El penúltimo réquiem de la educación
Enviado por Sergio Espinosa Proa
- Ponencia presentada en el Foro de Reforma Universitaria UAZ
Ponencia presentada en el Foro de Reforma Universitaria UAZ
Durante mucho tiempo se ha dado por supuesto que sin una preparación pedagógica apropiada, los agentes encargados del resguardo y de la trasmisión de conocimientos se encontrarían en una situación clara y francamente desventajosa de cara a las exigencias, de tipo tanto ideal cuanto concreto, que plantean los procesos educacionales modernos. Según tal suposición, el dominio de los contenidos específicos de determinadas disciplinas no debe bajo ningún concepto ser confundido con el dominio de las formas y modalidades de esa trasmisión.
Sin resultar del todo equivocada, esta idea sí ha conducido a ciertos abusos y malentendidos. Se ha abusado de ella al pretender hacer de las técnicas didácticas o de la destreza pedagógica una de las piezas clave en la operación de los dispositivos educacionales, como si de su concurso dependiese la buena o mala marcha de todo el proceso de enseñanza–aprendizaje. Lo cierto, sin embargo, es que este proceso rebasa, con mucho, el ámbito meramente instrumental en que se enmarca la mayoría de las técnicas didácticas al uso, sean éstas tradicionales, modernas, críticas, autogestivas o telemáticas… De ser un elemento, sumamente variable o delimitado, sumamente discutible, se ha pretendido elevar los dispositivos pedagógicos a un estatuto de excepción: la variable independiente de todo el negocio, algo así como el "punto neutro" de la caja de velocidades.
Este tipo de abusos de la pedagogía conduce naturalmente a un malentendido, que consiste en creer que las intervenciones técnicas bastan por sí mismas, si se las ejecuta con la precisión y habilidad suficientes, para solventar los problemas y para hacer frente a todas las dificultades que el accionar educativo plantea. Esta idea ha demostrado ser completamente contraproducente, pues no sólo no ha resuelto tales problemas sino que incluso puede decirse, sin la menor exageración, que los ha agravado. A decir verdad, muchos profesores han depositado expectativas tan desproporcionadas en los aspectos didáctico-pedagógicos de su responsabilidad académica que, al entrar en contacto con los discursos, estilos y prácticas de las "ciencias de la educación", sufren una inevitable cuanto comprensible decepción: se dan cuenta, positiva o negativamente, que la cuestión escolar no tiene una respuesta y una resolución que se circunscriban a las dimensiones propiamente escolares.
Los problemas educativos no son de índole exclusivamente educativa: he ahí la dificultad insalvable de todo discurso o dispositivo pedagógico. Paradójicamente, sólo una pedagogía que se coloque a sí misma en la particular disposición de reconocer sus propios límites podría eludir el círculo vicioso que configura la simple constatación de que la educación no soluciona nada si no comprende de una buena vez que ella misma es parte del problema. Un círculo vicioso, sin embargo, que no queda todavía claro si podría tener un desenlace que no fuera peor de lo que por ahora sigue siendo.
La crisis educativa de nuestro tiempo tiene como trasfondo inmediato este hecho. Porque, decididamente, el problema no se reduce al de elegir cuál o cuales "modelos" pedagógicos convendría o no adoptar y adaptar a las supuestas necesidades de la población escolar en sus diferentes niveles, áreas y dimensiones. Lo que ha entrado en descomposición no es esa malquistada "pedagogía tradicional" que según esto sería la principal responsable de que los cuadros profesionales de prácticamente todas las disciplinas egresen sin estar muy seguros de haber superado las formas más incurables del analfabetismo funcional; es cierto que existen algunas competencias profesionales que no parecen estar demasiado comprometidas con una deficiencia semejante, pero lo que aquí importa distinguir es que lo que se halla en quiebra no es tal o cual esquema pedagógico, sino el mito de que la educación, en sí y por sí, constituye efectivamente la vía de escape privilegiada a la "minoría de edad" y a la miseria material. En ninguno de ambos campos ha demostrado incontestablemente su eficacia.
Es verdad que a través de la educación institucionalizada se garantiza y/o consolida una integración, de naturaleza tanto social como cultural, a los sistemas de vida que caracterizan a las sociedades modernas. Pero no está del todo claro que esta integración sea precisamente el medio idóneo para lograr esa autonomía individual que todo el proyecto de la modernidad ha considerado desde siempre su promesa y estandarte. Tampoco, cómo negarlo, la educación ha servido para asegurarle al sujeto y a las colectividades un acceso permanente a la satisfacción de sus necesidades de desarrollo o de simple y pura manutención, expectativas que, por otra parte, ha alimentado sin pausa la imaginación de las naciones modernas.
Será preciso comenzar por reconocer, una vez más, que la crisis educativa de nuestro siglo, que tanta tinta ha hecho correr, se reduce más que cualquier otra cosa a las experiencias del shock que representa la toma de conciencia de que ni la educación es lo que pretendía ser ni, por otra parte, lo que-debería-ser nos parece hoy algo digno de lograrse o generalizarse.
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