El cinismo de la producción, por David Hume (página 2)
Enviado por Ing.+ Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
Lo mismo es demostrado en sentido inverso sobre el ejemplo de Holanda, donde el principio puro dominante es "republicano" a tal punto que los holandeses no tienen por qué estar "celosos" de una libertad que no se ve en absoluto amenazada por parte del poder. Justamente es por eso que ellos pueden mezclar, pero también allí sin proporción y por ende "sin medida" (sin defensa contra la desmesura), un poco o incluso mucho del principio opuesto. "En un gobierno que en conjunto es republicano, como el de Holanda, donde no hay un magistrado lo suficientemente eminente como para darle celos al estado, no hay peligro en confiar a los magistrados grandes poderes discrecionales en vistas a preservar la paz y el orden, aunque ellos aporten restricciones considerables a las acciones de los hombres y hagan de cada ciudadano particular alguien que manifieste un gran respeto por el gobierno". De modo tal que allí donde el peligro para las monarquías puras era una falsa libertad, él es para las repúblicas puras un "poder arbitrario". Se trata, evidentemente, de una paradoja, pero solamente para la opinión que se queda en la superficie de las apariencias y ejerce a este nivel (y por ende vanamente) el juicio moral. Si pasamos con Hume de la opinión a la ciencia (de la doxa a la épistémè newtoniana) veremos tal vez el cinismo reemplazar a la paradoja, pero será todavía un cinismo aparente puesto que se trata en verdad de establecer la Libertad-o-Ley sobre un fundamento inquebrantable. Lo que parece inmoral (o más gravemente a-moral) es, de una parte, el hecho de admitir los "celos" como principio y, de otra parte (pero es en verdad el mismo movimiento teórico), el hecho de rechazar la oposición de libertad y esclavitud. Pero si se mira mejor, no se trata "tan simplemente" de rechazar tal oposición: se trata de rehusarse a considerarla como la oposición contradictoria de dos predicados abstractos opuestos arbitrariamente; y exactamente como lo hará Kant en su Ensayo de 1763 (texto también destinado a importar la conceptualidad newtoniana "en filosofía") concebir libertad y sumisión como "magnitudes negativas", dicho de otro modo como "contrarias" (no contradictorias) cuya oposición es "real" (no simplemente lógica). Encontrar el "gobierno ideal" (the perfect Commonwealth) se reduce, por ende, a encontrar una relación entre las masas que permita equilibrar poder y libertad. Tal equilibrio es obtenido en Hume cuando el desequilibrio que juega, o mejor jugaría, en favor del polo monárquico (en favor de la "Corte" dice Hume, quien al mismo tiempo que axiomatiza sigue muy de cerca las realidades políticas británicas de su tiempo) por la repulsión que inspira a un pueblo de espíritu libre, mantiene en éste unos "celos" cuyo dispositivo obliga al poder a "curvar" su trayectoria. El resultado consiste en poner en órbita las diferentes masas políticas según una ecuación constitucional muy precisa. "Como la parte republicana del gobierno prevalece en Inglaterra, aunque con una gran mezcla de monarquía, ella se ve constreñida para su propia preservación a mantener celos minuciosos respecto de los magistrados con el fin de apartar todo poder descrecional y de asegurar la vida y la fortuna de cada uno a través de leyes inflexibles y generales. Ninguna acción que la ley no haya expresamente determinado como tal debe ser considerada como un crimen; ningún crimen puede ser imputado a un hombre a no ser que la prueba haya sido legalmente traída delante de sus jueces; y estos mismos jueces deben ser simples sujetos como él, constreñidos por su propio interés a vigilar atentamente las usurpaciones y la violencia de los ministros". En otros términos –y con ello terminamos esta demostración– "The spirit of the people must be frequently roused, in order to curb the ambition of the Court". En realidad si efectivamente el sistema equilibrado comprende una sola (oposición (poder/libertad), la reparte, como se habrá tal vez notado escuchando los textos, en tres cuerpos políticos y no en dos. Hay en todos los casos de figura