Juan Ramón Jiménez se cuenta entre quienes se vieron contagiados por el espíritu liberalista y laicista de la Institución Libre de Enseñanza a últimos del XIX y primeros del XX. Aunque sin relación directa con la escuela, es posible rastrear en la evolución de su imaginario poético –desde el modernismo más rubeniano o villaespesiano (como diría él mismo con desprecio) de Ninfeas, pasando por las preocupaciones teísticas que supuso la etapa pura de Eternidades, hasta la poesía de corte casi místico-panteísta de su proyecto Dios deseado y deseante– una progresión constante hacia la indagación en el fundamento más profundo de la Institución: la concepción krausista de lo divino.
El examen paulatino de la relación entre sujeto y objeto, entre yo y tú, lleva a nuestro poeta a conclusiones teológicas, pero sin credo, sobre su realidad. La obra, entonces, y esto no es ninguna novedad en estudios juanramonianos, puede verse en su totalidad como una búsqueda por lo absoluto insinuado, buscado y conseguido, sucesivamente.
Antiguamente solía haber disparidad crítica en cuanto a la división temática y temporal de la obra de Juan Ra-món. Muchos, dejándose llevar por la novedad que suponía el Diario de un poeta recién casado, lo tomaron como eje de su producción, dividida, así, en antes y después del Diario. Antes quedaría su etapa modernista y, ponga-mos, grandilocuente, pero también los primeros atisbos, aún en marcos tradicionales, de técnicas y preocupacio-nes que luego marcarían su producción. Después, la sencillez y la brevedad como norma formal y el problema metapoético asociado a la búsqueda de Dios. Pero tal vez sea más prudente, y así lo ha entendido la crítica última, tomar la reflexión del propio Juan Ramón en la nota final a Animal de fondo, donde nos da claves cronológicas para la división: "Al final de mi primera época, hacia mis 28 años"; "al final de la segunda, cuando yo tenía unos 40 años"; "ahora que entro en lo penúltimo de mi destinada época tercera, que supone las otras dos" (1959:1342). Blasco, no obstante, advierte del "muy deficiente estado editorial en que, todavía hoy, se encuentra su obra" (1996:11): varios de sus libros sólo han sido editados insatisfactoriamente (1996:98), y al operarse el cambio de sensibilidad en libros incluidos sólo por fragmentos en revistas, borradores o «antolojías», los márgenes divisorios pueden extenderse en varios años. Así, podemos determinar las etapas de la siguiente manera, aunque no sin reservas:
I. hasta antes de Sonetos espirituales (aprox. 1913). Cabe señalar la particularidad de Ninfeas y Almas de violeta, producidos en clave modernista no totalmente asimilada: Darío, Villaespesa, los Machado y Valle-Inclán le dedican poemas y artículos y le proponen títulos para sus libros. Pero se trata de una poesía que se vale aún de muchos tópicos de época sin darles un tratamiento particular (1996:20): la mujer, el alma y los paraísos artificiales –escondidos tras imágenes como la sombra, el lago, el hombre enlutado y misterioso, el jardín y la carne– abundan en los versos de sus primeros libros.
Luego, un periodo de predilección por la sencillez formal, motivado por la "influencia de la mejor poesía «eterna» española, predominando el Ro-mancero, Góngora y Bécquer" (1959:xl), pero también del simbolismo verleniano, ligado biográficamente a su hospitalización en Francia. Finalmente, tras la primera época de euforia decadentista –que suele situarse de 1900 a 1907–, Juan Ramón no oculta su preferencia por el alejandrino desde Elegías hasta Melancolía (1908-1911), en el que halla el mejor medio dialéctico posmodernista: se trata de juicios autocríticos para descubrir los elementos que ha aportado el modernismo para abordar el problema de la creación. En esta primera etapa abundan impresiones sensuales y un sentimentalismo reiterativo que se manifiesta en una atmósfera tenuemente musical, melancólica y vaga, en medio de un paisaje silencioso y sensorial, con gran énfasis en la coloración y el elemento pictórico. La descripción espacial y de lo externo sirve al poeta casi siempre como reflejo de su propio estado de ánimo o de su postura ante la vida y, por extensión, ante el arte.
