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El penúltimo réquiem de la educación (página 2)

Enviado por Sergio Espinosa Proa


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Porque, más allá de lo que imaginen, pretendan y presupongan los discursos magisteriales hechos por maestros para maestros que se imaginan ser solamente maestros, los procesos realmente educativos -es decir, aquellos donde se producen aprendizajes efectivos, coherentes y duraderos, y no esos donde exclusivamente se trasmite lo enseñable- siempre han tenido lugar fuera, por debajo o por encima de las aulas de clases. Los individuos se educan a pesar de las escuelas, del mismo modo en que las colectividades se educan a pesar y muchas veces en contra del Estado que imagina haber recibido alegremente el noble encargo de educarlas. Resulta del todo indiferente que ese Estado hable en nombre de todos o de unos cuantos, que sea más o menos autocrático o más o menos liberal, que encarne los intereses de una clase o de la humanidad entera: de cualquier modo habla en nombre de, y eso basta para convertirlo en Estado: una entidad sobrepuesta a los individuos y a las colectividades.

En la gran mayoría de las sociedades modernas, el Estado ha alcanzado tal capacidad de confiscación de los procesos educativos que todo lo que subsista fuera de su órbita será subordinado, condicionado y condenado a presentar continuamente sus cartas credenciales, sus títulos de legitimidad. Una legitimidad que, ya sabemos sin necesidad de que Max Weber nos lo explique y documente a manos llenas, ha sido totalmente monopolizada por el propio Estado. Y, hasta el momento, no hay demasiadas señales -ni esperanzas- de que las descoloridas banderolas de la autonomía, en sus versiones pública y privada, hayan servido o sirvan para otra cosa que para hacer exactamente lo que el mismo Estado haría si no estuviera asfixiado por las inercias de su propia burocracia.

La educación, sin lugar a dudas, ha contribuido de manera a veces excepcionalmente eficaz a satisfacer las necesidades de la integración sociocultural. Lo cual no equivale, y es una lástima, a que esa eficacia le sirva para cumplir aquello que desde la época de la Ilustración siempre dio a entender que lograría: ayudarnos a pensar por nosotros mismos. Los procesos educativos modernos han respondido, en general, a otras demandas y se han desarrollado en torno a otro tipo de preocupaciones, de las cuales la deificación de la técnica no sería la menos perentoria. El problema consiste en saber si, y hasta dónde, la educación podría ofrecer otra cosa.

Acaso la idea, otrora regularmente exitosa, de una educación liberadora, con su respectivo mobiliario y ornamentación, haya demostrado en nuestros días su desinflada inanidad, una miseria teórica que ni algunos evangelistas de la posmodernidad, con todas sus tablas, han logrado ocultar: más bien la ha tornado, cierto que a su pesar, saludablemente evidente. La educación liberadora parece una flagrante contradicción en los términos, eso que los textos de retórica denominan oxímoron: algo así como una luz negra o un candado fabricado expresamente para que nunca cierre. Es exactamente el mismo contrasentido que encierra la expresión "teología de la liberación", que sería mucho más creíble y respetable si empezara por liberarse de la teología misma. Lo cual supone, en justa analogía, empezar por liberarnos de los libertadores educacionales, esos misioneros cuya ambivalencia ante los poderes les ha hecho tan vulnerables al sarcasmo.

El antiautoritarismo, noble insignia, enseña tarde o temprano una cola más autoritaria que aquella a la que soñaba oponerse. Una educación liberadora es difícil no ya de poner en práctica sino siquiera de ser pensada, tal como resulta difícil pensar en obligar a toda la población en edad escolar a ser crítica, o a concientizarla mediante catecismos y sermones inapelables. Con un buen manual y ciertos ejercicios adecuados, la gente aprende reglas de urbanidad o elementos de la mercadotecnia, pero un sistema educativo que le prometa curricularmente el acceso a la inteligencia crítica simplemente lo está timando.