estudiados a priori (como lo dice él mismo) por Hume, siempre un cuerpo de masa tan reducida como sea posible (digamos de masa 1) donde la densidad de poder es máxima: es el polo monárquico; un cuerpo donde, por el contrario, la masa es considerable pero donde la densidad de poder es débil y tiende a anularse (sea en la infinita sumisión sea en la anarquía y de allí nuevamente en la infinita sumisión): es el cuerpo del pueblo; y entre los dos –a fin de que el entre-dos mismo exista y se mantenga– hay el cuerpo ce magistrados (o nobles). Por el alejamiento bien calculado de esta masa en relación con las otras y por su propia densidad de poder es que el polo monárquico ejerce de manera regulada su fuerza sobre el pueblo al mismo tiempo que el pueblo resiste de manera regulada al poder. Así se encuentra preservada la distancia recíproca, es decir el espacio de la Libertad o Ley. Y se encuentran así conjuradas las dos maneras en que la libre constelación política puede encontrar una muerte siempre inscrita en sus posibles: sea por concentración en torno al poder-puro convertido en una suerte de hueco negro de infinita densidad, sea por dispersión en una suerte de gas cuyos elementos se alejan unos de otros hasta la absoluta particularidad.
No tenemos tiempo para recorrer la cadena de razonamientos con los que, sobre la base de esta única axiomática, Hume elabora una especie de teorema político fundamental donde se encuentran reunidos, en una verdadera "fórmula constitucional", los dispositivos (checks and controls, como lo dice en un lenguaje completamente cibernético) destinados a mantener esta distancia de las masas políticas entre ellas; dicho de otro modo, a mantener el "sistema del mundo" social. Simplemente les ofrezco, pues, este teorema (que Hume, de manera equivocada a mi juicio –y habría aquí el esbozo de una crítica epistemológica a esta tentativa de reducir lo político a una ciencia– llama un "axioma universal en política"): "Podemos en consecuencia enunciar como un axioma universal en política que un príncipe hereditario, una nobleza sin vasallos y un pueblo que vota por sus representantes forman la mejor monarquía, la mejor aristocracia y la mejor democracia". Resulta demasiado evidente que este equivalente político del sistema solar se asemeja como un hermano al régimen británico tal y como funcionaba a mitad del siglo XVIII y tenemos muy naturalmente la sospecha de que la ciencia, en tanto encadenamiento de "verdades generales" comparables a "cualquiera de las verdades que nos ofrecen las ciencias matemáticas", podría muy bien ser pese a tales pretensiones la simple asunción de "circunstancias particulares" bien precisas. En este caso el sentido último sería la justificación o, incluso, la glorificación apenas disimulada de instituciones de la potencia mundial dominante. Teodicea de Inglaterra. Y, en consecuencia, último cinismo. Sin embargo, ya he dicho y todavía me mantengo en ello, que el buen uso de la fisolosfía –o mejor su deber propio– no consiste en ejercer la sospecha ni dejar caer la cuchilla del juicio moral directamente sobre realidades. Antes bien, su rol me parece, aquí como en todas partes, el mostrarse capaz de sostener el "cuestionamiento" y develar las formas lógicas pertinentes a las realia, lo cual supone también que el sentido ontológico de estas formas haya sido aprehendido y explicitado. Si se lleva a cabo tal cosa (y ciertamente no hemos podido cumplir sino muy pobremente dicha tarea) entonces, y sólo entonces, nuestra cuestión del cinismo puede legítimamente retornar. Podríamos, para quedarnos en la época, recurrir a ella en Kant, cuya única lección moral es que no hay naturaleza para la razón práctica. La idea de una naturaleza según el bien, por inevitable que sea, es sin embargo únicamente una "hypotypose", es decir un medio retórico de exposición (o mejor de ilustración) de la filosofía moral y el más peligrosos que cabe. Entre, por una parte, la "ley" en sentido newtoniano, cuya posibilidad kantiana es la legalidad categorial que determina la forma objetiva de una experiencia y, de otra parte, la ley por la cual –con una majestad que se eleva por encima de toda experiencia– la