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El sobreviviente


    El soldado – Monografias.com

    El soldado

    Esa noche, la llovizna fría y persistente penetraba hasta los huesos. El poncho estaba empapado y la humedad le traspasaba la ropa. Los pies chapaleaban barro y agua en el fondo del zanjón que quería ser una trinchera. Acurrucado junto a una pared de barro, el soldado, envuelto en poncho, frío y humedad, se abrazaba a su fusil y rezaba. Sobre su cabeza, a ras del piso, el viento malvinero castigaba con un silbido helado.

    Estaba congelado. Helado hasta los pies. Los borceguíes húmedos le adormecían las piernas. El "pié de trinchera" era una penosa realidad. Cada tanto se paraba y estiraba las piernas para evitar el congelamiento.

    Las noticias corrían pronto. Los ingleses estaban ahí nomás, a una hora de marcha mas o menos. Habían arrasado las defensas costeras y les pasaron por arriba a los correntinos. Los mataron a todos, o eso escuchó. No alcanzaron el coraje y las bolas que pusieron para pararlos.

    Porque si de algo estaban enterados era de que los correntinos habían peleado hasta lo último. No se habían rendido así nomás. Realmente tenían cojones esos pibes provincianos.

    _Ahora nos toca a nosotros, pensó.

    En la ladera del cerro donde él se encontraba, había hileras de trincheras con soldados repartidos en las posiciones defensivas. En esas zanjas, cavadas a los apurones, estaban los hijos de La Patria.

    El soldado rezaba…él estaba en la primera fila de trincheras. Sería el primero en verles las caras a los ingleses…y probablemente uno de los primeros en morir. Ya sabían los soldados argentinos que los atacantes aparecían preferentemente de noche. Tenían la ventaja de la tecnología: miras láser y visores nocturnos infrarrojos. A los ingleses se las habían provisto los norteamericanos para luchar contra los argentinos.

    El soldado recordaba a su familia en el continente: Sus hermanos pequeños que estudiaban en la escuela industrial, su viejo camionero, su mamá que siempre lo amó. Aunque él, a veces, no fuera tan bueno con ella. Pero ella era la madre y le perdonaba todo, como toda madre.

    Pero aquí no estaba ella. Ni su familia. Ni sus amigos.

    Aquí estaba solo. A punto de pelear por La Patria y por su vida.

    Los argentinos habían dispuesto vigías que se turnaban cada hora por el frío. Además llegaron a consolidar un complicado campo minado a los pies del cerro que ni ellos mismos sabían muy bien donde terminaba. Por las dudas, cuando debían bajar para aprovisionarse, daban la vuelta al cerro por el otro lado.

    _En fin, se dijo, si me toca ya está…se acabó todo para mí.

    Ya lo tenía asumido. Notó que había dejado de lloviznar y el cielo estaba abriendo. Entre las nubes aparecieron unas estrellas alucinantes como no se ven en Buenos Aires.

    _Un mar de estrellas, pensó, como el que cruzó el barco que me trajo.

    El viento amainó, y al instante sintió que algo no estaba bien. Se puso en alerta. Su inconsciente le transmitió una señal de intranquilidad.

    _ Hay como una calma chicha. Que raro en esta isla, se dijo. Nunca lo había visto hasta ahora. Que tranquilo y calmo que se puso.

    Ni siquiera había esa neblina malicienta que solía estar en esas islas…De pronto, un silencio invadió todo. No viento, no nubes, no ruido, no neblina…Nada. En la noche oscura, escuchaba a sus compañeros toser en la lejanía del cerro, a veces oía sus voces.

    Tuvo un mal presentimiento. Parecía la calma que precede a la tormenta.

    Y así era. Sin esperarlo, algo sonó de repente, un ruido distinto de los que conocía, algo así como un fogonazo apagado. Sí, eso era, y venía de abajo del cerro, justo debajo de él. Luego vinieron gritos de dolor, gritos raros, no entendía lo que pasaba. No quería entender.

    _No puede ser…una mina no puede ser. No puede ser que ya estén acá y un inglés hijo de puta haya pisado una mina…

    Se lo repitió varias veces. Allá abajo en la base del cerro estaba ocurriendo un evento del cuál no se quería enterar.

