolinar pensó acercarse a Micaela y recuperarla; pero para su sorpresa, ella se marchó a escondidas, sin dar razón o informarle a alguien. El brujo la volvió a perder, y esta vez para siempre.

El brujo siguió atendiendo en la residencia de doña Raquel, después de un tiempo, también enfermó y finalmente murió.

Se dice que doña Raquel, desde la muerte de Arsenio, ordenó que a Apolinar le sirvieran junto con la comida parte de los brebajes que él le había recetado a su hijo.

Jerónimo

Se deslizaba suave y tenue el viento de la tarde, sentado veía el horizonte con la apasionante calma del cansancio, fumaba un cigarrillo para pensar entre la apacible fumarada, el día se despedía con la figura pálida de un sol que dibujaba la tarde. Se hacia de noche sin prisa, Jerónimo solo pensaba en el cultivo de arroz y la prometedora cosecha, había trabajado duro para tener una buena producción; a decir verdad, su tierra era fértil y sus manos prodigiosas.

Interrumpió su idilio mudo la voz dulce de Azucena, que le recordaba que ya estaba servida la deliciosa cena; con un abrazo paterno la tomo de la cintura y la elevo hasta sus hombros. Un afectuoso beso se poso sobre los labios de Amalia; empezó el concierto de tenedores, cucharas y cuchillos, ratificando la exquisitez de la buena culinaria.

No bien concluida la cena, la noche rompió en un terrible llanto, el aguacero torrencial parecía ser el comienzo de una verdadera tormenta; se sacudían frágilmente los árboles, y las viviendas se mecían; Emilio salto de miedo a los brazos de madre al escuchar el estallido de una descarga eléctrica en forma de rayo. Jerónimo corríó a salvaguardar los animales asegurando el portón del corral y cerrando cuidadosamente las puertas y ventanas de la casa.

Eran las once y media, la lluvia diluviana se había ido, Amalia no conciliaba el sueño sus vueltas hicieron despertar a Jerónimo.

_ ¿dejo de llover por fin?

_Sí, hace poco una brisa recogió las nube

_Y tú, porque no te duermes, ¿te pasa algo?

_Debe ser el calor

_ ¿calor?, pero si el frío es insoportable

_Son cosas mías duérmete

Los primeros rayos del alba vieron a María revisar el corral de las gallinas y la huerta de legumbres. Jerónimo ya estaba en el campo evaluando los estragos en el arrozal.

A medio día volvía a casa con un racimo de chontaduros de un color rojo encendido, ladraba de contento pacho y con melosería el can lamía las piernas y manos de su amo. Muy sorprendido miró a Etanislao hablando con Amalia. Saludó con la formalidad y sencillez de siempre, poniendo las cosas en el corredor de la casa de tambo, entabló con amabilidad una conversación atípica con el visitante, poco acostumbrado, cigarrillo entre sus dedos, meciéndose en su silla.

  • ¿Cómo están por Tagachí, qué me cuenta de Adán?

  • Todos bien, le mandan muchos saludos él y Rufino.

Se alargó la charla y acercándose la noche, después de muchos rodeos y recuerdos lejanos, Etanislao empezó a proponerle a Jerónimo que le hiciera un favor que agradecería toda la vida. Haciéndose muy tarde y concluyendo aquel coloquio, se habían dormido los muchachos, sólo quedaba encendida la lámpara de kerosén, Jerónimo fumaba uno tras otro sus cigarros, contemplando una vieja fotografía de su juventud, recordaba con ella aquellos años de trabajo intenso, luchando por unos pocos pesos para sobrevivir, una época dura, llegó a estas tierras sin más que sus ropas, sin nadie para recibirlo, sufrió intensamente trabajo sin descanso, ahora no era rico, pero se sentía feliz con su familia, sus animales y la tierra; Amalia, la compañera, la amiga, fiel, hacendosa, trabajadora y cariñosa, tenía pocos años, el amor la separó de sus padres a los quince, de estatura mediana, ojos amplios y profundos, labios abundantes, pelo ensortijado y largo, pómulos prominentes y contextura delgada; vivía con Jerónimo hace diez años, les gustaba mucho el ambiente de aquel lugar, un río surtía de agua a todos, era dulce y cristalino, daba pescado y transporte en canoas. Había muchos árboles y palmas de cocos y chontaduros, frutos como el borojó y el caimito, y animales para cazar.

Mientras apagaba la luz se acercaba lentamente a la cama para no despertar a Amalia, metiéndose con sigilo, mas ella lo abrazó, demostrándole que había fallado en su intento, pasaron unos minutos hasta que Amalia notó que Jerónimo no dormía, pues no lo oía roncar.

  • ¿No tienes sueño?

  • ¿Qué?

  • ¿No puedes dormir? ¿Qué hablaste con Etanislao?

  • Quiere que lo deje vivir en mi tierra.

  • ¿Por qué?