¿Significa esto que las instituciones educativas deberían abrazar sin cortapisas ni mala conciencia su vocación cínica y reconocer, entre otras verdades peligrosas o desagradables, que mientras más autoritario es el aparato más eficiente y económicamente cumple con sus sagradas encomiendas? ¿Hará mejor en abandonar del todo sus ensueños autonomistas y sus tentaciones de resistencia cultural? Pues, al fin y al cabo, ¿de qué resistencia se habla cuando la heterodoxia sienta doctrina?

Es indudable que un reciclaje de esta naturaleza se está produciendo, y sin el más mínimo rubor, en espacios educativos que hasta hace muy poco tiempo presumían de ofrecer cierta línea de defensa a la búsqueda de alternativas. Hoy, los defensores son convencidísimos y deslagañados promotores, los insobornables críticos se han vuelto, sin mayor sobresalto, piezas claves en el engranaje -eso si antes no lo fueron también, aunque de modo un poquito inconsciente e indeliberado. Los discursos y las poses envejecen más rápido que sus portavoces. Pero también es difícil negar que reciclaje semejante no tiene muchos visos de terminar con los problemas: la modernización es una categoría demasiado ancha como para imaginar que se trata, en lo fundamental, de una política. Bueno será recordar, ahora que tantos gobiernos andan coqueteándole, que la modernidad no tiene quince años ni da muestra de dejarse conquistar por un ramillete de consignas.

La educación, institucionalizada o no, es necesariamente selectiva. 

No solamente por lo que se refiere a los núcleos humanos que atiende y mediante los cuales ofrece tal atención, sino que es selectiva, de un modo mucho más radical, por relación a los cuadrantes culturales que considera naturalmente prioritario legitimar y reproducir. Es necesario volver a considerar la circunstancia de que todo proceso educativo consiste en una suerte de operación quirúrgica: un recorte, un aplanamiento, una homogeneización y una domesticación de los significados culturales que generan los individuos y que las colectividades hacen suyos o rechazan, que adoptan, profundizan y modifican de acuerdo con necesidades, arbitrios y expectativas que en nuestros días cambian con gran celeridad.

Los campos técnicos-ideológicos que la educación cultiva y manipula no agotan todo lo que la imaginación de las sociedades instaura o restaura; ni siquiera son, para decirlo con rudeza, los campos más importantes para ellos. Pues la autoconservación no otorga, abandonada a su propia lógica, los mayores galardones a las culturas humanas. La educación, simple y llanamente, es un fraude cuando supone y da por hecho que sin su invaluable intervención la humanidad entera viviría en medio del horror, de la barbarie o del oscurantismo. Ha de comprender que ella misma es ya un testimonio de la barbarie. Ha de saber que su saber no es y nunca podrá ser todo el saber del que una cultura es capaz y del cual en un momento dado se verá en la contingencia de echar mano. Para la educación, como para tantas dimensiones de la existencia social, una cabal comprensión de sus límites es la primera condición de su propio crecimiento. No se le exigirá, dado el caso, que le aparte un lugarcito, dentro de sus cuadrículas curriculares, a todo lo que las culturas configuran, sino, más moderadamente, que asuma con la suficiente humildad la imposibilidad de cubrirlo realmente todo o, más y mejor que eso, que entienda la bondad de que así sea.

No es, en suma, cuestión de optar por una educación más o menos afortunadamente adjetivada; tantos apellidos endilgados a tan venerable señora constituyen ya un verdadero fastidio. Si hemos de ser sinceros, es preciso advertir que en los procesos educativos, gracias le sean dadas a quien corresponda, existe siempre una franja de incertidumbre que tarde o temprano contribuye a desmoronar los tinglados que la prepotencia o la paranoia se esmeran, contra viento y marea, en construir para todos. No puede darse una educación liberadora que no cifre en la liberación -en el sentido literal de des-carga- de la propia mitología educacional una condición imprescindible y mínimamente educativa. Un modelo educacional o pedagógico que se proponga, disponga y bajo cualquier modalidad imponga para todos es, por ese solo hecho, una falta de educación, una indelicadeza para el pensamiento; porque, ya nos documentó el doctor Freud hasta el hartazgo, lo reprimido siempre encuentra el camino de regreso. La tontería consiste en suponer que para el caso se abriría, de hacerlo, un solo camino.

