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El cantar de Roldán: Poema épico: texto completo -Anónimo francés (c. 1100) (página 4)


Partes: 1, 2, 3, 4

CCXVIII

Los dos primeros cuerpos de batalla se constituyen de franceses. Más tarde se establece el tercero, compuesto de vasallos de Baviera: se estima su número en veinte mil caballeros. Nunca por su lado habrá de ceder la línea de combate. Excepto los de Francia, que conquistan los reinos, no hay gente bajo el cielo que Carlos quiera más. El conde Ogier el Danés, buen guerrero, será su jefe, porque es muy gallarda la tropa.

CCXIX

Cuenta ya Carlos, el emperador, con tres cuerpos de batalla. El duque Naimón forma entonces el cuarto con barones de gran denuedo: son oriundos de Alemania y se calcula su número en veinte mil. Poseen buenos corceles y magníficas armas. Jamás por miedo a morir retrocederán un paso. Herman, duque de Tracia, será su guía; antes prefiere la muerte a cometer una villanía.

CCXX

El duque Naimón y Jocerán, el conde, disponen que el quinto cuerpo de batalla esté compuesto por normandos. Todos los franceses estiman su número en veinte millares. Tienen bellas armas y buenos corceles ligeros; antes morirán que rendirse. No hay bajo el cielo pueblo que más valga para la lid. Ricardo el Viejo los conducirá y habrá de dar recios golpes con su afilada pica.

CCXXI

El sexto cuerpo está integrado por bretones. Reúnense allí treinta mil caballeros, que galopan como cumplidos barones: llevan pintadas las astas de sus lanzas y ondean en la punta los gonfalones. El señor que los manda tiene por nombre Eudes. Llama al conde Nevelón, a Tibaldo de Reims y al marqués Atón, diciéndoles:

-Conducid mi mesnada, os dejo ese honor.

CCXXII

Ya tiene formados el emperador seis cuerpos de batalla. El duque Naimón establece entonces el séptimo, con gente del Poitou y barones de Auvernia. Habrá allí unos cuarenta mil caballeros. Tienen buenos corceles y magníficas armas. Se reúnen aparte en un valle, al pie de una colina y Carlos los bendice con su mano diestra. Jocerán y Gaucelmo habrán de mandarlos.

CCXXIII

En cuanto al octavo cuerpo de batalla, Naimón lo ha formado con flamencos y con barones de Frisia; son más de cuarenta mil caballeros. Allí donde ellos se encuentren, jamás decaerá el combate. Y dice el rey:

-Buen servicio me habrán de hacer éstos.

Reinaldo y Aimón de Galicia los conducirán como nobles caballeros.

CCXXIV

Naimón y Jocerán han formado con valientes el noveno cuerpo de batalla. Son caballeros de Lorena y Borgoña, y hay allí unos cincuenta mil bien contados, con el yelmo atado y vestidos con la cota. Tienen fuertes picas, de asta corta. Si los árabes no rehuyen la lucha, hallarán en ellos recios adversarios, cuando arremetan. Los guiará Thierry, duque de Argona.

CCXXV

Barones de Francia integran el décimo cuerpo de batalla. Hay allí cien mil de nuestros mejores capitanes. Gallarda es su figura, su porte altivo; son floridas sus sienes y blancas sus barbas. Los cubren armaduras y cotas de doble malla, y ciñen espadas de Francia y de España. Sus bien cincelados escudos están adornados con innumerables marcas. Han montado a caballo y piden combatir a los gritos de ¡Montjoie! Con éstos va Carlomagno. Godofredo de Anjeo es portador del oriflama. Había pertenecido a San Pedro y se llamaba Romano, mas cambió su nombre por el de Montjoie.

CCXXVI

El emperador baja de su caballo. Sobre la hierba se prosterna, la faz contra la tierra. Vuélvela luego hacia el sol naciente e invoca a Dios de todo corazón:

-¡Padre Verdadero! Defiéndeme en este día, Tú que salvaste a Jonás del vientre de la ballena, Tú que perdonaste al rey de Nínive y libraste a Daniel del horrible suplicio en la fosa de los leones, Tú que protegiste a los tres niños en el horno ardiente. ¡Válgame tu amor en este día! ¡Si te place, concédeme por tu gracia que pueda vengar a mi sobrino Roldán!

