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Frente al espejo (relato)

Enviado por luis b martinez


    Espejos – Monografias.com

    Espejos

    Casi que de nada importó para mi futuro lo poco que crecí durante la infancia. Pero fue mucho lo que aprendí a lo largo, muy largo, de esos primeros años que llegué a sentir casi interminables en esa etapa de mi desorientada vida. El tiempo no corría. Era pastoso, y los días en él severamente largos y cansinos.

    Entre otras cosas, siempre recuerdo que en el ambiente de la casa, en el larguero de la intimidad donde estuvo presente y corrió mi imaginación durante la apagada y tímida pero igualmente libre crianza en que me tocó desenvolverme, donde no se nombraban dioses ni milagros, ni existían gavetas que guardaran estampas de vírgenes y santos nimbados, ni crucificados, ni se oía hablar de misas ni oraciones nocturnas antes de ir a dormir, o lo mismo en cada comida (tal como lo veía en las casas de algunos de mis amigos) como agradecimiento por el pan recibido, que siempre lo trajeron mis padres y a ellos era a quienes tendría que ser agradecido, y siempre así lo sentí, hubo para mí por mucho tiempo apenas sólo un espejo disponible.

    Gran tragedia para un alma tan jovencita y tan chiquitita como la mía que asimismo, sabiéndose pequeño, quería verse de cuerpo entero para posiblemente establecer comparaciones con la gente y el mundo en derredor. Y ese espejo formaba parte de un gigantesco mueble que se alzaba contra una de las paredes de la habitación de mis padres, a un lado de la cama.

    Recuerdo que de esa casa de mi crianza, muy lejana ya, y más que lejana perdida en la distancia y en la niebla del tiempo de una ausencia total que apenas ya se puede torpemente dibujar en la mente a partir de concatenar las copias difusas y seguramente desproporcionadas de tales recuerdos, aquel escaparate, con su impresionante espejo, fue quizá en aquellos días lo más importante para mí de la casa toda. Pasé muchas horas parado frente a él imaginando cientos de aventuras. Y tanto el espejo como el descomunal escaparate me admiraban.

    Y ese espejo no era otro que la gran luna que se alzaba vertical en todo el centro, como si fuese un edificio de más de cien pisos, para fácilmente marearme con su aparente bamboleo, entre otras dos puertas, del mismo corte pero algo más estrechas, que subían desde la base del tal armatoste, hasta casi llegar al techo bajo mi ángulo de mirada ante este mueble gigante, y casi ante cualquier otra cosa que en esos tiempos estuviese frente a mi visión, siempre dirigida hacia arriba debido a mi pequeñez. Esta antigualla de pura caoba lograba ocupar en grosero volumen gran parte del espacio total del cuarto y así aumentar la privacidad del mismo al disminuir las dimensiones de los pocos muebles que le acompañaban.

    Frente a esta puerta central del armatoste, con su inolvidable espejo, que sí lo retrato bien en la memoria y que durante generaciones acompañó a la familia en sus pocas mudanzas al permanecer ésta por más de cien años dentro del mismo pueblo y la misma calle, en la misma humilde pero inmensa casa, con su lento y creciente número de descendientes sumándose a lo disponible, yo pasaba ratos de atenta observación y vigilancia admirándome de su utilidad de vidrio e inventando posibilidades con las imágenes que me brindaba bajo el accionar de mis caprichos al ver a los que fácilmente desaparecían al andar por detrás de mí entrando y saliendo del cuarto. Por allí desfiló la familia entera, y el espejo lo supo, y lo sabe, y, como posiblemente aún existe, seguramente lo atesora.

