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Prólogo y capítulo de -Los gringos vienen por el agua …y las tierras también- (página 2)


Partes: 1, 2

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"Claro que la suma de las cosas no suelen ser lineales. Por algún maldito conjuro de la naturaleza, todos los hombres cedemos alguna vez a la misericordia, padre. ¿Recuerda los momentos previos a nuestra fuerte discusión? Aquella noche yo cumplía 45 años. Después de casi 10 años de ausencia me había mandado llamar, alegando telefónicamente: la debilidad sentimental de su madre lo reclama. Le confieso que a lo largo de ese tiempo, creí que, al menos en su relación con mamá, el corazón se habría impuesto a la razón. Pero no; pronto comprobé que su dominio mental y toda su perversidad para con ella, eran males aún instalados en usted. Me extrañó eso sí, la ambivalencia de mis sentimientos. Pese al reconocimiento oficial por mi labor de implacable interrogador político-: el título honorífico de Eminencia se lo debo en parte a usted- nunca pude olvidarme de las demostraciones de afecto que ella me brindaba a escondidas. Fueron muchos años tratando de comprender por qué, en nombre de ese hombre superior en que usted pretendía convertirme, le prohibía a mamá la mínima demostración de ternura hacia mí. En fin, padre, sólo el diablo sabrá por qué, en medio de la masiva emigración de sus compatriotas hacia el Sur, hacia ese patio trasero que los suyos despreciaron constantemente, el destino lo trajo a Ushuaia donde conociera a mamá para luego terminar de recalar en Tandil, lugar de residencia casual de mi hermano bastardo. Resulta patético, padre, que después de hurgar en la memoria hasta el cansancio, la única muestra de afecto de su parte, la viviese junto a él, aquel domingo de pesca en medio de la maldita ácida y los malditos indigentes muertos de hambre.

"Siempre imaginé que sus palabras, padre, eran como un bisturí abriendo zanjas en mi cerebro. Así me crié padre; sólo, sin amigos, desandando en soledad los anchos pasillos de la posada, o cruzando pocas palabras con el personal de servicio o alguno de los agentes de su numerosa custodia personal. Jamás supe porque les prohibía a todos ellos acercarse a mí. De todos modos, nunca le falté, padre. Siempre acaté sus órdenes como un soldado, aún de niño; cumpliendo por ejemplo- mierda con el recuerdo- desde los 7 años, con el rito obligatorio de desandar en rodillas junto a mamá, los 100 metros que separan el hostal de la gran cruz de madera que había hecho erigir detrás de la piscina.

Otra vez la memoria me trae su frase preferida cada vez que nos encaminábamos a la oración. Esta cruz es un sagrado homenaje al Cristo salvador. Textuales palabras. Mientras tanto, mi madre y yo, cumpliendo como soldados con su maldita orden: una veces sobre guijarros, otras en medio de la lluvia e incluso también, hundiendo las rodillas en la nieve para orar como penitentes durante una hora. Luego vinieron aquellos malditos 4 años en la selva colombiana, viviendo en medio de privaciones absolutas porque siempre me decía que había que tener la mentalidad de un comando a fin de estar preparado para el nuevo mundo que se avecinaba. Ni siquiera me permitía comunicarme con mamá a través de los visiohologram ni tampoco utilizando los mensajes de texto o el correo electrónico. Cuando una vez intenté protestar, me dijo-lo recuerdo muy bien- que la decadencia humana había comenzado a partir del triunfo de Atenas sobre Esparta; que el cultivo del arte forjaba individuos débiles y que la exaltación del espíritu en todas sus formas, favorecía una tendencia a la hibridez sexual. Hasta recuerdo el énfasis especial que usó al expresar que el siglo 20 había parido al monstruo más grande de la historia: Internet, la mentirosa herramienta creada en nombre de la libertad individual que mejor sirve los intereses de los débiles y los descarriados, según sus propias palabras, padre. En fin, ¿cómo no traer a colación de la memoria su exaltación histérica asegurando a los gritos que la Red era el brazo virtual del Anticristo con la misión precisa de convertir al hombre en un ser amorfo y Light? La estupidez colectiva limitada a exponer fotos intrascendentes con textos superficiales, a modo de panacea social. Esto, y hacer de los homosexuales de toda laya, la nueva columna vertebral de la raza humana. Lo tengo todo grabado a fuego, padre, incluso aquello de que el hombre debe volver al espíritu guerrero para purificar la especie, y que, aunque mi experiencia fuere dura, algún día terminaría agradeciéndoselo; también muchas otras cosas que entonces no entendí.

Extraño y paradójico: de joven, en plena selva colombiana, he llorado de impotencia porque nunca lo vi conmoverse ante ninguno de los crímenes cometidos ni tampoco como observador de los dolores y las angustias colectivas. ¿Y sabe que pienso, padre? Que su actitud y la suma de tantos asesinatos, terminaron por poner callos a mis antiguos sentimientos piadosos; incluso Groissman se mostró sorprendido de la pérdida de mi sensibilidad, el día que inhumé los cadáveres de mis tres pequeños hijos y mi mujer, muertos en el atentado de Retiro, siendo que poco antes de sus asesinatos, aún creía que la vida me ofrecía la posibilidad cierta de una reconciliación. Pero esto ya se lo dije, ¿no, padre? ¿Lo recuerda, padre? Sin embargo, el detritus no es todo detritus ni la azucena tiene la absoluta e impoluta blancura de la pureza. Tal vez por eso y sólo por eso, ni los malditos ladrillos primigenios de mi ADN, ni su obsesiva prédica de odio pudieron evitar que llevara a cabo una acción impensada para mí, al ceder a un oscuro resorte misericordioso que había estado oculto en algún recóndito lugar de mi cerebro.

