Guardia en el Melocotón
Ulysses Quezada llevaba poco más de un año de planta en la Compañía de Comandos Nº 12, la ostentosa y temida guardia del Comandante en Jefe del Ejército, el "dictador" Pinochet.
Lejos habían quedado ya, los alegres días de su niñez, en Osorno, a orillas del lago Puyehue, remembranzas que se confundían en su mente, en una sinfonía infinita de olores, ruidos y sabores, acompasados por el cruento viento norte que soplaba inclemente durante todo el sombrío y lluvioso invierno de la casa – escuela, en que Ulysses vivía, junto a sus cuatro hermanos, amparado en el seno de una familia humilde de profesores. -¡cuánto los extraño! –pensaba, aferrado a su fusil Galil, israelita, calibre 5,56 mm.
-¡Ándate ya! Le dijo su madre, al tiempo que le daba un fuerte empujón, cuando él, hacía cuatro años atrás, partió con su mochila cargada de ropa y esperanzas, a Santiago, al encuentro con su "leyenda personal" vistiendo el uniforme del Ejército de Chile, como uno más de los jóvenes que ingresaban a la Escuela de Suboficiales del Ejército.
En el año 1989 él, a sus 19 años, aún era un muchacho inocente y no encontraba ningún contrasentido el haber optado por la opción "no" en el controvertido plebiscito del 05 de octubre del año 1988 que recién pasara.
La noche estaba oscura, como tantas otras. Hacía rato ya que el sol se había escondido detrás de los altos picachos que rodeaban la enorme mansión del General Pinochet.
Ulysses aún andaba con el estómago "avinagrado" producto del excesivo condimento que le echaba a todos los platos que preparaba el "ranchero" en sus voluminosas preparaciones. Se sumaba a esto que, casi inmediatamente después de comer, todos los "comandos" que entraban de guardia en el turno de noche, debían acostarse, para estar con los cinco sentidos alerta, cuando les tocara ir a "apostarse" a uno de los diez puestos que cubrían el perímetro de la residencia de más de una hectárea ubicada a un costado de la ruta G-25, a orillas del torrentoso y ruidoso río Maipo.
Ocultándose detrás de unos arbustos y tapando su reloj con su boina negra, pudo ver la hora, eran recién las once y media de la noche, aún le quedaban dos largas horas en que la soledad se mezclaba con el miedo y la incertidumbre. No pocas veces, habían tenido que levantarse, durante el transcurso de la noche, los turnos que descansaban, ante una señal de alerta, de "intruso en la residencia".
Con su peculiar destreza y agilidad, los comandos "peinaban", de palmo a palmo, cada rincón de la residencia en búsqueda del o los intrusos que supuestamente se encontraban infiltrados dentro de la residencia del tirano. Generalmente, después de transcurridos más de dos horas, se daban cuenta, por confesión del que había dado la alerta, que "otra vez" se trataba de una "falsa alarma" y sólo se trataba de la fragilidad y el nerviosismo de esos "hombres de acero", (como muchos se creían) que cedían ante las agotadoras y estresantes semanas de guardia ininterrumpida que cumplían, para velar por el sueño del General y su grupo familiar y sólo alucinaban; veían sombras, escuchaban ruidos extraños, sentían erizarse los pelos de todo su cuerpo, ante unas misteriosas oleadas de frío que los acechaban dentro de la inmensidad de la noche en que, como decían los comandos más viejos: "todos los gatos son negros".
Ulysses pensaba siempre, en esas largas y agotadoras horas de guardia, el por qué el destino le había puesto allí. Su mente divagaba y se cuestionaba profundamente su razón de ser, dentro de las filas de una institución que él sabía se encontraba cuestionada por todo el tema de las violaciones a los DDHH.
Ni su padre, ni su madre, estuvieron de acuerdo en su decisión de abandonar la Universidad, para postular a la Escuela de Suboficiales del Ejército. Independiente del hecho que iba directo al precipicio, por su inmadura y acelerada decisión de estudiar pedagogía en Educación Física, hecho que, más que una decisión asertiva y vocacional, fue un acto de rebeldía, una forma de protestar en contra de sus padres, por haberlo impulsado a ingresar a la Universidad, cuando él aún sentía que no estaba listo. Mal que mal tenía sólo dieciséis años cuando puso su pie dentro del Instituto Profesional Osorno, como el más joven de aquella futura promoción de profesores de educación física del instituto que, años antes, había sido sede de la Universidad de Chile.
