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Lucho, en busca de sentido (página 2)

Enviado por José Carlos Celaya


Partes: 1, 2

Su viejo tenía razón: lo suyo era lo penal, a él le gustaba ir a la cárcel y hablar con los presos; conseguir una condicional o sacar alguno por falta de mérito. Además la cosa era más directa, tome y traiga, los tipos o los familiares le pagaban y no había problemas. No andaban llorando la carta o regateando. En cambio, en lo contencioso administrativo o en las sucesiones siempre era un lío, ejecuciones, embargos. "Sí, pero a la larga es más guita", le decía Juan Carlos.

Una flaquita que se bajaba le echó una mirada interesada. Lindo culo, buenas gomas, pensó Lucho y volvió a su rollo.

En Morón el vagón quedó casi vacío y Lucho se sentó. Al hombre que venía con la conservadora de tergopol le pidió una latita de coca y el vendedor lo conoció. Le dio la coca y le dijo: no es nada Doctor, mire si le voy a cobrar. Cuando Lucho amagaba con sacar la billetera, el de las gaseosas ya cruzaba la puerta que daba al otro vagón. Siempre se ponía a conversar de fútbol con los vendedores ambulantes y cuando tenían un problema lo iban a ver al estudio y Lucho se lo solucionaba y no les cobraba nada. Después venían los toletoles con Juan Carlos. "Esto es un estudio serio, boludo, cuando vas a entender. Vienen esos crotos y a los clientes no les gusta. Y además no vemos un mango. Con qué necesidad".

Por un lado mejor, pensó Lucho, mirando al hombre de la conservadora que ya se perdía por el otro vagón. Guardó la billetera, y se dijo que fue al pedo sacarla. Para qué. Si ya sabía que sólo le quedaban diez pesos.

Qué carajo iba a hacer.

Después de Castelar se levantó con desgano. Otra vez le empezaba a doler la cabeza. Se acomodó la colita de pelo, se la levantó, se pasó el pañuelo por la nuca y lo guardó.

Cuando el tren cruzaba la barrera de San Antonio de Padua sacó un cigarrillo.

—Cómo que se murió el Tuerto—dijo Toti.

—Y se murió, el corazón, qué sé yo.—dijo Bola Ocho—. Hay que ir a la cochería, hacer los trámites. Tuqui ya le avisó a la vieja.

Charlaban en el remís Toti y Lalín, que manejaba. Lalín iba a poner un cidí de los Pibes Chorros. Toti le dijo si no se acordaba que había muerto el Tuerto y Lalín guardó el cidí en la guantera, que nunca cerraba bien del todo.

Siempre era un lío con los velorios. Había que llorarle al tipo ése de la cochería, como si la guita de ellos no valiera. Al Tuerto tendrían que velarlo en la Comisión Vecinal, que era la única casa de material sobre la avenida. Y encima lo de Tarumba. El Rubio de Palermo era un guanaco y seguro que con lo de Tarumba les pediría más guita. Aunque ése no era el verdadero quilombo. El verdadero quilombo era otro.

Caminando por la avenida Doctor Belgrano de Padua, Lucho pensaba que había estado para la mierda aquella vez, la del velorio de su viejo. Cuando se iban para el cementerio, él y Luli en un coche y Laura, su hija Lori y su suegra en otro coche y después la parva de coches de los vecinos y los amigos del su viejo, casi todos gráficos.

Tuvo un poco de vergüenza, después de doblar en una de las laterales, cuando se dio cuenta que varios vecinos le daban vuelta la cara o se hacían los distraídos para no saludarlo. Respiró hondo cuando vio su casa entre las matas de ligustrinas y sintió nostalgia cuando percibió el olor dulzón de las plantas recién brotadas. Tendría que haberse quedado con Laura, seguiría recibiendo a sus clientes en el comedor grande de adelante.

Tocó el timbre.

Laura lo saludó con un beso y lo hizo pasar. Sobre la mesa del comedor estaban dos cajas grandes cerradas con cinta de embalar.

¿Lori?—preguntó.

—Se fue a lo de la abuela—dijo Laura. Lucho la miró a los ojos y ella desvió la mirada y bajó la cabeza.

— ¿No sabía que yo iba a venir?

—Si, pero desde lo del velorio no quiere hablar más con vos.

Lucho tragó saliva con dificultad. Se produjo un silencio largo. De afuera se escuchaba alguno que otro coche que pasaba por la calle o la llegada y la partida de algún tren desde la estación.

—Eso es lo mío, ¿no?—dijo Lucho al fin, señalando las cajas.

