Las doctrinas hindúes – por Abd Al-Wahid Yahia – René Guénon (página 2)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
Dicho esto, habría que preguntarse ahora hasta qué punto se puede hablar del Budismo en general, como se tiene la costumbre de hacerlo, sin exponerse a cometer múltiples confusiones; para evitar éstas se debería, al contrario, cuidar de precisar siempre de cuál Budismo se trata, pues de hecho, el Budismo ha comprendido y comprende aún un gran número de ramas o escuelas diferentes, y no se puede atribuir a todas indistintamente lo que pertenece propiamente a una u otra de ellas. Estas escuelas pueden, en conjunto, clasificarse en dos grandes divisiones que llevan los nombres de "Mahâyâna" y de "Hînayâna", que se traducen comúnmente por "Gran Vehículo" y por "Pequeño Vehículo", pero más exacto y a la vez más claro son "Gran Vía" y "Pequeña Vía"; vale más guardar estos nombres, que los designan auténticamente, que substituirlos por denominaciones como éstas de "Budismo del Norte" y de "Budismo del Sur", que solamente tienen un valor puramente geográfico, bastante indefinido, y que no caracterizan en modo alguno las doctrinas en cuestión. Sólo el Mahâyâna puede ser considerado como representando verdaderamente una doctrina completa, comprendiendo su lado propiamente metafísico, y constituyendo su parte superior y central; al contrario, el Hînayâna aparece como una doctrina reducida en cierto modo a su aspecto más exterior y no yendo más allá de lo que es accesible a la generalidad de los hombres, lo que justifica su denominación, y, naturalmente, es en esta rama disminuida del Budismo, cuyo representante más típico es actualmente el Budismo de Ceilán, donde se han producido las desviaciones a las cuales hemos hecho alusión anteriormente. Es ahí donde los orientalistas invierten verdaderamente las relaciones normales; quieren que las escuelas más desviadas, las que llevan más lejos la heterodoxia, sean la expresión más auténtica del Hînayâna, y que el Hînayâna mismo sea propiamente el Budismo primitivo, o por lo menos, su continuación regular, con exclusión del Mahâyâna que sería, según ellos, solamente el producto de una serie de alteraciones y de agregados más o menos tardíos. Con eso, no hacen más, en suma, que seguir las tendencias antitradicionales de su propia mentalidad, que naturalmente les lleva a simpatizar con todo lo heterodoxo, y se conforman también más particularmente con esta falsa concepción, casi generalizada en los occidentales modernos, según la cual lo que es más sencillo, diríamos mejor, lo que es más rudimentario, tiene que ser por esto mismo lo más antiguo; con semejantes prejuicios, no se les ocurre que lo verdadero podría ser justamente todo lo contrario. En estas condiciones, está permitido preguntarse qué extraña caricatura se ofreció a los occidentales en representación del verdadero Budismo, tal como lo habría formulado su fundador, y no podemos menos de sonreír al pensar que es esta caricatura la que llegó a ser un objeto de admiración para muchos de entre ellos y los sedujo a tal punto que algunos no han vacilado en proclamar su adhesión, puramente teórica e "ideal", a este Budismo que parece ser tan extraordinariamente conforme a su mentalidad "racionalista" y "positivista".
Entiéndase bien, cuando decimos que el Mahâyâna debía estar incluido en el Budismo desde su origen, esto debe ser entendido de lo que podríamos llamar su esencia, independientemente de las formas más o menos especiales que son propias a sus diferentes escuelas; estas formas son secundarias, pero son todo lo que el "método histórico" permite ver en ellas, y es eso lo que da una apariencia de justificación a las afirmaciones de los orientalistas cuando dicen que el Mahâyâna es "tardío" o que no es más que un Budismo "alterado". Lo que complica todavía las cosas es que el Budismo, al salir de la India, se ha modificado en cierta medida, y de modos diferentes, y que además forzosamente tenía que modificarse así para adaptarse a medios muy diferentes; pero toda la cuestión reside en saber hasta dónde llegan esas modificaciones, y no parece ser muy fácil el resolverla, sobre todo para aquellos que no tienen casi ninguna idea acerca de las doctrinas tradicionales con las cuales estuvo en contacto. Es así particularmente para el Extremo Oriente, donde el Taoísmo ha manifiestamente influido ciertas ramas del Mahâyâna, por lo menos en cuanto atañe a sus modalidades de expresión; especialmente la escuela del Zen, adoptó métodos cuya inspiración taoísta es completamente evidente. Este hecho puede explicarse por el carácter particular de la tradición extremo-oriental, y por la separación profunda que existe entre sus dos partes, interior y exterior, es decir entre el Taoísmo y el Confucianismo; en estas dos condiciones el Budismo podía, en cierto modo, situarse en un dominio intermedio entre el uno y el otro, y se puede aun decir que en ciertos casos ha servido verdaderamente de "envoltura exterior" al Taoísmo, lo cual permitió a éste permanecer siempre cerrado, mucho más fácilmente de lo que hubiera podido ser sin ello. Es lo que también explica que el Budismo extremo-oriental haya asimilado ciertos símbolos de origen taoísta, y que, por ejemplo, haya identificado a veces Kwan-yin a un Bodhisattwa, o más precisamente a un aspecto femenino de Avalokiteshwara, en razón de la función "providencial" que les es común; y ésto, anotémoslo bien de pasada, causó otra equivocación de los orientalistas, quienes en su mayor parte conocen al Taoísmo sólo de nombre: se han imaginado que Kwan-yin pertenecía propiamente al Budismo, y parecen ignorar completamente su proveniencia esencialmente taoísta. De todos modos, es