La princesa del bosque (Cuento)
Una carnita de rancho tiene ciertos atributos especiales que pocos citadinos podrían valorar ya que es casi como comer comida orgánica en la ciudad, negándose a entrarle a la hamburguesa, a la torta de tamal, la garnacha callejera y encontrarle un nuevo sabor a los frijoles y tortillas, actualizando su vigencia milenaria.
Me dirán que qué encuentro en realizar el amor con una mujer que se baña en el mejor de los casos una vez por semana, que se dedica a labores pesadas y que por lo tanto la mayoría de las veces no huele a un agradable aroma de rosas, como casi cualquier citadina, sino a almizcle; que viste en forma descuidada, desactualizada o tradicional y en muchas veces aparenta sobriedad, recato y es ejemplo de la matapasiones, cuando lo que motiva a muchos es el uso de medias, tacones, lencería, perfumes, peinados, modales modernos y demás aportes de la civilización.
Pero yo les diré que todos esos encantos se pulverizan a la hora de probar lo que hay dentro de esos vestidos pasados de moda y recorriendo el cuerpo duro y firme de una presa de rancho, establecer la diferencia. Como diría mi compadre Filemón en cierta ocasión en que me visitó y me hizo el desaire de no probar ni un bocado del pollito con papas que le invité: ese pollo no es de rancho luego luego se le ve en lo amarillo de la piel y lo blandito de la carne, por eso no lo pruebo ya que un buen caldo de gallina de rancho, tiene un sabor que no lo iguala ningún uso de condimentos de ciudad.
Le pregunté que qué había de especial y me contestó que el pollo de rancho luego luego lo reconoce uno por la poca grasa, la dureza y lo correoso de la carne, ya que la gallina tiene que recorrer muchos kilómetros antes de llenar el buche y cuando lo llena, está repleto de semillas del monte y gusanos de tierra que le dan ese sabor tan rico a la carne y que se combina con su particular textura.
En aquella primera ocasión no pude sino mover negativamente la cabeza y pensar en lo que el compadre con su actitud retrógrada y negada al cambio, se perdía de ésta vida de ciudad. Tuvo que pasar mucho tiempo para que finalmente como Filemón mi compadre, aprendiera a valorar las cosas que nos perdemos por la comodidad.
El asunto comenzó con un incidente por demás molesto ya que yo viajaba normalmente de una ciudad a otra en un VW todo terreno, no porque así lo hubieran diseñado sus constructores sino porque no habiendo otra opción yo lo internaba en los lugares más insospechados a que me llevaba mi tarea de técnico en acuacultura, coyote comercializador y aprendiz de mago.
No obstante mis cotidianas visitas al campo, acostumbraba llevar mi propia comida enlatada y agua, abreviar el tiempo de la estancia y finalmente arribar a la ciudad más cercana al ocaso o a lo sumo a los dos o tres días, buscando como naufrago recién llegado de las islas solitarias, los satisfactores que ofrece: comida, descanso, sexo, recreación, seguridad, etc. Pero quiso la suerte que a pocos kilómetros del añorado oasis de cemento y asfalto, en montes inaccesibles, mi pobre carro diera sus últimos estertores ya que el agua de la batería se había secado y no existía forma de cargar con energía esas celdas muertas.
No había un alma en el camino como era de esperarse y buscando algún rastro de civilización empecé a caminar por la terracería. Transcurrió el tiempo, tal vez horas y entonces empecé a notar que la tarde caía, y por lo tanto la luz era cada vez más tenue mientras yo trataba de avanzar lo más posible antes de la noche cerrada. Repentinamente, lejos ya de mi cucarachita alemana, la bruma envolvió el camino y para no caer o resbalarme, prefería avanzar entre los árboles que bordeaban el camino por lo que poco después, en esa noche sin luna, ya no encontraba dónde estaba éste y sintiéndome perdido decidí quedarme ahí hasta la luz del día y no agravar mi situación. Imperceptiblemente la preocupación, el miedo y el frío fueron sustituids por el sueño y debo confesar que por el cansancio, no hubo mejor noche que esta primera en el bosque ya que dormí profundamente no obstante lo incomodo del suelo húmedo y pelón y los rumores de algunos animales como los grillos y los búhos.