II. de Sonetos espirituales a Poesía y Belleza (aprox. 1913-1923). Blasco señala como factor determinante para el cambio de estética tanto la vuelta a la capital como el conocimiento de Zenobia y, además, la influencia de José Ortega y Gasset (1996:52). No creo que sea tanto esto último, puesto que Juan Ramón había entra-mado amistad con el ensayista ya en el lejano año de 1902 (1983:236), sino más bien la confluencia ideoló-gica motivada por el panorama intelectual de la época. Había surgido una nueva camada de escritores que pretendía abordar con profesionalidad lo que el Fin de Siglo había intentado con demasiado «lloriqueo»: la convergencia de España con la Europa contemporánea mediante la adopción de criterios modernos y antipesimistas. De esto resulta un gradual abandono del sicologismo paisajístico anterior para entrar al terre-no metafísico expresivo, lo cual, a su vez, altera radicalmente la relación yo-mundo en la poesía juanramo-niana (1996:54). Si de la etapa primera destacábamos la importancia de lo pictórico, ahora los referentes rea-les interesan en la medida en que sirven como elementos de un sistema simbólico superior. Tanto los Sone-tos como Estío dan cuenta de la evolución hacia la poesía sencilla en el lenguaje y la forma pero a la vez problemáticamente intelectual en el fondo que culminará en el Diario de un poeta recién casado, que ade-más se abre a las nuevas estéticas vanguardistas tempranas. La anécdota estructural externa del diario de viajes es trascendida a la búsqueda interior, no del alma modernista, sino de la famosa «intelijencia» que se preguntará por la realidad profunda, divina y perenne que se esconde tras lo obvio y material, denotado en títulos posteriores como Eternidades, Piedra y cielo y La realidad invisible. En todos los casos, la conclu-sión es "una afirmación de la palabra poética como salvación del yo y del mundo en un eterno presente con-tra el que nada puedan ni el tiempo ni la muerte" (1996:75). Las antologías Poesía y Belleza inauguran, ade-más, el concepto de «obra», cuyo uso ulterior quedará asociado a la ansiada totalidad y unidad de sentido.
y III. a partir de La estación total (aprox. 1923). Es en los últimos poemarios, que tuvieron una gestación mucho más pausada, donde se define no sólo la ambición estética, metafísica y religiosa de Juan Ramón, sino donde además "resulta imposible separar su estética de sus afanes religiosos, y sus afanes religiosos de su metafísica" (1967:11). La estación total se plantea como el canto plácido del yo poético tras presentársele el todo, que tanto había perseguido en la etapa anterior, en forma de conciencia plena de creación, en abstracto, y de la obra, en concreto. Como consecuencia, el yo poético llega a la certeza de que la muerte no supone un fin, sino una refundición con el todo. Así, siendo "visionario" (1996:343n) y profeta de lo divino, pretende salvar su conciencia individual a través de la obra poética en la que se refleja.
Sin embargo, su siguiente poemario, los Romances de Coral Gables, suponen un brusco corte en cuanto al tono poético, originado por la salida al exilio: todo lo que el yo poético había perseguido en el largo paso de los años queda súbitamente borrado, por lo que ve en la imperiosa necesidad de autoafirmación para superar el sentido de pérdida e incomunicación. Enseguida, el poema Espacio, considerado uno de los mejores y más importantes del siglo pasado, es una larga interrogación en prosa del yo poético a su propia conciencia sobre si la necesaria muerte física (del «envase» de la conciencia) supone a la vez la muerte de la conciencia misma, contra lo que el yo poético protesta. Finalmente, Animal de fondo (anticipación de su proyecto Dios deseado y deseante, del que se han ensayado varias ediciones, nunca definitivas ni satisfactorias) culmina la trayectoria metafísica juanramoniana. El dios perseguido por el yo poético se revela como conciencia no sólo ocasional sino absoluta e innegable. Al aclararse que pretender fijar este instante de éxito místico era angustioso e inútil, el poeta somete a valoración recapitulatoria varios de los símbolos patentes a lo largo de su obra. La celebración de la consecución del todo y de la fundición con dios, fugaz en La estación total, dudosa en los Romances y recatada en Espacio, es ya definitiva.