costumbre muy suya, cuando se encuentran en presencia de algo cuyo carácter u origen no saben determinar exactamente, salir del paso aplicándole el rótulo de "búdico"; es un medio bastante cómodo de disimular su perplejidad más o menos consciente, y ellos apelan tanto más gustosos a este recurso, por cuanto, en virtud del monopolio de hecho que han llegado a establecer en su provecho, están casi seguros que nadie vendrá a contradecirlos; ¿qué pueden temer a este respecto gentes que establecen el principio de que no hay verdadera competencia en el orden de estudio en cuestión, salvo la que se adquiere en su escuela? Es evidente, además, que todo lo que ellos declaran así como "búdico" al gusto de su fantasía, como también aquello que lo es realmente, no es en todo caso para ellos sino "Budismo alterado"; en un manual de historia de las religiones que ya hemos mencionado, y donde el capítulo relativo a la China evidencia por otra parte en su conjunto una incomprehensión harto lamentable, se declara que "del Budismo primitivo no queda en China más que el nombre"[2], y que las doctrinas que existen ahí actualmente, tienen del Budismo sólo el nombre; esto sería completamente exacto si por "Budismo primitivo" se entiende lo que los orientalistas presentan como tal, pero primeramente habría que saber bien si se debe aceptar la concepción que ellos se hacen de él o si por el contrario no es ésta la que representa efectivamente un Budismo degenerado.
La cuestión de las relaciones del Budismo con el Taoísmo es relativamente fácil de elucidar, a condición, bien entendido, de saber lo que es el Taoísmo; pero debe admitirse que hay problemas más complejos que éste: es sobre todo el caso cuando no se trata de elementos pertenecientes a tradiciones ajenas a la India, sino de elementos hindúes, a cuyo respecto puede ser difícil decir si estuvieron siempre más o menos estrechamente asociados al Budismo, por el hecho mismo del origen indio de éste, o si se incorporaron después en algunas de sus formas. Es así, por ejemplo, para los elementos shivaistas que tan gran lugar ocupan en el Budismo tibetano, designado comúnmente con el nombre poco correcto de "Lamaísmo"; por otra parte, eso no es exclusivamente particular al Tíbet, pues se encuentra también en Java un Shiva-Buda que prueba una asociación parecida llevada tan lejos como ha sido posible. De hecho, la solución de esta cuestión podría encontrarse en el estudio de las relaciones del Budismo, aún original, con el Tantrismo; pero este último está tan mal conocido en Occidente, que casi sería inútil hablar de él sin entrar en consideraciones demasiado largas que no pueden caber aquí; así pues, nos limitaremos a esta simple indicación, por la misma razón que nos indujo, cuando enumeramos las grandes divisiones del Oriente, a no hacer más que una breve mención de la civilización tibetana, a pesar de su importancia.
Nos queda todavía un último punto por tratar, aunque sea tan sólo someramente: ¿por qué motivo se difundió tanto el Budismo fuera de su país de origen y tuvo un éxito tan rotundo a pesar de que, en este mismo país, degeneró bastante rápidamente terminando por extinguirse y no es precisamente en esta difusión fuera de su país donde residiría la verdadera razón de ser del Budismo mismo? Lo que queremos decir es que el Budismo parece haber sido realmente destinado a pueblos no indios; era sin embargo necesario que tuviese su origen en el Hinduismo mismo, a fin de que adquiriera los elementos que debían ser transmitidos en otras partes, después de una adaptación necesaria; pero, una vez cumplida esa misión, era normal que desapareciera de la India donde no estaba en su verdadero lugar. Podríase, a este respecto, hacer una comparación bastante acertada entre la situación del Budismo con relación al Hinduismo y del Cristianismo con relación al Judaísmo, con la condición, bien entendido, de tener siempre en cuenta las diferencias de los puntos de vista sobre los cuales hemos insistido. En todo caso, esta consideración es la única que permite reconocer al Budismo, sin cometer un ilogismo, el carácter de doctrina tradicional que es imposible negar por lo menos al Mahâyâna, al mismo tiempo que la heterodoxia no menos evidente de las últimas y desviadas formas del Hinâyâna; y ella explica también lo que ha podido ser realmente la misión de Buda. Si éste hubiera enseñado la doctrina heterodoxa que le atribuyen los orientalistas, sería completamente inconcebible que numerosos Hindúes ortodoxos no vacilen en considerarlo como un Avatâra, es decir, como una "manifestación divina", por cuanto lo que de él se refiere presenta en efecto todos sus caracteres; es cierto que los orientalistas, que saben apartar sin oír razones todo lo que es de orden "no-humano", pretenden que esto es "una leyenda", es decir algo desprovisto de todo valor histórico, y que es aún ajeno al "Budismo primitivo"; pero si se descartan estos trazos "legendarios", ¿qué queda del fundador del Budismo en cuanto a su individualidad puramente humana? Sin duda sería muy difícil decirlo, pero la critica occidental no se arredra ante tan poca cosa, y, para escribir una vida de Buda acomodada a su criterio, se llega, con Oldenberg, hasta sentar como principio que los "indo-germanos no admiten el milagro"; ¿cómo puede uno guardar su seriedad ante tales afirmaciones? Esta supuesta "reconstrucción" histórica de la vida del Buda vale justo tanto como la de su doctrina "primitiva", y procede enteramente de los mismos prejuicios; en la una como en la otra, se trata ante todo de suprimir todo lo que molesta a la mentalidad moderna, y es merced a este procedimiento eminentemente simplista como esta gente se imagina lograr la verdad.