Su padre, director de la pequeña escuela de campo de la localidad de Futacuhin, distante 67 Km. Hacia el oriente de Osorno, pasaba sus horas de ocio, entrada la noche, escuchando la radio Moscú, entre el sonido de los truenos y relámpagos, que parecían desmoronar los altos cerros cordilleranos del cordón del caulle, o bien, acortaba las horas de su descanso dominical, leyendo los diarios o semanarios de opinión como la revista "análisis" y "hoy". Pese a ello, era poco lo que se hablaba en aquél hogar de profesores, acerca de "los alcances" de los años de dictadura. ¿Quizás era una forma de proteger a sus tres hijos mayores, de toda aquella contingencia política?
No obstante, para Ulysses, estaba muy claro que su posición, dentro de aquél uniforme de Cabo de Ejército, en aquellos momentos en que el país comenzaba a dimensionar públicamente los alcances del gobierno de Pinochet, no era de beneplácito para la mayoría de los chilenos, menos aún para los que compartieron aulas junto a él, tanto en la enseñanza secundaria, como en la universidad.
Ulysses se sentía "heredero" de las tradiciones gloriosas que llevaron a la nación chilena a ser una de las más respetadas en el mundo, después de sus hazañas guerreras en contra de Perú y Bolivia, durante la guerra del pacífico.
Eleuterio Ramírez, el héroe máximo de la ciudad de Osorno, quien muriera heroicamente en la quebrada de Tarapacá, era el ícono que Ulysses admiraba y su mente divagaba en encontrar algún día una muerte igual de heroica. (…)
-Nada tengo que ver con todo "ese tema" de las torturas y la represión ilícita y abusiva. –pensaba. –yo sólo acepté, con resignación, que se haya cambiado mi destinación, desde Coihaique a ésta unidad, cuya misión es cuidar al General.
No obstante, en su corazón sentía una angustia y un sentimiento de legítima frustración, pues después que le habían ilusionado, vanamente, con destinarlo a la escuela de educación física del Ejército, dado sus avanzados conocimientos en el tema, por sus dos años de Universidad dentro de aquella carrera de pedagogía, finalmente no lo tomaron en cuenta y sólo fue "uno más" de los que tuvo que elegir destinación, dentro de los cinco primeros lugares de su Curso de 37 infantes, egresados de la Escuela de Infantería de San Bernardo.
-Las 00:15, murmuró, mientras miraba su reloj Casio, por enésima vez. En su mente aún divagaba el recuerdo de Pamela, su polola que había dejado hacía un par de meses en una fría y lluviosa tarde de invierno en el Rodo viario de Osorno.
Pensaba también en la suerte que habían corrido los escoltas de la comitiva de Pinochet, en esa tarde del 07 de septiembre de 1986, cuando, en un intento de librar al país de la represión, el FPMR, dio el golpe a la cátedra con el atentado de la cuesta achupallas en contra de su comitiva, -¡Que mundo loco! –pensaba, al tiempo que apagaba furtivamente un cigarrillo que se fumara al estilo de los comandos, es decir, boca abajo y tapando el destello de éste con su propio cuerpo.
Ulysses sabía muy bien que, si se repetía un atentado de la magnitud del perpetrado en contra de Pinochet, en aquella fatídica tarde de septiembre de
1986, lo más probable es que quizás él también moriría, pero no por el hecho de sentir admiración por el General, por "su General", sino que por el hecho que él sentía la obligación de cumplir con el honor de un soldado que ha jurado a la bandera y ese viejo lema que dice que: "el militar que ha recibido orden de conservar su puesto, a toda costa lo hará".
-¡Atento puesto 4 de control!-. Era la voz del Sargento Romero que se encontraba de comandante de guardia, en la entrada del recinto, aquella noche.
-¡adelante!-, Fue su respuesta.
-¡atento que se dirige a "esa", edecán de la Sra. Lucía!-.
-¡Conforme!-.
-¿y qué querrá conmigo ese fulano?- se preguntó.
-¡Alto!.-¿Quién vive?
-¡Comandante Vergara!-. Contestó la sombra que se visualizaba levemente a través de las ligustrinas que adornaban ambos costados del camino que conducía directamente hacia la entrada principal de la casona del VIP.
-¡ocho!-. Dijo secamente Ulysses.