Finalmente el frío que se venía acumulando durante la noche venció al sueño y desperté por el canto de un gallo, aunque era muy de mañana, tanto que supuse estar en la mitad de la noche. Escuchar ese canto me sorprendió, primero al pensar que se acercaba el amanecer y segundo porque significaba que en los alrededores se encontraba una casa, ya que no conocía que hubiera gallos silvestres. De cualquier forma, decidí esperar a la luz del sol para buscar el lugar desde donde supuse venía el canto, ya que mi presencia inesperada a deshoras de la madrugada no podría ser bien recibida.
En tanto amanecía, a pesar de que se empezaba a vislumbrar el sol, el frío se acentuaba y se colaba hasta calar hondo en los huesos junto con la bruma que ahora se hacia visible por lo que empecé a saltar y correr en pequeños círculos para calentarme, y sólo a la plena salida del mismo, en algunos lugares con claros las cosas empezaron a cambiar. Inicié la marcha y estuve caminando un buen rato hacia donde creí oír el gallo durante la noche y como no encontrara nada, pensé que su canto llegó de atrás de las montañas y que no estaba cerca de ninguna casa o choza, por lo que tuve que subir la cuesta hasta dominar la parte alta de los árboles y sobre las copas distinguir un pequeño hilo de humo que me sirvió para trazar mi ruta hacia la pequeña ranchería.
Era ya bien entrada la media mañana cuando finalmente mis esfuerzos me llevaron a las cercanías de la pequeña choza cuyo humo se había extinguido y en el patio que lo rodeaba, sólo un perro ladrador advertía escandalosamente mi presencia y cuyo gruñido y dientes hacían que se me enchinara el cuerpo con un miedo irracional por lo que tomando un palo y unas piedras, trataba de espantarlo mientras me acercaba saludando a los moradores de la choza.
A los buenos días dichos por mí, primero con voz fuerte pero amistosa, siguieron gritos pero nadie respondía. No podía acercarme más a la casa y dudaba en alejarme de ella ya que no había huellas de otra cerca de ahí y recordando cómo me había perdido en mitad de la noche decidí esperar a sus moradores.
Empezaba a atormentarme el hambre y pensé en buscar el nido de alguna de las gallinas esparcidas en los alrededores de la casa, donde habría algún huevo recién puesto, pero el perro vigilante me amenazaba en cuanto me veía moverme y dejé las cosas como estaban. Sería pasada la tarde cuando advertí dos figuras a lo lejos que se acercaban y hacia las cuales el perro salió disparado con un alegre retozar, ladridos amistosos y movimientos de cola y que luego acompañó con saltos y piruetas. Pensé en que al fin podría pedir auxilio, comida, agua, orientación y que mi salida de tan inhóspito lugar terminaría en breve ya que creía que mágicamente me podrían llevar hasta mi coche, repararlo y cargar la batería y demás.
A lo lejos, veía dos figuras flacuchas que se acercaban y sólo estando más cerca pude distinguir que se trataba de dos mujeres. Mi miopía me había impedido ver que la figura del que yo suponía hombre, al mirarlo de cerca, tenía el cabello más largo de lo acostumbrado para un varón, aunque vestía como tal y que la que yo suponía su mujer en realidad era sólo una niña enclenque que arrastraba una pala. Volviendo a la mujer, no obstante el pantalón, el pequeño saco viejo y roto que había pertenecido a algún hombre-niño de la ciudad, se le notaba una buena traza en general ya que su ropa aunque holgada dejaba ver que tenía unos buenos muslos, una hermosa cadera que se ensanchaba pero que se hacía breve en su cintura y que remataba en su pecho en pequeñas frutas apetecibles, simulando en mucho a la figura de un envase de coca-cola.
