El bienestar y la calidad de vida se han relacionado siempre, con toda justicia, con la salud y con la armonía interior; aunque en los últimos años, cada vez más se intente distorsionar ese vínculo, atando ese bienestar al confort, y este con la posesión de bienes materiales o con el acceso a espacios sofisticados y costosos.
Se intenta poner el acento en otras cosas, en otras posesiones, en los bienes no perecederos, en los que no se compran con dinero, en los recursos internos que se construyen o se desarrollan pero no se pueden encargar por internet con un simple clic en el botón de "añadir a la cesta de compra". También nos hemos ocupado, aunque bastante menos, de las dificultades para llegar a darnos cuenta de aquellos valores, de los fantasmas que acechan nuestro camino, de los abismos que nos impiden avanzar hacia un horizonte diáfano que nos llama aunque lo sepamos inalcanzable.
Si tuviera que hacer una lista de esos enemigos de nuestro bienestar, comenzaría, claro, con los tres obstáculos más frecuentes e importantes que aparecen en el camino de todos, aunque paradójicamente no son parte de la naturaleza humana. Los hemos aprendido escuchando, viendo e imitando a nuestros padres, maestros y vecinos; me refiero al miedo, la vergüenza y la culpa (Bucay, 20111). Tres formas de llamar a las trampas que nos hemos creado, con la ayuda de otros, y que parece que tuvieran como único fin limitar nuestra capacidad de disfrutar de nuestra propia vida; el temor al futuro incierto, el miedo hoy al juicio crítico de los demás y el temor a la propia condeno por lo hecho ayer (y hasta por o alguna vez fantaseado).
Todos los terapeutas del mundo que trabajan con pacientes enfocan su tarea en el desafío de ayudar a quienes los consultan a liberarse de esa carga: enfrentar los miedos, abandonar la vergüenza y deshacerse de la culpa sin desconocer ni minimizar el hecho de que, a veces, cualquiera de ellos funcione como una alarma que advierte de un desvío en el camino.
Hoy deseo comentar la culpa. Esa molesta sensación que todas las personas socialmente sanas y maduras conocemos. Esa experiencia que todos aprendemos a identificar fácilmente pero que no sabemos si considerarla un sentimiento, un pensamiento o un complejo y retorcido reflejo, anidado en cada uno como previsible resultado de su condicionante educación (Bucay, 20111).
Nuestra madre anciana ya no puede vivir sola, nosotros no podemos vivir con ella porque tenemos nuestra propia familia, ni podemos, llevarla a nuestra casa por falta de espacio y, entonces, decidimos ingresarla en un asilo, en contra de su voluntad. Aunque el lugar sea óptimo, aunque la atención sea inmejorable y la vallamos a ver diariamente, muchas veces nos sentimos culpables o acusados por la mirada de nuestros amigos o vecinos. No ha habido error ni descuido, pero la culpa aparece.
Nadie podría estar en desacuerdo en defender las libertades individuales, pero avalamos la culpa aunque funcione como una de esas restricciones que no son avaladas por jueces ni perseguidas por la policía, que no se castigan con multas o cárceles, pero nos condenan al castigo crítico del auto reproche (Bucay, 20111).
Para casi todos los que poseen formación en salud mental, los hechos parecen señalar que las raíces de la culpa han sido sembradas en nosotros durante la infancia y, por lo tanto, no parece ser a priori un verdadero sentimiento sino una respuesta autoaprendida. Un subproducto antinatural inventado por quienes nos precedieron, supuestamente existente para conjurar nuestros aspectos más dañinos y destructivos. Una especie de bozal para evitar que nos mordamos los unos a los otros. Una infalible receta que frenará algunas tendencias (que muchos suponen que todos tenemos) al autoritarismo, la conducta antisocial e, incluso, la criminalidad.
Y sin embargo
Yo sé de mí y tú de ti que no es la culpa la que nos frena y nos impide cometer un asesinato o herir al prójimo a sabiendas. Parece que si la metáfora del bozal es acertada, la culpa resulta ser un bozal que les cabe solamente a los perros que no muerden.
Me permito compartir con ustedes este hipotético plan.