    Pero el soldado no podía impedir que los acontecimientos se sucedieran. En ese mismo momento escuchó un galope apagado y algo pasó corriendo por sobre su cabeza hacia el origen del ruido: un perro argentino. Desde detrás de él lo habían soltado los encargados de los perros.

    Un perro de guerra. Los había visto cuando los trajeron los del escuadrón perros. Eran unos ovejeros alemanes espectaculares.

    De allá abajo oyó gruñidos de ataque, ladridos, gritos de dolor y un disparo de arma de fuego. Inmediatamente los ladridos cesaron.

    _Ya está, pensó, ya llegó la hora.

    Un súbito calor le invadió el cuerpo. Un fuego demencial que lo sorprendió: la adrenalina.

    _Qué raro, recién estaba cagado de frío y ahora tengo calor.

    Una luz brotó detrás suyo más arriba del cerro. Una luz grande, como una cañita voladora pero gigantesca. Una bengala argentina disparada con mortero.

    Él, en ese momento, parecía estar en otro lado. Hace instantes estaba muerto de frío en una noche horrible y ahora tenía calor en un día artificial. Porque la bengala argentina iluminó todo como si fuese de día. Y caía majestuosa sostenida por su paracaídas. Caía muy lentamente. Su luz bañaba todo el cerro. El efecto era fantasmagórico.

    La luz le permitió ver a un soldado, compañero y amigo suyo, Aguirre, que venía hacia él arrastrándose por la trinchera, sin poncho y en mangas de camisa.

    _"A éste también le agarró calor", pensó.

    Cuando el amigo llegó junto a él, se miraron un momento sin hablar, entendiéndose con los ojos. Se abrazaron con fuerza como despidiéndose, y el que vino se marchó a su puesto. Pensamientos llenos de odio, furia e indignación lo invadieron.

    _Mi amigo vino a despedirse. Pero yo no me voy a dejar matar tan fácil.

    No esperó mas, se calzó los anteojos protectores de viento y se asomó por la trinchera para ver la ladera iluminada por la bengala. Veía hasta más o menos unos cien metros mas abajo. Se escuchaban voces, si, pero aún no se veía nada. Notó que se le empañaban los anteojos.

    _Si no hay viento se empañan, razonó. Así que se los quitó y los colgó de su cuello.

    Sus ojos se iban acostumbrando a la verdosa luz artificial. Los enemigos aún no llegaban, pero…algo se movía allá abajo.

    De en medio de la bruma y la oscuridad, emergieron a la zona iluminada por la bengala unas siluetas humanas. De noche, a esa distancia y con esa luz no los distinguía bien. Tomó su fusil y observó a través de la mira.

    Y allí estaban, venían al trote sigiloso, con sus uniformes camuflados y sus caras brutales.

    Los Ingleses.

    El fuego le volvió a brotar en el cuerpo. Más adrenalina.

    No esperó más, calibró el alza de puntería a cien metros, apuntó bien al que tenía en la mira y disparó. Fue el primer disparo argentino.

    Oyó un silbato y la voz del oficial que ordenaba: ¡Fuego libre! ¡Viva la Patria!. El cerro se iluminó por los disparos argentinos. El sonido era ensordecedor.

    Cuando el soldado apretó el gatillo de su FAL, el humo y el ruido del disparo lo descolocaron. Al apuntar nuevamente por su mira, vio que al que le había disparado ya no estaba caminando, era un bulto en el suelo.

    _Uno menos, vos no me vas a matar a mí, hijo de puta, yo te maté primero.

    El cerro ardió en lenguas de fuego de ambos lados. Los argentinos, luchaban en silencio, sólo se escuchaban los gritos de los oficiales alentando a la tropa y algún grito de dolor o muerte, nada más. En cambio los ingleses se la pasaban gritando entre ellos: ¡Hey you, go go, y no sé qué.

    El soldado apuntaba y disparaba, apuntaba y disparaba. Tenía muy buena puntería. Gastó dos cargadores completos. Solamente en tres ocasiones tuvo que repetir el disparo para que caiga el inglés.

    En eso, al lado suyo, repiqueteos de balas en el piso de turba le decían que algún inglés le estaba apuntando y disparando a él, pero vaya a saber por qué designio del destino, no le acertaba.

    Eso le encendió la sangre. Alguien lo estaba queriendo matar. Sintió un calor insoportable. Se escabulló al interior de la trinchera y se quitó el poncho impermeable. Ahora se sentía mejor. Más fresco y libre.

