Todo lo que somos, o creemos ser, y lo que vemos, o creemos ver,
no son otra cosa más que sueños dentro de otro sueño. E. A. Poe
Cuando nuestro hombre se vio desvalido frente al torrente de poder que emanaba del abusivo Minotauro, sabiéndose indefenso y sin escape al quedar desorientado dentro de la oscuridad de la absoluta caverna, y a merced de los bramidos y de la fuerza gigantesca de este monstruo, en un mínimo instante fue que alcanzó a vislumbrar, desechando errores y ya sin sorpresa alguna, que la vida nunca se presenta ante nuestros sentidos en un estado primigenio y real. Seguro estaba, y en tal instante lo sintió hasta la médula, que ese pavoroso momento ya lo había vivido anteriormente.
Y reafirmó, aun sintiéndose indefenso ante la amenaza de aquel engendro, y con la certeza de una raíz penetrando y afincándose en su interior, que ya era libre y que no se amedrentaba al estar frente a tal ultimátum. Y a su vez, tampoco dudó, y mostró su valor, y terminó por aceptar que todo lo que existe y sucede siempre es una copia de algo ya acaecido. El monstruo no podía dañarlo. Un algo que ha permanecido a la espera detrás del enorme portón que separa la vida de la muerte, deambulando en las penumbras del pasado y de los sueños, y que de improviso puede aparecer pleno de acción en nuestra conciencia y nuestro nuevo tiempo como si se tratase de un nuevo acontecer, no nos puede sorprender cambiando su actitud. Hará lo que siempre hizo.
Y como copias que somos, ese Minotauro, y la laberíntica cueva, y este relato, y todos nosotros, con nuestros respectivos destinos dando vueltas como lo hicimos antes en este mundo en que nos acorralan entre otros laberintos de donde también es muy difícil escapar, que se adornan con la más angustiosa soledad y el más hostil abandono, aquí estamos inermes y abrumados. Iguales han sido las circunstancias de las vidas que hemos vivido y de todo lo que ya nos había rodeado y sucedido, entre copias de cielos y movimientos, y ruidos, y gente, aunque no las podamos recordar.
Igual a todo lo demás por supuesto que nada de esto es ni remotamente nuevo. Desde más allá de incontables generaciones, las mentes más agudas lo hubieron de anunciar para darnos una luz sobre la certeza de lo intuido en esa posibilidad de recorrer múltiples existencias. Quizá el Sereno Sidharta, el Gran Gautama Sakiamuni, hace 2500 años lo intuyó antes que la mayoría de los que buscaron explicaciones siendo más cercanos a nosotros Y acaso lo expuso en sus enseñanzas dibujándolo como fundamento oculto en los hermosos ciclos de las reencarnaciones que él imaginó. Cada vida es otro sueño. Igual la de este magnífico Budha que ya recorrió ese camino.
Y así, a partir de ese encuentro, con más búsquedas en el recuerdo, nuestro personaje fue descubriendo que tales mentalidades nos legaron la idea maravillosa de que lo sucedido en el pasado se repetiría sin freno alguno en todos los futuros que nos correspondiesen. Y que, igual estos acontecimientos, desde las más lejanas sucesiones, nunca se borran, sino que permanecen latentes e indestructibles a la espera, tal que flotasen y esperasen en el lago de la tranquilidad del tiempo. Y que en esas aguas se mantienen de continuo presentes entre la bruma, detrás de nosotros, y luego se acercan, y llegan a las puertas de nuestra realidad como si hubiesen estado navegando insumergibles y silenciosos en la corriente de un gran río de desagüe, que no cesa de avanzar hacia la vorágine de la Repetición. Es el río del devenir. Y que tales sucesos arriban uno a uno desde cientos de siglos del pasado en una suma pasmosa e inexorable, inequívoca, para conformar el mundo en que nos movemos y que día a día creemos inmaculado y original.