Terminada su oración, yérguese Carlos y traza sobre su frente el signo que fortalece. Vuelve luego a montar su rápido corcel, cuyo estribo le han sujetado Naimón y Jocerán. Toma su escudo y su tajante pica. Su cuerpo es noble, gallarda y airosa su apostura. Tiene el rostro claro y sereno. Seguidamente, cabalga, firme sobre los estribos. Al frente y a retaguardia suenan los clarines; más agudo que los otros, se eleva el sonido del olifante. Y lloran los de Francia por la ausencia de Roldán.

CCXXVII

Gallardamente cabalga el emperador. Su barba le cubre el pecho, fuera de la cota. Por amor a él imítanle los demás: así habrán de reconocerse los cien mil franceses de su cuerpo de batalla. Salvan los montes y las cumbres rocosas, los valles profundos y los siniestros desfiladeros. Dejan atrás los puertos y las comarcas salvajes. Penetran en España y toman posición en una planicie.

Retornan hacia Baligán sus enviados. Un sirio le dice el mensaje:

-Hemos visto a Carlos, el rey soberbio. Orgullosos son sus hombres y no habrán de faltarle. Armaos al punto: libraréis batalla.

-Espléndida se anuncia -dice Baligán-. ¡Haced sonar vuestros clarines para que lo sepan mis sarracenos!

CCXXVIII

Por todo el ejército hacen resonar los tambores y las bocinas, y el toque agudo y claro de los olifantes. Desmontan los infieles para armarse. No desea el emir mostrarse lento: se cubre con su cota de faldones bruñidos y ata su yelmo guarnecido de oro y de pedrerías. Después ciñe su espada a su costado izquierdo; en su vanidad, le ha encontrado nombre. Como ha oído hablar de la espada de Carlos, él llama a la suya Preciosa; tal es su grito de guerra en las batallas, y lo hace corear por sus caballeros. Suspende después a su cuello uno de sus escudos, grande y ancho; la bloca es de oro con los bordes de cristal; la correa es de buen paño de seda bordado de círculos. Enarbola su pica, que llama Maltet; el asta es tan gruesa como una maza, el hierro sería carga suficiente para un mulo.

Baligán monta sobre su caballo; Márcules de Ultramar le ha sujetado el estribo. Tiene el esforzado muy grande la horcajadura, las caderas estrechas y anchos los costados; amplio y bien modelado el pecho, robustos los hombros, muy clara la tez y altanero el semblante. Su cabello ensortijado es tan blanco como flor de primavera, y muchas veces ha probado su denuedo. ¡Dios!, ¡qué barón, si cristiano fuera! El emir azuza su corcel: brota clara la sangre bajo la espuela. Se lanza al galope y salta un fosa cuya anchura puede calcularse en cincuenta pies. Los infieles exclaman:

-¡Para defender las fronteras está hecho este varón! ¡No hay francés que al pretender combatirlo no pierda, quiéralo o no, su vida! ¡Muy loco está Carlos si no ha batido en retirada!

CCXXIX

El emir tiene el aspecto de un verdadero barón. Como flor blanca es su barba. Es doctor muy sabio en su ley y se muestra soberbio e intrépido en la lid. Su hijo Malprimís es también cumplido caballero. Es de alta estatura y fuerte; tiene la traza de sus antepasados.

-¡Vamos, pues, señor! ¡Adelante! -le dice al padre-. ¡Mucho me sorprenderá que topemos con Carlos!

Y responde Baligán:

-Lo encontraremos, porque es muy valiente. Muchas crónicas dicen de él grandes alabanzas. Pero ya no tiene a su sobrino Roldán, no bastarán sus fuerzas para enfrentarnos.

