Sobre el tópico "Los cronistas" para la materia Literatura Novohispana.
A 1 de octubre de 2008.
Desde tiempos inmemorables, la civilización humana ha experimentado una preocupación constante: dejar razón escrita de sus pasos por el mundo, esto con al menos dos intenciones específicas: una, prevenir a futuras generaciones de males posibles o decisiones-acciones indeseables; otra más, rozar el cielo de la trascendencia.
Así, siglo tras siglo, la humanidad documentó en diversos modos y fuentes su quehacer histórico, su paso por esta Tierra en que, por algún azar desconocido, le ha tocado vivir. Para los griegos, por ejemplo, la historia -o su versión de la misma, que podría llamarse "tradición"- se dejó plasmada antes que nada en epopeyas y otros escritos líricos. Para los mayas y grupos nahuas de México, otro ejemplo, la escritura ideo y pictográfica de códices realizó dicha labor de historiografía, esto con gran calidad y elaborada sistematización.
Con el expansionismo europeo propio de los siglos posteriores al descubrimiento de América, expansionismo cuyo rol protagónico varió de españoles a ingleses, franceses y portugueses, la crónica cobró auge como género de escritura-documentación de la historia. Y del mismo modo que sucedió con la epopeya griega y latina, la crónica europea, y específicamente la española, que nos compete en este trabajo, estuvo cargada de rasgos no sólo míticos sino personales, individuales, agregados propios de cada uno de sus autores.
Pero el fin fue el mismo, dos fines posibles en realidad, arriba mencionados: prevenir a futuras generaciones o alcanzar la esfera de lo trascendente. ¿Cómo entonces, se puede leer la historia con pretensiones de investigación científica, si el autor de la misma la dota de su propio significado, la baña en su propia ideología, la hace entendible bajo sus propios parámetros, bajo los cuales, por lo general, se declara vencedor, aguerrido o sufriente, pero vencedor al fin y al cabo? ¿Cómo creerle al cronista, que es, antes que científico, incluso antes que escritor, guerrero conquistador, monje evangelizador, indígena o mestizo sometido? ¿De quién es la verdad? ¿A quién le pertenece la razón? ¿Quién tiene la versión verídica de la historia?
Sucede que la crónica debe verse, antes que como género de lo científico, como subgénero de lo literario. Antes que como documento histórico, como producto representativo de la tradición. Lejos está, en la voz del español dominante, el clérigo evangelizador o el mestizo de sentimiento derrotado, lejos está, en la voz del que controla a capa y espada, cruz y Evangelio, del que reclama la pérdida de su cosmovisión y tradición, lejos está la verdad histórica, científicamente hablando, de todos ellos. Lejos, o al menos entregable a criterio de duda.
Porque el cronista, no reconstruye el pasado en su escrito; antes bien, lo restituye. Cambia, así, las derrotas por los triunfos difíciles, los pasos en falso por las elecciones guiadas por la emoción del éxito, la sangre por el espíritu, la caída por el nacimiento violento y sufriente de una nueva patria.
Claro que el concepto de patria, incluso el de nación mexicana, están todavía muy lejanos para el periodo de la conquista española. El cronista español no mira en un posible futuro más que la dominación de la corona patriótica sobre la tierra recién sometida. No hay libertad posible más allá de la que el Rey y su divino nombramiento permiten. No hay más qué documentar que lo que el Rey y su Corona -todo lo que él domina- precisan para la construcción de una Colonia -o un conjunto de ellas- fuerte, dadivosa, de una empresa fructífera. Todo esto, claro está, se manifiesta también en la crónica.
Entonces al cronista le toca restituir la historia por su visión de la misma, la visión que conviene a sus intereses y los de su Rey. Pero cabe aclarar que esto no lo hace sólo el español: antes que él, para documentar su historia, los primeros emperadores aztecas habrían modificado ya los anales -se habla incluso de incendios de los mismos en algunos textos- con el fin de que el Imperio se alzara sobre la lucha siempre constante y siempre productiva. Nunca un paso en falso, nunca un retorno, nunca el miedo apresando los corazones aztecas.
Con esta restitución que el cronista hace, la historia contenida en las crónicas se convierte en un arma, a futuro, de dos filos: en uno, baila el español desalmado, que mata antes que gobierna, calla antes que dialoga y aplasta antes que protege; en el otro, se mueve algo ridículo el español que tiene sus propios motivos para actuar como actúa; y con ambos filos como pruebas contundentes trabaja el juicio que la historia le hace al personaje para decidir su lugar en el apartado de la nueva historia: o criminal crudelísimo, o pastor sabio y de acciones comprensibles en el marco de su fe -como se juzga en muchos casos al evangelizador-, o decididamente ardido forjador de una nueva patria, misma que le pertenece, etiqueta que suele otorgarse al mestizo.
Veamos ahora tres ejemplos, uno de cada tipo de cronista, de lo que la historia contenida en las crónicas puede contener como mensaje restitutivo de la realidad antes que como verdad misma.
Entre todos los cronistas posibles, resalta, por su relato particularmente cargado de comparaciones religiosas, Fray Toribio de Benavente, autodenominado "Motolinía", aguerrido defensor de los indígenas quien parece revelarse otro al escribir: comparando las diez plagas que según el libro bíblico del éxodo azotaron Egipto cuando su faraón se negó a liberar al pueblo hebreo que mantenía como esclavo con los diversos males que a los indígenas les sucedieron con la Conquista, Motolinía asesta un duro golpe a la tenacidad del nativo: ha sido su idolatría, parece decirnos, lo que Dios ha castigado: "Hirió Dios esta tierra con diez plagas muy crueles por la dureza e obstinación de sus moradores y por tener cautivas … sus propias ánimas so el yugo de faraón"[1]. No es el fraile, pues, pese a su muy comentado papel de defensor de la causa del indígena maltratado, un humanista absoluto: antes que el ser indefenso, antes que su dolor y su pena, se encuentra la Gloria del Padre y su Corte Celestial. Es su crónica entonces un conglomerado de males y sus causas, antes que una relación fidedigna de los dolorosos acontecimientos que siguieron a la llegada de los españoles al suelo mexicano.
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