Después supo que otros hombres, igual de grandes y preclaros, continuaron ahondando en esa premisa, buscando luces, sin detenerse, con los mejores argumentos jamás escuchados al respecto. Hasta que se convenció de que sí, que el mundo que observaba en cada instante ya había estado antes de igual manera donde lo veía. Todo lo que acontece, hasta el mínimo detalle, ya ha sucedido con anterioridad. La vida no es más que una repetición de sueños.
Y así, la mariposa azul de hace tres mil años volvió a ser azul y tornó a posarse en el preciso instante en que antes lo había hecho en aquella misma flor que se mecía entre las incontables del jardín a un lado del camino. Y ya Beethoven había compuesto muchas veces sus nueve sinfonías. Y ya Van Gogh había pintado innumerables cipreses y girasoles, con los mismos verdes y amarillos circulares y golpeantes de cortas pinceladas de su alborotada pasión. Y ya un tal Jesús había sido expoliado y crucificado en su propia tierra por los ciegos y los sordos que no lo entendían.
Desfilan ante nosotros las repeticiones incesantes y fatigosas del quehacer y de la vida misma, con todas sus cosas, desplazándose sobre el oleaje invariable del gigantesco mar del Eterno Retorno que las contiene y abraza. En esencia el panorama de la existencia no es otro que un inmenso libreto representado una y otra vez en idénticas ubicaciones en el tiempo y en el espacio. Y con iguales personajes y accidentes. Y así, juguetes de esa regla, ya estuvimos aquí. Y ya leímos miles de veces esta historia en este mismo sitio en que nos encontramos ahora.
Leyendas de tradiciones supuestamente virginales y predecesoras de aquellas que para nuestra actualidad nos llegaban como únicas por boca de los sapientes griegos, como ésta del Laberinto y su monstruo en la casa que se construyó en la lejana y agreste Creta, y que fue a su vez hogar de Dédalo, que nos las contaron como versiones inéditas e irreprochables, y que luego Borges modificó bajo el capricho de su erudición, habían sido acumuladas desde esas presencias lejanas entre paréntesis de tiempos de un mundo reinventado y vuelto a exponer. El Minotauro ha estado presente entre nosotros muchas veces. Igual que Teseo y Ariadna, y Dédalo, y Asterión, y Borges.
Y durante esos períodos todos los hechos fueron mágicamente colocados en multiplicaciones y estricto orden sobre estratos sin fin, duplicados y perfectamente escalonados, a sus tiempos, sin rectificaciones, como copias exactas, que explicaban que hubo siempre una historia igual, con idénticas acciones, que sucedieron en un pasado que quedó como si no hubiese existido y que para nosotros es eternamente borroso e inaccesible. Las historias de cada instante, colocadas sobre las innumerables líneas paralelas de un cuaderno de páginas sin fin, con las descripciones de todas las vidas con sus sueños como realidades, y los diferentes mitos en cada renglón, sin que ninguna situación pudiera superponerse a otra, ni ser borrada, ni escapar, siempre estarán presentes. En esos estados es que se originaron los vagos recuerdos del "déja vu" que nos golpean hasta convencernos de que al estar en cierta situación ya la hemos vivido anteriormente.
Tal esa historia de la legendaria caverna de Creta y su bastardo ocupante en que Borges, como ejemplo, saltando en el tiempo, quiso visitar para que lo acompañáramos tras los ciegos y trémulos pasos que dibuja el relato. Y continuar con él, hasta el final, cuando Teseo, embebido en su confusión y silencio internos mata una vez más al hediondo engendro que ya no quiso defenderse ni correr el Laberinto a pesar de su proverbial fuerza bruta.
Es la misma morada en que Asterión ha muerto en tantas ocasiones dentro de los recovecos que él mismo ordenó construir y que luego adjudicó como prisión perpetua del mixtificado Minotauro, con múltiples entradas y ninguna salida. Igualmente se conocía que en ese apretado antro, y en su oscuridad, a su capricho, embrollando y burlando el asentamiento de la mayor confusión, se diseñaron todas las rutas, de todas las rosas de los vientos, en enredos de ángulos de incontables galerías y simuladas puertas que eran los accesos a supuestos destinos perdidos e inalcanzables.