    Cuando se asomó nuevamente, alcanzó a distinguir un bulto agazapado en la oscuridad a unos 60 metros abajo y un fogonazo que salía de ese bulto. Al instante una bala enemiga picó en una piedra que estaba a su izquierda.

    Ya lo tenía. Ese era el puto inglés que lo estaba queriendo matar. Pero gracias a Dios o a su destino, el guión del arma de su enemigo estaba mal regulado, por eso no le acertaba.

    No se escondió. Solo apuntó al bulto con mucho cuidado. Fijó su objetivo y afirmó el pulso. Más fogonazos y algunas balas que volvieron a picar cerca de él le dijeron que debía apurarse.

    Apuntó a la base del bulto, contuvo la respiración y disparó. El bulto se estremeció un poco y quedó inmóvil. Aún hoy día puede jurar que escuchó el quejido del inglés cuando murió gracias a una bala argentina. A otra cosa.

    El soldado era uno de los mejores tiradores del Batallón 5 de Infantería de Marina. Jugaba al tiro al blanco. Mientras disparaba, veía por momentos de reojo como iban las cosas por el cerro. En verdad era un cuadro del Bosco: un infierno.

    En la noche, las balas trazadoras dibujaban hilos de luz entre el cerro y la base, una catarata de fuego. Las llamaradas de los fusiles argentinos parecían flashes. Miles de flashes que destellaban en la ladera del cerro.

    El fuego de las explosiones era un preludio del infierno. Las detonaciones de las bombas ensordecían. Hubo explosiones en las trincheras argentinas. Misiles ingleses, portátiles. Se los habían provisto los norteamericanos para luchar con los argentinos. Muchos soldados murieron por esos cuetitos.

    Pero también la base del cerro por donde venían los ingleses empezó a volar en pedazos. Nuestros morteros. Los artilleros argentinos habían estado practicando mucho su puntería.

    Los ingleses se detuvieron, no se retiraron al principio, solo se quedaron en los lugares a los que habían llegado. Parecía que se estaban reorganizando, no esperaban una resistencia tan dura. Tal vez estuvieran engolosinados con lo que les pasó a los correntinos. Venían a atropellar y ganar. Pero se estaban llevando un chasco.

    Un zumbido intenso comenzó a crecer en el aire…era algo raro…como un silbido apagado…y venía aumentando en intensidad. No entendía que podía ser ese ruido que venía acercándose hacia la zona de combate. Se iba escuchando cada vez más fuerte. El soldado lo comprendió luego de que el primer proyectil disparado por el súper cañón argentino de 155 mm hizo explosión en la zona ocupada por los ingleses…y la ladera por donde se estaban acercando los enemigos prácticamente fue atomizada por la explosión de ese proyectil. La explosión fue de tal intensidad que el soldado se quedó sin aire por unos instantes. Tan fuerte había sido.

    El soldado no pudo menos que reír de solo pensar que los criollos diseñaron semejante arma y la estaban estrenando contra el mismísimo imperio. Si bien el ejército poseía un numeroso parque de artillería, solo había un cañón de ese tipo en las Malvinas, ya que su tamaño y peso hacía casi imposible transportarlo a las islas. Tuvieron que llevarlo hacia allí por partes. Lo desarmaron y lo trasladaron en aviones Hércules en varios viajes. Había sido diseñado para la guerra en el continente. En plena pampa, los argentinos podían disparar el cañón y hacer que el proyectil caiga muy…muy lejos. Era un orgullo de las Fabricaciones Militares Argentinas. Herencia de las fábricas militares que fundara el General San Martín. Luego de la caída de Puerto Argentino, los ingleses no terminaban de desfilar sorprendidos ante tal terrible arma argentina. Les quedó como botín de guerra y hoy se exhibe en Londres junto a otros trofeos capturados a los criollos. Una anécdota no confirmada cuenta que una vez finalizada la guerra, un oficial inglés de alto rango, frente al cañón argentino, les preguntó a sus soldados ingleses qué era lo que veían:

    _Un cañón, le respondieron. El oficial les contestó:

    _Yo veo un pueblo que si es capaz de construir este cañón y encima nos invade a nosotros, es de temer. Nunca se descuiden…

    En esos momentos decisivos, un chasqui argentino recorrió las trincheras llevando un parte:

    _¡A prepararse que contraatacamos!…¡Calar bayonetas!.