CCXXX

Y añade Baligán:

-Malprimís, hijo gentil, el otro día hallaron la muerte Roldán, el buen vasallo, y Oliveros, el valeroso y noble, y con ellos los doce pares que tanto amaba Carlos. Fueron muertos veinte mil combatientes de los de Francia. A todos los demás no les otorgo el valor de un guante. En verdad, regresa el emperador: me lo anunció el sirio, mi mensajero. Diez grandes cuerpos de batalla se encaminan hacia aquí. El que toca el olifante es de gran bravura. Su compañero le responde con un cuerno de sonido claro, y ambos cabalgan los primeros; con ellos van quince mil franceses de los bachilleres que Carlos llama sus hijos. Tras de éstos, otros tantos se aproximan, que muy gallardamente combatirán.

-Un don os pido -dice Malprimís-: ¡otorgadme que sea yo quien dé el primer golpe!

CCXXXI

-Malprimís, hijo mío -responde Baligán-, os concedo lo que me habéis pedido. Al momento acometeréis a los franceses. Llevaréis con vos a Torleu, el rey persa y Dapamor, otro rey leude. Si lográis echar por tierra su inmenso orgullo, os daré una parte de mi reino, desde el Jordán hasta Valmarqués.

-¡Gracias os sean dadas, señor! -responde Malprimís.

Se adelanta, recibe el don, la tierra que fue del rey Florián. En mala hora la acepta: nunca había de verla. Nunca será investido de este feudo ni llegará a poseerlo.

CCXXXII

Cabalga el emir entre las filas de sus huestes. Su hijo, el de la alta estatura, lo sigue. Al momento, el rey Torleu y el rey Dapamor establecen treinta cuerpos de batalla; el número de caballeros es asombroso: el menor escuadrón cuenta con cincuenta mil. Forman el primero los de Butrinto, y el segundo los de Misnia, de grandes cabezas; les crecen en el espinazo, a lo largo de la espalda, cerdas como tienen los puercos. El tercero está compuesto de nubios y de blos, y el cuarto de brucios y de esclavones, y el quinto de sármatas y serbios, y el sexto de armenios y moros. Forman el séptimo los de Jericó, el octavo los de Nigricia, el noveno los kurdos y el décimo los de Balida la Fuerte. Es una raza que jamás persiguió el bien. Jura el emir, con todos los juramentos que conoce, por los milagros de Mahoma y por su cuerpo:

-¡Muy loco está Carlos de Francia, que hacia nosotros cabalga! Si no la rehuye, tendrá la batalla. Jamás volverá a ostentar la corona de oro.

CCXXXIII

Organizan después otros diez escuadrones de combate. Está compuesto el primero de feos cananeos, que vinieron de Valfuida a campo traviesa; el segundo de turcos, el tercero de persas y el cuarto de petchenecos. Forman el quinto los soltras y los ávaros, el sexto los ormaleses y los egeos, el séptimo los del pueblo de Samuel, el octavo los de Brusa, el noveno los de Clavers y el décimo los de Occián la Desierta: componen una turba que jamás sirvió a Dios. Nunca oiréis hablar de peores felones. Tienen la piel tan dura como el hierro, y por eso no necesitan loriga ni yelmo. Son recios y porfiados en la lucha.

CCXXXIV

Ha organizado el emir otros diez cuerpos de batalla. El primero está formado de gigantes de Malprosa, el segundo de hunos y el tercero de húngaros; el cuarto se compone de los de Baldisa la Luenga, el quinto de los de Valpenosa y el sexto de los de Marosa. El séptimo lo integran lituanos y astrimonios, el octavo los de Argólide, el noveno los de Clarbona y el décimo los de Fronda, de luengas barbas. Es una turba que jamás quiso a Dios. Los anales de los francos enumeran de esta guisa treinta cuerpos de ejército. Imponentes son las huestes, en las que pregonan las bocinas. Los infieles cabalgan con denuedo.

CCXXXV

El emir es señor de gran poderío. Hace llevar ante él su dragón, el estandarte de Tervagán y de Mahoma, y una imagen de Apolo, el felón. Diez cananeos cabalgan escoltándolos; en voz alta van sermoneando de esta suerte:

-¡Aquel que de nuestros dioses espere la salvación, que los sirva y los adore con todo respeto!

