Abstract
A partir de obras de arte latinoamericano pertenecientes a la colección del Museo de Bellas Artes de Cuba, se analizan diversos modos con que creadores del continente asimilaron las vanguardias procedente de Europa, en pos de una expresión moderna de claves locales.
Palabras claves: Arte latinoamericano, Modernidad, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Jaime Colson, Antonio Berni, Roberto Matta.
I.
Con el nuevo milenio, importantes exposiciones realizadas en España sobre las vanguardias artísticas latinoamericanas abandonaron felizmente los paradigmas del cambio estilístico (calcado de una Historia del Arte de cuño europea) en pos de un concepto abierto y rizomático de los procesos culturales acontecidos en América Latina.
De muestras como El Final del Eclipse (Fundación Telefónica, 2001), Versiones del Sur: cinco propuestas en torno al arte de Latinoamérica, Heterotopias: Medio siglo sin lugar 1918-1968, No es sólo lo que ves: pervirtiendo el minimalismo, o Fricciones, organizadas por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en 2001 bajo la dirección de Juan Manuel Bonet (autor de un inquietante Diccionario de las Vanguardias en España 1907-1936), emerge la imagen -no de un fenómeno unívoco en su lectura– sino de una tupida malla o network articulada a través de actitudes individuales y manifiestos estéticos y sociales, desplazamientos fuera de las fronteras y encuentros locales con figuras cimeras, la emergencia de centros de enseñanza y de programas estatales, y la intensa labor de actualización acometida por las revistas culturales y la crítica de arte como plataformas de comunicación intersocietales.
Con el descentramiento del "estilo" o las tendencias como eje narrativo, y la "injerencia" ya imprescindible de los Estudios Culturales, las historias de la modernidad artística en nuestro continente escapan del carácter felizmente conclusivo de sus discursos para estallar en múltiples nodos de significación; en ellos destaca más la agudeza de las interrogantes que la certeza de las soluciones que críticos, artistas, promotores y coleccionistas crearon en función de los contextos sociopolíticos en que actuaron.
Lo importante para la mirada contemporánea no es la clasificación taxonómica de las obras, o la estructuración puramente estética de los signos, sino el modo fluido en que los significados se desplazan y reabsorben entre los artefactos culturales, sean de la alta cultura o las culturas populares, en la manera en que inscriben dentro de sí mismos –conscientemente o no- los discursos del poder político/económico, las mitificaciones nacionalistas y las reconstrucciones del pasado, las exclusiones de género, las ambivalentes actitudes en torno al progreso y la represión institucionalizada. Más que un método de estudio forense, donde la obra de arte es abierta a escalpelo, la nueva mirada se concentra en sus interacciones, en los fragmentos reveladores, en la infinitud por decreto de sus propios límites.
Amparados en estos antecedentes, que no pretenden ya el exhaustivo cierre de las miradas sino prefiguran el surgimiento de vueltas sucesivas en pos de revelar nuevos significados e interacciones, asumimos una mirada descentrada, nada programática, en la valoración de los exponentes seleccionados.
¡Que Viva México!
Cuando en 1923 José Clemente Orozco pinta El Maguey, ya es uno de los fundadores del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores" cuyo Manifiesto será publicado un año después por el periódico El Machete. El texto del programa, firmado junto a David Alfaro Siqueiros; Diego Rivera; Xavier Guerrero; Fermín Revueltas, Ramón Alva Guadarrama, Germán Cueto y Carlos Mérida, declara el repudio "a la pintura llamada de caballete y todo el arte de cenáculo ultraintelectual por aristocrático, y exaltamos las manifestaciones de arte monumental por ser de utilidad pública…".
Sin embargo, más allá de las bravatas radicales del documento, la creación de obras sobre lienzo y dibujos acreditadas por los muralistas persistió felizmente y devino- por la naturaleza de su escala y ejecución- un peculiar campo de estudio donde las iconografías propias del Muralismo encontraron circunstancias para una producción más íntima, no sometida a las condicionantes técnicas y conceptuales del mural destinado al espacio público.
A diferencia de los paisajes de vocación panorámica de José María Velasco, o el énfasis post-cezanniano del Dr Atl en la orografía volcánica, Orozco coloca el maguey como protagonista del espacio pictórico en una intención de tipo sintética, no descriptiva. Si la pintura de Saturnino Herrán, pintor mexicano de inicios de siglo, ofrece visiones elegíacas del pasado indígena, animado por la ciencia arqueológica del Porfiriato, Orozco rechaza toda descripción académica, en función de un tema que sea expresado únicamente por medios plásticos. Ha asimilado críticamente las prácticas expresionistas contemporáneas, son notables las similaridades formales entre esta obra y numerosos planos de un filme expresionista como "El Gabinete del Dr Caligari", del alemán Murnau. Orozco somete la naturaleza a una tensión perenne. El sobredimensionamiento de la planta, que parece agitar tentáculos hacia todos lados, la construcción por breve empastes de la figura humana, integrada al suelo nutricio por las gamas utilizadas, el dibujo fuerte que modela los planos arquitectónicos en base a ángulos pronunciados, la ruptura de la perspectivas panorámicas en pos del uso dramático de los elementos, prefiguran una obra posterior como La Trinchera, realizado en 1926 para los muros del colegio San Idelfonso, en Ciudad México.
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