-¡dos!-. Contestó la otra voz. * (Esa noche el santo y seña era "sumar diez")
-¡ordene mi comandante!
-¿tú eres el Cabo Ulysses Quezada?
-¡Sí mi comandante!
-¿es cierto que andas trayendo en tu mochila el libro "operación siglo XX"?
– Es verdad, mi comandante. -Contestó, al tiempo que una ráfaga de viento arrastró hacia él, el fuerte hálito alcohólico que llevaba el Oficial superior. –"La vida que llevan éstos guevones". –pensó el cabo. –mientras nosotros nos "secamos" haciendo guardia, ellos, "los lindos" se dedican a puro pasarlo bien.
-¡mañana te presentas conmigo!
-¡a su orden mi comandante!. –contestó. Al tiempo que el oficial, con su escolta se retiraban, Ulysses pensaba. –Concha su madre, ¿quién sería el maricón que me sapeó? Ya le habían advertido que no anduviese trayendo, ni menos aún, hiciera ostentación de "ese tipo de literatura", tildada por algunos como "subversiva".
-¡pero si es sólo un texto de opinión! -replicó, en una oportunidad en que le llamaran la atención por estar leyendo el libro de Patricia Verdugo y Carmen Hertz, que relata los pormenores del atentado en contra de Pinochet. Ulysses quería tener una versión distinta a la que se contaba en la compañía de comandos y que elevaba a los escoltas del dictador, a la categoría de mártires del Marxismo – Leninismo.
-La 01:30. -¡menos mal! –ya queda menos, pensó, al tiempo que sintió quebrarse una rama frente a él.
Lentamente alzó su fusil, el cual tenía acoplado una mira pasiva, con la cual se podía distinguir discretamente la forma de los objetos en un rango más o menos inmediato de distancia, es decir unos quince a veinte metros.
Ulysses abrió los ojos en forma tan desmesurada, que parecieron salir de sus cuencas y desbordar el ocular de goma de aquél dispositivo de visión nocturna, al tiempo que sintió que los latidos de su corazón retumbaban dentro de su pecho.
Al frente de él y, a una distancia no superior a los quince metros, se alzaba la figura de un hombre, un campesino, emponchado, a la usanza de los huasos típicos de aquella zona, con un sombrero alón que proyectaba una larga sombra, sobre su pecho y que hacía inescrutable su rostro, ante unos tenues rayos de luna, que justo en ese momento se filtraban, a través de una pequeña ventana, abierta entre los negros nubarrones.
Sin pensarlo, en forma completamente instintiva, reaccionando consecuentemente, de acuerdo a su brutal entrenamiento de acción y reacción ante emboscadas y ataque adversario, el ágil muchacho dio un salto al costado, para parapetarse detrás de un montículo de leña, que allí se encontraba, al tiempo que su mano izquierda tiraba fuertemente del preparador de su robusto y fiel fusil Galil, calibre 5,56 mm. de cuyo alojamiento, se insertaba un cargador metálico curvo con capacidad para treinta y cinco cartuchos.
Pese a la confianza que el joven Cabo, tenía en su entrenamiento y en su fiel compañero, sintió una fuerte ansiedad, dado el estado de permanente amenaza en que se encontraban ellos como custodios de uno de los peores dictadores de América del último siglo y, que les hacía ver, hasta en lo más mínimo, en lo más impensado, una amenaza, tanto para su propia integridad, como la del General.
-¡Alto!, quien vive! –grito, al tiempo que apuntaba a la cabeza del desconocido.
-¡identifícate, mierda, o disparo! –su corazón latía, cada vez más y más fuerte.
-¡habla guevón, o te vuelo los sesos! –la amenaza de disparar, era real, para eso estaba más que preparado.
Pese a lo enérgico de sus amenazas, el desconocido permanecía inmutable, apoyado sobre el cerco que separaba la residencia de Pinochet, con el abrupto precipicio que caía casi en ángulo de setenta grados, a las turbias y gélidas aguas del río Maipo que no cesaba de hacer sentir su estrépito, producto de los deshielos y constantes desprendimientos de rocas que siempre asustaban a los comandos, pues sonaban tan fuerte como una explosión de una granada o un explosivo similar.
-a unos treinta y tantos metros de distancia, el cabo Juvenal Valdés, se encontraba en el puesto número cinco, más conocido como "La tinaja", por el hecho de estar a un costado de una enorme tinaja de greda, de más de dos metros de diámetro, traída directamente desde Pomaire.