A nuestro encuentro y para suavizar el mismo, empecé por saludar en voz alta y haciendo una breve reseña de mi situación, les pedí ayuda. Su mirada torva y su silencio persistente no eran buenas señales y pensé que tal vez no hablaban español, aunque su piel tostada pero clara, y su pelo enredado pero ensortijado y rasgos finos, me decían que no eran indígenas y que el único indio en el lugar era yo, ya que por haber nacido en Oaxaca, mi sangre es zapoteca.
Yo trataba de moverme lenta y amistosamente, acercándome pero tratando de evitar un mal entendido a fin de que no fuera a mal interpretar mi presencia y por lo tanto negarme su invaluable ayuda. Por fin estaban frente a mí y la niña se ocultaba tras de su mamá o hermana mientras la mujer buscaba el refugio de su cabello sobre los ojos y de la entrada de la choza. Decidí ya no importunarlas y las dejé entrar a la casa que al poco, empezó a despedir un aroma a comida y un humo persistente. Me dije que ya no tardaría en venir el marido y podría entenderme mejor con él por lo que esperaba pacientemente bajo un árbol cercano.
Sólo vi salir a la mujer y amarrar al perro mientras me dejaba junto a una piedra de la entrada, un plato de comida. Al menos eso había ganado en mi visita y aunque realmente estaba muy hambriento, me acerque lentamente en tanto ella nuevamente entraba dentro de la choza. Cayó la tarde y la noche pero nadie llegó. La luz de una vela parpadeante iluminó levemente el corazón de la casa y luego salió brevemente la joven mujer y dejó un jarro de café.
Al poco tiempo, la luz se apago y yo me quede en la más completa oscuridad y pensando en el qué hacer y no habiendo nada sino contar estrellas, me entretuve un buen rato apreciando lo hermoso del cielo y explicarme al fin por qué a la vía láctea le dicen así, ya que en esa cerrada oscuridad sin luna, el cielo tachonado de estrellas en algunas zonas realmente se ve con bandas o grumos llenos de éstas que simulan leche derramada en medio del cielo oscuro. Fue una noche hasta cierto punto breve y en la cual tenía cierta idea de lo que vendría al otro día: tendría alimento si mantenía las cosas como hasta ahora y sólo cabría esperar la llegada del señor de estos lares, ya que supuse que en esas soledades sería impensable que no lo hubiera para cuidar a la linda presa de rancho que moraba ahí.
En cuanto cantó el gallo me desperté y me hice el propósito de ser cortés con esta Malinche moderna, que más bien parecía una princesa castigada por una mala bruja envidiosa de su belleza o una naufraga francesa del siglo XVIII abandonada en islas solitarias, que no es por nada pero que a pesar de las circunstancias se caía de buena no obstante su apariencia descuidada y hosca.
El amanecer es amanecer para esta gente aún entrada la noche cerrada y el canto del gallo como dije, unos ladridos desganados y una tenue luz interior acompañada de cierto rumor de pasos y breves voces, dan por iniciadas las primeras actividades. Vi cómo salía la niña con un cántaro al hombro mientras la madre o hermana o amiga salía con una pala a la espalda. Se alejaron y me quedé en compañía del perro vigilante y cuando despuntaban los primeros rayos del sol, distinguía por el mismo lugar en que éste salía a las dos figuras caminado separadamente y acercándose a la casa.
Les di los buenos días y me respondieron casi con un gruñido entre amistoso y tímido. La mujer entró a la choza y me pareció que prendió la lumbre tan rápido como si se tratara de una estufa de ciudad y no de un fogón ya que inmediatamente empezó a salir el rico humo de la leña que anunciaba que se preparaba el desayuno, por lo que con la mira en el almuerzo, creí conveniente hacerme el acomedido, y empecé a acarrear trozos leña que acercaba a la puerta de la choza. En silencio me dieron una taza de café y unas tortillas y las tomé y al terminar les di las gracias y les conté nuevamente mi problema.