    En esa época los cambios en mi mundo eran muy pocos, y ligeros, pero ocurrían. Y por suerte la imaginación era más que suficiente para permanecer atento y rebuscando para poder adaptarme a esos cambios y al mismo tiempo evolucionar frente a los regateos e impulsos internos, que eran muchos más y tremendamente inquietantes a pesar del caudal de inocencias que me absorbía. Los demás espejos, el del baño, el del cuarto de mi hermana, y aún el de la cómoda de mi madre, ubicada con similares caobas frente al escaparate, siempre me resultaron a niveles también muy altos para poder observarme en ellos. Ni tan siquiera me servían para verme el pelo aún empinándome lo máximo posible. Así era de chiquito y de niño, pero igual así era de curioso e inquisidor y de insistente en el estacionario navegar y transcurrir del día a día. Pero todas las decepciones y fuetes y golpetazos los fui superando, a veces con llantos, y otras con furias, pero siempre en silencio.

    Y allí, parado como un pequeño tonto, viéndome y viendo el apretado espacio tras de mí, me entristecía torpemente pensando y aprendiendo que el tiempo no transcurría lo suficientemente rápido como para poder crecer de una vez por todas y no tener que ver la plataforma de las mesas, y a la gente, y a los cuadros colgando de las paredes y al mundo entero como si yo fuese un espía enano dentro de un Museo. Siempre viéndolo todo desde abajo.

    Pero tan sólo ahora que estoy viejo y todavía conservo varios de esos muebles a mi capricho, no como trastos pesados de oscuras maderas y presencias aburridas de tanto haberlos visto, todos ellos con los olores impregnados de miles de humedades y encierros, sino como cosas muy propias, como recuerdos de sangre y de identificación de los que los usaron y compartieron, es que he podido penetrar a sus misterios y a la esencia de sus viejas maderas y oscuridades. Ellos conservan el ritmo despacioso de todos los tiempos. Y he podido también agradecer que los cuidaran y mantuvieran para que los que llegamos después de ellos los disfrutáramos. Y las firmes maderas que protegen por los bordes al impecable espejo que en tantos años ni tan siquiera se astilló un poquito, de límites biselados de aquel escaparate que quise que fuese mi segundo hogar, y mi refugio de aquellos años, están aún muy bien conservadas.

    Y fue así que principalmente cuando niño los espejos cautivaron mi atención, y sin medida ni lógica alguna (no eran necesarias en aquel vivir tan maravilloso de simplicidad) quise pertenecer y habitar en sus mundos internos. Y creo que desde que pude alcanzarlos en altura suficiente para verme en ellos, por asombro natural me fueron día tras día más indescifrables y en cierta forma más absurdos, pero sin lugar a dudas cada día más atractivos. Y como siempre hube de ligar a la Alicia de Carrol con el mundo de los espejos, desde la primera ocasión en que lo leí, aún siendo tan niño, pensé en la posibilidad de penetrarlos y así ser yo otro personaje mágico dentro de un cuento aún no narrado.

    Pero aún así no lograba ni siquiera fantasear un entendimiento que me nivelara con ellos en las mágicas inversiones de sus particulares orientaciones. Su esencia se me escapaba. Después, en el Bachillerato estudié esas leyes y fui un experto de las mismas, logrando imágenes exactas de cuantos problemas me propusiesen. Con sus presencias inagotables de repeticiones me llevaron hasta el irracional estado de inventar mundos de espejos absolutamente fatigados que negaban imágenes (aún están vigentes esos espejos en mi interior) y me paseaba frente a ellos, mirándolos de reojo en los espacios de mi imaginación, sin que me captaran, con la inmensa alegría que manifestaba al no poder verme y así burlarme de aquellas leyes de ángulos de incidencia y reflexión. Y fue allí donde quise permanecer cual extraño visitante para trashumar sus instantáneos traspatios, externamente aplastados, tan extrañados con cuanto no se había reflejado en ellos, en que se aparecían y se ocultaban todo tipo de cosas, no exhibiéndose al paso del tiempo ni de los visitantes sino en apuros vertiginosos para que todo duplicado tuviese cabida pero no permanencia.