Y cuentan que esas entradas eran catorce, y que Borges las llevó a catorce veces catorce, de significancia ilimitada para su particular manera de calcular, con un producto inverosímil de infinitas vías internas que conducían a proliferaciones absurdas de miles de confusos desvíos. El resultado de ese cálculo pavoroso es el número secreto de Asterión, por nadie conocido, donde cada catorce es un disfraz que encubre un infinito contenedor de otros miles de su propia naturaleza de infinitud, conteniendo un abanico de series interminables, inventadas por Borges, emulando y venciendo a las posibilidades de posiciones de una partida de ajedrez que se jugase en el espacio sobre móviles escaques, cada una de ellas a su vez disputada infinitas veces a partir de cualquiera de las posiciones alcanzadas después de varios movimientos.
Estas partidas y sus locas variantes son equivalentes al establecimiento de que se estarían regando en el tablero ilimitado del Cosmos las más escandalosas probabilidades sin la presencia ni la voluntad de ningún Dios, donde Peones y Reyes deambularían por su aparente vacío, entre cometas y soles, surcando el éter guiados por una Magia y Sabiduría de casualidades que un día inevitablemente las volvería a colocar en el punto de inicio, repitiéndolas una por una ante los colosales jugadores, sin importar el resultado de las partidas anteriores y sin tomar en cuenta dónde se han de colocar las piezas eliminadas tras cualquier combinación ejecutada. Éstas vagarían también, sin poder evitar la repetición de sus tallas y sus sitios correspondientes, huérfanas, como si estuviesen repartidas en un acaso caprichoso.
Pero no es así. Ya sabemos que cumplen una ley infalible donde las estructuras y lo aparentemente disperso disponen de un orden inequívoco. Y entonces, como prueba de veracidad (imposible de verificar), a pesar de ese caos aparente con tantos detalles repetidos que no podemos identificar todo se repetiría. Y entonces, aquel halcón extraviado que algún día vimos bajando desde la imposibilidad de regresar al mismo y preciso sitio que visitó mucho antes, y que continuará visitando, se reflejará nuevamente en el pedazo de cristal que en un momento dado quedó tirado en el abandono de un basurero como residuo de una copa que se rompió en un sitio cualquiera dentro de la ciudad y luego fue llevado allí para servir de espejo. Una posibilidad a primera vista imposible.
Y que del Minotauro, que Borges quiere que reconozcamos, antiguo y redundante residente de los claustros y recovecos que han sido y serán las entrañas del asombroso Laberinto, todo repetido, se supo igualmente que ya cerca de su final, (y el preclaro Borges lo tendría que saber mucho mejor que todos nosotros), deambulando sin el poderío de antes, echado jadeante sobre las piedras que se borraban cubiertas de humedad y de musgo verdoso en las entrañas de esas grutas inicuas, y sin la energía que lo afamaba, estaba agotado y extralimitado en el tedio de los siglos de tanto andar en carreras y más carreras con sus gritos y bramidos por los túneles de la soledad de tales telarañas que Dédalo se atrevió a trazar, por enésima vez, como quien dice, ayer.
Y así se mantuvo. Hasta que un día infame, por la gracia de una injusta Fatalidad que quiso jugar con el destino por demás invariable de la Bestia, sin medir la imposibilidad y las consecuencias de tal acto, lo enloqueció de luces al permitirle salir al exterior para que viera el mar por vez primera. Y que estando frente a tal grandeza abierta y móvil, ante tanto espacio unánime, el Minotauro imaginó despavorido que su escapada era el arribo a un laberinto circular y sin paredes, abusivo de uniformidad y de abismos traicioneros y oscuros, en el que, por mucho que escrupuloso indagara a un lado y otro, no aprendería nunca cómo orientarse. Allí sí que por siempre se extraviaría.
Y de nuevo, él, que a nada temía en su medida de bestialidad, se asustó de admiración, ya que hacia todas partes que miraba era siempre el mismo paisaje el que veía en el abierto laberinto, que no tenía paredes, pero que en tal enredo de simpleza superaba con mucho al claustro suyo al juntar la infinitud del cielo con las aguas del horizonte, arcano, gigantesco, abarcando el mundo en esferas prodigiosas, muy por encima de todo lo existente y mucho más allá de su animal conocimiento.