Como hemos podido ver en esta breve exposición, la trayectoria poética de Juan Ramón Jiménez puede entenderse como un camino hacia lo esencial a través del abandono progresivo de lo accesorio –de los "no sé qué ropajes" (1959:555)– hasta quedar en el mero concepto, con tal de expresar con la mayor pureza y claridad posible la búsqueda trascendental. Analicemos a fondo la naturaleza de dicha búsqueda, haciendo especial énfasis en la poesía que se gesta a partir de Eternidades, que inaugura el subperiodo de poesía pura y que lo llevará hasta la fundición con el todo en Animal de fondo, pasando por Piedra y cielo y La estación total.
Hay comunión de opiniones al decir que dos de los parteaguas de la nueva estética juanramoniana son el prólo-go al Diario y el poema 3 de Eternidades. El primero orienta las constantes temáticas y técnicas de su poética posterior. Lo importante no es nunca la novedad, «el ansia de color esótico», sino la profundidad y la «depuración costante de lo mismo», por lo que la creación del poeta moguereño se autodefine como monotemática y condensa-tiva. El segundo denota un método en extremo renovador en el marco de las letras hispánicas y conectando con la modernización de las artes que se estaba dando en el resto del continente.
El hecho de hacer de la «intelijencia» su musa subraya la importancia de la transpiración y rompe con la trasnochada idea de la inspiración emotiva. La poesía, según Juan Ramón, no es ocio ni retoricismo, sino trabajo, revisión y refinamiento. Por lo demás, al fijarse como meta el alcanzar «el nombre esacto de las cosas», el poeta pide a su mente la capacidad para lograr una correcta interpretación del mundo aparentemente inanimado que lo rodea. La abstracción intelectual del mundo lo llevará, si tiene éxito, a comprender no sólo la realidad, sino el sentido y la esencia de la misma.
Eternidades es a grandes rasgos un manifiesto poético, ya que los sucesivos textos van señalando las claves de su propio proceder creativo y espiritual. Los primeros poemas explican el cambio de postura yo-entorno que mencionábamos con anterioridad. No es ya el alma la que se manifiesta a través de la descripción del mundo, sino el mundo el que se proyecta a través de la indagación en el interior del poeta.
Así, el alma adquiere libertad para crear el mundo al nombrarlo (1967:39ss). El poema 1 no tiene nada que decir: al simbolizar el principio del poemario la creación (una suerte de big bang), el poeta no dispone aún –y definitivamente sólo a partir del 48– de las herramientas lingüísticas para expresarse. Los poemas 2 y 4 patentan la importancia del trabajo, la revisión y la reflexión diaria para alcanzar la creación del «mundo como mi alma».
El estilo que se adoptará y una breve revisión de su poética anterior se da en el 5. Con el 6 se inaugura una serie de poemas que expondrán unos símbolos que se asocian a la creación (lucero, luz, cielo, amor, estrella). El tono es angustioso: a pesar de sus varios intentos, el poeta no logra alcanzar al símbolo, del que, cuando mucho, queda la sombra (1967:29). Resultan especialmente significativos unos poemas (el 31, el 32, el 40, el 68, entre otros) que dan crédito al ensueño y a la noche como suerte de cronotopo predilecto por la tradición romántica y modernista para el encuentro de lo sublime –casi siempre de la poesía– con el poeta.
Sin embargo, al tratar de racionalizar su hallazgo, éste se esfuma: el yo poético no ha logrado aún desligarse completamente de sus ideales creativos tempranos. Así, muchos poemas adoptan un tono autorrecriminatorio y pesimista: el 69 da la vuelta a la argumentación del 2 y del 4, al plantearse como «tedioso» el afán de diaria superación.
No obstante, los últimos poemas dan un tono esperanzador a futuro, fundado en la confianza en la palabra como medio para lograr la recreación del mundo a través de la introspección.