    Los imaginaba abarcadores de otros espacios, con cuartas y quintas dimensiones donde formas incongruentes e inexplicables se retrataban, donde lo profundo se penetraba hacia lo oscuro de la nada y el tiempo no contaba al quedar sujetos y ajustados a los movimientos propios de objetos y personas que podían simultanear su presencia en un mismo espacio, negando la impenetrabilidad y el movimiento, sin ocuparlo ni trasponerlo, paradójicamente deteniendo en la carrera a todos los relojes. Para mí esos mundos eran tan verídicos como el que supuestamente ellos mismos, con la conocida aproximación, repetían en el quehacer cotidiano de éste al que pertenecemos.

    Y soñé también con espejos para ciegos, que tan sólo aquellos que estuviesen arrebatados con esa amarga condición los podían localizar y en ellos verse, donde, únicos, Borges, Abensida y Homero, y hasta el mismo Vargas Vila se podían observar cada vez con mayor nitidez y complacencia y como si se tratase de estar en el sosiego de una última ocasión de que tal fenómeno ocurriese tan sólo para ellos. Allí se mantenían conversando, viendo todo lo reflejado no como imágenes de lo que estuviese frente a ellos sino como manifestaciones de otras realidades, como en sus sueños creadores de mundos que sólo podían brindarles esos espejos mágicos, identificados con sus nombres, que en sus presencias se iluminaban dentro de sus pechos y mentalidades.

    Después, con ellos aprendí que hasta el más insignificante de los espejos está ligado con firmeza de siglos al nefasto y aborrecido Narciso de la leyenda, convertido por el engaño de Eco dentro del agua que habitaba en obra de arte, y en agua a su vez, y en Muerte, y en eternidad de vanidades y reiteraciones de rechazos y admiración y eternas autocomplacencias.

    Y como Narciso, patraña infaltable frente al simulacro de espejo que le brindaba el mortífero líquido seductor, yo solía pasar horas perplejas y quietas ante cualquier espejo verdadero sin hacer otra cosa que verme y asombrarme. Y repetía mis posturas, parado enfrente y ejecutando rápidos movimientos intentando confundirlos, sobre todo en las mañanas, cuando aún la torpeza del sueño no me soltaba y sentía que estaba saliendo de un tiempo mágico donde predominaba el engaño del mundo de los sueños, tal que aún estuviese dormido, que diariamente me mantenía en la inutilidad de quedar atrapado durante horas en el vacío de la ausencia del sueño fatigoso y verdadero. Y muchas veces me aboqué a imaginar que esos sueños podían ser lo reflejado por nuestras vidas en los espejos de nuestro yo más profundo, que como magias podían disfrazados aflorar para convertirse en otros engaños más.

    Y frente a tales espejos, en abstracciones de silentes soliloquios mentales, y de complejas perplejidades que nunca tuvieron explicación, por más que lo intentaba jugando con el sentido y la ubicación de las cosas en el espacio, no lograba vencer su trasposición de finos artificios de izquierdas y derechas. Y después de verificado, intentándolo una y otra vez, y por siempre repetido, resultaba que aquel lunar que allí veía no estaba en realidad en el pómulo izquierdo sino en el derecho, desde donde mi ojo izquierdo-derecho tranquilo y sonriente me miraba. Y como el lunar y los ojos, igual lo demás. Y hasta esos simples lunares podían convertirse en fuentes de idénticas pesadillas que se grababan y regresaban sin posibilidad de borrado dentro del alma y el inconsciente en múltiples sueños repetidos,

    Y pequeño como era en el principio de los años, enfrentado a ese desajuste, fue que siempre quise colocarme, no tan sólo junto a mi imagen dentro del traspatio de mi ideático espejo total y su absorbente madriguera, como la mentada Alicia de otro país y de otras magias, sin conejos blancos, ni dodos, ni relojes, pero con todo el paisaje iluminado, entre otras maravillas, sino, para disimularme detrás de la copia que me repetía en ese otro lado del cristal con el que tanto me engañaba.