La mujer dijo que ésta era de las pocas casas a la redonda y que no me podía ayudar porque a parte de ver su milpa, no sabía nada de caminos y coches, que no los conocía sino sólo el viejo camión que vez en cuando aparecía entre las veredas para ofrecerles pacas de forraje a cambio de su maíz o de las pieles sin curtir de los animales cazados por lo escasos habitantes, y ya no quise insistir y me quedé ese día acompañándola en su milpa a la espera de su hombre. El trabajo en la parcela era duro, el ejercicio y el sol calentaban nuestros cuerpos y ya sentía las manos ampolladas, la espalda lastimada, las piernas adormecidas y flaqueantes por tanto agacharse, cortar el zacate con la hoz y la guadaña, arrancar mazorcas, llenar costales y levantarlos, y estando concentrado en mis dolencias, no me di cuenta que cierto momento desapareció y yo un tanto perturbado al percatarme que estaba solo, intenté buscarla en la colindancia de la milpa cuando al mover unos arbustos pude ver que estaba en cuclillas con los pantalones abajo, de espaldas haciendo su mejor esfuerzo y pude apreciar cómo de esas nalgas duras y firmes, labradas a golpe de caminatas y duras tareas, en palabras de Filemón, salía de ese culo de reina, un trozo amarillo. Tuve una erección y pensé en acercarme lentamente y sorprenderla pero mi temor pudo más y retorné lentamente a la parcela sin hacer ruido.
Llegó la hora de comer y nos dirigimos a la casa y en el camino para romper el hielo, les hice el viejo truco de aparecer y desaparecer una piedra en la oreja de la niña que me sonreía sorprendida mientras la mujer me miraba desconcertada. Comimos y al final tomé una piedrita del piso de tierra, me acerque a la mujer, le mostré mis manos con la piedra, la llevé frente a sus ojos y después a su oreja y la piedra desapareció y volvió a aparecer en mi otra mano junto a su otra oreja. Sólo se sonrió pero fue suficiente para prender mi calentura.
Llegó la tarde y me invitaron a pasar a tomar café y tortillas y me arrinconé en una esquina preparándome a descanzar después de la agotadora jornada mientras mis anfitrionas hacían otro tanto en el otro extremo acomodándose la ropa bajo las cobijas tratando de esquivar mi mirada.
Se apagó la luz danzarina de la pequeña vela y la verdad fue la noche más infernal que he pasado en mi vida por no poder conciliar el sueño, ya que no obstante el cansancio, aparte de ser tempranísimo para mí, me aquejaban pensamientos contradictorios sobre mi situación desafortunada y afortunada. Por un lado, mi parte racional y fría me decía que lo más sensato sería irme al otro día, pero mi yo imaginativo, juguetón y calenturiento, me hacía visualizar ese par de nalgas rotundas y firmes mientras recordaba una y otra vez las palabras del compadre Filemón. No importaba las vueltas que diera, los borregos contados, si permanecía con los ojos cerrados o lo que hiciera, ya que apenas trataba de dormirme o tomar la decisión de irme al otro día, volvía a pensar en ese par de redondeces que estaban a sólo unos pasos de mi pene que pedía a gritos ser aprisionado por las nalgas mas bonitas que haya podido ver a lo largo de cuatro décadas, pero que al mismo tiempo sabía hasta el otro lado del mundo, como en otra dimensión.
Tanto fue mi insomnio que tuve que salir a ver el cielo estrellado para distraerme y cansarme contando estrellas y poder decidir entre irme a resolver mi problema o planear cómo acercarme a la mujer. De pronto un bulto salió de la choza y se alejó entre la hierba y a su regreso vi que era ella por lo que supuse que había salido a hacer pis.