Supongamos que decidiéramos crear en otro planeta una nueva sociedad. Supongamos que, por alguna extraña razón, partiéramos del preconcepto de que sus habitantes son esencialmente malos, dañinos, crueles y destructivos. Supongamos que, como somos bondadosos y nobles, deseamos que esa sociedad que estamos creando viva en paz y tranquilidad. Es obvio, por lo menos en un primer análisis, que debemos crear los mecanismos para controlar los bajos instintos de esa sociedad imaginaria. Tendremos que crear duras leyes y eficientes formas de represión y de castigo para los transgresores. A poco de andar, nos daremos cuenta de lo útil que sería mantener en sus primitivos cerebros alienígenas un mecanismo de autocensura, un chip que les haga sonar un molesto sonido en sus oídos y que les oprima el pecho cada vez que violen alguna de nuestras beneficiosas leyes, diseñadas, "sólo para protegerlos de sí mismos". Para no llamar a ese chip con nombres odiosos, podríamos definirlo con una sola palabra, corta y fácil de recordar: culpa.
Pero si partiéramos de la idea de que sus habitantes son esencialmente buenos, generosos, amorosos, solidarios y creativos, entonces no habría ninguna necesidad de inventar el chip de la culpa ni de legislar represivamente.
Pues bien, parece que la cultura, y de allí nuestra educación, parten de un concepto del mundo y de la humanidad muy semejante al de la primera de nuestras sociedades. Pero si, en realidad, nos parecemos en esencia a los habitantes de la segunda, la culpa sólo podría servir para provocarnos conflictos internos, para volvernos más neuróticos, para hacernos menos auténticos y, quizá con el tiempo, para hacer surgir lo peor de nosotros mismos, aquello que haga pensar a alguien que la culpa era necesaria.
Para nosotros, que confiamos en el ser humano más natural y genuino, la culpa es uno de los símbolos más emblemáticos de la neurosis. Una respuesta nada elogiable y que muy lejos está de ser necesaria o beneficiosa. Una sensación tóxica y dañina que persiste lastimando mucho a muchos y produciendo grandes pérdidas a todos, desde el punto de vista social (Bucay, 20111).
Como dijese el humorista argentino Landrú "Cuando esté en un callejón sin salida, no lo dude, salga por donde entró"
El camino de entrada a la culpa es:
Hago (o dejo de hacer) algo que daña (o imagino que daña) a otro o a otros (porque a mí me hubiera dañado).
Me hago cargo de haber defraudado al que esperaba otra cosa de mí (o imagino que él esperaba, porque en su lugar yo esperaría otra cosa de él).
Me juzgo sin piedad (como juzgaría a otros en mi situación) y me encuentro culpable del daño producido porque podría haberlo evitado (o me imagino que debería ser capaz de haberlo evitado).
Me condeno a cargar con mi propio desprecio (como te condenaría a ti en una situación equivalente).
Como siempre, cualquier temor es la expresión de un imaginario y la culpa no es una excepción. A la mente le da igual si la acusación del otro respecto de mi actitud es real o imaginaria. Si el otro existe o no. Si el daño se ha producido efectivamente o si es sólo una pesadilla inventada por mí.
En la medida en que cada uno de nosotros empiece a revisar sus propias exigencias, dejará de colocar la crítica y la acusación en el afuera, aprenderá a encontrarse responsable y no culpable y aceptará que no somos infalibles y que, en nuestros errores, a veces lastimamos a os otros. Conquistará, pues, la posibilidad de perdonar y de perdonarse.
Ese será el primer paso. El segundo será aprender a no compadecernos del sufrimiento de los pobres llorosos que aparentemente llevan sobre sus hombros la eterna tortura de la culpa y del miedo a ser juzgados. Debemos aprender que demasiadas veces, detrás de muchos de estas personas se esconde alguien autoritario, un exigente o un omnipotente, que proyecta su dedo acusador y su impotencia en el afuera, es decir, en nosotros.
El famoso Conde Lucanor cuenta la historia del anciano que regresaba del mercado con su joven nieto, llevando su mula cargada con la compra. En el camino, oyen las continuas recriminaciones de quienes se cruzan a su paso. Por lo que van cambiando su actitud.
-Qué idiotas, esos dos, van caminando en lugar de turnarse para cabalgar la mula.
Y luego:
-Habrase visto, el viejo caminando, a sus años, y el nieto, con toda su juventud, sentado en la mula.