-¿qué le pasará a ese guevón del Quezada? –se preguntó, al sentir los fuertes gritos que arrastraba el viento, hasta su posición.
-atento cuatro de cinco, ¿qué sucede?
En el intertanto, Ulysses se encontraba aún apuntando a la descomunal figura que, vista a través del lente del NVS (night visión system) se veía aún más grande de la que en verdad era.
De pronto, haciendo caso omiso a las amenazas de rigor y a la intimidación de parte del Cabo, el sujeto comenzó a moverse en dirección hacia éste.
-¡alto mierda!
Ulysses, comenzó a recordar la historia tantas veces contada, por los comandos más antiguos, que decían relación con un sujeto que, durante los años que comenzaron a construir la enorme casona del General Pinochet, fue asesinado, por una de las brutales ráfagas de ametralladora MG-3 que, a modo de intimidación, los comandos disparaban en dirección hacia la ladera opuesta a la casona del dictador, del enorme cerro que se encontraba allí, al otro lado del río.
Contaban los comandos que, durante las noches de luna llena, el mencionado sujeto, que fue encontrado por sus propios familiares, después de cinco días de intensa búsqueda y, en donde fueron guiados por algunos osados cóndores que se atrevieron a bajar de los altos picachos, para comerse lo que quedaba de ese cuerpo en descomposición, se aparecía a quien estuviese de guardia en el puesto número cuatro, que era el que quedaba, frente a frente, en donde el desdichado campesino encontró la muerte.
El pobre residente del Melocotón, encontró la muerte, en una de esas tantas andanadas de cientos de proyectiles calibre 7,62 x 51 mm. de tipo trazador, que cortaban la noche, como una navaja de intenso fuego rojo, al compás del terrorífico tableteo metálico.
-¡con toda seguridad debe ser él!, pensó, al tiempo que sintió como si le dejasen caer una jarra con hielo, por la espalda.
Sus pelos se erizaron, de tal manera que casi sintió levantarse su ropa, con sus escasos vellos de los brazos, al ver como, aquella "presencia", al tiempo que le hacía señal de "sígueme", con su brazo derecho en alto, éste se volteaba y comenzaba a traspasar la reja metálica de casi dos metros de altura, como si su cuerpo estuviese hecho de humo o de vapor.
-¡Concha de tu madre! -¡alto mierda!
La angustia se apoderaba de su cuerpo, al tiempo que veía como su
"sospechoso", aquél "intruso", se escapaba del alcance de su mira.
Habían pasado ya más de cinco minutos, desde que el cabo Valdés, que se encontraba en el puesto número cinco, comenzara a llamar a su par del puesto número cuatro, el cabo Quezada, –Sin obtener respuesta.
-¡atento control de puesto cinco!
-¡adelante! –la voz del sargento Romero sonó fastidiada, pues faltaban sólo unos cuantos minutos, para entregar el turno de guardia y él, con su vasta experiencia, sabía muy bien que, "en la puerta del horno se quema el pan", lo que, en la práctica significaba que, casi siempre, cuando se estaba por terminar un turno de guardia, se sucedían "las novedades". –llámense problemas.
-¡atento control! le hablo a puesto cuatro y éste no contesta, parece que tiene novedades porque le siento gritar. –la voz del cabo Valdés, sonó angustiada.
-¡puesto cinco mantenga!, -la voz del Sargento Romero sonó autoritaria y firme.
-¡atento puesto cuatro de control!
-¡puesto cuatro, puesto cuatro de control! – ¡responda Quezada!
A esas alturas y, viendo, lo que veían sus ojos, el cabo Quezada se encontraba completamente abstraído de lo demás que sucedía en su entorno, por lo tanto, vanamente le llamaban por radio, ya que no escuchaba y sólo tenía sus cinco sentidos puestos en lo que sucedía con esa fantasmagórica y terrorífica visión.
-¡esto no puede estar pasándome a mí! Pensaba, al tiempo que, lentamente comenzó a avanzar en dirección hacia la figura que, desde el otro lado de la cerca ya, seguía haciendo señales de que le siguiera.
Dio un paso, dos, tres, sus botas con cierre éclair pisaban con cautela la alfombra de hojas y pequeñas ramas secas que se cernían delante de él, sin lograr emitir su sonido quebradizo característico. El ensordecedor paso del río Maipo, a través de esos grandes roqueríos, que se encontraban a una cincuentena de pasos, en el despeñadero, en cuyo borde también se encontraba de pie esa extraña aparición, hacían inaudible cualquier otro sonido del entorno.