—Sí y esto también— dijo Laura alcanzándole una carterita ajada de cuero negro. Era la carterita que usaba colgada del hombro, antes de recibirse, de cuando le hacía las cobranzas de la imprenta a su viejo. Se le pusieron húmedos los ojos. Laura lo pellizcó con suavidad en la mejilla. Y Lucho no pudo más:

—Perdonáme Laura, me porté como un hijo de puta.

Laura chasqueó la lengua y le sonrió dulcemente: —Llamá cada tanto, para saber como estás, total Lori no atiende nunca el teléfono.

—Si, si, claro—dijo Lucho mirando el suelo.

— ¿Tenés plata?

—Si—dijo Lucho, tocándose un bolsillo. —Pero. hacéme un favor. Prestáme treinta pesos. Tengo todo de cien y el remisero de acá a la vuelta nunca tiene cambio.

Laura se fue para el dormitorio. Volvió con la plata y se despidieron.

Lucho, cada vez que miraba por el espejo retrovisor, lo veía al viejo ese, el chofer, amargo, encima gallina, mirándolo con esos ojos de fiscal reventado. Pararon en una feria americana de Once. El chofer lo esperó.

El lugar era un mercado persa. De detrás de un barral lleno de camisas apareció una mina.

Era la que atendía, o la dueña, quién sabe, pensó Lucho. Una veterana de pollera tubo negra y remera láicra de leopardo, con mechitas blancas y fucsias, que después de mirar la ropa de la caja, con una voz de seguro que en otro lado la podríamos pasar mejor, le ofreció veinte pesos. Lucho asintió con la cabeza y la veterana le dio la plata con mirada de turra. Lucho le miró las piernas, le guiñó un ojo y se fue para el remís.

—A Junín y Corrientes—dijo Lucho.

Le pagó al remisero, sacó la caja del baúl y entró a la librería.

Aspiró con gusto el olor a papel. Al fondo estaba Enrique, el dueño. Se saludaron con un beso. Habían sido amigotes cuando los dos hacían el cebecé. Enrique iba a ser antropólogo, pero al final no siguió nada y puso esa librería de viejo. Hacía como cuatro años que no lo veía. Lucho pensó que Enrique no había cambiado nada, un poco más pelado, la remera de Grínpis, y las sandalias. El ideal ascético de la Edad Media, pensó. Pero ojalá el pudiera estar tan tranquilo como Enrique, vendiendo libros, y hablando de ciencia ficción y películas de horror. Le dejó casi todos los libros que había en la caja, menos un ejemplar de "La comunidad organizada" autografiado por Evita, que había sido de su viejo, y "En busca de las penas perdidas", de Zafaroni, que metió en la carterita de cuero que ya hacía rato, desde que subiera al remís, llevaba colgada del hombro.

Agarró los sesenta pesos que le tendía Enrique, lo saludó y se fue caminando por Corrientes hasta Uriburu, y después paró en un bar sobre la esquina de Bartolomé Mitre. La cabeza le seguía doliendo, aunque menos. Pidió un vaso alto de caña y abrió la carterita y sacó los dos libros. En la cartera había una foto, que se había sacado con su padre y una libretita de espiral amarilla toda manoseada y con olor a viejo. Sonrió con melancolía.

En las primeras hojas estaban los nombres de casi todos los clientes de la imprenta de su viejo. Siguió pasando las hojas sin mirarlas, por hacer algo mientras se bajaba la caña que ya, más o menos, lo estaba acomodando. Se hizo un buche largo y cuando se lo estaba por tragar abrió grande los ojos ante dos cosas que había anotadas en una de las últimas hojas de la libreta: una frase de Víctor Frankl a la que no le prestó ninguna atención, pensando quién sería ese tipo. Sí le dio bola fue a lo que estaba escrito un renglón más abajo: Tuerto $ 500 y entre paréntesis algo casi ilegible. Parecía un nombre y un celular, eso seguro, por la cantidad de números.

Tomó otro trago y se puso a pensar, en el Tuerto y los $ 500, que era lo que le interesaba más, sobre todo en este momento en que, sacando las cuentas —cinco pesos de la caña, más ocho pesos de los Parisiennes que pensaba comprar ni bien saliera del bar—, su futuro capital rondaría los cuarenta mangos.

¡Claro! El Tuerto era el tipo aquel de la villa, frente a la cancha de San Lorenzo, que tenía cataratas en el ojo derecho, ¿cómo era el nombre?, que como no podía laburar más de punga por lo del ojo, se transformó en el jefe de los carteristas, las mecheras, los boteros y tipos que le hacían el cuento del tío a cualquier salame que anduviera desprevenido por la calle o saliera de un banco.