No diremos nada más sobre el particular, puesto que no es el Budismo lo que nos hemos propuesto estudiar aquí y que en suma nos bastaba "situarlo" con relación a las doctrinas hindúes, por una parte, y, por otra parte, con relación a los puntos de vista occidentales a los cuales se trata de asimilarlo más o menos indebidamente. Podemos pues, después de esta digresión, volver a las concepciones propiamente hindúes, pero no lo haremos sin formular antes una última reflexión que en cierto modo podrá servir de conclusión a todo lo que se acaba de decir: si los orientalistas, que por así decir se han "especializado" en el Budismo, cometen a su respecto tantos graves errores, ¿qué puede valer lo que dicen de las otras doctrinas, que para ellos siempre han sido solamente cosa de estudios secundarios y casi accidentales" con relación a aquél?
Capítulo V:
La Ley de Manú
Entre las nociones que son susceptibles de causar gran perplejidad a los occidentales, porque no tienen equivalente entre ellos, se puede citar la que está expresada en sánscrito por la palabra dharma; sin duda, no faltan traducciones propuestas por los orientalistas, pero la mayoría son groseramente aproximativas o hasta del todo erróneas, siempre en razón de las confusiones de puntos de vista que ya señalamos. Así pues, se quiere a veces traducir "dharma" por "religión", mientras que el punto de vista religioso no se aplica aquí; pero, al mismo tiempo, se debe reconocer que no es la concepción de la doctrina, que por error se supone religiosa, lo que esta palabra designa propiamente. Por otra parte, si se trata de la realización de los ritos, que tampoco tienen el carácter religioso, se les designa, en su conjunto, con otra palabra: karma, que se toma entonces en una acepción especial, técnica en cierto modo, porque su sentido general es el de "acción". Para los que quieren a toda costa ver una religión en la tradición hindú, quedaría entonces lo que creen que es la moral, y ésta es la que precisamente se llamaría "dharma"; de aquí, según los casos, interpretaciones diferentes y más o menos secundarias como las de "virtud", "mérito", o "deber", nociones todas exclusivamente morales en efecto, pero que, por esto mismo, no traducen de ningún modo la concepción de que se trata. El punto de vista moral, sin el cual estas nociones están desprovistas de sentido, no existe en la India; ya hemos insistido en ello de manera suficiente, y hasta indicamos que el Budismo, único capaz de introducirla, no había llegado hasta ahí en la vía del sentimentalismo. Por otra parte, estas mismas nociones, notémoslo de paso, no son todas igualmente esenciales desde el punto de vista moral; queremos decir que hay algunas que no son comunes a toda concepción moral: así, por ejemplo, la idea de deber o de obligación está ausente en la mayoría de las morales antiguas, principalmente en la de los estoicos; sólo entre los modernos, y sobre todo después de Kant, llegó a desempeñar un papel preponderante. Lo que importa hacer notar a este propósito, porque es una de las fuentes de error más comunes, es que ideas o puntos de vista que se han vuelto habituales tienden por esto mismo a parecer esenciales; por esto se esfuerzan en trasladarlas en la interpretación de todas las concepciones, aun de las más alejadas en el tiempo y en el espacio y, sin embargo, no habría a menudo necesidad de remontar muy lejos para descubrir su origen y su punto de partida.