Y después:
-Qué poca vergüenza, aprovecharse así de su nieto. Usted de lo más cómodo allí sentado y el pobre muchachito caminando como un esclavo.
Y, finalmente, cuando ambos cabalgaban en la mula.
-¡Salvajes¡ pobre animal. ¿No basta con cargarlo con la compra?
El mejor antídoto para dejar atrás la culpa es la responsabilidad: sobre nuestros actos, nuestras decisiones y nuestra relación con los demás. Todos nos equivocamos y podemos herir a alguien alguna vez; pero si aprendemos a asumir y a reparar, el peso de la culpa se tornará en confianza (Sinay, 2011).
¿Es responsable una persona que siempre es puntual, paga sus facturas en plazo señalado y cumple con lo prometido? Si respondemos de acuerdo con lo que habitualmente entendemos como responsabilidad, diremos que sí. Pero acaso debiéramos esperar a ver qué ocurre el día en que esa persona se retrase en su llegada, no puede pagar en la fecha acordada o, por el motivo que fuere, se ve incapacitada de plasmar lo prometido. Si entonces responde por sus faltas, si no culpa a otros, si su respuesta se basa en acciones no sólo en palabras, diremos que es responsable. De lo contrario, esa persona habrá demostrado que es cumplidora, pero cumplimiento y responsabilidad no son sinónimos, aunque a veces los asumamos como tales.
La responsabilidad califica la capacidad de responder por las consecuencias de nuestras acciones. El origen de la palabra está en el verbo latino responderé, que significa precisamente "responder", "contestar". Responder por algo, contestar a alguien. No hay acciones sin consecuencias. Todo lo que hacemos tiene un efecto. Y también todo lo que decimos. Incluso lo que dejamos de hacer y lo que nos callamos. Podríamos decir que el sólo hecho de estar vivos genera consecuencias. Algunas de ellas las conocemos, otras las ignoramos. Las hay inconscientes y conscientes, deseadas o no deseadas Beneficiosas para nosotros, o para otros, y perjudícales; previsibles e imprevistas. Las consecuencias son inherentes a las acciones y vivir es actuar.
Cuando la entendemos de esta manera, la responsabilidad nos hace más libres. Y es que si hemos de responder por los efectos de nuestros actos o decisiones, se amplía notablemente el campo de nuestras elecciones posibles. Mientras que si no estamos dispuestos a hacernos cargo de lo que nuestras acciones generan, iremos acotando y estrechando la gama de nuestras decisiones. Esto no lo hago porque no quiero hacerme cargo de tal cosa, aquello lo elijo porque no estoy dispuesto a responder por tal otra. Así, nos vamos limitando. Hay, pues, una relación muy estrecha entre la responsabilidad y la libertad (Sinay 2011).
Volvamos ahora a nuestra persona que cumplía con todo. Si lo hace es, sin duda, una persona cumplidora, y la verdad es que el mundo necesita de seres así, porque cuantos más haya, más se facilita la vida para todos. Pero si el día en que no puede cumplir esa persona no se hace cargo de las consecuencias de la falta y si, además, busca culpar a otro, estaremos ante alguien que es cumplidor (cuando puede), pero que no es responsable. Por el contrario, puede haber personas responsables que, sin embargo, no cumplen. Pero responden. Y lo hacen con acciones reparadoras.
Existe un elemento esencial cuando hablamos de responsabilidad: la reparación. No basta con hacerse cargo de palabra, con declaraciones de principios. Estamos rodeados de individuos que pronuncias frases como "me hago cargo de ", "yo respondo por ". Pero cuando tratas de ver si son consecuentes, te das cuenta de que son sólo palabras. Decir esa frase los deja satisfechos, creen que, al pronunciarla, ya han "cumplido". Pero ocurre que las consecuencias son habitualmente causadas por una acción, por una conducta y también son acciones y conductas las que se convierten en verdaderas respuestas. En respuestas, valga la redundancia, responsables.
Quien es realmente responsable empieza por preguntar cómo puede reparar aquello que dañó, cómo puede devolver lo que pidió, cómo puede reponer lo que perdió, cómo puede sanar la herida que provocó, como puede resarcir lo que olvidó. Y sabe que deberá responder no en términos de su conveniencia sino de una manera que sea efectivamente reparadora, aún cuando para ello debe de aprender algo que no sabe, hacer algo a lo que no está acostumbrado, entregar parte de su tiempo, postergar prioridades.