Los infieles inclinan la cabeza; sus yelmos centelleantes se humillan hasta tierra.

Y dicen los franceses:

-¡Truhanes, muy pronto habrá de llegaros la muerte! ¡Que este día siembre la confusión entre vosotros! ¡Vos, Dios nuestro, defended a Carlos! ¡Que su nombre quede vencedor de esta batalla!

CCXXXVI

El emir es un jefe de mucho juicio. Llama a su hijo y a los dos reyes y les dice:

-Señores barones, cabalgaréis al frente. Habréis de tomar el mando de todos mis cuerpos de ejército, pero quiero conservar a mi lado tres de ellos, entre los mejores: el primero de turcos, el segundo de ormaleses y el tercero de gigantes de Malprosa. Junto a mí estarán los de Occián; ellos acometerán a Carlos y a los franceses. Si el emperador viene a justar conmigo, le separaré la cabeza de los hombros. ¡Créalo bien! No habrá de caberle otra suerte.

CCXXXVII

Grandes son los ejércitos, gallardos los cuerpos de batalla. No hay entre franceses y moros ni monte ni valle, ni collado, ni selva ni bosque que pueda disimular una hueste: se contemplan frente a frente, sobre la tierra llana.

Y dice Baligán:

– ¡Adelante, mis sarracenos! ¡Cabalgad para buscar la lucha!

Amborio de Oliferna es portador de la insignia. Al verla, los infieles claman "¡Preciosa!", que es su grito de guerra.

Y dicen los franceses:

-¡Sea este día el de vuestra perdición! -Y añaden luego, con voz potente-: ¡Montjoie!

El emperador hace tocar los clarines, y el olifante, que a todos conforta. Los infieles dicen:

-Magnifico es el ejército de Carlos. Será una batalla de gran violencia y reciedumbre.

CCXXXVIII

Anchuroso es el llano y a lo lejos se extiende la comarca. Centellean los yelmos de oro guarnecidos de piedras preciosas, y los escudos y las cotas bruñidas, y las picas y los gonfalones atados a los hierros. Pregonan los clarines; sus voces son muy claras, y muy agudas las notas del olifante.

El emir llama a su hermano Canabeu, el rey de Floredea dueño de las tierras hasta Valsevré. Le muestra los cuerpos de ejército de Carlos y le dice:

-¡Ved el orgullo de Francia, la celebrada! El emperador cabalga lleno de soberbia. Forma la retaguardia con esos ancianos que ostentan sobre las armaduras sus barbas tan blancas como nieve sobre hielo. Éstos darán recios golpes con sus espadas y sus lanzas. Tendremos una batalla dura y encarnizada; nunca se verá otra semejante.

Al frente de sus mesnadas, más lejos de lo que se podría arrojar una vara pelada, cabalga Baligán, gritando:

-¡Vamos, sarracenos, que yo os señalaré el camino! Enarbola su pica, cuya punta dirige hacia Carlos.

CCXXXIX

Carlos el grande, cuando ve el emir y el dragón, la enseña y el estandarte, y cuán poderosa es la hueste de los árabes, y cómo cubren toda la comarca menos el terreno en que se mantiene, exclama con sonora voz, el rey de Francia:

-Barones francos, sois buenos vasallos; ¡en tantas grandes batallas habéis lidiado! Ved los infieles: son felones y cobardes. Su ley no vale un dinero. Si esta turba es numerosa, ¿qué nos importa, señores? Aquel que no quiera seguirme al instante, ¡que se vaya!

Después clava las espuelas en su corcel. Tencedor da cuatro brincos y dicen los franceses:

-¡Este rey es un bravo! ¡Cabalgad, barones, ninguno de nosotros habrá de faltarle!

CCXL

El día es claro y centellea el sol. Magníficos son los ejércitos, poderosos los cuerpos de batalla. Los de vanguardia se acometen. El conde Rabel y el conde Guinemán dejan sueltas las riendas a sus ligeros corceles y clavan con fuerza las espuelas en sus costados. Los francos arremeten entonces al galope y corren a herir con sus tajantes picas.