No resulta descarado, entonces, afirmar que "Juan Ramón buscaba a un Dios personal que Se revelara a través de la actividad creativa del poeta, que hace de la palabra parte de la conciencia viva" (1967:19). Lo que en esta etapa asimila a Juan Ramón con Dios –o con dios, con minúscula, como él preferiría– es la facultad de crear nom-brando: se trata de una voluntad de recuperación del paraíso adánico, cuando Jehová le confiere a su criatura pre-dilecta el privilegio de dar nombre a su entorno (1967:48s).
Además, mediante el uso de vocablos cuidadosamente escogidos, Juan Ramón crea su mundo a través de un idiolecto basado tanto en esto como en el amor (poemas 6, 46, 62, 70, 105) y en la belleza (poemas 23, 78, 91), que se consideran las otras piedras angulares de su creación.
El siguiente poemario, Piedra y cielo, nace básicamente en torno a la reflexión sobre los símbolos a los que confiere el sentido de mundo (piedra, raíz, tierra) y de divinidad (cielo, ala, estrella), como ya se había presentado, entre otros, en el poema 44 de Eternidades. La existencia en ambas órbitas se resume en "el árbol, con sus raíces hundidas en la tierra y con sus ramas libres hacia el infinito" (1996:74). Como se intuye de esta imagen recurrente, Piedra y cielo expresa la obsesión por «estar, con todo yo, / en cada cosa» (poema 7); el poeta quiere fundirse con el todo, aunque esto suponga la muerte física, pero conservar su «todo yo», que no es otra cosa que lo que, con el tiempo, llamará «conciencia».
Esta pretensión lo lleva a evocar poéticamente y así detener al instante, al recuerdo y a la memoria –testigos de su fugaz encuentro con la luz o la mariposa que está siempre, en esta época, un paso adelante (poema 70)–, para "construir sobre la vida la suma eternidad conseguida de instantes sucesivos" (1996:301). Hacia el final, el poeta renuncia incluso a la pervivencia de su individualidad con tal de «deshacerme, / de una vez ya, en la luz» (poema 116); comienza a pensar que su avidez de eternidad son «afanes imposibles» que posiblemente no le proporcionarán el fin que se había planteado. Sin embargo, el poema 119 remata de nuevo con la confianza en que la poesía es el medio correcto para alcanzar la «hermosura inmensa», aquí identificada con lo imperecedero. Llegamos, por lo tanto, a la etapa en la que comienzan a fusionarse en una misma –no sólo a coexistir– las búsquedas de lo artístico y de lo trascendental.
Juan Ramón sabe desde Eternidades que el encuentro definitivo con el todo es cuestión de tiempo, por lo que tanto Piedra y cielo como los poemas recogidos en Poesía y en Belleza tienen un tono a grandes rasgos serenos en cuanto a la confianza en dicho encuentro, pero desesperado por la rapidez con la que se quiere alcanzar. Hay en Eternidades dos poemas aforísticos (el 36 y el 113), el segundo dedicado «a Miss Rápida», que parecen autoconsejos sobre como llevar a cabo su búsqueda: sólo yendo despacio –puesto «que adonde tienes que ir es a ti solo»– el tiempo dejará de volar ante nosotros «como una / mariposa esquiva», y así podremos lograr lo que nos proponemos.
Luego, Poesía, Belleza, La estación total y sus Libros de poesía llevarán un epígrafe de Goethe, tomado del volumen II de Zahme Xenien, que orienta la creación juanramoniana sobre la misma línea: "Como los astros, / Sin precipitación, / Pero sin descanso…".
Si Eternidades suponía una suerte de poética doctrinal sobre la nueva orientación metafísica y poética de Juan Ramón y Piedra y cielo ensayaba su puesta en práctica, todavía con manifestación de algunas dificultades, La estación total es testimonio de los primeros encuentros afortunados, aunque súbitos, del poeta con el absoluto. El poemario se abre con el nombramiento («Ella, Poesía, Amor») de lo que «rompió mi alma de oro» para traerle la paz interior. Es éste el poemario con más resonancias de lo místico, tendiendo a un vago panteísmo autorreflexivo: «Lo infinito / está dentro. Yo soy / el horizonte recojido».
El poema 11-2 da noticia de la irrigación de la plenitud –que ya llama «conciencia»– en el espacio, para albergarse en todas las cosas y llenarlas de «tu más gran tú».