Aquella noche, durante mi visita, al ver que ella no bajaba-hablo de mi madre, claro-; al ver que ella no bajaba a saludarme y que tampoco respondía a mis llamadas, después de agotar mi paciencia escuchando más de una hora al Réquiem de Mozart, subí por primera vez a vuestra habitación matrimonial. ¿Es necesario, padre, que le describa lo que observé? Al abrir la puerta de la antecámara, sentí la música como una bofetada sacra en el rostro. Me extrañé, claro, porque la liturgia musical wagneriana era casi excluyente en su repertorio de melómano: algo de barroco, un poco de Bach ciertamente, pero jamás Mozart, de quien le escuché decir a usted, que era el único músico que componía sin correcciones porque el maldito masón le ha vendido el alma al diablo, según su enojosa sentencia. El caso padre, es que, por una oculta razón que no podría precisar, me quedé largo rato en la antecámara, sin atreverme a avanzar para ver que le había sucedido a mi madre. En cierto momento, pensé que saldría usted de la habitación(más tarde me di cuenta que se había marchado por la salida de emergencia, ignorando como después lo confesó durante nuestro enfrentamiento verbal, que no me esperaba esta noche). El caso es que debo haber estado algo más de 20 minutos inmóvil porque durante ese tiempo escuché la parte del Réquiem que no había compuesto Mozart (4). Me sentía extraño; era la primera vez que invadía la privacidad sagrada de lo que usted solía llamar el lecho matrimonial. Varias veces intenté llamarla (hablo de mi madre) pero algo bloqueaba mis cuerdas vocales.

Muchos años padre; muchos años buscando recibir de mi madre el bálsamo del afecto a través de las escasísimas palabras y caricias que ella me prodigaba cuando usted se ausentaba temporalmente del Hostal. Y entonces sucedió: me quebré; entré en la habitación y me quebré, padre. Todo parecía conjugarse para ello; ignoro porque razón usted había dejado el Láserhologram en reproducción continua. Lo cierto es que el holograma, con los músicos de la orquesta, los solistas y el coro, expandían sus figuras virtuales e inasibles a lo largo y ancho de la habitación fluyendo a través de las aberturas de cristal del vestidor y la antecámara.

Sin embargo, frente a ella me quebré. Y no le está hablando un hombre blando, padre. Le está hablando un hombre que en la selva colombiana, cuándo el alcohol y el misterio de la noche se conjugaban para abrir el cauce a la nostalgia, antes que los efluvios etílicos ganara los corazones de los cazadores- ya lo sabe usted, aún entre las sombras más oscuras de la perversidad suele brillar un rayo de luz compasiva – éstos redoblaban la apuesta, rivalizando para ver quien era el más rápido en asestar la feroz puñalada sobre un prisionero vivo y arrancarle de golpe el corazón. A mi no me lo contaron, padre. Lo observé con mis propios ojos. Y sabe que es verdad porque usted mismo fomentaba ese tipo de torneos. Pero a veces, una muerte pueden ser todas las muertes, padre. Me quebré cuando vi lo que supongo que usted no pudo ver en mi madre: los dos orificios de bala a la altura de las sienes, la rigidez cadavérica, los enormes ojos verdes abiertos mirando sin ver el brocado azul del cielorraso, las marcas de las esposas sobre sus frágiles muñecas; ciertos hematomas que comenzaban a dibujarse en su cara; la lencería rasgada, y sobre todo, el pañuelo blanco y amarillo que le cruzaba la frente con esa leyenda cuyo significado simbólico no alcancé a comprender: VIRGIN MARÍA. MOTHER OF GOD (Ciertamente, todavía no comprendo por qué le puso la cinta con esa leyenda antes de matarla…).

¿Me oye usted, padre? ¿Me oye desde algún maldito rincón de la eternidad? Si es así, padre, le ruego que no me guarde rencor. Después de todo, padre, sólo cumplí con uno de sus postulados: si usted cree que alguien debe morir, mátelo sin compasión".

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(1) "Padre: en la escuela dicen que Jorge es mi hermano. Que la madre está en Buenos Aires internada en un Hospital y que usted se encarga de pagar todos los gastos…"

(2) Servicio de Informaciones Estatal

(3) Lo siento, perdón.

Nuevo mensaje de Dios para los hombres libres de lacras.

¡No a la homosexualidad!

¡No a los tullidos!

¡No a los locos!

¡No a los contestatarios!

(4)Refiere a los últimos compases de "Lacrimosa" envidiable y sorprendente virtuosismo de Franz Xaver Süsmayr, alumno de Mozart, quien terminó el Réquiem aludido, del cuál Mozart sólo había compuesto la primera partitura. Los exaltados panegiristas del autor de "La flauta mágica," se niegan a "blanquear "este episodio, entendiendo que obra en desmedro de su genial talento (N.del A.)

 

 

Autor:

José Manuel López Gómez

(Escritor argentino nacido en España)

 

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