Judith y el deseo
"y Holofernes la invitó a su tienda".
Del cuento mayor: la Biblia.
Y así fue que la astuta Judith, convencida de su verdad sanguínea para apoyarse en las leyendas y tradiciones y creencias milenarias de su pueblo, se deshizo de su ropaje de viuda austera para engalanar y mostrar la frescura de su piel y de sus encantos todos y usarlos como sus armas más poderosas ante el acosador Holofernes babilónico. Y con ellas vencería.
Se adornó con tocados de perfumes y variadas alhajas para seducirlo en procura de salvar a su pueblo y a su ciudad. Y le abrieron las puertas, y salió a la noche, en busca del guerrero, segura de no temerle y de poder mirarle a los ojos sin que le temblara la palabra.
Salió apenas cubriendo esa hermosura entre acariciadoras telas ligeras que volaban sin escapar de su alrededor, cual una ninfa homérica en el viento. Y más tarde, ya sin ellas, en plena desnudez, en presencia del tremendo general (nadie lo aseveró ni negó de esta segunda manera a pesar de las leyendas que se inventaron en esos tiempos alrededor de estas aventuras de engaños con los que se pretendía salvaguardar las honras de las más señaladas matronas), igualmente en esa decisión muchos destinos quedaron sentenciados para que sirvieran de coro y de abandonos y así adornar ese encuentro del guerrero con la bella judía y adornar también de paso las fábulas venideras. Y ya resuelta a continuar sin vacilaciones en su osado plan, entonces su voluntad y arrojo se apoyaron en la necesidad de culminar esa resolución de una posible entrega como máximo precio a pagar dentro de lo ideado para la liberación de aquel acoso. Y ese ideal de ligazón entre la venganza y el sexo fue su sostén y guía. Se sabía vencedora. Y de la culminación y deshonra de esa entrega ella fue la única que posteriormente intentó desmentir al decir que no fue mancillada por el héroe, y que sólo su difunto marido, Manasés, hubiera podido decir dónde se ubicaban los lunares en su piel. Y por supuesto que parte de su plan era acomodar su regreso de tal aventura liberadora impugnando todo comentario sobre este tema de la entrega. Y lo logró alabando a Dios como inspirador de sus acciones, para que los demás no tuvieran dudas y la creyeran tan limpia de impiedades como antes. Y así Jehovah pasaría a ser su único y máximo aval como invisible testigo de su no perdida segunda virginidad y honra. Y su pueblo la creyó. Y su dios no atestiguó en su contra. Nunca lo hacía. Pero igualmente, y es lo que nos importa, desde que ella concibió su plan engalanando y perfumando sus redondeces, el destino de Holofernes y sus huestes ya estaba decidido. Y todo transcurrió como una simple y suave batalla sin mayores estrategias, sin que la palabra de Dios, ni sus soberbias órdenes, ni sus rayos y tormentas, ni su afamada iracundia bíblica estuviesen involucradas en esta nueva historia de un gran crimen para salvar al pueblo judío. Su Dios no intervino. Tan sólo las manos de esta mujer, y las gracias de su sexo, y su astucia, y sus carnes y hermosura como armas fundamentales de su capacidad de seducir, serían decisivas, aunque Manasés se removiera en su tumba y todos los votos y juramentos de ella y su difunta fidelidad cayeran en picada junto a la supuesta pureza de su viudez. Pareciera que ese Dios en esos tiempos, su Dios, el Dios de Israel, cerrando los ojos, apostaba el futuro de historias y partes de su creación basándose en adulterios o en algún crimen horrendo ejecutado por alguno de sus fieles preferidos, temerosos de él, según lo contaron ellos mismos, a cualquier costo.
Tal Judith, como modelo de exigencia de una fe que siempre requiere el pago de un precio para que quede constancia de la fidelidad y obediencia total a su Creador.
Pero en este caso, en su albedrío, se trataba de la hermosa viuda Judith por cuenta propia, abandonando el luto y los ásperos hábitos de penitencia, avanzando hacia el invasor casi desnuda, andando entre soldados con las mejores telas acariciándole y destacando sus formas, y emanando los más atractivos y cálidos perfumes para lograr su designio frente al temible general. Y convencida de portar las tentadoras galas necesarias para lograr tal fin, había partido con una sirvienta desde su ciudad, que se asfixiaba acorralada por este guerrero que asediaba y ahogaba a la Bethulia de Israel por el hambre y la sed, rodeando sus muros con círculos de fuego y con tantos guerreros que cortaban en estricta continuidad toda posibilidad de abastecimiento o fuga.