    Eso fue muy duro. La trinchera le daba una cierta sensación de seguridad, pero salir a correr a los ingleses era demasiado. Oyó los gritos y órdenes del oficial. Percibió que sus compañeros se preparaban. Él también.

    El contraataque con bayoneta ya lo habían practicado varias veces en las maniobras previas. Pero una cosa era la práctica y otra cosa era salir del pozo y verle la cara al inglés hijo de puta que te quiere matar. Que sea lo que Dios quiera, no iba a dejar a sus compañeros solos. Ya estaba jugado.

    Se preguntó si los viejos criollos habían sentido miedo en las invasiones inglesas. En esa ocasión los habían rechazado. ¿Y ahora?

    Pero el soldado se acordó de una cosa: era un Argentino. Décadas de historia de rechazos a las invasiones inglesas, luchas por la independencia, cruces de los Andes, campañas al desierto, guerras contra el Brasil, el Paraguay y guerras civiles, lo habían hecho heredero de una tradición de pueblo macho.

    Era un Argentino. Un Americano. Un guerrero por herencia. Era hijo de criollos, que joder. La vena de coraje le brotó de repente. Ya no tenía miedo. Ya no pensaba en la muerte. Era espiritualmente libre. Un regocijo indescriptible le colmó su espíritu. Estaba siendo parte de la Historia con mayúsculas. Sintió que era un premio estar allí. Ya no importaba el resultado de la batalla ni de la guerra. Ya eran héroes. Nadie podría quitarles jamás el orgullo de haber enfrentado a lo macho al mismo imperio. No tendrían la misma tecnología, pero los argentinos les estaban costando mucho a los ingleses. Eso ya era un orgullo.

    Ya sabían los ingleses que aquí existe un país atrasado, subdesarrollado, tercermundista, bananero, pobre…pero fue el único país del tercer mundo que se atrevió a invadir a uno de los centros de poder mundial, cachetearlo y encima quedarse en la colonia recuperada haciendo pata ancha y aguantándose el chubasco.

    Aguantándose enfrentar a la armada más poderosa del mundo que encima estaba apoyada por el "americano" EEUU, traidor del TIAR y de la causa americana. Pero así estaban las cosas. Las cartas estaban echadas. Ahora que estaba en el baile, había que bailar.

    El cañoneo argentino cesó de repente. La coordinación con la propia artillería era buena. No era cosa de salir a la lucha cuerpo a cuerpo y ser atomizado por una bomba argentina.

    A la orden de contraataque y Viva la Patria, las trincheras argentinas soltaron a los hijos del país. El soldado miraba a sus compañeros salir de las trincheras y correr hacia el enemigo. No esperó más, caló su bayoneta al fusil y aprontó su equipo. También salió.

    _Má sí, que sea lo que Dios quiera.

    Todos, en un sólo grito salieron disparando sus armas sin parar. La vanguardia inglesa, los invasores, estupefactos, empezaron a retroceder. Al principio lentamente, luego, a la carrera, y se metieron sin querer en el campo minado argentino. Los vio volar en pedazos. El soldado no dejaba de disparar y gritar para darse valor. Nuestros soldados estuvieron tan cerca de los ingleses que llegaron a verles las expresiones de sorpresa y temor en los rostros mientras los enemigos eran corridos a punta de bayoneta cerro abajo.

    Los argentinos recuperaron la base del cerro. Al mismo tiempo, el soldado sintió un golpe fuertísimo en la cabeza y cayó al suelo.

    _Me tocó, ya fui, me balearon…Dios mío, perdona mis pecados.

    Pero revisó su cara y nada. El casco estaba desacomodado y al revisarlo vio que tenía un agujero en el frente.

    _Me salvó esta lata.

    No lo arrojó, se lo puso y siguió corriendo tras los ingleses mientras vaciaba el cargador del fusil. Cuando oyó el silbato del oficial y las órdenes de regreso, volvió rápido a su puesto.

    El contraataque había terminado. Los ingleses se habían retirado. En su huida habían pasado por el campo minado y dejaron varios camaradas adornando el terreno.