Esta perspectiva de la responsabilidad, cuando se instala como una manera habitual de actuar, genera confianza. Una persona responsable es una persona confiable. Y cuando, en sus acciones cotidianas, las personas que conviven (en la pareja, en el trabajo, en la familia, en la amistad, en la vida ciudadana y en diferentes ámbitos privados y sociales) se muestran responsables a través de sus actitudes, acaban por generar confianza. Y donde las relaciones interpersonales tejen una trama de confianza, germina el amor en sus diferentes expresiones. Que diferente es, entonces, la responsabilidad entendida como una responsabilidad que nos permite elegir y hacernos cargo de nuestra manera de vivir y de relacionarnos, de esa otra concepción según la cual parece como un sinónimo de carga, de obligación, de mandato. Quien responde es libre, quien cumple no siempre lo es (Sinay 2011).
Así como hay una relación estrecha entre responsabilidad, libertad, confianza y amor, también la hay entre responsabilidad y culpa. Y del mismo modo que hemos intentado comprender los enrolles de la responsabilidad, tratemos ahora de adentrarnos en la culpa. Empecemos por decir que la culpa es una voz que resuena en nuestro interior anunciándonos que hemos trasgredido una norma, un mandato o ley y que, por eso, nos hacemos acreedores a un castigo o a una imposibilidad. La norma trasgredida puede decir que debemos ser puntuales, que cuando un amigo nos llama tenemos que dejar nuestras prioridades, que no debemos mostrar insatisfacción o desacuerdo , o cualquier otra cosa que se haya instalado en nuestro interior a lo largo de los años, desde que éramos niños. Supongamos, por ejemplo, que una norma de nuestro universo interior señala que los padres deben de mantener a los hijos. Imaginemos que tenemos a un hijo de treinta años viviendo en nuestro hogar y que no nos atrevemos a decirle que es hora de emigrar y hacerse cargo de su vida. O se lo decimos con tanta culpa –por creer que faltamos a nuestros deberes de padres- que sigue cómodamente en casa.
El problema no es ni la norma –o creencia- ni la culpa. El problema es la no actualización de los mandatos y reglas para adaptarlos a nuestra vida real. Un niño no debe cruzar sólo la calle, pero sí de adulto siente culpa por estar incumpliendo un mandato al cruzar sólo la calle, será presa de un sentimiento disfuncional. Cuando revisamos permanentemente nuestro mundo interno y lo adecuamos a la persona que somos y a los vínculos que mantenemos en el presente, vamos limpiando de culpas innecesarias nuestro universo (Sinay 2011).
Otras culpas provienen del exterior y son aquellas de las cuales se desligan quienes no asumen sus responsabilidades. Como vimos, no hay acto de la vida que carezca de efectos. ¿Qué ocurre, entonces, cuando alguien no asume las consecuencias de sus acciones? ¿Desaparecen las consecuencias, se pierden en el vacío, dejan de tener vigencia? No. Están allí y afectan siempre a alguien. Y no solamente eso. A su manera, esas consecuencias piden que haya alguien que responda. Lamentablemente, abundan las personas que no lo hacen, que eluden su responsabilidad y que se han hecho expertas en el dudoso arte de convertir las consecuencias de sus propias acciones en la culpa de otros.
Hay una ley de las interacciones humanas que puede formularse de esta manera: allí donde se esfuman los responsables, se reproducen los culpables. Entre responsabilidad y culpa puede decirse que hay una relación inversamente proporcional. Cuando aumenta la responsabilidad circulante, disminuye la culpa. Y viceversa. Con su palabra, con su actitud y a veces con su ominoso silencio, las personas que no actúan responsablemente hacen que las consecuencias de sus acciones sean asumidas por otros o les sean indilgadas a otros. Y esto ocurre generalmente bajo la forma de la culpa (Sinay 2011).