Dicho esto para alejar falsas interpretaciones que son las más corrientes, trataremos de indicar, tan claramente como sea posible, lo que hay que entender realmente por dharma. Como lo muestra el sentido de la raíz verbal "dhri" de la que se deriva, esta palabra, en su significado más general, no designa más que una "manera de ser"; es, si se quiere, la naturaleza esencial de un ser, comprendiendo todo el conjunto de sus cualidades o propiedades características, y determinando, por las tendencias o las disposiciones que ella implica, la manera de comportarse de este ser, sea en totalidad, sea con relación a cada circunstancia particular. La misma noción se puede aplicar, no ya sólo a un ser único sino a una colectividad organizada, a una especie, a todo el conjunto de los seres de un ciclo cósmico o de un estado de existencia, o hasta al orden total del Universo; es entonces, en uno u otro grado, la conformidad a la naturaleza esencial de los seres, realizada en la constitución jerárquicamente ordenada de su conjunto; es también, por consecuencia, el equilibrio fundamental, la armonía integral que resulta de esta jerarquización, a lo que se reduce por lo demás la noción misma de "justicia", cuando se la despoja de su carácter específicamente moral. Considerada así como principio de orden, por lo tanto como organización y disposición interior, para un ser o para un conjunto de seres, dharma puede, en un sentido, oponerse a karma, que no es más que la acción por la cual esta disposición se manifestará exteriormente, con tal que la acción sea normal, es decir conforme a la naturaleza de los seres y de sus estados y a las relaciones que de ellos se derivan. En estas condiciones, lo que es "adharma" no es el "pecado" en el sentido teológico, como tampoco el "mal" en el sentido moral, nociones que son tan extrañas una y otra al espíritu hindú; es simplemente la "no-conformidad" con la naturaleza de los seres, el desequilibrio, la ruptura de la armonía, la destrucción o la inversión de las relaciones jerárquicas. Indudablemente, en el orden universal, la suma de todos los desequilibrios particulares concurre siempre al equilibrio total, que nada podría romper; pero, en cada punto tomado aparte y en sí mismo, el desequilibrio es posible y concebible, y, ya sea en la aplicación social o en otra, no es necesario atribuirle el menor carácter moral para definirlo como contrario, según su alcance propio, a la "ley de armonía" que rige a la vez el orden cósmico y el orden humano. Precisado así el sentido de la "ley", y separado de todas las aplicaciones particulares y derivadas a que puede dar lugar, podemos aceptar esta palabra "ley" para traducir dharma, de una manera imperfecta todavía sin duda, pero menos inexacta que los otros términos tomados a las lenguas occidentales; sólo que, una vez más, no se trata en absoluto de ley moral, las mismas nociones de ley científica y de ley social o jurídica, no se refieren aquí sino a casos especiales.
La "ley" puede ser considerada en principio como un "querer universal", por una transposición analógica que no deja subsistir en tal concepción nada de personal, ni, con mayor razón, nada de antropomórfico. A la expresión de este querer en cada estado de la existencia manifestada se le designa como Prajâpati o el "Señor de los seres producidos"; y, en cada ciclo cósmico especial, este mismo querer se manifiesta como el "Manú" que da a este ciclo su propia ley. Este nombre de "Manú" no debe tomarse pues por el de un personaje mítico, legendario o histórico; es propiamente la designación de un principio, que se podría definir, según el significado de la raíz verbal "man", como "inteligencia cósmica" o "pensamiento reflejado del orden universal". Este principio es considerado, por otra parte, como el prototipo del hombre, al que se denomina "manava" cuando se le considera esencialmente como "ser pensante", caracterizado por la posesión del "manas", elemento mental o racional; la concepción del "Manú" es pues equivalente, por lo menos bajo ciertos aspectos, a la que otras tradiciones, principalmente la Qabbalah hebraica y el esoterismo musulmán, designan como el "Hombre universal", y a lo que el Taoísmo llama "Rey". Hemos visto antes que el nombre de Vyâsa designa, no a un hombre, sino a una función; sólo que es una función histórica en cierto modo, mientras que aquí se trata de una función cósmica, que no podrá volverse histórica sino en su aplicación especial al orden social, y sin que por, por lo demás, esto mismo suponga alguna "personificación". En suma, la "ley de Manú", para un ciclo o para una colectividad cualquiera, no es otra cosa que la observación de las relaciones jerárquicas naturales que existen entre los seres sometidos a las condiciones especiales de este ciclo de esta colectividad, con el conjunto de prescripciones que de ella resultan normalmente. Por lo que hace a la concepción de los ciclos cósmicos, no insistiremos aquí en ella, tanto más cuanto que, para hacerla fácilmente inteligible, se necesitaría entrar en muy largas explicaciones; diremos nada más que hay entre ellos, no una sucesión cronológica, sino un encadenamiento lógico y causal, estando determinado cada ciclo en su conjunto por el antecedente y determinando a su vez el consecuente, por una producción continua, sometida a la ley de armonía que estableció la analogía constitutiva de todos los modos de la manifestación universal.