El gran hallazgo poético de este libro es sin duda que la interrupción del absoluto ante el yo poético se da siempre cuando éste tiene "la conciencia vigilante y alerta" (1996:83), ya no sólo en el ensueño; se trata de la superación de la anterior inconciliabilidad del todo y el estado de vigilia, lo cual significa un paso más hacia la consecución –aún no del todo lograda– de la conciencia total.
Por lo tanto, y como la muerte supone la redención del individuo para, sin perder su individualidad, pasar a formar parte del todo, "se carga de notas positivas" (1996:83). Habiendo superado la angustia del tiempo, el olvido y el vacío, la vida individual adquiere significados absolutos: está «quemando belleza», «evaporando amor» y «fundiendo conciencia» (poema 15). Finalmente, la tercera parte del poemario se convierte en un canto de exaltación jubilosa, ya que el yo poético ha descubierto al ser supremo en todos los seres de su entorno (poemas 42 y 46). El poema 55 remata con la idea de una eternidad progresiva de un presente ensanchado hasta el infinito (1996:358): el tiempo «venía sólo a no acabar», «a iluminar en sí toda la vida / con forma verdadera y suficiente».
El más alto grado de consecución metafísica se encuentra en Animal de fondo.
En La estación total, el yo poético exaltaba su encuentro con el absoluto, pero queda un vago sentimiento de propósito no alcanzado, al ser posible la fusión con el todo pero imposible o cuando menos dudosa la conservación de la individualidad después de la muerte. En su último libro, por el contrario, el poeta hace trascender a su propia conciencia como ser supremo, a la vez que la asimila a la de todo el mundo: «Tú, esencia, eres conciencia; mi conciencia / y la de otros, la de todos, con forma suma de conciencia» (poema 1). De esta manera, el ser individual del poeta es a la vez «igual y uno» y «distinto y todo»: lo absoluto y al mismo tiempo parte del absoluto, que se le presenta como su parejo intrínseco, sin ser ni «mi redentor, ni […] mi ejemplo, / ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano».
Con estos dos versos, el poeta descalifica la noción bíblica de Dios. La juanramoniana es una religión sin credo –«Yo nada tengo que purgar»–, cuyo único afán místico es el encuentro consigo mismo. A este respecto, Azam relata la anécdota que existe detrás de la redacción del poemario.
A Juan Ramón, en su viaje a Argentina en 1948, se le revela su «dios» al desembarcar y oír su nombre en su idioma, por gente que conocía su obra, en un país ajeno. La brusca reflexión sobre todo lo que había sido él anteriormente lo hace tomar conciencia de que "Dios estaba a su lado, pero aún no había penetrado en él, aún no poseía totalmente su esencia" (1983:592). A este respecto es muy aclarador el poema 25, que supone una relectura karmática –es decir, desde la perfección última alcanzada–, de varios de los símbolos de su poética anterior: el limón, el pozo, la niña, el sol, las estrellas, la mariposa.
El dios temprano del poeta «ya era esta conciencia», pero como «no había entrado todavía en mí», no podía verla y «estaba triste». Es éste el texto clave en el paso último de la evolución intelectual de Juan Ramón: lo absoluto buscado se le descubre en el proceso mismo de la búsqueda, en una formación espiritual sobre la marcha que recuerda al famoso proverbio de Antonio Machado.
Otro de los escritores españoles que se transparentan si consideramos la evolución del pensamiento poético juanramoniano hasta Animal de fondo es Unamuno, principalmente si echamos una hojeada a su ensayo más famoso, Del sentimiento trágico de la vida. En él expone que la angustia metafísica contemporánea surge de la voluntad de creer en un más allá mejor, pero que según la lógica de época sólo se lograría con la disolución en el todo y, por tanto, con la extinción del individuo. Así como el hombre Unamuno va en busca de la superación del miedo a la muerte con la promesa de una vida eterna y sin perder su propia subjetividad, el poeta Juan Ramón atraviesa un camino que lo llevará hasta la concepción positiva de la muerte, porque supone una vuelta a la tierra de la que se procede, pero que se burla mediante la salvación de la conciencia eterna a través de la Obra y de la belleza.
