¿Quién dijo que me fui si siempre estoy llegando?
Anibal Troilo
Con las manos apoyadas sobre el filo del mostrador, Lucho lo miraba a los ojos al dueño del hotel, y lo escuchaba sin ganas. Por qué no le agarraba el cheque y se dejaba de joder.
Pero no, el tipo no quería saber nada. O la plata, contante y sonante, o los dos bolsos se los quedaba él hasta que Lucho viniera con el importe de los últimos diez días que adeudaba de la pieza.
Después de escucharle toda la sanata Lucho le tendió la mano y le dijo que en un par de días tendría la guita y se llevaría los bolsos. Agarró el cheque, doblado en dos como una esquela, y se lo metió en uno de los bolsillos de adentro del saco. Y se fue. Cuando bajaba los tres escalones que separaban la entrada del hotel de la vereda de Irigoyen se pasó la palma de la mano derecha por el muslo del pantalón porque le pareció sentir que se le había quedado pegado algo de la mufa del tipo. Aunque en realidad, el que estaba mufado era él, pensó Lucho y desde hacía mucho tiempo.
¿Desde cuándo?
¿Desde que se casó?
¿Desde que se recibiera de abogado?
¿Desde que se peleara a las puteadas con Juan Carlos, su socio en el estudio?
¿Desde la muerte de su viejo?
Le costaba pensar y más con el sol pegándole sobre la cara. Se llevó una mano a la nuca. Le dolía la cabeza. Paró en el quiosquito de la esquina de Rioja y compró dos aspirinas sueltas y una coca chiquita y se zampó todo rápido. Se quedó un rato, unos cinco minutos, parado casi sobre el cordón, con las manos en la cintura, sin ver ni escuchar los colectivos y autos que pasaban a todo trapo por Rioja. Tendría que chupar menos, cada vez se despertaba peor. Las puntadas en la nuca empezaron a aflojar y recién ahí Lucho tomó conciencia del calor, del vientito que le refrescaba la cara, y del pedazo del mausoleo de Rivadavia que se veía desde donde él estaba.
Negro masón, pensó.
Y se acordó de las charlas sin parar durante toda la noche en el Ramos Mejía. Me van a cortar una gamba. Todo por el puto tabaco, decía su viejo, mientras tiraba el humo del cigarrillo para el lado de la ventana.
Se sonrió acordándose de eso mientras iba para la Estación de Once.
Después de escupir sobre el mausoleo le pareció que se le aliviaba un poco más el dolor de cabeza.
Se fueron bajando de a uno del remís, Toti en Puente Pacífico, Mochi un poco después y Tarumba casi a la entrada del subte. Lalin, el remisero, se fue con el coche.
Bajaron por separado por la escalera mecánica y llegaron al andén. Estaba lleno de gente. Muchos tipos de traje y minas bien vestidas y algunos pendejos con esas cosas en los oídos. Mejor, así era más fácil laburar. Cuando Mochi vio la luz por el agujero y escuchó el ruido que hacía el subte entrando a la estación echó una mirada distraída por todo el andén y vio a Toti y a Tarumba que también se aprontaban. Cuando se abrieron las puertas entró en un vagón y empezó a meter los ganchos en los bolsillos de los tipos, en las carteras de las minas. Justo antes de que se cerraran las puertas empezó a decir permiso, permiso, y se bajó. Hizo dos subtes más y cuando esperaba otro, estaba contento, tocándose los bolsillos del pantalón y la campera. Calculaba la guita que había ganado.
De golpe, vio que en el medio del andén se amontonaba la gente cuando Tarumba se caía al suelo. Le había agarrado una chiripiorca. Estuvo seguro de que iba a haber un quilombo, sobre todo cuando escuchó que alguien decía hay que llamar a un médico. Cagamos, pensó, mientras rajaba para la salida.
Puta carajo, justo en ese momento le tenía que dar el ataque. Hacía como dos años que a Tarumba no le agarraba uno pensó, mientras caminaba por Santa Fe para el Macdónal.
En una de las mesas de la ventana estaba Lalín tomándose una sevená. Casi detrás suyo llegó Toti. Pagaron y se fueron para el remís.
Parado en el tren lleno de gente Lucho se acordaba de Luli y de las encamadas y le agarraba una cosa en la entrepierna. Ese culito hermoso. "No, gordito, por atrás y pegáme, eso, eso, pegáme" y él le pegaba con la mano abierta sobre las nalgas y Luli gritaba y él se calentaba más y. No, pero no. No tenía que haber mezclado las cosas. Luli era la secretaria de Juan Carlos. Pero eso no era nada, se la hubieran podido seguir curtiendo los dos y no hubiera pasado nada.
El tren paró. En Villa Luro subió más gente. Le empezó a dar calor y sentía húmedos los sobacos. Sacó el pañuelo y se lo pasó por el cuello y por la frente.
No tendría que haberse separado de Laura. Y menos irse a vivir con Luli. El boludo fue él, si sabía que era una pendeja calentona y zarpada. Por eso empezaron los problemas con Juan Carlos. Aunque pensándolo bien el quilombo venía desde antes.
Página siguiente |