Cuando se llega a la aplicación social, la "ley", tomando su acepción específicamente jurídica, podrá ser formulada en un "shâstra" o código, que, en tanto que exprese el "querer cósmico" en su grado particular, será referida a Manú o, más precisamente al Manú del ciclo actual; pero naturalmente, esta atribución no hace del Manú el autor del "shâstra", por lo menos en el sentido ordinario en que se dice que una obra puramente humana es de tal o cual autor. Aquí también, como para los textos védicos, no hay pues origen histórico rigurosamente asignable y, por lo demás, como lo hemos explicado, la cuestión de este origen es de importancia nula desde el punto de vista doctrinal; pero hay una gran diferencia que señalar entre los dos casos: mientras que los textos védicos son designados por el término "shruti", por ser el fruto de una inspiración directa, el "dharma-shâstra" sólo pertenece a la clase de escritos tradicionales llamada "smriti", cuya autoridad es menos fundamental, y que comprende igualmente los Purânas y los Itihâsas, donde la erudición occidental no ve más que poemas "míticos" y "épicos", ya que no puede percibir el sentido simbólico profundo que hace de ellos algo más que "literatura". La distinción entre "shruti" y "smriti" equivale, en el fondo, a la de la intuición intelectual pura e inmediata, que se aplica exclusivamente al dominio de los principios metafísicos, y la de la conciencia reflejada, de naturaleza racional, que se ejerce sobre los objetos de conocimiento que pertenecen al orden individual, como es el caso cuando se trata de aplicaciones sociales o de otra especie. A pesar de ello, la autoridad tradicional del dharma-shastra no viene de los autores humanos que hayan podido formularla, oralmente al principio sin duda, por escrito después y, por tal razón, estos autores han permanecido desconocidos e indeterminados; viene exclusivamente de lo que verdaderamente hace la expresión de la "Ley de Manú", es decir, de su conformidad con el orden natural de las existencias que está destinado a regir.
Capítulo VI:
Principio de la institución de las castas
En apoyo de lo que hemos expuesto en el capítulo precedente, agregaremos algunas precisiones en lo que se refiere a la institución de las castas, de importancia primordial en la "Ley de Manú", y tan profundamente incomprendida por la generalidad de los europeos. Daremos desde luego esta definición: la casta, que los Hindúes designan indiferentemente por una u otra de estas dos palabras, "jâti" y "varna", es una función social determinada por la naturaleza propia de cada ser humano. La palabra varna, en su sentido primitivo, significa "color", y algunos han querido encontrar en ello una prueba o por lo menos un indicio del hecho supuesto de que la distinción de castas estuvo fundada en su origen sobre diferencias de raza; pero no es así, porque la misma palabra tiene, por extensión, el sentido de "cualidad" en general, de donde su empleo analógico para designar la naturaleza particular de un ser, lo que se puede llamar su "esencia individual", y esto es lo que determina la casta, sin que la consideración de la raza intervenga más que como uno de los elementos que pueden influir en la constitución de la naturaleza individual. En cuanto a la palabra jâti, su sentido propio es el de "nacimiento", y de esto se pretende concluir que la casta es esencialmente hereditaria, lo que también es un error: si es lo más a menudo hereditaria de hecho, no lo es estrictamente en principio, pudiendo ser preponderante en la mayoría de los casos el papel de la herencia en la formación de la naturaleza individual, pero no siendo sin embargo de ningún modo exclusivo; esto exige algunas explicaciones complementarias.
El ser individual es considerado, en su conjunto, como un compuesto de dos elementos, llamados respectivamente nâma, el nombre, y rûpa, la forma; estos dos elementos son en suma la "esencia" y la "sustancia" de la individualidad, o lo que la escuela aristotélica llama "forma" y "materia", teniendo estos dos términos un sentido técnico muy diferente de su acepción ordinaria; hay que hacer notar también que el de "forma", en lugar de designar el elemento que llamamos así para traducir el sánscrito rûpa, designa entonces por el contrario el otro elemento, el que es propiamente la "esencia individual". Hay que agregar que la distinción que acabamos de indicar, aunque análoga a la del alma y del cuerpo entre los occidentales, está lejos de equivaler a ella rigurosamente: la forma no es de manera exclusiva la forma corporal, aunque no nos sea posible insistir aquí acerca de este punto; en cuanto al nombre, lo que representa es el conjunto de todas las cualidades o atributos característicos del ser considerado. Hay motivo para hacer enseguida otra distinción en el interior de la "esencia individual" "nâmika", lo que se relaciona con el nombre, en un sentido más restringido, o lo que debe expresar el nombre particular de cada individuo, es el conjunto de cualidades que pertenecen en propiedad a éste, sin que las tenga de otra cosa que de sí mismo; "gotrika", lo que pertenece a la raza o a la familia, es el conjunto de las cualidades que tiene el ser de su herencia. Se podría encontrar una representación analógica de esta segunda distinción en la atribución de un "nombre" a un individuo, que le es especial, y de un "apellido"; habría, por lo demás, mucho que decir sobre el significado original de los nombres y sobre lo que deberían estar normalmente destinados a expresar, pero estas consideraciones no entran en nuestro designio actual; nos limitaremos a indicar que la determinación del nombre verdadero se confunde en principio con la de la naturaleza individual. El "nacimiento", en el sentido del sánscrito jâti, es la resultante de los dos elementos nâmika y gotrika: hay que tener en cuenta, pues, la parte de la herencia, y puede ser considerable, pero también la parte de aquello por lo que el individuo se distingue de sus padres y de los otros miembros de su familia. Es evidente, en efecto, que no hay dos seres que presenten exactamente el mismo conjunto de cualidades, ya sea físicas, ya psíquicas: al lado de lo que les es común, hay también lo que los diferencia; los mismos que quisieran explicar todo en el individuo por la influencia de la herencia, estarían muy apurados sin duda para aplicar su teoría a un caso particular cualquiera; esta influencia no se puede negar, pero existen otros elementos que hay que tener en cuenta, como lo hace precisamente la teoría que vamos a exponer.