El monstruo era hijo del sentir del estrecho Laberinto, y su doble mente, brutal y humana, no podía escapar de la concepción del mundo sino en función de la maraña de caminos de aquellas entrañas entrecruzadas que sólo había conocido como hogar desde que allí lo abandonaron.
Y entonces quiso ir a esa línea que se veía allá a lo lejos, que se mantenía invariablemente sostenida, como si en ella estuviese su única posibilidad de redención. Intuía que la misma era y no era el final de algo, y quería conocerla, intentando descifrar hacia dónde conducía su máxima duplicidad que adivinaba de círculo y de recta. Y se enloqueció aún más cuando vio que ni un solo punto de esa línea, infaliblemente horizontal a su visión, le permitía aproximarse por más que avanzara en loca carrera hacia ella dentro de las inquietas aguas. Sólo el asombro de no vislumbrar desbordes, ni finales, sino el acostumbrado y terco movimiento de las olas buscando y siempre alcanzando esa horizontal, por más que se agitara, fue la respuesta que encontró.
Y se admiró de pasmo fulminante en el asombro, con temor y con golpeante locura, al no poder entender ese portento. Y emitió un maravilloso bramido de derrota que estremeció los aires de todas las grutas imaginadas al abarcar todo el espacio del Universo entero.
Y se devolvió sobre sus pasos, a medias aturdido, no queriendo ver más de aquella maravilla inaccesible que sí era un verdadero laberinto. Y se regresó a su nefasto hogar, corriendo entre la gente que se apartaba rechazándolo con justo temor despavorido. Y ya de regreso en la cueva que era su guarida, desilusionado, enajenado en la fatiga, próximo al colapso definitivo y en el mayor desgano, una vez más este monstruo perdió su molesta y escasa razón ahogándose con los gritos y lamentos que nunca conocieron un consuelo. Estaba derrotado.
Y entonces, en su soledad renegada de revelaciones, rechazándolas, por no querer desvelar más mundos insólitos, ya no reconocía el principio ni el fin de las cosas al no encontrar para él una opción de poseer aquel mágico círculo de mar y cielo dentro de cada gruta propia y mucho menos dentro del total de corredores de su escaso laberinto. Ni tan siquiera podía imaginarlos para los que corresponderían a las multiplicadas galerías que tantas veces había recorrido con sus pisadas y carreras retumbantes. Ahora, el laberinto entero, le resultaba demasiado sencillo y mezquino.
Y entonces fue que se echó en la negación y los rechazos, arropado en el descalabro, abandonado de sí mismo, con ansias de muerte. Y recostado allí contra una piedra, jadeante, lejos del brocal por el que se había regresado, se lamentaba con bramidos lastimeros, que volaban por los siniestros subterráneos donde ya no quería seguir siendo inexpugnable, para pasar a ser inadvertido en lo que fue de siempre su temido y sangriento recinto y prisión de eternidad. Ahora despreciaba su mugriento laberinto que sabía rastrero y de poca trascendencia frente a las magnitudes de aquel otro, inmenso y mágico, que conformaban el cielo y el mar.
Después, ya derrotado, en su aparte de renacer miles de veces, dando traspiés, con inapropiada torpeza animal se buscó más adentro. Y asustado vio que ya no podía recordar cuándo hubo de renunciar a los privilegios y poderes que sus arcaicos dioses le otorgaran desde un inicio de pertenecer al Laberinto, que siempre creyó absoluto e irrepetible, como los mismos dioses, todos heredados de la acumulación de innumerables antigüedades, con sus millones de veneraciones y blasfemias surgiendo de las luchas infames entre ellos y sus iguales y descendencias. Y groseramente recordó que inclusive había echado abajo, y pisoteado, y destruido, para levantarlos de nuevo en la repetición inagotable de los hechos que no se pueden diluir en un único pasado, los correspondientes altares de cada uno de esos dioses, quedando él entonces, por voluntad propia, sin futuro, sin fe, sin apoyo y sin historia. Quedando abandonado y aún más solo y huérfano de intenciones y empeños de escapatorias que nunca antes.