razón "abate" la naturaleza y se impone en el querer como una universalidad sin universo, hay un abismo en el que todo proyecto de "ciencia moral" se hunde. Tal proyecto aparece incluso como la falta por excelencia. Lo que para nosotros es lo más resaltante (pero que no ha sido lo más resaltado) de esta temática kantiana "bien conocida" es que la única experiencia moral que podríamos hacer es que no hay experiencia moral y que, por ende, el sujeto de la razón práctica no es el sujeto-de-experiencia. Ello no sólo significa que, en efecto, no hay teoría moral posible ("Me ha sido necesario apartar el saber para hacer lugar a la fe) sino que significa además, según nuestras definiciones iniciales, que la determinación ontológica del hombre excede aquí con Kant, por primera vez en la modernidad –la que, por el mismo hecho, se encuentra también excedida– la determinación que hace del animal racional el viviente subjetivo. O bien, si se quiere, significa que al extremo de la subjetividad (¿es acaso el último regalo hecho al pensamiento por el protestantismo en tanto mística antes de zozobrar en la teoría del desarollo?) el sujeto mismo se reconoce sobrecogido por la trascendencia y se mantiene, por así decir, de pie sobre este extraño límite en el que sabe (con saber nocturno y estrellado) que la existencia termina la vida. Me parece, entonces, que tenemos una opción y sólo una: o bien continuar hasta el centro de las cuestiones morales, y, por ende, en primer rango de las cuestiones políticas, la ideología de la industria, de la ciencia y de una muy humana humanidad (lo que, en mi opinión, significa a la vez una carencia a ser pensada y una debilidad ética) o bien tratar de inventar, aquí como en otros lugares, la escritura de la finitud.
Notas: [1] Conferencia pronunciada en mayo de 1989 en la Alianza Francesa de Miraflores, Lima.
[2] En efecto constituye un principio de lectura que se verifica, creo yo, en todas partes, que el desorden en la obra de un filósofo (me refiero a un verdadero filósofo y no a un simple profesional de la filosofía) sea simplemente aparente –lo cual, por lo demás no se debe a que el pensamiento debería ser “coherente” o no ser y comportaría entonces por sí mismo una suerte de poder arquitectónico, pues si así fuese no vemos por qué no se mostraría en su orden. La unidad de un pensamiento, su consistencia consigo mismo es de otro género (que se debería sin duda llamar obsesional), de modo tal que es más “cohesivo” que “coherente”. No que el pensamiento tenga que dispensarse de formar conceptos y de producir una logicidad, sino que se trata precisamente de producirlos y formarlos, no simplemente de seguirlos o aplicarlos. Este trabajo es aquel que Aristóteles llamaba “épagogè”, cuya traducción correcta sería el latín petitio principii (lo que no significa una falta contra la lógica, una “petición de principio” en sentido vulgar, sino muy al contrario aquello que se puede hacer de más elevado para una logicidad: su invención misma) y está ligado a la escritura, a su recurso y su riesgo ilimitados. De ello se sigue que dicho trabajo es diferente (entre otros motivos de variación) según el estilo de escritura de cada época. El siglo XVIII escribe elegante y rápido. Diderot es evidentemente el ejemplo más perfecto y si todos los pintores conocen “arrepentimientos”, el Ensayo sobre la Pintura en su caligrafía en sentido chino estricto (es decir en su “trazo único de pincel”) los ignora absolutamente. En Rousseau y, sobre todo en Hume, es relativamente lo mismo. Sin embargo, la cohesíón del pensamiento es tan grande en estos autores como en otros y nos toca a nosotros, descubriéndola, conducirla a una coherencia que ella contiene pero que no explicita.
El Cinismo de la producción.
© Gérard Granel & ARÈTÈ, vol II, N° 1, 1990, p. 101-121.Traducido del francés por Salomón Lerner y Pepi Patrón.
Enviado por: Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
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Santiago de los Caballeros, República Dominicana, 2015.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®
Autor:
David Hume.
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