    Y como lo dicho, después de cien mil años imaginados, lo logré. Sí, pude estar ahí dentro, tan homogéneo con lo que allí vivía que para todo ese mundo nunca fui un extraño visitante. Me quedé como una sombra resaltada al quedar iluminado dentro de un mundo mucho más brillante en derredor. Una luz que sólo de antes conocía el mundo de los planos, aunque parezca que igual se hunde en las irregularidades de otras imágenes, mirando al exterior, asomando la cabeza sobre el duplicado de hombro tras el que inocente me escondía y disimulaba, teniendo vida propia en esa otra extensión, observando como al acaso, vagando en su espacio, pudiendo verme como simultáneamente me ve a su vez frente al espejo ese mundo reflejado.

    Y entre todo ello, y con preferencia, viéndome con miradas múltiples veces invertida al pasar de espejo en espejo, todos imaginados y enfrentados, y en multiplicación de imágenes iguales pero cada vez más lejanas y pequeñas, desde más allá de ese cristal y esa absurda dimensión sin lógicas orientaciones, hasta que disminuyendo sin freno ya desapareciesen.

    Y al principio, sabiéndome allí, soñaba que quizá algún día podría descubrir cuál de las representaciones en tantas imágenes era la delatora y fingida copia, y cuál entre todas el ente original que las manifestaba en esa caprichosa simultaneidad perniciosa. Y entonces quizá así llegaría a saber también, por muy difícil que fuese, dónde es que estoy, y de qué se trata todo, y quién soy en verdad y qué es lo que vine a hacer en este jodido mundo. Si ese lado del espejo no me lo enseñaba, nada podría lograrlo.

    Y será así, pues de este punto en que se divaga, que supuestamente es la realidad en que se ha de existir, desde una primera vez de empezar a ubicarme y reconocerme, lo he intentado precisar infinitas veces pero nunca lo he descubierto. No sé quién soy de todos los que he sido frente a los incalculables espejos de mi recorrido. Es muy posible que en tal búsqueda me haya mantenido a oscuras por esa infame manera que tenemos de vernos, sin una verdadera luz, con la conciencia a ciegas, con el retrato fugaz y prefigurado que aparece en el mentiroso espejo del alma, que tampoco guarda nada, que carece de memoria, que corrompe sin honestidad alguna hasta lo mínimo que se pueda recordar. Y que quizá se burla socarronamente en sus repeticiones de imágenes no vinculadas de las cosas y los hechos y que puede enfrentar en tales actos a miles de personas sin tener que mostrar ni fingir emoción alguna.

    Un espejo, por las gracias y burlas ópticas del que mira y se desplaza frente a él, imaginando un mundo aparte, puede siempre regresar a su estado primitivo olvidado de todo, borrado de cuanta vieja señal haya tenido, limpio, pulido y virginal. En ocasiones pienso que nuestros ojos debieran ser como los espejos, para que, de lo externo que penetre por ellos, al cerrarlos no quede nada en el remanso de memoria que les corresponde más allá del nervio y de la mácula, y más allá inclusive de la misma pantalla donde residan los olvidos.

    O tal vez esa búsqueda y esta barruntada sean confusas por esa alterada y patrañera visión de lo cotidiano. Y quizá también por esas costumbres de experimentar, llenas de añagazas, y ya adaptadas y sumisas sin rebeldía ante el engaño de esa copia de la llamada realidad, y que estando siempre a medio camino entre lo cierto y lo aparente no lo permite. O tal vez esta realidad no es sino la imagen y copia de otras que nos llegan como imágenes preexistentes. En definitiva, que todo puede ser ir de unas falsedades a otras, internas y externas, a lo largo de la vida entera.