CCXLI

El conde Rabel es intrépido caballero, Azuza su corcel con las espuelas de oro fino y ataca a Torleu, el rey persa: ni el escudo ni la cota resisten el golpe. Le hunde en las carnes su pica dorada y lo derriba muerto sobre unos arbustos. Los franceses exclaman:

-¡Dios nos ayude! ¡Con Carlos está el derecho, no debemos faltarle!

CCXLI I

Lucha Guinemán contra un rey leude. Le parte la adarga, pintada de flores; después le rompe la cota, le hunde en la carne todo el gonfalón y, lloren por ello o se rían, lo derriba muerto. Al contemplar la hazaña, gritan los de Francia:

-¡Herid, barones, no demoréis! ¡La razón está con Carlos contra la turba maldita! ¡Dios nos ha elegido para defender el juicio verdadero!

CCXLIII

Malprimís es jinete de un corcel todo blanco. Se arroja en la multitud de los franceses, y corre de uno a otro dando recios mandobles y derribando muerto sobre muerto. Baligán es el primero en gritar:

-¡Ah, mis barones, largo tiempo os he mantenido! Mirad a mi hijo: ¡se esfuerza por topar con Carlos! ¡A cuántos caballeros ha desafiado con sus armas! ¡Es vano buscar adalid más valeroso que él! ¡Prestadle el socorro de vuestras tajantes picas!

A tales palabras, arremeten los infieles, repartiendo recios golpes: grande es la matanza. La batalla es prodigiosa y ruda: ni antes ni después se vio otra más violenta.

CCXLIV

Grandes son los ejércitos, intrépidas las huestes. Todos los cuerpos de batalla han trenzado la lucha. Los infieles atacan con singular denuedo. ¡Dios! ¡Cuántas astas partidas en dos, cuántos escudos rotos, cuántas cotas desgarradas! La tierra está cubierta de despojos. ¡Ah, la hierba del prado, tan verde, tan delicada!… El emir arenga a sus hombres:

-¡Arremeted, barones, sobre esta turba cristiana!

La batalla es dura y porfiada. Ni antes ni después se vio ninguna de tamaña reciedumbre. No tendrá tregua hasta la noche.

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CCXLV

El emir incita a los suyos:

-¡Herid, sarracenos, que sólo para eso estáis aquí! ¡Os daré nobles y bellas mujeres, os haré dueños de feudos, de dominios y de tierras!

Y responden los infieles:

-Es nuestro deber hacerlo.

A fuerza de repetir los ataques, numerosas picas se quiebran; y he aquí que se desenvainan entonces más de cien mil alfanjes. La contienda se ha tornado dolorosa y horrible; el que se halla entre los adversarios sabe lo que es una batalla.

CCXLVI

El emperador exhorta a sus franceses:

-Señores barones, mucho os estimo, tengo fe en vosotros. ¡Hartas batallas por mí librasteis, conquistasteis muchos reinos y destronasteis monarcas! Lo reconozco, y os debo por ello, en galardón, mi cuerpo, mis tierras y mis riquezas. Vengad a vuestros hijos, vuestros hermanos y vuestros herederos, que en Roncesvalles hallaron la muerte el otro día. Bien lo sabéis: la razón está conmigo contra los infieles.

Y responden los francos:

-¡Bien decís, señor!

Son veinte mil los que en torno a él juran todos a una, por su fe, no faltarle ni en la muerte ni en la angustia. Para ello, sabrán emplear cada uno su lanza. Al momento, acometen con sus espadas. La batalla es prodigiosa y encarnizada.

CCXLVII

Malprimís cabalga por todo el campo, haciendo gran matanza entre los de Francia. El duque Naimón lo mira con fiereza y lo acomete con gran denuedo. Le rompe el brocal de su escudo, le desgarra los dos faldones de su cota, le hunde en la carne todo su gonfalón amarillo y lo derriba muerto entre los que yacen innumerables.