No es forzoso que una responsabilidad no asumida se convierta en culpa para otra persona. Pero ocurre que siempre hay personas dispuestas a asumir como culpas propias las responsabilidades ajenas. Los irresponsables lo saben y especulan con ello. Por eso es importante saber discriminar entre lo que es culpa y lo que es responsabilidad. Quién actúa responsablemente no suele ser presa de la culpa. Y quien se siente a menudo culpable a caso lo sea porque suele convertirse en víctima propiciatoria de los irresponsables o porque, arrasado por la auto-exigencia, no se permite fallar, y cuando lo hace, no repara –pues no reconoce el error- o no se siente en paz con el resarcimiento que produjo.
Igual que la expansión de la responsabilidad en cualquier ámbito genera libertad y confianza, a su ausencia y sustitución por la culpa provocan desconfianza, restringen la libertad y no dan lugar a la presencia del amor. Es fácil observarlo en una pareja, en una familia, en un grupo de trabajo, en un equipo deportivo, en cualquier organización. Si la mayoría de individuos no actúa responsablemente, se desentiende de los efectos de sus acciones y actitudes, o los desvía bajo la forma de culpa hacia otras personas, empieza a cundir en el ambiente un sordo malestar. Las personas temen ser culpadas de algo que no es su responsabilidad. , empiezan a no creer en el otro, o se preguntan por las intenciones ocultas de los demás, pierden la iniciativa, no se ofrecen a cumplir tareas que no sean obligatorias En lugar de abrirse y ofrecerse al vínculo, se cierran y se retraen. Aunque es una cuestión de principios y, si se quiere, un deber ético seguir actuando responsablemente, aún en esas condiciones y en ese ambiente, se empieza a sentir como la trama humana empieza a destejerse, se impone la desconfianza, las personas están a la defensiva, y hay una despreocupación por el semejante, se impone el egoísmo y no tarda en aparecer la norma de "sálvese quien pueda" o el "primero yo".
Al mismo tiempo, en un caso así, las posibilidades de elección se restringen. Antes de optar por cualquier opción, todos lo piensan muy bien, hacen cálculos, y las relaciones entre las personas dejan de ser vínculos y se convierten en transacciones. Frases como "¿Me conviene o no me conviene?", "¿Por qué me lo estará diciendo (u ofendiendo)?", "¿Qué gano (o qué pierdo) yo con esto?" empiezan a ser formas habituales de pensar. Se ha perdido la confianza y se ha encogido el campo de las elecciones. Nos remitimos a elegir sólo aquello que creemos que no nos hará víctimas de la irresponsabilidad instalada en el ambiente compartido. No nos sentimos libres. Y, seguidamente, en semejante clima de desconfianza e irresponsabilidad, no campean sino los peores sentimientos. Estamos lejos del amor y cerca de la sospecha.
Ser responsables no nos exime de equivocarnos, de lastimar Sin embargo, al hacernos cargo de verdad, con acciones y con actitudes, no sólo aprendemos y crecemos sino que reforzamos nuestros valores, vivimos en un mayor equilibrio interno y establecemos vínculos reales en los que no necesitamos de ocultamientos. Así como la culpa corroe el alma del individuo y las relaciones entre las personas, la responsabilidad es un valor fundacional. Siempre se ejerce de manera individual (no existe la responsabilidad colectiva: esta suele ser la vía de escape para quienes no se hacen cargo de las propias acciones). Y se responde siempre ante otro o ante otro. Ante el prójimo, ante los semejantes. Por eso, al hablar de responsabilidad nos referimos a un valor esencial en la construcción de vínculos sólidos y trascendentes entre las personas (Sinay 2011).
Puede decirse que al ser así, la responsabilidad, con su presencia, pone el cimiento para el ejercicio de todos aquellos valores –como la empatía, la solidaridad, la colaboración, la honestidad, la sinceridad, el compromiso, la entrega, la humildad y todos aquellos valores que se nos ocurran agregar- que solamente pueden ser ejercidos y entendidos a partir del momento en que dos personas confían en ese punto maravilloso y trascendente que es el encuentro. Mientras la culpa vacía a los encuentros de todo su significado, la responsabilidad los llena de sentido y trascendencia.
BUCAY Jorge. 2011. Vivir sin culpabilizar. Mente Sana. N. 60. Barcelona, España.
SINAY Sergio. 20011. Liberarse de la culpa.
Autor:
José Luis Villagrana Zúñiga
Maestrante de la Unidad Académica de Economía, Universidad Autónoma de Zacatecas. Zacatecas, México.
Fecha de elaboración: 2011/04/06.