La naturaleza propia de cada individuo comprende necesariamente, desde el origen, todo el conjunto de las tendencias y disposiciones, que se desarrollarán y se manifestarán durante el curso de su existencia y que determinarán principalmente, puesto que es de lo que se trata más especialmente aquí, su aptitud para tal o cual función social. El conocimiento de la naturaleza individual debe permitir, pues, asignar a cada ser humano la función que le conviene en razón de esta misma naturaleza, o, en otros términos, el sitio que debe ocupar normalmente en la organización social. Se puede concebir fácilmente que éste es el fundamento de una organización realmente jerárquica es decir estrictamente conforme a la naturaleza de los seres, según la interpretación que hemos dado de la noción de dharma; los errores de aplicación, siempre posibles sin duda, y sobre todo en los períodos de oscurecimiento de la tradición, no disminuyen en nada el valor del principio, y se puede decir que la negación de éste implica, teóricamente por lo menos, si no siempre prácticamente, la destrucción de toda jerarquía legítima. Se ve al mismo tiempo cuán absurda es la actitud de los europeos que se indignan de que un hombre no pueda pasar de su casta a una casta superior: esto no implicaría, en realidad, ni más ni menos que un cambio de naturaleza individual, es decir que este hombre debería cesar de ser él mismo para volverse otro hombre, lo cual es una imposibilidad manifiesta; lo que un ser es potencialmente desde su nacimiento, lo será durante su existencia individual toda entera. La cuestión de saber el porqué un ser es lo que es y no otro ser, es por lo demás de las que no hay que plantearse; la verdad es que cada uno, según su naturaleza propia, es un elemento necesario de la armonía total universal. Sólo que es muy cierto que consideraciones de este género son completamente extrañas a los que viven en sociedades cuya constitución carece de principio y no descansa sobre ninguna jerarquía, como las sociedades occidentales modernas, en las que todo hombre puede cumplir casi indiferentemente las funciones más diversas, comprendidas aquellas para las que está menos adaptado, y en las que, además, la riqueza material ocupa casi exclusivamente el lugar de toda superioridad efectiva.
De lo que hemos dicho sobre el significado del dharma resulta que la jerarquía social debe reproducir analógicamente, según sus condiciones propias, la constitución del "Hombre universal"; entendemos por esto que hay correspondencia entre el orden cósmico y el orden humano, y que esta correspondencia, que se encuentra naturalmente en la organización del individuo, ya se le considere en su integridad o simplemente en su parte corporal, debe ser realizada igualmente, bajo el modo que le conviene de manera especial, en la organización de la sociedad. La concepción del "cuerpo social" con órganos y funciones comparables a las de un ser vivo, es familiar a los sociólogos modernos; pero éstos han ido mucho más lejos en este sentido, olvidando que correspondencia y analogía no quieren decir asimilación e identidad, y que la comparación legítima entre los dos casos debe dejar subsistir una diversidad necesaria en las modalidades de aplicación respectivas; además, ignorando las razones profundas de la analogía, no han podido nunca sacar una conclusión valedera en cuanto al establecimiento de una verdadera jerarquía. Hechas estas reservas, es evidente que las expresiones que podrían hacer creer en una asimilación deberán ser tomadas en un sentido puramente simbólico, como lo son también las designaciones tomadas de las diversas partes del individuo humano cuando se las aplica analógicamente al "Hombre universal". Estas observaciones bastan para comprender sin dificultad la descripción simbólica del origen de las castas, tal como se encuentra en numerosos textos, y desde luego en el Purusha-sûkta del Rig-Vêda: De Purusha, el brahmán fue la boca, el kshatriya los brazos, el vaishya las caderas; el shûdra nació bajo sus pies"[3]. Se encuentra aquí la enumeración de las cuatro castas cuya distinción es el fundamento del orden social, y que son susceptibles de subdivisiones secundarias más o menos numerosas: los brahmanes representan esencialmente la autoridad espiritual e intelectual; los kshatriyas, el poder administrativo, que comprende a la vez las atribuciones judiciales y militares, y en el que la función regia es el grado más alto; los vaishyas, el conjunto de las diversas funciones económicas en el sentido más amplio de esta palabra, incluyendo las funciones agrícolas, industriales, comerciales y financieras; en cuanto a los shûdras, realizan todos los trabajos necesarios para asegurar la subsistencia puramente material de la colectividad. Importa agregar que los brahmanes no son en manera alguna "sacerdotes" en el sentido occidental y religioso de esta palabra: sin duda, sus funciones comprenden la realización de los ritos de diferentes órdenes, porque deben poseer los conocimientos necesarios para dar a estos ritos toda su eficacia; pero comprenden también; y antes que todo, la conservación y la, transmisión regular de la doctrina tradicional; por lo demás, en la mayoría de los pueblos antiguos, la función de enseñanza, que figura la boca en el simbolismo precedente, era vista igualmente como la función sacerdotal por excelencia, por el hecho mismo de que toda la civilización descansaba sobre un principio doctrinal. Por la misma razón, las desviaciones de la doctrina aparecen generalmente como ligadas a una subversión de la jerarquía social, como es de notar particularmente en el caso de tentativas hechas en diversas ocasiones por los kshatriyas para deshacerse de la supremacía de los brahmanes, supremacía cuya razón de ser aparece claramente por todo lo que hemos dicho sobre la verdadera naturaleza de la civilización hindú. Por otra parte, para completar las consideraciones que acabamos de exponer someramente, habría oportunidad de señalar las huellas que estas concepciones tradicionales y primordiales han dejado en las antiguas instituciones de Europa, principalmente en lo que se refiere a la investidura del "derecho divino" conferida a los reyes, cuyo papel era visto en su origen, así como lo indica la misma raíz de la palabra "rex", como esencialmente regulador del orden social; pero sólo podemos anotar estas cosas de paso, sin insistir en ellas tanto como seria conveniente quizá para hacer resaltar su interés.