    No había más bengalas, estaban todos a oscuras, los oídos le zumbaban por las explosiones y disparos. En la oscuridad, adivinó a sus compañeros que volvían corriendo junto a él a sus puestos.

    _Parece mentira, pero…en esta oscuridad…¿serán todos nuestros?.

    Tal vez algún inglés desorientado volvía con ellos. El soldado corría hacia su puesto rodeado de la oscuridad y no encontraba bien la dirección correcta. Se guiaba por los ruidos y las tenues luces de los fuegos de las explosiones. Por las voces difusas y algún que otro soldado corriendo que percibía en medio de la oscuridad.

    Se pegó a uno que iba corriendo delante suyo. Pero el delantero parecía estar más perdido que él. Zigzagueaba sin cesar. Aún así, lo siguió de cerca a escasos tres metros durante un buen trecho.

    De pronto, el cielo austral se iluminó nuevamente con otra bengala argentina. La noche se volvió a convertir en día. Fue un instante nomás. El instante en la vida, en que Dios decide el destino de todo ser humano.

    Y el fallo de Dios fue terminante.

    Cuando la bengala iluminó todo nuevamente, el soldado se percató de que, en su retirada, había estado corriendo detrás de un comando paracaidista inglés.

    Más calor. Otra súper dosis de adrenalina. El otro también se dio cuenta de que era seguido por un argentino. Pero lo hizo demasiado tarde.

    Sin testigos, en la soledad de las islas australes, el drama más antiguo de la humanidad estaba por suceder.

    Hoy en día, el soldado recuerda la expresión de sorpresa y miedo del inglés cuando, al verse perseguido de cerca por un soldado argentino, se detuvo para volverse y dispararle con su fusil automático. En ese instante supremo, el soldado argentino no se detuvo a apuntar para disparar. Hubiera muerto si lo hacía… ya no tenía más municiones.

    Tomó impulso y orientando su FAL al cuerpo del enemigo, hundió la bayoneta hasta la empuñadura en el pulmón derecho del inglés.

    Jamás olvidará el grito apagado de inmenso dolor del enemigo herido, quién, al ser atravesado por la daga, inmediatamente dejó caer su fusil. También recuerda el silbido del aire al salir del pulmón pinchado y el gorgoteo de la sangre que escapaba por la herida.

    El soldado también gritó. Pero su grito surgió de lo más salvaje y primitivo de la esencia humana: la supervivencia.

    Cuando el inglés cayó al suelo, el soldado continuaba teniéndolo ensartado en su bayoneta. El otro pataleó y quiso arrancársela. El soldado aferró su fusil con fuerza y apoyando su peso en él, hundió más el sable en el cuerpo del enemigo al punto que sintió que la bayoneta se estaba enterrando en la tierra. Escuchó crujidos de tejidos humanos desgarrándose.

    El cuadro era macabro: bajo la mortecina luz de una bengala en la noche austral, un hombre estaba matando a otro clavándolo contra el suelo.

    Un grito agónico se dejó oir. El inglés murió agarrando el fusil del soldado y con un rictus de dolor en la cara. El soldado desclavó al inglés, tomó la boina verde del muerto y corrió hacia su trinchera. Aún hoy en día no se explica porqué se la llevó. No pensaba en nada. Actuaba como un autómata. Al llegar, encontró su lugar en la zanja y se escabulló en ella.

    Dentro de la trinchera, el soldado se dedicó a pasar revista a su persona: no tenía más municiones. Pidió a gritos y un soldado estafeta que se acercó por dentro de la trinchera se las proveyó enseguida.

    Acomodó su equipo, correajes y cordones. Bebió agua de su cantimplora y se acomodó para observar ladera abajo.

    Sin novedad.

    Un olor desagradable comenzó a sentir una vez que se tranquilizó y recuperó el aire. Tardó en comprender que era el olor a sangre que emanaba desde la bayoneta ensangrentada. No la tocó. Sintió nauseas y asco pero la dejó colocada en el fusil. Ni cuando llegó la orden a los gritos de enfundar bayonetas se atrevió a tocarla. Quedó colocada en el fusil todo el resto de la noche. No sabía si tomarlo a risa o qué, pero recordó esa frase "huelo la sangre de un inglés", no podía recordar de donde provenía. Le parecía que era una historia que escuchó cuando niño. En fin, en medio del infierno cualquier excusa era buena para pensar en otra cosa.