Otro trago. Ahora sí que lo tenía claro al tipo, si hasta le había presentado un patín. Yáquelin, un minón. Una morocha linda, alta, con dos flotadores adelante que no te alcanzaban las manos, con unos ojos verdes que brillaban como un semáforo. Yáquelin. Ese era el nombre todo borroneado que estaba en la libreta y el número era el celular de la mina.

Y esos quinientos pesos que estaban anotados en la libreta eran el resto de los honorarios de un caso, un preso al que le habían querido hacer comer un garrón. Había sacado buena plata de aquel juicio, más de tres lucas y esos $ 500 era el pucho que quedaba, que el Tuerto le iba dar una semana después. Eso había sido cuando Juan Carlos se fue en un tur a Camboriu y el se empezó a curtir a la Luli. Todavía estaba con Laura y hacía unos pocos meses que se había asociado en el estudio.

Se sintió más tranquilo y hasta alegre, casi. Pagó y fue caminando por Mitre hasta Rodríguez Peña a tomarse el ciento cincuenta que iba para Soldati.

Menos mal que el bondi iba vacío. Lucho se sentó en un asiento de uno, al fondo. Abrió la ventanilla y un vientito fresco le secaba el sudor. Sacó la libreta del bolso y se puso a leer lo de Frankl. Eso lo había anotado por Pepeluz, el primer cadete que tuvieron en el estudio, un tipo raro que andaba en el reiki y la bioenergética. Este Pepeluz le había hinchado las pelotas con esa frase y tanto le hinchó y lo jodió que terminó anotándola para que el tipo se dejara de embromar. Aunque era un tipo simpático, medio raro, eso sí.

Cuando el colectivo dobló por avenida Caseros pensó: ¿no tenían un nombre mejor para ponerle a esa avenida?

Volvió a leer y se puso a pensar en esa frase de Víctor Frankl, que vaya a saber quién carajo era. Aunque pensándolo bien, la frase tenía mucho de cosa abstracta, como aquellas cosas de Erich Fromm, que leían las minitas conchetas de la facu, ésas de yin, borcegos y casacas militares, muy en la onda Cortázar, que él solía levantarse antes de que se pusiera de novio con Laura. Y acordarse de Laura lo llevó a pensar en todos los despelotes que se había mandado, y poco a poco se fue amargando de tanto acordarse de los bolonquis.

Para salirse de todos esos recuerdos que lo amargaban volvió a leer lo de Víctor Frankl. A lo mejor el tipo ése tenía razón. Después de todo, filosofó, en qué consiste la vida de un tipo: comer, coger, la familia, el fulbo, los amigos, las minas. A lo mejor, para encontrarle sentido a la cosa había que pensar en abstracto, como decía aquel profesor del cebecé, un lindo pichón de gorila, el adjunto de Filo. Aunque como no iba a pensar en abstracto aquel tipo, un gordito petizo y bien fiero, al que ninguna mina le daría bola como no fuera que pelara una billetera bien llena. Le dio vueltas y vueltas a la cosa. Le parecía que la filosofía, desde ese lado, desde lo abstracto, no tenía ni ton ni son, algo así como ponerse a pensar en el sentido último del amor cuando tenés a la mina en bolas en la cama. Pero, pensó, algún sentido tiene que tener este bodrio. Aunque ya para ese entonces el colectivo agarraba por Avenida Cruz. Entonces Lucho dejó de filosofar y entró en el terreno de las cosas concretas: el Tuerto y los quinientos pesos que le debía.

Se paró y tocó el timbre cuando vio la cancha de San Lorenzo.

El negro Bola Ocho consolaba a la madre del Tuerto que lloraba a más no poder sentada al lado del cajón. Toti, afuera, hablaba con la Papa Negra, que era la mujer de Tarumba, y con dos o tres mecheras más:

—Sí, sí, ya sé que tenemos que hablar con el Rubio. Pero, ¿quién habla con el tipo ése?, es más brígido que la mierda y además, sólo arreglaba con el Tuerto.

—Todo lo que vos quieras—dijo la Papa Negra—, pero a Tarumba hay que despegarlo. Mirá si te hubiera tocado a vos, ¿eh?,.

De repente, todos miraron para la Avenida, al tipo ése, gordo y alto, de saco y colita que venía caminando para donde ellos estaban. Rati no parecía, aunque de la yuta podés esperar cualquier cosa, pensó Toti. El tipo fumaba lo más pancho mirando los ranchos de la villa, como si la junara. Cuando estuvo más cerca le resultó conocido, aunque no se acordaba de dónde. Cuando le escuchó la voz se acordó:

—Disculpen, buenas tardes. Ando buscando al Tuerto. —dijo Lucho.