Al verme en la entrada se sorprendió pero le dije que no podía dormir y ella me contestó un poco turbada que era extraño porque a ella le pasó lo mismo y en broma acerqué mi mano a su oreja y le dije que había desaparecido una piedra. Ella me dijo que era un truco muy malo y conocido y que la piedra no desaparecía en su oreja ni salía de la otra y que si de eso se trataba, hasta ella podía imitar "la desaparición". A la luz de la luna pude ver una piedra pequeña en su mano y desaparecerla como yo, con un movimiento maestro. Sorprendido, le dije que no podía haber aprendido tan rápido y que yo creía que la había tirado y ella me aseguro que no era así y me retó a buscarla.
Entendiendo de lo que se trataba, busqué en su pelo y nada y ella reía de mi tonta idea que la tuviera en un lugar tan evidente, por lo que con más confianza toqué ligeramente su camisa de dormir en busca de bolsas y nada, sólo sentí al pasar suavemente mi mano por el frente, unos hermosos botones de carne dura que adornaban sus pechos firmes pero suaves, y que al rozarlos tan imperceptiblemente como puede hacerlo un colibrí, reaccionaban endureciéndose más aún, al tiempo que escuchaba un suave resuello de su dueña que se confundió con el rumor de los grillos de la noche, mientras se tensaba un poco. Aparentado desconcierto, bajé mis manos por su cintura y sentí cómo retraía ligeramente sus músculos abdominales, como presa de un temor o sensación no esperada, pero que no obstante, por una férrea voluntad interna, se mantenía firmemente plantada frente a mí como una estatua viviente, y sólo aceleraba un poco más su respiración. Al percibir ésta señal confirmatoria, creí oportuno bajar un poco más por sus nalgas y piernas duras y apreciar en todo su esplendor sus formas firmes y tensas como de animal en guardia y levantando sus enaguas, metí resulta y abiertamente mis manos en sus calzones que casi rompo al bajar mientras sentía latir apresurado a mi propio corazón e hincharse a mi amigo bajo los pantalones al tiempo que ella empezaba a despedir ese rico olor a almizcle de los animales del monte o de las flores como el "huele de noche" y de entre las piernas como diciendo aquí está vas bien, estas caliente te quemas, de entre las piernas despedía un calor más que infernal que contrastaba con su piel que se enchinaba al paso de mis manos. En medio del triángulo peludo de las Bermudas metí un dedo y luego dos y entré en sus humedades de volcán y ahí encontré la piedrita hermosa que saqué con mucho cuidado en tanto que desataba mi cinturón y sacaba mi arma que ella tomó y me estrujo en forma brusca y rica, apretándome la verga y las bolas.
Pero qué hacer con la piedrita? Me dije y me la metí a la boca para juguetear con ella con lo que probé, por pura casualidad, que el olor y el sabor del almizcle de una mujer, son una sola y maravillosa cosa, al tiempo que recorría ese ser de formas firmes y de aroma enloquecedor, donde se tocan tanto lo agrio con el almizcle, el calor con la humedad y los susurros con la respiración entrecortada. Ahí de pie a la salida de la choza entre la oscuridad se acariciaban nuestros cuerpos y nos perdíamos uno en el otro. Apunté mi lanza y ahí de pié mi flor del ejido recibió mi cuervo poniéndose de puntitas para que yo me acomodara mejor mientras la tomaba por las caderas y ella me empezaba a abrazar con esas piernas poderosas y emprendía un mueve el chocolate conocedor de su oficio, disfrutando al fin de sus humedades, su calor interno y lo resbaladizo y apretadito del túnel de amor de la mujer más rica que he conocido hasta el momento.
Poco a poco fuimos cambiando la posición y para evitar que se ensuciara la espalda y las nalgas, puse mi ropa debajo de ella mientras ahora emprendíamos un reconocimiento en forma horizontal. Lamí suave y lentamente sus tetas de diosa de la agricultura en busca del alimento divino, sus hermosos pezones paraditos no se si por el frío de la noche o porque así eran, pero aunque hacia frío, el calor de nuestros cuerpos era cobija suficiente para ese momento. Y al tocar cada parte de su cuerpo, la sensación de frío y de calor era tan grata como la sensación de suave firmeza de ese cuerpo de mujer del campo, incluso cuando recorría sus muslos y piernas firmes y tomaba sus talones en mis manos, sus callos resultaban el remate perfecto de ese cuerpo de diosa del arado y del metate.