  • Está en un aprieto con una muchacha.

  • Pero no hay lugar aquí.

  • Él dice que tiene madera para alzar una casita.

  • Y…

  • ¿Que piensas tú?

El silencio tomó posesión y sólo se interrumpió con el canto de los gallos. Fue medio día cuando desde Tagachí llegó Adán, negocios de compra de animales lo habrían hecho pasar cerca de la casa de Jerónimo y aprovechó la oportunidad, era muy apreciado por el anfitrión, así que la ocasión fue apropiada para aquellos viejos amigos. Al calor de un sancocho de gallina siguió la afectuosa charla y por el azar se nombró a Etanislao, no pudo evitarse la pregunta.

  • Quiero que usted opine acerca del favor que me ha pedido.

  • Amigo mío, no puedo decidir por ti, pero quiero que sepas que no creo adecuado para dos hombres habitar un mismo terreno.

  • Etanislao es familia, pero su corazón es ambicioso, su lengua engañosa y su parecer atravesado; habló conmigo y no lo ayudé.

Muy correcto en su proceder, no quiso tocar más el tema y prosiguió con otras cosas pendientes para no tratar los defectos de Etanislao. Jerónimo continuó con el comentario de sus sembrados, los animales que pensaba vender y la tormenta de hace poco. Para su sorpresa, Adán le dijo que no había escuchado nada sobre aquel torrencial aguacero. Al día siguiente, llegó Etanislao, Jerónimo trabajaba en el campo, Amalia atendió la visita, que para ganar indulgencias llevó azúcar, café y dulces para los niños. A las doce del día regresaba Jerónimo y notó con un poco de inconformidad como yacía muy a gusto el visitante en su silla preferida, sin embargo disimuló muy bien y lo atendió con la cortesía habitual. Pocos minutos después hablaron del asunto pendiente.

No fue fácil decidirlo, la verdad es que no nos conocemos mucho y cada quien tiene su modo de pensar. Hubo una pausa desesperante que intranquilizó a los dos, y el joven se imaginó que no sería posible, frunció el seño y bajó la cabeza.

  • Pero yo soy de los que no juzgan hasta no conocer lo voy a dejar construir.

Sin ocultar su emoción, Etanislao estrechó la mano de Jerónimo efusivamente, agradeció aquel gesto.

Pasaron unos días, cuando pensaban en la casa que no habrían vecinos, apareció un viaje de madera en lomo de malas y empezó toda aquella obra, la sorpresa fue titánica al notar que lo que parecía iba a ser un rancho provisional sería realmente todo un caserón, eso alertó de algún modo a Jerónimo, sería el presagio de lo que sucedería después.

En un principio todo fue bastante tranquilo y el trato cordial entre todos. En la vereda se acostumbraba a jugar en las noches, se divertían con el bingo, las cartas o simplemente hablando y tomando café, fumando tabacos y cigarrillos, y comiendo plátanos o chontaduros. Se iba de casa en casa, como en ronda por turnos.

Ese domingo, a las seis de la tarde partían todos hasta la casa de Eduviges, de buena fama por sus amanecidas, buen tinto, pescado asado, chontaduros e incluso una vieja vitrola. Hasta los muchachos iban con sus padres para jugar entre ellos, claro que también era ocasión para amoríos y negocios.

De regreso a la casa, Jerónimo se detuvo un momento para saludar a algunos amigos en el camino, de esa forma supo que una prima suya, Eulalia, estaba enferma, así que le dijo a los suyos que siguieran, ya que faltaba poco para llegar, y fue hasta la casa de su familiar.

Ingresó a la casa de su prima y la halló en cama, el marido estaba de viaje, dialogaron un rato, Jerónimo la animó un poco con sus comentarios graciosos, además calentó sopa y se la dio como a una niña. Se querían mucho, eran como hermanos y ella apreciaba la familia que tenía su primo. Cuando Jerónimo llevó los platos a la cocina se dio cuenta que alguien se había agazapado en el patio de la casa, cogió su machete con la izquierda, pues era zurdo, y prendió su linterna, pero el fisgón huyó despavorido. Sin verlo claramente, tenía la certeza de que era Etanislao, lo cual acrecentó su asombro y curiosidad.

Pasadas una semanas, aparecieron como polvareda comentarios mal intencionados sobre aquel hecho.

Etanislao había hecho más que suyo su espacio, además de la casa, en la que vivía con Consuelo, una muy ingenua adolescente, también había sembrado maíz, hecho un estanque para patos y tenía tres cerdos.

Una tarde Amalia debió ir hasta aquella casa para pedir que encerraran los puercos, ya que se comían las legumbres y demás sembrados suyos, a esto Etanislao con displicencia respondió que no era problema de él y que sus animales no eran dañinos. Amalia no pudo razonar con él.