-¡cresta! La exclamación proferida por sus labios, escapó como una exhalación, sus pulmones se encontraban tan rígidos, como todos los músculos de su vigoroso cuerpo. Sus brazos, capaces de hacer veintitrés flexiones en la barra, en pronación, sostenían con firmeza el fusil de asalto Galil, con mira pasiva.
En las manos de aquél miembro de las Fuerzas Especiales, que custodiaban al dictador Pinochet, era un arma temible, capaz de disparar proyectiles calibre 5,56 mm. A una velocidad inicial de más de 920 m/s y con una puntería pocas veces vista, que había probado en su período de instrucción básica de comandos, era verdaderamente temible y él, lo sabía. Sin embargo, por una extraña razón, una fuerza poderosa, una intuición, se sentía impedido de disparar.
Muy adentro, en su fuero interno, el cabo Quezada sabía que si disparaba a cualquier cosa en la tierra, a esa distancia, tenía un 100% de probabilidades de impacto, pero… esa cosa… esa figura, él sabía que sus balas no servirían contra ella, pues, definitivamente era algo "sobrenatural".
-¡Levantarse! ¡Asalto al cuartel!
La voz del suboficial Parra sonó atronadora en la sala dormitorio, en donde se encontraban los dos turnos de guardia, el "saliente", o verde, que le había entregado la guardia al cabo Quezada y los demás compañeros de su turno y la "entrante", o roja, que le faltaba poco más de quince minutos para haberla despertado, pues ya era hora que les tocase relevar a los apostados.
Los comandos se encontraban entrenados para reaccionar y, en pocos segundos "equiparse" con todo el equipo que le correspondía a cada uno. La importación de aquellas botas especiales con cierre éclair, hacía de la labor más tediosa, para un miembro convencional de las Fuerzas Armadas, una tarea sencilla y rápida, que no demoraba más de cinco segundos en total, para dejarles calzados con ellas en ambos pies.
Como una tromba mimetizada y vertiginosa, los comandos corrían en todas direcciones, hacia los puestos que cada uno sabía de memoria, adonde debía concurrir. La cantidad de metros, la cantidad de pasos que debían recorrer hacia ellos y los diversos obstáculos que debían sortear en su camino por recorrer hacia ellos, estaba entronizado en su subconsciente, de tal manera que ni siquiera debían pensar para llegar hasta su destino, todo ello gracias a decenas y decenas
de ejercicios de acción y reacción que a través del método "repetitivo" y "mecanizante" les dejaba listos para reaccionar aún en las circunstancias más difíciles.
En sus manos iban fusiles Galil, lanzagranadas MGL calibre 40 mm., lanzacohetes Armbrust de 67 mm., ametralladoras MG-3 calibre 7,62 mm. y un sinnúmero de granadas ofensivas M3 de fabricación brasileña y diversos dispositivos de visión nocturna o NVS (night visión system).
-¡Quezada!, ¿qué te pasa guevón?
Era la voz del Suboficial Parra, quien, con los años de guardia en aquella unidad, se conocía todos los atajos, para llegar lo más pronto posible a cada uno de los puestos que se encontraban distribuidos en forma estratégica en el perímetro de la casa del General.
Los últimos minutos que tuvo el cabo Quezada, para observar aquella "aparición", fueron verdaderamente angustiantes. Acto seguido que él, avanzara cautelosamente y sin dejar de apuntar a aquella figura humana; Ésta, a su vez, comenzó a descender, caminando en forma casi perpendicular a la pendiente de
70º de inclinación, que tenía aquella pared de rocas y matorrales.
Al cabo Quezada casi se le salieron los ojos, cuando, al verle llegar a la orilla del río, vio, como éste "fantasma" comenzara a caminar sobre la corriente. En un principio, él pensó que lo hacía sobre las rocas que escasamente asomaban sus afiladas puntas, a través del torrente, ¡pero no, efectivamente lo hacía sobre el agua!
-¡mi Suboficial…! –su voz parecía la de un niño.
-¿Qué te pasó Quezada? ¿Qué viste?
-Mi Suboficial… no lo sé… no sé en verdad que era…
-¡Pero dime! ¿Cuántos eran? -¿hacia donde huyeron?