Las fogatas ardían en las noches de la opresión anunciando las amenazas de muerte y destrucción y exhalando en gritos y ruidos la posibilidad de echarlo todo abajo por las llamas si acaso fuese necesario. (Nabucodonosor, allá en su trono y reposo real de Babilonia, se enteró tarde del posterior fracaso de este acoso que no pudo contra la fuerza latente de la debilidad humana que allí aguardaba y que al final se removió en las entrañas esclavizadas de su General ante las carnes de Judith). Todas las acciones y planes fueron superados al caer éste bajo los excesos del vino, la suavidad de una cama y la sabiduría de carnes y experiencias de una mujer que condujeron todos los planes hacia una sola escandalosa muerte liberadora, la del gran caudillo. Ella, cuando traspuso las puertas de su amada Bethulia, saliendo al campo en busca de este Holofernes, tan sólo portaba su extraordinaria y subyugante belleza como salvoconducto y soporte de las astucias acostumbradas y certeras de su raza. Y además, en sus fuegos de mujer llevaba un plan que no podía descifrarse en los disimulados ojos sonrientes ni en el silencio de la boca hinchada por la aventura de un posible y verdadero deseo que tendría que culminar y satisfacer.
Y su criada, que cargaba algunas provisiones en un costal, vinos y quesos y perfumes, para alcanzar el máximo de cuatro días de sustento y embriaguez que fue lo que ella le pidió al cónclave de los ancianos poderosos de su pueblo para lograr salvarlos a todos cuando venciera al guerrero y desmoronara su ejército invasor, la acompañaba. Iba hacia el campamento de Holofernes con la certeza en el triunfo que le daban su determinación y el inmenso atractivo de su sexo. (Tampoco nos aclararon si también fue impulsada dentro de su mente y sangre por la concupiscencia del deseo carnal que aquél pudiera inspirarle, para, satisfecho éste, y dominado aquél, hacer rodar a sus pies al tremendo rival como una venganza y humillación mayor, duplicada, para su íntima satisfacción de israelita y de mujer acostumbrada a la admiración).
Y tras varios engaños ambas se escabulleron y pasaron a través de los acantonamientos que defendían los bien apertrechados vigilantes de las fuerzas babilónicas, siempre del mismo talante y con iguales subterfugios, para que ella, admirada por la otra, lograra cautivar y engañar a los avizores guardianes. Las sedas, que livianas la cubrían, volaban con suavidad sobre sus hombros y caderas para apenas acariciar las curvas y voluptuosidades de su figura en cada paso que daba. Era la tentación hecha mujer. Y el aire se inundaba en sus perfumes también acariciadores. Y no podía pasar desapercibida. Y así se movieron, de una jefatura de filas a otra, entre la soldadesca, hasta que al final tan solo ella fuese conducida y entregada en la carpa de Holofernes, dejando a su sirvienta en la puerta. Y se presentó como una traidora del pueblo judío, convenciéndolo de que ella podía entregarle la ciudad entera, sin tener que pelear, sin gastos, cual una yegua traidora de Troya.
Ganándose su confianza, y seduciéndolo al poco tiempo al ritmo de sus encantos y habilidades, provocándolo, aparentando rendirse al entregársele en el gesto en la boca deseosa para después descifrarle la mirada ya perdida, fue motivándolo a realizar un gran banquete, que éste, insensato y ciego, organizó. Y Holofernes, hipnotizado por aquellos muslos firmes y furtivos que se mostraban y se escondían, perdido en sus veleidades, acompañado de la sensual hembra tentadora, y de sus propios hombres de confianza, y de sus sirvientes, bebió y comió, y rio la noche entera. Y siguió bebiendo, frenético y ansioso, hasta quedarse a solas con ella.
Después, ebrio ya, vacilante, turbio y desarmado, como hombre y como guerrero, y seguramente ahíto de los excesos de la noche, y muy cansado, en la madrugada se recostó sobre su lecho de campaña. Y así se quedó dormido, para que Judith, moviéndose ligera, con la propia cimitarra de gigante vencedor que él usaba, que desde su llegada tuvo localizada entre las telas y cojines regados a un lado y otro, silenciosa y certera, lo decapitara sin temblores de dos tremendos golpes. Y lo vio desangrarse y morir sin misericordia alguna. En el costal en que trajeron las viandas y perfumes, amparadas por la noche profunda y cómplice, sacó con su sirvienta del campamento invasor la cabeza cercenada y sangrante del soberbio General. Al día siguiente la exhibieron clavada en lo alto de una pica, a las puertas de la Bethulia judía. Dicen en el cuento que el ejército de Holofernes, al enterarse de la muerte de su líder, se dispersó horrorizado, abandonando todos los campos, dejándolos desatendidos, con las fogatas tristemente humeantes y las numerosas tiendas de campaña repudiadas. Y de la misma manera cuentan que a la mañana siguiente Judith regresó una vez más al pabellón del homicidio, sin remordimiento alguno, y cargó en una mula y un carretón muchas de las riquezas en armas y vasos y bandejas de oro y plata que Holofernes poseía. Y la ciudad de Bethulia se salvó dando glorias a Judith.