Se me ha solicitado, no sé todavía si por maldad, premura o desagravio, la presentación de un documento-eje para discutir el área educativa dentro de las actividades de la tercera fase del Foro de Reforma Universitaria. Para mi buena fortuna, prácticamente todo lo que tenga que ver con la educación es, desde cualquier punto que se le mire, radicalmente discutible, y así me he querido sentir en la libertad de expresarlo. Un documento-eje supongo que sirve para dar la pauta, pero en este caso podría empezarse por reconocer que las partituras, si las hubiere, andan desperdigadas: se ofrece en consecuencia un texto que no busca obsesiva ni exclusivamente adhesión y concordancia pues se acepta por buena la convicción de las ciencias neurofisiológicas de que el tejido de la corteza cerebral se rebela de su letargo cuando experimenta disonancia y desconcierto.

Sólo quisiera decir, para no dejar sin su calderón al presente réquiem, lo siguiente:

Quizá la educación no sirva para lo que alguna vez se imaginó que serviría. Pero ya está en edad de captar que si no puede promover el pensamiento crítico y la autonomía del sujeto, sí puede por lo menos concederles en su butaquería un espacio que no haga demasiada sombra. Pero eso, a como van las cosas, parece una petición desmesurada: quien, con suerte o sin ella, se resiste a tirar línea, no parece estar asistido por el derecho de no recibir ninguna.

Apéndice (para optimistas incorregibles)

* Adiestramiento técnico-instrumental y adoctrinamiento ideológico conforman los ejes-maestros por los cuales la operatividad institucional de la educación se ha regulado, al menos en los países occidentales, desde hace dos centurias. El cuestionamiento contemporáneo dirigido al proyecto de la modernidad no ha dejado indemne, ni tendría por qué hacerlo, sus mitos, paradigmas y maquinaciones educativos.

* Solamente por referencia al contexto de tal cuestionamiento es factible que la discusión sobre los límites y responsabilidades de la educación puede cobrar cierta relevancia: de seguro que no como solución global y definitiva pero sí quizá como un espacio abierto a la experimentación, tanto en sus vertientes técnicas como en las simbólicas.

* Por ello, los procesos de reforma universitaria que tiendan a circunscribirse y dejarse embrujar por los nexos convencionalmente administrados por el discurso y el accionar educativos no tienen prácticamente ninguna posibilidad de trasformar con mínimo provecho el funcionamiento de las instancias educacionales.

* O bien el cuestionamiento se sostiene y profundiza o bien se abandona el proceso a su propia inercia, que es como real y efectivamente ha funcionado durante decenios.

* La educación ha sido útil con todo y su fardo de unilateralidades y deficiencias. La lucidez constituye siempre, y hasta cierto límite que ella misma se podría imponer, un riesgo que ninguna sociedad se encuentra de antemano obligada a correr. Pues una educación tendenciosa y/o mutilada no choca con las necesidades de autoconservación; tan sólo lo hace con nuestra idea bastante ilustrada de que en los procesos educativos es posible y esperable cumplir con los ideales que el proyecto de la modernidad se asignó a sí mismo desde sus orígenes: a saber, emancipar a individuos y colectividades de su sumisión a los férreos estuches de la Trascendencia.

* Secularizar la educación o reformarla consiste para nosotros en permitir que los nombres y sucedáneos de esa Trascendencia puedan continuamente ser revelados como lo que son, así se disfracen de Metodología Científica, Teoría Revolucionaria, Currículum Inovador o Identidades Nacionales.

* Y quizá no tanto porque tal trascendencia no "exista", sino porque nadie puede arrogarse el derecho de administrarla y hablar y regir en su nombre. * No existe un modelo único a seguir que no sea el de impedir el monopolio de cualquiera. La única perspectiva susceptible de tolerar la pluralidad y reconocer la heterogeneidad de lo real será aquella afianzada y removida constantemente en la inquietud de saber que no hay camino real al saber y que ni él ni el pensamiento son necesariamente bondadosos, bellos y verdaderos. * ¿El límite de lo educativo?: pensar por sí mismos puede ser peligroso. Vivir consiste en asumir ese peligro.

 

Sergio Espinosa Proa

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