La participación en la tradición no es plenamente efectiva sino para los miembros de las tres primeras castas; es lo que expresan las diversas designaciones que les son reservadas exclusivamente, como las de "ârya", que ya mencionamos, y de "dwija" o "dos veces nacido"; la concepción del "segundo nacimiento", entendida en un sentido puramente espiritual, es de aquellas que son comunes a todas las doctrinas tradicionales, y el Cristianismo presenta, en el rito del bautismo, el equivalente en modo religioso. Para los shûdras, su participación es sobre todo indirecta y como virtual, porque generalmente resulta de sus relaciones con las castas superiores; por lo demás, para reanudar la analogía del "cuerpo social", su papel no constituye propiamente una función vital, sino una actividad mecánica en cierto modo, y por ello se les representa como nacidos, no de una parte del cuerpo de "Purusha", o del "Hombre universal"; sino de la tierra que está bajo sus pies, y que es el elemento en el cual se elabora el alimento corporal. A propósito de esta misma representación, debemos hacer notar también que la distinción de las castas es aplicada a veces, por la transposición analógica, no sólo al conjunto de los seres humanos, sino al de todos los seres animados e inanimados que comprende la naturaleza entera, de igual modo que está dicho que estos seres nacieron todos de Purusha[4](2); por ello el brahmán está considerado como el tipo de los seres inmutables, es decir superiores al cambio, y el kshatriya como el de los seres móviles o sometidos a un cambio, porque sus funciones se refieren respectivamente al orden de la contemplación y al de la acción. Ello nos revela cuáles son las cuestiones de principio implicadas en todo esto, y cuyo alcance supera en mucho los límites del dominio social, en el cual su aplicación ha sido considerada aquí más particularmente; expuesta así lo que es esta aplicación en la organización tradicional de la civilización hindú, no nos detendremos más en el estudio de las instituciones sociales, porque no es el objeto principal de la presente exposición
Capítulo VII:
El Principio supremo, total y universal, que las doctrinas religiosas del Occidente llaman "Dios", ¿debe ser concebido como impersonal o como personal? Esta cuestión puede dar lugar a discusiones interminables y, por lo demás, sin objeto, porque procede de concepciones parciales e incompletas, que sería vano tratar de conciliar sin elevarse por encima del dominio especial, teológico o filosófico, que es propiamente el suyo. Desde el punto de vista metafísico, hay que decir que este Principio es a la vez impersonal y personal, según el aspecto bajo el cual se le considere; impersonal o, si se quiere, "supra-personal" en sí; personal con relación a la manifestación universal, pero, bien entendido, sin que esta "personalidad divina" presente el menor carácter antropomórfico, porque hay que guardarse de confundir "personalidad" e "individualidad". La distinción fundamental que acabamos de formular, y por la cual las contradicciones aparentes de puntos de vista secundarios y múltiples se resuelven en la unidad de una síntesis superior, está expresada por la metafísica extremo-oriental como la distinción del "No-Ser" y del "Ser"; esta distinción tiene igual precisión en la doctrina hindú, como lo requiere la identidad esencial de la metafísica pura bajo la diversidad de formas de que puede estar revestida. El principio impersonal, por lo tanto, absolutamente universal, es designado como "Brahma"; la "personalidad divina", que es una determinación o una especificación suya, y que implica un grado menor de universalidad, tiene por nombre más general "Ishwara". Brahma, en su Infinitud, no puede ser caracterizado por ninguna atribución positiva, lo que se expresa diciendo que es "nirguna" o "más allá de toda calificación" y también "nirvishêsha" o "más allá de toda distinción"; por el contrario, Ishwara se llama "saguna" o "cualificado", y "savishesha" o "concebido distintivamente", porque puede recibir tales atribuciones, que se obtienen por una transposición analógica, en lo universal, de las diversas cualidades o propiedades de los seres de los cuales es el principio. Es evidente que se puede concebir así un número indefinido de "atributos divinos", y que, por lo demás, se podría transponer, considerándola en su principio, no importa qué cualidad que tenga una existencia positiva; cada uno de estos atributos no debe ser considerado en realidad sino como una base o un sostén para la meditación de cierto aspecto del Ser universal. Lo que hemos dicho a propósito del simbolismo permite darse cuenta de qué manera la incomprehensión que da nacimiento al antropomorfismo, puede tener por resultado hacer de los "atributos divinos" otros tantos "dioses", es decir, entidades concebidas sobre el tipo de los seres individuales, y a las cuales