Y entonces supo la verdad de su aparente encierro. El mundo exterior, con su gente monótona y sorprendida, y temerosa, y hostil ante lo inexplicable, no le era afín. Y ésa era la razón de su aislamiento. Y los había conocido, débiles y asustadizos, pobres de invención, no maravillados de vivir en libertad junto al mar circular e infinito del bello horizonte inalcanzable. Y entonces también supo que él no era tan brutal. Y que la luz de ese mundo tan incompatible le cegaba y horrorizaba tanto que le impelía a esconderse para también huir de ellos. Igual que él los había despavorido cuando al verle y sentirse indefensos ante lo inexplicable de su estructura de bestia y de persona, en un miedo mutuo de asombro, corrieron espantados sin voltearse a mirarle aunque fuese por una última vez.
Y que entonces, este engendro, sin que Borges lo explicara, desanimado en abandono por la conciencia de su absoluta soledad de bestia unitaria, y en un cansancio casi total, despreciado, vencido de antemano sin enfrentamiento alguno, hundido en un pozo de ocultamientos de toda posible memoria, idiotizado, aunque vio venir la Muerte en la determinación dibujada en los ojos ardientes del ávido Teseo, deseoso y sediento de gloria, y en el brillo de la espada que empuñaba, se dejó matar por éste sin pelear ni presentar oposición alguna. Fue un pasivo suicidio, una solución, un esperar la muerte sin defensas, sin siquiera un ruego de protección y ayuda dirigido en un postrer bramido de súplica y desamparo al mundo de sus olvidados dioses.
Y que Borges, al arribar, en el momento intruso que haya sido, indagando con sus olfateos y su imaginación entre el moho y el polvo de la Historia, en realidad había llegado tarde al mentido Laberinto de la mano de una adulterada Ariadna que tan sólo portaba un simulacro del hilo original, que constantemente se iba quebrando, y que por demás ya era innecesario por inútil. Esta Ariadna no era sino una caricatura horrenda de la consabida hija de Minos, dentro de otra historia que estaban repitiendo por un camino de trampas y falsedades que en otra duplicación de un mundo menor le dictaban a Borges al oído. En ella se carecía de ovillos bien enrollados, y de coronas luminosas con los que emprender cualquier imposible y fingido regreso en aquel intento por hacer cumplir la ley al estar bajo las circunstancias de un retorno forzado por la imaginación y la fantasía de este gigantesco escritor. Toda la trama fue una parodia soñada para dos intrusos y un sueño verdadero.
Y destaca que posiblemente esta Ariadna, con su olor y gracia de mujer, engatusó y embriagó a Borges, que siempre estuvo carente del Amor y del beso, y que melosa lo engañó con el roce de sus carnes y su aliento de mieles, al no decirle que el Laberinto, por los muchos años de esperarle, había estado, y aún permanecía, clausurado y negado del sacrificio de los siete mancebos y las siete doncellas que por períodos de siglos alimentaron al mental engendro híbrido y maloliente que identificaban como toro y que tampoco era tal sino una caricatura.
Los lapsos del eterno retorno al mismo punto y a las mismas acciones, segundo sobre segundo y con iguales circunstancias, fueron violentados, y no podían ser predecibles para los personajes improvisados de la imaginación. Y por contraídas eternidades ya nadie se acercaba ni llamaba con gritos a la entrada de la gruta, quedando aquel infierno deplorable entre tinieblas, sin testigos, como otra infinita soledad que se hacía dueña del espacio y del silencio entre las confusas galerías miles de veces multiplicadas y agotadas. El escenario era tan falso como ellos mismos, y como la endeble misión inventada que el tiempo debilitaba y por instantes iba borrando como castigo a su origen y lineamientos compelidos para ser montados en escena.