¡Claro, éste era el boga que lo había sacado del embrollo aquel con que lo quiso embalurdar la taquería. Había sido un lío de merca que le quisieron enchufar sin comerla ni beberla. ¿De cuando él con drogas?, si toda la vida se había dedicado a meter los garfios. Y este tipo, el doctor, ¿como era que se llamaba.?, lo zafó en una semana, libre de culpa y cargo.

—Doctor, ¿no se acuerda de mí? —dijo Toti.

Lucho lo miró y se acordó enseguida. Se dieron la mano y Toti no lo soltaba, le apretaba la mano fuerte y les decía a la Papa Negra y a las otras mecheras:

—Este tipo es boga, es de primera. No saben como me zafó, ¿se acuerdan de aquel bardo de hace tres años?

Las mecheras se sonrieron y la Papa Negra, coqueta, se acomodó un mechón de pelo sobre la cara. Lucho, ya con las manos libres, preguntó señalando hacia el velorio:

— ¿Tenía familia el finado?

—El Tuerto era, doctor. No sabe como lo apreciaba, siempre hablaba de usted.

Lucho se vino abajo, tenía la moral por el piso. Toti lo miró y le dijo:

—Doctor, no se ponga así, son cosas de la vida. Lo importante es que no sufrió. Se fue para el otro barrio sin dolor. Venga, venga, que le presento a la madre.

A la media hora de haber llegado, Lucho, estaba en la Comisión Vecinal, con un vaso de ginebra en la mano, sentado al lado de la madre del Tuerto.

Toti y la Papa Negra se habían llegado al rancho donde siempre había vivido el Tuerto. Del cajón de una mesa de luz sacaron dos celulares. Después se pusieron a rebuscar en el ropero que estaba al lado de la cama.

— ¿Vos no sabés donde tenía el canuto el Tuerto?—dijo la Papa Negra.

Toti, de golpe se llevó la mano a la frente: — ¿Dónde va ser, Papa? En el biorsi, seguro que lo tenía ahí, si siempre que veníamos de laburar y le dábamos la guita se iba para el baño.

En el baño, afuera del rancho, al costado de una caja de madera que hacía de inodoro, entre una pila de diarios, había una latita. La abrieron, adentro había cinco mil pesos.

— ¿Vos creés que el tordo agarrrará viaje?—preguntó la Papa Negra.

—Seguro, este boga es de prima, vos no sabés Papa, es un fenómeno es.

Volvieron para el velorio y lo llamaron a Lucho afuera.

Cuando le explicaron la situación de Tarumba, Lucho dijo: —Si, yo entiendo, pero ahora no estoy laburando de boga—y se quedó callado, para qué les iba a explicar que hacía como dos años que no garpaba la matrícula en el Colegio de Abogados.

—No doctor, la cosa viene por otro lado. Lo que necesitamos es un tipo bien vovi que sepa hablar con la yuta—dijo Toti mientras le acercaba un celular. En la pantallita decía Rubio-Palermo y al lado un número largo.

Lucho habló con el Rubio y quedó en encontrarse en algún lugar. Antes de subir al remís la Papa Negra le dio la plata envuelta en papel de diario. Lucho la guardó en la carterita negra.

A las dos horas Lalín estacionaba el remís cerca de la Asociación Vecinal. Bajaron Tarumba y Lucho. Ya se había hecho casi de noche.

Al otro día, a la diez de la mañana, enterraron al Tuerto.

Antes de cerrar el cajón vino el padre Rodolfo, de la capilla de la villa y entre todos rezaron el rosario.

De vuelta del cementerio, Toti, Tarumba y la Papa Negra lo acompañaron a Lucho al rancho que había sido del Tuerto. Lucho durmió hasta las seis de la tarde. Cuando se despertó vio, sobre la mesa su ropa lavada.

Se vistió despacio. Se tocó la cara y se dijo que le hacía falta una afeitada. Debajo de un cenicero, en la mesa de luz, asomaban dos billetes de cien pesos.

Se sentó a la mesa y encendió un cigarrillo. De la cartera sacó la foto. Estaban él, su viejo y Raimundo. Era cuando recién se había recibido de abogado, en un asado en el sindicato de los gráficos. Sintió que se le humedecían los ojos. Sacó la libretita amarilla y leyó aquello que había escrito. Se acordó de Pepeluz.

Unos golpes en la puerta lo sorprendieron. Escuchó la voz de Toti y de una mujer.

Los hizo pasar.

—Doctor, dice la señorita que lo conoce.

La mujer era Yáquelin, que le sonreía y lo miraba con esos ojos verdes hermosos.

 

 

Autor:

José Carlos Celaya

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