    O quizá, pero casi cierto, nunca se ha encontrado ni se ha podido ver más allá de las exiguas limitaciones de la razón porque nos movemos en este otro mundo también imaginario en que la vida toda no es otra cosa que un inmenso espejo, sin vidrios, inundado de mentiras y parodias desde todos los ángulos, en el que representamos ese vacío del mundo que queremos ver, o que quisiéramos tener, o el mucho más miserable que en nuestra incapacidad alcanzamos pobremente a imaginar y que tomamos como verdadero y suficiente.

    Y tontamente he pensado, elucubrando siempre frente a los pulidos vidrios, acompañándome de una burlona sonrisa, que las imágenes tras los espejos no envejecen ni padecen y que son esclavas burladas y burlonas de nuestro ritmo y nuestros hechos, al ser llevadas como borrones imprecisos, arrastradas y alejándose con deshilachadas velas, a merced de vientos más o menos quietos que vagamente cantan y no cesan. En nuestras ilusiones siempre podremos vernos tal y como pensamos que fuimos o igual también a como nos dibujamos en nuestras pretensiones que estuvieron muy lejos de ser la realidad. Basta con estar en brazos del ensueño, y de la ilusión, y del engaño, para que sea de esa fantástica manera. El espíritu de los espejos se encarga del resto. El daño llega cuando no desciframos el vivir porque lo vemos y sentimos de igual y falso modo que si estuviésemos frente a un espejo.

    Ya saben, la próxima vez que estén frente a un espejo, no le den la espalda ni se alejen de una vez sin prestarle mayor atención, escudríñenlo, que lo más seguro es que tanto Mora, la otra escudriñadora, como yo, adoradores de este tipo de narraciones y de cosas, y habitantes de esos otros mundos donde lo mágico que está encerrado explicaría la razón de ser de los asuntos más absurdos que conforman la rutina diaria de un vivir sin mayores complicaciones. Es lo habitual. En él nos asentamos ambos a plena satisfacción. Y desde allí los estaremos mirando, con saludos en las manos, socarrones, hermanados y ladinamente sonrientes, cara con cara.

    Y entonces les diremos:

    -Ya ven que era cierto, no deberían asombrarse porque estemos aquí.

    Y seguramente Mora se los repetirá, en algún próximo Editorial, mucho mejor narrado y con más presencia de veracidad que la que encierran estas líneas. (Ella escribe desde una ambigua distancia donde pretende estar a medias escondida y ser la imagen misteriosa de sí misma caminando por aquellas lejanas calles de Santa Fe, en la actualidad y en todas sus épocas).

    Pero para mí, que la admiro y la amo, no creo que pueda lograrlo. Es demasiado auténtica y no podrá evadirse. Y siempre aparecerá siendo de carne y hueso, y cien veces mujer más que otra cosa, con la sangre y miles de emociones alborotándola, y alborotándonos, en cada frase que escriba). Igual a como recién sucedió con el impresionante relato "Nina", con el que se regodeó, y que más que un cuento es un manantial de posibilidades para que el erotismo se apodere de la imaginación, llevándonos en instantes y dando saltos de una supuesta santidad, y de Dios, a los hermosos abismos de la carne y al sinigual sacrilegio del sexo que nos arrojaría a las honduras del más nefasto Infierno.

    Y no como yo, que por siempre seré un fantasma apenas perceptible ubicado más atrás aún que las infinitas imágenes que se ocultan en el vacío de la suma de todos los espejos y de todos los vicios, de espalda a todos los dioses, y desde niño inmerso en la negación de ellos, y cual copia multiplicada de mi propia imagen, con toda la perversión instantánea de sus posiciones y movimientos de izquierdas y derechas y apareciendo siempre natural y no sorprendido, por la costumbre de habitar en esos espacios, pero sí arrebatado de sueños y quimeras por no haber encontrado ni un sólo espejo entre los miles y miles escudriñados que expresase una verdad posicional.

    a Mora Torres,

    con cariño.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez