En la primera parte de la novela, György (sólo una vez se menciona el nombre del personaje central), habla de su cotidianidad, de su madre y la segunda mujer de su padre. Y mientras cuenta la historia, teje un tramado de esperanza. Todo es normal, lo que sucede está en la rutina, nadie se desespera. Es un muchacho de quince años y está más interesado en enamorar y pasarla bien con los amigos que en aceptar algo que no reconoce porque no lo sabe. Incluso le parece extraño que él sea judío, porque lo cierto es que no se diferencia en nada de los otros. Además, no es practicante. Y como no hay diferencia con los otros que son tan húngaros como él, sólo puede sucederle lo que le suceda a los demás. La esperanza nace de la ignorancia, de querer ver lo que queremos ver y afirmarnos en el deseo en lugar de hacer preguntas. Persistir en el deseo, esa deformación de la realidad, es el inicio de la tragedia. Y ya, cuando la esperanza comienza a reducirse, cuando las cosas no son como queremos que sean sino que son, el espacio de lo vivido se traslada al otro, al amigo cercano donde queda un espacio que la realidad no toca porque allí, en el interrelación de la persona, todavía queda la seguridad de que existo. Y eso, la comunicación cercana, permite escapar a cualquier síntoma externo de realidad general creándose una realidad particular (la que yo elijo). En la novela de Kertész, el personaje hace una fiesta de su traslado a los campos de concentración. Ríe con sus amigos, se burla de otros, le parece que estar detenido es una experiencia de juventud: es el mundo que cambia.
La realidad se construye entre dos que se ponen de acuerdo en lo que les pasa, en lo que ven y piensan. Así, el mundo es como ellos, es una construcción del nosotros. Pero cuando el otro comienza a debilitarse, en el momento en que ya no es mi reflejo sino un algo que se aleja o que veo desmoronarse, el principio de realidad se transforma en miedo, en sentirme a mí mismo sin poder recurrir a nadie. Y en esa destrucción del otro, ya no hay esperanza común y, como dice André Compte-Sponville en La caída de ïcaro, ya sólo queda la desesperanza, ese espacio dónde sólo estoy yo y lo que soy, donde dependo de lo que hago por mis propios medios y no tengo más alternativa que lo que poseo. En esa desesperanza, que comienza con el horror de la lejanía del otro, se pierde la seguridad y crece la imaginación, único espacio donde aún puedo ser libre. El problema estriba en que es una libertad que no participa de la realidad sino de una tensión, de una compulsión por persistir en seguir siendo. En esa destrucción del otro, Imre Kertész, se afana en detallar la pequeñez del espacio y lo mínimo que contiene la realidad del individuo. Y la asimilación del miedo, que va llegando lento, paso a paso, para que el sujeto se vaya acomodando a la nueva situación donde ya no está presencia del otro sino la suya, donde ya no hay nombres ni caras sino triángulos y números, fantasmas que rondan y donde György también es una sombra entre las sombras, el frío y el hambre (es alguien que se consuela con ver comer). Sin el otro, la víctima se propicia a su victimario y se deja controlar. Y como ya no hay solidaridad, lo que pasa ya no se reconoce ni se siente, sólo se transforma en miedo y éste (el miedo) es la única certidumbre de estar vivo. Como dice Hannah Arendt, se crea el paria, ese ser que se acepta en la demolición de sus valores y sentimientos.
El yo, en la teoría freudiana, es la certidumbre de que algo pasa y de que eso que sucede puede ser controlado por mi. ¿Pero qué sucede cuando el yo comienza a derrumbarse y ya no hay noción siquiera del espacio donde estoy? En este punto, la imaginación ya no opera y la última libertad, la de sentirse o imaginarse desaparece para darle legitimidad a la esclavitud, aquel estado donde no hay ninguna iniciativa y todo se reduce a intentar no sentir dolor o a sentirlo de la menor manera posible. Imre Kertész, narra la destrucción del yo y lo establece como la negación total de realidad y de estado de naturaleza. György no tiene ninguna iniciativa y reduce su vida a espacios donde la felicidad puede tenderle alguna trampa: comer algo o al menos ver comer, no ser golpeado, dormir un poco, admitir que la roña y la sarna que lo invade es normal porque es igual a la de su vecino, ver que el diseño del campo de concentración es bonito. En esa destrucción del yo, donde se niega lo que pasa porque realmente no es admisible que esto pase, el único elemento que propicia seguir vivo es el olvido. Hay que vivir el mínimo presente, sin recuerdos, sin referencias, sin significar nada. Es la soledad absoluta y carente de tiempo, es un habitar la nada porque ya no hay conceptos (no hay conciencia). Y en esa inconciencia, no saber qué pasa ni preguntarse, la única referencia de vida es el cuerpo que se pudre y se convierten algo que otros cuidan para poderlo estudiar y vender, para experimentar en ese cuerpo que lo admite todo porque ya la libertad de elegir (aunque sea la protesta) no existe. En la esclavitud, el hombre no existe sino que tiene cuerpo y éste es un bien de uso y de intercambio. Es una quietud situada en un espacio, un objeto movible que es desplazado sin reconocer (valorar) lo que sucede. O reconociéndolo pero sin darle importancia, situándolo como algo que se siente pero con quien no genero un acontecimiento, un hecho que me haga sentir vivo, porque la vida es interactuar, unirse a, pertenecer. Y, en el personaje de Sin destino, lo único que se da es un estar en reposo al que de tanto en vez alteran con un drenaje en la rodilla y la cadera infectadas, con algo de comida que le regalan los que ya saben que la guerra está perdida y necesitan de alguno que hable bien por ellos. Con la cercanía de la derrota, el miedo lo tienen los otros, los victimarios o las víctimas que colaboraron con éstos. Pero ese miedo no lo percibe la víctima que ha sido desposeída de la esperanza, del sentido del otro y de su yo. Sólo alcanza a percibir que algo se mueve sin que le importe de dónde proviene ese movimiento, que tal vez sea el de su cuerpo en descomposición. O el de la muerte que ha llegado sin que la víctima se haya dado cuenta.