-E… era… sólo uno, mi Suboficial.
-¿Qué mierda pasa acá? –La voz del teniente Rodríguez, oficial que se encontraba de servicio aquél día sonó grave y atronadora.
-Aquí estoy con éste cabo, que todavía no habla, repuso el Suboficial, como disculpándose, por todo ese alboroto.
-¡Ya pus mierda! ¿Qué cresta te pasó? Contesta, antes que te presente mañana al comandante Vergara.
Prontamente, vino a su mente la imagen de la figura "fofa" e inmoral de su superior, que hacía un par de horas, le dijera que debía presentarse al día siguiente, para explicar el hecho de andar trayendo "literatura marxista" en su mochila.
-Mi teniente, era una persona, un huaso que se metió por acá por el cerco de enfrente.
La cabeza del teniente Rodríguez giró, apuntando con el monocular de su visor nocturno hacia la dirección que el cabo Ulysses Quezada apuntaba con su mano. Lentamente, recorrió, de arriba abajo, la sólida reja de fierro que rodeaba todo el costado Oeste, que era el lado que daba hacia el precipicio y el río Maipo.
-¡Y tú eres guevón! ¿Cómo dejaste entrar a ese paisano dentro de la residencia de mi General? ¿y peor aún, como lo dejaste escapar?
-Mi teniente, cuando yo miré, él ya se encontraba allí y en ningún momento escuché ruido de la reja.
La mirada del Suboficial Parra se iluminó, pues comenzó a comprender lo que sucedía.
-¿Y por que mierda no le disparaste? (esa era la consigna, con la que habían machacado su cerebro, durante esos casi dos meses de instrucción básica de comandos en el verano del 91" en "Las Vizcachas": "disparar primero y preguntar después")
Las miradas de ambos suboficiales se cruzaron un momento, el cabo Quezada notó un dejo de empatía en el Suboficial Parra.
-Mi teniente… Lo que yo vi… no era de éste mundo… Su voz tiritaba, pues sabía la respuesta que sobrevendría.
-¡Ya empezamos con estas huevás de nuevo!…, ¡por la cresta! El fastidio se apoderaba del oficial que ya había escuchado muchas veces ese tipo de historias.
-¡Mira cabo, mañana te voy a sancionar! ¿Por qué no hiciste nada?
-Pero… mi teniente, yo lo vi… yo vi como atravesó el cerco… sin saltar sobre él, sencillamente lo traspasó… ¡era un fantasma mi teniente, no me cabe ninguna duda, yo sé lo que vi! Si yo hubiese disparado, hubiese despertado a "mi General" y ustedes habrían venido a buscar el cuerpo del "terrorista", al cual yo había disparado… ¡y no hubiesen encontrado nada!… Mi teniente, le juro… yo sé lo que vi…. Después, usted es el que tendría que haberle dado explicaciones a mi comandante y a mi General…. Incluso. Yo sé que no sacaba nada con dispararle a esa cosa… porque nada le hubiese hecho… ¡créame mi teniente, por favor!
El suboficial Parra miraba con sus ojos cargados de empatía, pues a él se le había aparecido, en más de alguna oportunidad el "campesino asesinado del Melocotón".
-¡Está bien! –Parra, dale un castigo a éste cabo, para que escarmiente. Esa fue la sentencia del oficial que, al tiempo que hablaba, salía al camino y encendía un cigarrillo.
-¡atento todos los puestos! ¡Replegarse! ¡repito, replegarse!
Rápidamente, los comandos fueron dejando a su compañero al que habían reforzado con su compañía y más volumen ofensivo a costa de cientos de proyectiles y granadas, dispuestas a "dar de baja" a quien se atreviese a atacar la residencia del General Pinochet.
(nota del autor):
Muchas veces, sucedieron hechos como éstos, en las incontables, terroríficas y heladas horas de guardia, de quienes, voluntaria o involuntariamente, formaban parte de la que fuera una de las agrupaciones de seguridad más grandes del mundo: La agrupación de seguridad del General Pinochet, que se conformaba por la compañía de comandos Nº 12, (300 hombres aprox.) la seguridad "directa" , dentro de la cual había miembros del Ejército y Carabineros (30 hombres aprox.) , seguridad de "hijos y nietos" (50) y la "casa militar" (20). Para formarse una idea; un "Regimiento completo", tiene esa cantidad de gente.
Autor:
Jorge Ulloa