Abrí su boca y jugueteando con su lengua le entregué la piedra que se había escondido entre sus labios vaginales y le decía que el escondite que había encontrado para ella, era el perfecto pero que también se lo dejara habitar a mi cuervo, el cual empezaba nuevamente a penetrarla recorriendo placenteramente el túnel cálido y húmedo, resbaladizo y que a momentos sentía que se contraía aumentando mi placer y supongo que el suyo también.
Entramos a la choza y los placenteros ronquidos de la nena nos dieron cierta confianza y acurruqué a la mujer entre mis brazos en el rincón donde yo dormía y bajo las cobijas recomenzamos nuestro retozar, jugando con la piedrita que le pedí escondiera nuevamente entre sus pliegues mientras yo lamía suavemente sus ricos pechos y pezones, recorría su cuerpo de diosa con mis manos y mi pene, y lo reconocía. Y así, sintiendo el placer de degustar el platillo nuevo, reconociendo nuestras diferencias y comparando nuestras anteriores experiencias con la actual, comprendí porqué cuando dos mundos se enfrentaron hace 500 años, la Malinche se le entregó con tanto gusto al enemigo y cómo éste inmune a las armas de los aztecas, era vencido no por las flechas y los arcos, la honda y el cuchillo sino domesticado blandamente por un par de tetas y de nalgas.
La mujer se paró muy de mañana y llegó el amanecer y un nuevo día de trabajo. Durante el desayuno me enteré que en la región casi no había varones por la emigración a Estados Unidos y que los que permanecían allí eran sólo las mujeres, los ancianos y los niños. Que ella esperaba a su esposo hacia ya casi un año y que si bien su marido sembró la tierra y en ella un hijo antes de partir, este año nuevamente sólo cosecharía maíz porque no prendió su hijo y que ahora tal vez con mi ayuda, el siguiente año la cosa sería diferente. Que su regreso estaba en días. Le dije que a qué se debía que ella fuera güerita y me dijo que durante la invasión francesa, en la época de Juárez, un grupo de soldados regó la semilla y que ésta se diseminó en la región que entonces era muy próspera pues incluso algunos franceses ya no regresaron a su tierra, y que como ahora casi no había gentes en la redonda, las mezclas ya no eran frecuentes y que incluso, sus padres fueron primos hermanos y que también en su caso, su esposo además era su primo y con mas razón en su familia habían predominado los rasgos que veía.
Entendí que debía retirarme del lugar antes de que regresara el marido-primo para las fiestas de la región, cargado de dólares y cosas de la ciudad y emprendí mi viaje de regreso al camino perdido. La piedrita la conservo y acostumbro juguetear con ella depositándola, cuando se puede, entre los pliegues de alguna amiga, dándole cuidadosas vueltas con mi lengua cerca de su clítoris, con lo que ha adquirido por el desgaste, la redondez de los guijarros de río.
Pero a pesar del tiempo y el desgaste, creo que aún conserva cierto aroma de almizcle de esa mágica mujer, por lo que me pongo a pensar que tal vez ella ya la llevaba sembrada entre las piernas muchos años antes de que yo llegara y de ahí que no supiera cómo pudo hacerla desaparecerla de sus manos y colocársela tan rápido ahí, en su rincón más húmedo y caliente. Por eso que no me explico y para volver a recordarla actualizada en nuevas versiones, la seguiré buscando en cada mujer, midiéndole a cada una, en vez de la consabida zapatilla, el guijarro entre sus pliegues, buscando cierto aroma, cierta textura, cierto sabor y calor, hasta encontrarla bajo los vestidos de alguna carnita de rancho recién importada a la gran ciudad.
Autor:
Enri