De noche, mientras ladraban los perros, no pacho precisamente, sino dos que tenía Etanislao para cazar y cuidar, los ruidos dejaron oír algunos gritos y golpes de objetos que eran azotados. Al día siguiente, los moretones de Consuelo explican lo sucedido.

Respetuosamente, Jerónimo trató de resolver con diplomacia los inconvenientes presentados, pero el diálogo no era lo suficientemente efectivo, el comportamiento de Etanislao mejoraba por algún tiempo, y después empeoraba.

Un año pasó, con más desdichas que bondades, la situación se hacía cada vez más insostenible, el malestar era muy evidente; para Jerónimo las cosas iban mal y no iban a mejorar.

Llegó cansado ese día, con la firme convicción de que no dejaría pasar más tiempo a ese inquilino en su tierra. Aduciendo estar agotado, dejó ir solos a su mujer y sus hijos hasta la reunión en casa de Rosario. Estando solo e intranquilo por fin decidió hablar con Etanislao. Arribó a la casa, y en el patio encontró a Consuelo cocinando, en el fogón ardía la leña bajo la olla mediana repleta de pepas de frutapan o árbol del pan; ella relajaba dos bocachicos.

-Buenas tardes, Consuelo.

  • Buenas don Jerónimo.

  • Y ¿Etanislao?

  • Debe estar por venir, anda con los perros…

  • Bueno, si no demora, lo espero.

Le sirvió café tibio y casi simple con el cual mitigó un poco la espera, acompañándolo con un cigarrillo.

Pocos minutos corrieron y apareció Etanislao con aquellos perros, motivos de disputas y querellas frecuentes, pues robaban comida y atacaban esporádicamente tanto a niños como adultos. Con cierto rodeo y parafernalia empezó el asunto.

  • Etanislao, ha pasado el tiempo y creo que ha sido suficiente para que usted se organice en otro lugar, además es mejor evitar más problemas.

  • Don Jerónimo, no tengo donde ir.

  • No ha buscado donde vivir, se amañó, sabiendo que ese no era el compromiso.

Fue extensa la charla pero la posición de Jerónimo permaneció inamovible. Se fue hasta su casa y se sentó a esperar a la familia, mecíase en su vieja silla y fumaba sin parar, eran las siete y media de la noche, sabía que había actuado bien, pero su corazón no descansaba, un pálpito extraño lo atormentaba. De repente, sintió como de un tajo una hoja de metal se encajó en su hombro izquierdo, perdió toda la movilidad del brazo, giró instintivamente para esquivar el próximo ataque, y vio pasar aquel machete rozando su pecho, sin ser diestro, tomó se su vaina el arma y trató de defenderse, dos, tres y hasta cuatro lances pudo repeler y ver a su enemigo, era Etanislao.

  • Así paga el diablo a quien bien le sirve. ¡Desgraciado, mal agradecido!

Etanislao estaba poseído, sin mediar palabra, acto seguido, hirió a Jerónimo en el brazo derecho, haciéndole perder el machete. Malherido trató de correr para salvar su vida, llegando hasta las orillas del río, tomó una rama para defenderse, arrojaba piedras; pero Etanislao era insistente. Era inminente la muerte del marido de Amalia, resistía agonizante. Estaba a punto de desfallecer, caído en la arena; de pronto un milagro evitó la tragedia, los vecinos que volvían de la casa de Rosario al notar la lucha armaron un gran alboroto y todos arremetieron contra Etanislao. Todo aquello fue gritos, confusión, llanto y desespero.

Cuando volvió en sí Jerónimo, se hallaba en una cama de hospital, sintió por primera vez lo que la ansiedad, el dolor y la impotencia hacían juntos. Su cuerpo estaba débil, no podía moverse, el dolor no se lo permitía. Pasó media hora tratando de recordarlo todo, luego una enfermera le resumió como había llegado. Supo también, por medio de una carta, que todos en la vereda, conocida como la Deseada, habían aportado para su viaje, algunos con dinero y otros con animales u objetos de valor. Sus sembrados los cuidaban los vecinos; Amalia y los niños estaban bien, lo querían y le deseaban que se aliviara pronto. Lágrimas corrían por su rostro pálido, y en su desconsuelo se aferraba a su deseo de volver a ver a su familia.

Estuvo en aquel pueblo seis meses, en este lapso recibía visitas esporádicas y algunos encargos. Se enteró de que Etanislao estuvo huyendo de los paramilitares; un cuñado, hermano de Amalia, se había encargado de perseguirlo. Meses después lo encontraron muerto, se comentó que Etanislao no pudo esconderse más y finalmente lo ultimaron a tiros.

Una vez recuperado, Jerónimo volvió a la Deseada, su regreso fue trascendental para la comunidad, todos, sin excepción, lo recibieron, respaldando así el afecto que les inspiraba y se había ganado con su forma de ser.

Jerónimo se marchó con su familia de la Deseada, hoy vive en Turbo y en su cuerpo porta las huellas de esta historia.

 

 

Autor:

Andres Mena