    Al rato pasaron revista para ver si todos estaban bien, o quiénes faltaban.

    Y faltaban muchos. A los muertos los pusieron detrás de las líneas y los cubrieron con ponchos. Él ayudó a juntar cuerpos. A su amigo Aguirre lo encontró tendido en el pasto boca abajo, todavía respiraba, pero sangró mucho y la herida era muy fiera. Ayudó a llevarlo al sitio donde ponían a los heridos.

    Sintió que algo cambió en el aire y tardó en darse cuenta de lo que era: estaba clareando, el alba asomaba y el frío volvió a sentirse. Volvió a colocarse su poncho impermeable.

    _Me estoy cagando de frío otra vez, se me acabó la adrenalina. Que baile Dios, si sobrevivo a ésta no seré el mismo pendejo cagón que era.

    Pero no quería pensar en eso. Al llegar el día fue a ayudar a recoger los heridos y los cadáveres que habían quedado tirados en el campo.

    Luego se acercó para ver a sus compañeros, a algunos no los encontró, ya sabía donde estaban. Los heridos tenían un hospitalito de campaña en un sitio apartado y los fue a ver.

    Nunca pensó que debería soportar las bromas de humor negro de sus compañeros respecto de la buena puntería de los ingleses y las risas que producía su persona cuando lo veían a él. Cuando se dio cuenta de que el motivo de tales bromas de mal gusto era el agujero que tenía en el frente de su casco, lo arrojó con bronca y tomó otro que encontró al lado del cadáver de un soldado argentino que estaba junto a otros camaradas caídos.

    Antes de recibir más comentarios fuera de lugar o bromas pesadas, limpió con el agua de los bidones la sangre coagulada del inglés ensartado que todavía estaba ensuciando la bayoneta. Solo cuando quedó completamente limpia, se atrevió a tomarla con las manos y enfundarla.

    En las trincheras, los soldados argentinos rezaban, hablaban, callaban, reían o lloraban. Él no. Sólo pensaba en lo que había ocurrido aquella noche. Del bolsillo de su campera de abrigo sacaba de a ratos la boina verde del enemigo que él había matado. No se la había mostrado a nadie. No lo haría nunca. Aún hoy día, ya casado y con hijos, esa boina verde está oculta en un sitio donde nadie la pueda hallar. Nunca pensó que ese trofeo sea algo como para vanagloriarse. Simplemente es un recordatorio de que lo que vivió fue real. Tan real que aún en la actualidad, es atormentado en sus sueños por la cara de dolor del enemigo ensartado.

    También lo asaltan los pensamientos de…¿Quién sería?…¿Tendría hijos?…¿Alguien lo esperaría en su hogar?. Pero así es la guerra. Prefería recordarlo él al otro y no ser recordado por el inglés.

    Sabe que en las islas, hoy en día, debe estar el nombre del muerto en la placa de homenaje con que los ingleses honran a sus caídos.

    En esa placa debe estar el nombre de "su" muerto. Pero él nunca quiso enterarse de quién era. Aunque en la boina verde hay unas iniciales y un número. Por lo que averiguar quién era no sería tan difícil. Pero jamás lo intentó.

    Hoy el soldado ya está mejor de la cabeza…aunque no del todo. Cuando ve una película de guerra no puede más que reir pensando que ningún film reflejará jamás en lo más mínimo los horrores de la guerra. Ahora, a veces, puede dormir bien sin escuchar los gritos de dolor o miedo, sin ver la sangre y los cuerpos mutilados.

    A veces ve en sueños el rostro de los enemigos que quisieron matarlo a él pero que no tuvieron suerte. No los odia…sabe que ellos tampoco lo odiaban…solo que les tocó morir a ellos y no a él. A veces se brota en accesos de somatizaciones de todo tipo. Pero la vida continúa.

    Esta historia es un homenaje a nuestros soldados, y es tan verídica como el hecho de que los soldados del BIM 5 de Infantería de Marina Argentina fueron los únicos que rechazaron a los ingleses en las Malvinas. Solamente después de la caída de Puerto Argentino el 14 de junio, bajaron de sus posiciones en los cerros, y al día siguiente entregaron su armamento en formación militar.

    Gloria eterna a nuestros héroes.

     

     

    Autor:

    Eugenio Martín Ganduglia