El intelectual superfluo
Enviado por Héctor Valle
La ciudad de Montevideo se apoya en el mar. Bueno, en el río que nosotros, los uruguayos, llamamos mar. Y es usual que, al transitar por su rambla, llevemos al hombro la alforja con nuestras pequeñas grandes historias, mientras observamos la playa y el mar a un lado y al otro parques y edificaciones, en esta aldea del tiempo lerdo.
En esta rambla singular podrán encontrarse los más variados monumentos puestos de cara al mar y que dan, además de lo particular que cada uno encierra, una visión de la idiosincrasia de un pueblo abierto en lo espiritual bien como en su identidad que conserva una veta ácrata que torna en propio al visitante que se allega a estas tierras.
Al recorrerla, y si se parte desde su inicio de la costanera portuaria, al avanzar habrá de llegarse, unos cuantos kilómetros después, a un pronunciado recodo, de cara al mar, donde se halla el Memorial al Holocausto del Pueblo Judío.
Es común el detenerse e ingresar al espacio verde del Memorial, no sin transitar por un simbólico aunque real y breve tramo de rieles, en recuerdo de los vagones que transportaron a tantos y tantos seres humanos a su última morada. Hacerlo, caminarlo, genera otro espacio y otro tiempo que el hasta entonces recorrido. El silencio de los inocentes y hasta el de nuestros más íntimos recuerdos, nos envuelve, sobrecoge y prepara para el encuentro con la esencia misma de lo humano, en su complejidad y contradicción: las miserias y las grandezas del hombre.
Más allá de los durmientes dos pesados y encontrados murallones invitan a traspasarlos por un brevísimo puente de madera, a cuya izquierda observamos, labradas en elevados granitos, frases bíblicas y mensajes trascendentes. A nuestros pies, un suelo tachonado de adoquines no nos duele puesto que ya nuestra mente comenzó un paseo por los aires, con el azul del cielo por horizonte, sintiendo la levedad que proporciona un estado espiritual especial, proclive a meditaciones allende lo material, entendiendo por tal lo utilitario, pero cercanas a lo dinámico de la vida en el humano.
Así, pues, uno se aviene, luego de respirar hondo abriendo al máximo las narinas, a dejar que principie ese proceso reflexivo que le llevará a visitar las regiones más hondas del corazón.
Pensar Auschwitz es también pensar desde lo profundo del corazón, porque no hay cómo poder acceder al horror si no es desde la cordialidad máxima, desde una apertura serena y amplia que permita transitar por los gritos ahogados y los rostros crispados, hasta llegar a la luz de cada una de esas almas atormentadas, en su momento de vida, por el dolor que debieron soportar, pero iluminadas por la grandeza en la cercanía con la esencia misma de la vida, a la que supieron acceder. No hay explicación para tanto dolor, solamente hay la posibilidad de pensar en clave de amor, con tonos de un pensar constructivo y semitonos de una pulsión cordial, repito, que atempere el llanto y provoque la aurora de una serena sonrisa.
Claro está, el mero pensar reflexivo no convierte al hombre en humano y menos aun en trascendente.
Quien da curso a la conciencia moral podrá arribar a tal estadio en tanto esté en armonía con el diapasón que ella resulta ser, al sopesar la coherencia entre lo que la persona hace y aquello que la persona tiene por recto y justo. La falta de coherencia, la duplicidad e inmoralidad resultarán ser elementos inarmónicos, dando paso al remordimiento al constatar en el interior de su ser las miserias y bajezas que el hombre puede cometer, con extrema facilidad, si desoye la voz interior; voz que está orientada por su conciencia moral.
Cuanto más cercanos estamos al otro, mayor será el grado de compromiso con nuestra sociedad y su mejor destino, el de todos.
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