Dieciséis siglos más tarde Tintoretto nos lo contó en perfectos colores y simetrías: dos diagonales de luz como lados de una pirámide, con la mirada de la Judith vencedora sirviendo de vértice común, y el inmenso héroe babilónico como base lateral de la misma, dibujado a la derecha, descabezado en exánime escorzo sobre el revuelto lecho, casi a sus pies.
Dime tú Nabuco, tú que lo conocías y le entregaste el vasto poder que ostentaba sobre tus legiones y territorios, tú que regresaste al mundo donde eras Rey todopoderoso despertando de un sueño de siete años y alas doradas en el que fuiste un copioso árbol cuyo ramaje todo lo cubría, igual que cubrías a tus ejércitos: ¿será verdad que tu gigantesco General Holofernes fue tan ingenuo y no se sintió amenazado en ningún momento? Insignes estudiosos han considerado que este crimen no fue otra cosa que una castración histórica humillante.
Y un amigo mío, que es de oficio chapista, y que sólo conoce estas leyendas bíblicas por referencias fortuitas que le llegan al taller de trabajo, me dijo que en sentido contrario, yendo un poco hacia el origen de todas ellas, le admiraba que Isaac, mucho antes, en la otra historia, casi al principio de los principios, burlando a ese dios que le adosaban como Padre, tuvo mejor suerte que este Holofernes porque seguramente desde muy niño debió haber sido ventrílocuo para poder engañar al legendario Abraham, su verdadero padre, y así salvar su vida. Y como nos lo dijeron, lo logró deteniendo el avance en caída del puñal asesino con el que este Abraham lo aniquilaría, haciéndole escuchar un falso mensaje que simulaba llegarle, no de un vientre parlante, sino de una profunda gravedad de garganta y de caverna, desde una luz en lo alto, o de la misma ultratumba, supuestamente por boca de un ángel, ordenándole en sutil engaño que detuviese el brutal asesinato.
Y cuentan que así fue.
Y cuentan además que el relato completo es palabra de Dios, y los creyentes lo creen de esa manera. Los "ismaelitas", agarenos de raíz, por su parte, dicen que el niño a sacrificar era Ismael, que fue el verdadero primogénito de este patriarca, y que venía signado para ser manantial de musulmanes, hijo de Abraham con Agar, la de la perla perdida en el mar, esclava que fue donada a éste por su propia esposa, la seca Sara, para que pudiera engendrarle el hijo tan deseado.
Vaya Ud. a saber por qué desde un principio todo estuvo tan enredado y tan alejado de las reglas que posteriormente pasaron a ser normas de moralidad y decencia para no contravenir una posible salvación alejada del llamado pecado de la trata de blancas y el adulterio. Y acaso cabe preguntarse el porqué de la irremediable muerte del degollado Holofernes, que no era más que un guerrero cumpliendo otras misiones, seguramente ordenadas por otra supuesta divinidad, en que ningún Ángel o Dios se ocupó de interponerse para su salvación en ese último momento de la muerte.
No hubo luz ni voz surgiendo de las alturas que detuviese a la curva cimitarra aniquiladora que bajaba de un tirón del brazo vengador de Judith hacia el cuello del doble conquistador, que fue a su vez conquistado con armas mucho más poderosas que la suma de las espadas y lanzas filosas de todos sus ejércitos juntos. Y hubiese sido también una hermosa historia con ese otro final de una formidable mano salvadora, entre luces fulgurantes y voces imperantes de órdenes que no se pueden rechazar, emanadas todas del mismo dios de Abraham, deteniendo a esta espada que blandía la hermosa y por siempre heroína Judith para salvar a este otro héroe. Y entonces se hubiese narrado este espléndido final con sumisa devoción y miles de justificaciones del abolido horrendo crimen, como se narró la aceptada historia original, cual un venerable acto de salvación y gracia divina. Igual que se justifican las demás escenas similares en tantas páginas del venerado libro.
Y con el tiempo, el nuevo cuento también hubiera pasado a ser palabra de Dios y ejemplo de su infalible poder. Bastaría con creerlo. Como se ha hecho hasta ahora.
Amén.
Autor:
Luis B Martinez