En poemas anteriores que cité, en particular el 36 de Eternidades, Juan Ramón ya sabía que «adonde tienes que ir es a ti solo». Este verso que antes llamamos aforístico se reinterpreta, desde la visión de la obra como el todo conseguido, como una advertencia de la conciencia –dios– al yo aún inexperto –«niñodiós», «reciennacido eterno»– del poeta, que «no te puede seguir».
Mencionaba en el primer párrafo del trabajo la presencia del espíritu krausista en el proyecto metafísico de Juan Ramón. ¿En qué radica? Digamos que, con escasa repercusión en su país natal, Krause tuvo y sigue teniendo, sin embargo, una gran influencia en el ámbito español, sobre todo a través del legado de Julián Sanz del Río, traductor, comentador y «adaptador» del krausismo en España, y de Francisco Giner de los Ríos, pionero de la Institución Libre de Enseñanza.
Es rastreable la huella que marcó este espíritu laicista en los escritores españoles nacidos hacia la década de 1880 –Manuel Azaña, José Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors, Juan Ramón Jiménez, Ramón Pérez de Ayala, Gabriel Miró, Wenceslao Fernández Flórez, Gregorio Martínez Sierra, Jacinto Grau, tal vez incluso Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga y José Moreno Villa–, la llamada generación puente, de 1914 o novecentista, por calco del noucentisme catalán. Varios de los arriba mencionados, entre quienes por supuesto se encuentra Juan Ramón, «se adelantaron» creativamente a la época de esplendor de la promoción –que suele hacerse coincidir con los tardíos diez y tempranos veinte–, conviviendo literariamente con los finiseculares e incluso compartiendo su estética.
Si bien nuestro poeta dio sus pinitos bajo influjos decadentistas, abandonó pronto este «éstasis de amor» para ahondar de manera, si no intelectual o políticamente activa, sí metafísica en el sistema intelectual que condicionó el pensamiento durante su segunda etapa creativa. Nuevamente es el propio autor el que orienta las líneas de análisis sobre su concepción de lo sublime.
En la nota final de Animal de fondo, se lee: "Hoy concreto yo lo divino como una conciencia única, justa, universal de la belleza que está dentro de nosotros y fuera también y al mismo tiempo" (1959:1342). El dios juanramoniano se comprende como un dios individual, al alcance de la experiencia humana, pero compatible con la idea del Ser Supremo (1967:87); es una representación asequible y personal de lo divino, que por el hecho mismo de formar parte de un entramado mayor, es dicho entramado. Como en la imaginería krausista, dios es mundo, pero al mismo tiempo lo trasciende, por lo que cualquier tipo de culto que no sea la propia búsqueda es vano.
Como hemos podido comprobar, la poesía de Juan Ramón Jiménez se nos presenta como una metáfora de la búsqueda de la vida eterna a través de un mundo mejor imaginado, donde la final disolución en el medio no niegue la pervivencia eterna. Esta sustitución se deriva sin duda del simbolismo, que concede autonomía a la palabra, o incluso más importancia que a la vida misma.
Es sobre todo en el proceso intelectual que se da a partir de su segunda etapa donde la preferencia por la transparencia de sentido y la sencillez lo hace cobrar una voz rotundamente sincera, arraigada en una experiencia mística laica. La obra en marcha, proyecto vital del moguereño y de su yo poético, se presenta como un conjunto unitario de reflexiones dedicadas a un tú con el que no sólo se quiere entablar comunicación, sino a quien se quiere invitar a compartir la experiencia.
Bibliografía
Azam, Gilbert. La obra de Juan Ramón Jiménez. Soledad Azor Castiel, trad. Madrid: Editora Nacional, 1983.
Blasco, Javier, ed. Juan Ramón Jiménez, Antología poética. Letras Universales, no. 19. Madrid: Cátedra, 1996.
Cole, Leo R. The religious instinct in the poetry of Juan Ramón Jiménez. Oxford: The Dolphin Book, 1967.
Jiménez, Juan Ramón. Libros de poesía. Agustín Caballero, recop. y prol. Biblioteca Premios Nobel. Madrid: Aguilar, 1959.
Marcos Bodo Nunez Oberg