se les atribuye una existencia propia e independiente. Es uno de los casos más evidentes de la "idolatría", que toma el símbolo por lo que es simbolizado, y que reviste aquí la forma del "panteísmo"; pero es claro que ninguna doctrina fue jamás politeísta en sí misma y en su esencia, puesto que no podía serlo sino por efecto de una deformación profunda, que no se generaliza sino con mucha menos frecuencia de lo que se cree vulgarmente; a decir verdad, no conocemos más que un solo ejemplo cierto de la generalización de este error, el de la civilización greco-romana, y sin embargo tuvo por lo menos algunas excepciones en su "élite" intelectual. En Oriente, donde la tendencia al antropomorfismo no existe, fuera de aberraciones individuales siempre posibles, pero raras y anormales, nada parecido se produjo nunca; esto asombrará sin duda a muchos occidentales, cuyo conocimiento exclusivo de la Antigüedad clásica inclina a querer descubrir por doquiera "mitos" y "paganismo", pero así es sin embargo. En la India, en particular, una imagen simbólica que representa uno u otro de los "atributos divinos", y que se llama "pratîka", no es un "ídolo"; porque nunca ha sido tomada por otra cosa que por lo que es realmente, un sostén de meditación, un medio auxiliar de realización, pudiendo cada uno unirse de preferencia a los símbolos que están más de acuerdo con sus disposiciones ersonales.
Ishwara es considerado bajo tres aspectos principales, que constituyen la "Trimûrti", o "triple manifestación" y de los cuales se derivan otros aspectos más particulares, secundarios con relación a aquellos. Brahmâ es Ishwara como principio productor de los seres manifestados; se le llama así porque se considera como el reflejo directo, en el orden de la manifestación, de Brahma, el Principio supremo. Hay que hacer notar, para evitar cualquiera confusión, que la palabra Brahma es neutra, mientras que Brahmâ es masculino; el empleo, corriente entre los orientalistas, de la forma Brahman, que es común a los dos géneros, tiene el grave inconveniente de disimular esta distinción esencial, que también es marcada a veces por expresiones como "Para-Brahma" o el "Supremo Brahma", y "Apara-Brahma" o el "no-supremo Brahma". Los otros dos aspectos constitutivos de la Trimûrti, que son complementarios uno de otro, son Vishnú, que es Ishwara, como principio animador y conservador de los seres, y Shiva, que es Ishwara como principio, no destructor como se dice por lo común, sino más exactamente transformador; éstas son pues "funciones universales" y no entidades separadas y más o menos individualizadas. Cada uno, para colocarse, como lo indicamos, en el punto de vista que se adapta mejor a sus propias posibilidades, podrá naturalmente conceder la preponderancia a una u otra de estas funciones, y sobre todo, en razón de su simetría por lo menos aparente, de las dos funciones complementarias de Vishnú y de Shiva; de aquí la distinción del "Vishnuismo" y del "Shivaismo", que no son "sectas" como lo entienden los occidentales, sino sólo vías de realización diferentes, por lo demás igualmente legítimas y ortodoxas. Sin embargo, conviene agregar que el Shivaismo, que está menos difundido que el Vishnuismo y da menos importancia a los ritos exteriores, es al mismo tiempo más elevado en un sentido y conduce más directamente a la realización metafísica pura: esto se comprende sin esfuerzo, por la naturaleza misma del principio al cual da la preponderancia, porque la "transformación", que debe ser entendida aquí en el sentido rigurosamente etimológico, es el paso "más allá de la forma", que no aparece como una destrucción sino desde el punto de vista especial y contingente de la manifestación; es el paso de lo manifestado a lo no manifestado, en el cual se opera el retorno a la inmutabilidad eterna del Principio supremo, fuera del cual nada podría existir sino en modo ilusorio.
Cada uno de los "aspectos divinos" se considera como dotado de una potencia o energía propia, a la que se llama "shakti", y que está representada simbólicamente por una forma femenina: la shakti de Brahmâ es Saraswatî, la de Vishnú es Lakshmî, la de Shiva es Pârvatî. Ya sea entre los Shaivas o bien entre los Vaishnavas, algunos se adhieren más particularmente a las shaktis, y se les llama por esta razón "shâktas". Además, cada uno de los principios de que acabamos de hablar puede ser considerado también bajo una pluralidad de aspectos más particularizados y de cada uno de ellos se derivan asimismo otros aspectos secundarios, derivación que es lo más a menudo descrita como una filiación simbólica. No podemos evidentemente desarrollar aquí todas estas concepciones, sobre todo porque nuestro objeto no es precisamente el de las doctrinas sino sólo indicar con qué actitud se las debe estudiar si se quiere llegar a comprenderlas.
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