Ninguno percibía ni podía tener conciencia de memoria de las existencias anteriores, que ni remotamente concordaban con estos supuestos hechos. Y por eso, al intentarlo repetir, todo fue en vano. Pero ellos a su vez, con estas nuevas circunstancias, también se repetirían. Allí, como en un escenario de mentiras, no se derramaba una gota de sangre como justificación del afamado terror que había distinguido a ese reinado con su prisionero.
La casa de Asterión no era entonces otra cosa que el manantial engendrador del tedio más negro. Y así mismo, esta falaz impostora que lo llevaba de la mano no le dijo tampoco a Borges que el piso de la caverna era en ese momento de su advenimiento, al igual que por un incontable tiempo de olvidos y temores, un enjambre de arenas movedizas, lentas y pesadas, que sólo comunicaban por sus bases a falsos portones y muros de apariencias infranqueables de extremado grosor que a su vez eran movedizos y falsos también, como escenografías de un teatro de cartón. Obstáculos que ahora, en su presencia, imposibilitaban mentalmente la continuación y el acceso al único pasillo que conducía al centro del Laberinto, donde había vivido y dominado la Bestia, no protegiéndose del mundo externo, sino, quizá como Borges, resguardando su privacidad y su íntimo miedo secreto. Todo lo representado era una mentira y una trampa.
Y entonces, a la confusión de la ceguera, y a la lentitud inestable de los pasos inválidos sobre suelos escurridizos del visitante, se sumaban los trabajos que realizaron durante siglos miles de albañiles de clausura deshaciendo y sellando para siempre el sueño de Dédalo, teniendo que hacerlo volteándose a cada instante, cuidándose de la prohibida pero siempre posible aparición del monstruo que los devoraría a sus espaldas. Mientras, continuaban derrumbando y tapiando, y derrumbando y volviendo a tapiar. Y nunca dijeron nada, se les tenía prohibida la palabra. Ante la mínima frase que se susurrara por esos corredores el Minotauro tendría libre acceso a ellos y los aniquilaría. Ésa era la trama.
Y se sumaba igualmente el milenario mentir de una pérfida, una Ariadna de trapo, que a todo el que llegaba confundía. Y más que a todos a Borges, con envidia, con saña, pero sobre todo con desprecio de mujer abusiva con la debilidad emocional y sexual del visitante, con la peor intención, queriendo imponer una línea recta donde el curso de la Historia era sinuoso y vago. El encuentro era, desde el principio, extemporáneo y quimérico. Y entonces las débiles pisadas de ambos sobre la masa móvil y pastosa en que se desplazaban, no originaban eco alguno dentro de aquel despojo sordo y mudo en que imperaban el vacío y el abandono. Las paredes y los túneles no respondían ya con sus degradadas voces de vientos y de ecos entre las moles y los meandros de sus oscuridades, tragándose en sus sombras todos los murmullos y los ruidos.
Y así, ese Borges irreal que daba tumbos, y esa sustituta despreciable, quedaron marchando como fantasmas mudos y sin destino por las galerías de la imaginación. Y la visita pasaba inadvertida. Pero como todo en todos los Universos, no aumentada ni empequeñecida, también esta otra historia, borrando lo imaginado, se repetiría con todas sus falsedades, siempre paralela a la original. Sólo que sin saber los protagonistas que al andar por ese preámbulo de catorce puertas únicamente rodeaban ignorantes a las piedras calladas del cartón sustituto y al encierro más deprimente mientras ni siquiera llegaron a conocer que se abría una nueva historia que se tendría que repetir a su vez, así fuese en un escrito y no como en ellos en otra irrealidad. Y no estarían equivocados.
Y la casa de Asterión, copia más que generosa y complicada del arquetipo Cnosos, con sus supuestas puertas y sus 1800 habitaciones en repeticiones inescrutables que Borges imaginó infinitas al internarse en las entrañas más ocultas de Creta, en esa concienzuda búsqueda suya escudriñando por los baúles y los mohos y el polvo de la Historia, en la que creía, y abriendo para sí los paréntesis del Tiempo, en el que no creía, ya no existía. Pero él nunca lo supo.