Salir de la esclavitud y encontrar la soledad
György sobrevive al horror de los campos de exterminio y ahora toda su tarea es recuperar la vida, los nombres de las cosas, el sentido de los espacios y la medida del tiempo. Y no encuentra felicidad sino mentiras, justificaciones, víctimas y victimarios entreverados buscando ser reconocidos de otra manera y preguntando siempre por la negación de la evidencia, por la inexistencia del pasado, por datos muy precisos para que certidumbre de lo que pasó tenga puntos flacos y, en éstos, afincar la negación. "¿Estuvo usted en una cámara de gas?", pregunta un hombre. "Si hubiera estado, no estaría vivo", responde el personaje. "¿Estuvo o no estuvo?", replica el otro. "No, no estuve", acepta György y su interlocutor se tranquiliza: es evidente que los muertos no hablan y los vivos no estuvieron allí adentro, así que no hay forma de probar nada. Y si alguno hubiera estado allí y salido con vida, entonces estaría la disculpa de la demencia, de la alimentación inadecuada, de los rusos que les pidieron que dijeran eso. Esa supervivencia, ese salir del horror, hace que el personaje se encuentre con la necesidad apremiante que tienen los otros, los victimarios, de que se niegue lo sucedido, de que se mienta sobre lo que pasó, de que no haya evidencia que trunque el espíritu de los nuevos tiempos. Y en ese mundo donde se miente, a la víctima le quitan los recuerdos y lo obligan a olvidar porque si cuenta que pasó lo acusan y si miente le dan un espacio pero no lo miran. Así, sobrevivir es condenarse a la soledad porque nadie quiere oír nada y si se escucha no se mira, lo que implica que el interlocutor no está oyendo sino pensando en otra cosa y ese desprecio por el que habla cambia la historia (la convierte en un deseo) y esconde la atrocidad que tuvo tintes de legalidad y justificó la inseguridad del Estado, como dice Kertész, es decir, la incapacidad de las instituciones para detener el horror. Horror que todos vamos recibiendo paso a paso, con luces distractoras de esperanza, para que nos ajustemos a lo terrible y vamos convirtiendo en normalidad lo anormal. Y para que suceda lo que plantea Isaac Bashevis Singer en Sombras sobre el Hudson: que recuperemos la vida, pero no ya como orden sino como desorden, no ya como un ejercicio de la libertad sino como producto del azar y lo siniestro.
Vivido el horror como un acontecimiento cotidiano con el que no sólo es necesario convivir sino participar, convertido en parte de lo normal, el superviviente troca el sentido de realidad y cambia la dirección de los acontecimientos hasta no tener noción de ellos. Quizás por esto se suicidó Primo Levy, porque ya no podía saber si lo que recordaba era cierto. Matarse fue la única oportunidad que tuvo de mantener todavía intacto lo que le quedaba en la memoria. O quizás, por esta razón, Víctor Frankel (el gran siquiatra) asume la situación extrema como principio de realidad. Es decir, determina lo más siniestro para encontrarse ahí con la vida. Pero esto no pasa en Sin sentido, donde György ya no sabe realmente quién es y decide que hará lo que quiera que hagan con él. Todo lo que sabe lo reduce a "Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo". Lo que asusta de todo esto es que escribe Imre kertész, es la cercanía a lo que nos está pasando. Y a la incapacidad de crear, de hacer poesía (como insinuaba Teodoro Adorno), y en su lugar, crear más destrucción, horror que asimilamos paso a paso y queriendo ser víctimas o esclavos para justificarnos en el olvido y en el destino. Es que así evitamos el elegir.
Nota: [1] Los judíos húngaros fueron llevados a los campos de exterminio a mediados de 1944, cuando ya la guerra estaba en su etapa final. Y ya sabían algo de lo que había pasado con otras juderías, pero se negaban la evidencia. Creían que era imposible que hombres tan razonables y cultos como los alemanes llegaran a tales extremos.
Autor:
José Guillermo Anjel R.
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jgangel[arroba]upb.edu.co
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