Y así se fue. Para que después, ciego total, la línea central que guiaba a su propio estado interno lo llevara en otras particulares catorce veces, sin excusas, en un viaje infructuoso de escapes, hasta su inexcusable Ginebra con sus calles abigarradas, para que la imaginación de estar allí se despertase y descubriese en ellas cientos de adoquinados laberintos por donde circulaban a buen paso miles de personas y de automóviles zigzagueando entre puentes y tranvías. Y para que allí, en su amada ciudad, repetida desde su niñez y marcada en su memoria, el Minotauro mayor de todos los engendros, con su infalible guadaña, cobrara su venganza no deseada sobre el sureño noble y generoso que terminó siendo el asesino tardío de otro Teseo y otro toro que él mismo se había inventado.
Y entonces, junto al Ródano, a miles de millas y de años de la cultura griega, y de su casa allá en Palermo, y de la casa de Asterión, y del mismísimo y mucho más lejano punto de partida, se culminó esta historia que, contra todas las posibilidades, nunca más se debiera repetir. Pero se repetirá, porque es la ley, no importando el tiempo, aunque demore miles de milenios en presentarse y las nubes se entretejan y dibujen trillones de laberintos y figuras con sus vapores de sombras y claridades en el cielo.
Y será así, próximo a una eternidad, a menos que haya que esperar más, para que, en giros de la misma ley pero más estricta, que repitiéndose retardada domine y reubique a los átomos y alternancias del Tiempo hasta colocar cada cosa en su lugar a su debido momento, y entonces nuestro repugnante y lamentable y fétido y amado híbrido, y Teseo, y Ariadna, y Borges, y nosotros, resucitemos en la integración de nuestra materia, y volvamos a estar aquí junto con ellos en idénticas circunstancias para leer de nuevo estas historias que equivocados siempre hemos creído que fueron creadas por los griegos, o por Borges, o por sus iguales, de hace unos pocos años.
Y así, impedido e inerte ante el Eterno Retorno, Heráclito, a orillas del mismo río, observando los idénticos cambios en la corriente y en el agua, tendrá que rectificar su ilustre sentencia, y, al quitarse las vestiduras para entrar al agua a refrescarse, no tendrá más salida que volver a bañarse en el mismo río. Y tendrá que admitirlo. Sí, en el mismo río. Las verdades que se han cincelado en las paredes de las grutas de nuestras historias, en sus particulares laberintos, pueden llegar a ser paradójicas cuando intervienen los hachazos del tiempo y el escrutinio inteligente de la consciente humanidad. La verdad siempre emerge.
Y como en cada presencia en esas sucesiones de recurrencias se carece de memoria y de conciencia de haber vivido todos nuestros hechos cientos de veces con anterioridad, no podremos saber que antes estuvimos allí, con el mismo cincel y con las mismas manos, viviendo idénticas emociones mientras escribimos las mismas frases sobre la mansa piedra de esa laberíntica Eternidad que a su vez es nuestra gruta y confusión de invariable paisaje. Tan sólo la imaginación de algunos videntes, Platón y Nietzsche entre ellos, quizá los más cercanos, cuando vuelvan, nos podrán dar un poco más de luz sobre ese renacer en el Eterno Retorno.
Y será así, si es que alguna vez ya antes había sido dada esa luz, para que, al haber sido, entonces tenga acceso a la corriente de ese eterno revivir formando parte de un fragmento de otro retorno y con ello se vuelvan a presentar. (Como todo misterio en que cualquier parte es igual en características al conjunto que lo forma, tal la cadena de los números naturales y los infinitos números que hay entre uno y otro de ellos, cualesquiera de la serie, esto tampoco tiene fin).
Es el Círculo envolvente que lo contiene todo, como el tejido de miles de vueltas meridianas que quizá pudo imaginar el Minotauro que estaban hilando alrededor de su cabeza cuando quedó atónito frente al mar en aquel instante de abuso y de abandono enloquecido en que lo colocó Borges, reinventando el mismo mito, ante el encontronazo con la grandiosidad del espacio incomprensible que lo rodeaba conjugándose con el distante cielo. Un verdadero laberinto para una total ignorancia como la suya.
Autor:
Luis B Martínez