CCXLVIII

El rey Canabeu, hermano del emir, clava fuertemente las espuelas en su corcel. Ha desnudado su espada, cuyo pomo es de cristal. Golpea a Naimón sobre el yelmo; se lo parte en dos mitades, cortando cinco lazos con su espada de acero. De nada le sirve el capacete; le hiende la cofia hasta la carne y cae por tierra un pedazo. El golpe fue rudo, el duque está como fulminado. Va a caer, mas Dios le ayuda. Con ambos brazos se aferra al pescuezo de su montura. Si el infiel lo vuelve a herir, hallará la muerte el noble vasallo. Para prestarle socorro se acerca Carlos de Francia.

CCXLIX

Gran angustia oprime al duque Naimón. Y lo amenaza el infiel con repetir al instante su golpe. Carlos le dice:

-¡Truhán, en mala hora atacaste a ese hombre!

En su intrepidez, acude a herirlo. Rompe el escudo del infiel y se lo aplasta contra el corazón; le parte el ventalle de su armadura y lo derriba muerto: la silla queda vacía.

CCL

Carlomagno, el rey, está penetrado de dolor al contemplar a Naimón herido ante sus ojos y viendo cómo se derrama la clara sangre sobre la hierba verde. E inclinándose sobre él, le dice:

-Gentil duque Naimón, cabalgad a mi lado. Ya pereció el truhán que os acosaba. El cuerpo le traspasé con mi pica.

Y responde el duque:

-Señor, en vos confío; si sobrevivo, nada perderéis.

Después, con todo afecto y toda fe, cabalgan juntos, y con ellos veinte mil franceses. Ni uno de éstos deja de cortar y herir.

CCLI

El emir cabalga por el campo. Acude a herir al conde Guinemán. Contra el corazón le aplasta su escudo blanco, destroza los faldones de su cota, le abre en dos el pecho y lo derriba muerto de su rápida montura. Después da muerte a Gebuino y Lorenzo y a Ricardo el Viejo, señor de los normandos. Los infieles exclaman:

-¡Bien demuestra Preciosa su valía! ¡Atacad, sarracenos, que hay quien vele por nosotros!

CCLII

¡Qué bello es contemplar a los caballeros de Arabia, los de Occián, de Argólide y Vasconia cuando acometen con sus picas! Y por su parte, no piensan los francos en romper sus filas. Muchos contendientes de ambos bandos han hallado ya la muerte. Hasta la noche persiste el fragor de la batalla. ¡Qué estragos ha causado entre los barones de Francia! ¡Cuántos duelos habrá antes de que tome fin!

CCLIII

Franceses y moros luchan a cual más. ¡Cuántas astas, cuántas bruñidas picas se han quebrado! Aquel que viera estos escudos destrozados, que escuchara resonar las blancas lorigas y rechinar las rodelas contra los yelmos, aquel que viera desplomarse tantos caballeros y morir tantos hombres, aullando, sobre la tierra, tendría memoria de un gran dolor. Muy dura es de sostener esta batalla. El emir invoca a Apolo, a Tervagán y también a Mahoma:

-Mis señores dioses: largo tiempo fui vuestro siervo. ¡De oro puro haré esculpir todas vuestras imágenes!

Ante él se presenta uno de sus fieles, Gemalfín, portador de malas nuevas:

-Baligán, señor -le dice-, un gran infortunio se ha abatido sobre vos: habéis perdido a vuestro hijo Malprimís. Y Canabeu, vuestro hermano, ha sido muerto. Dos .franceses tuvieron la suerte de vencerlos. Creo que uno de los dos es el emperador: es un barón de elevada estatura, cuya prestancia es propia de un paladín; tiene la barba blanca como flor de abril.

El emir baja la cabeza, cargada del yelmo. Se le ensombrece el rostro y es tan agudo su dolor que se siente morir. Y llama a Jangleu de Ultramar.

CCLIV

Dice el emir:

-Jangleu, acercaos. Sois hombre valeroso y de juicio cabal: siempre acudí a vos en busca de consejo. ¿Qué pensáis de árabes y franceses? ¿Obtendremos el triunfo en esta batalla?

-Hallasteis la muerte, Baligán -le es respondido-; vuestros dioses ya no han de protegeros. Carlos es altivo y esforzados sus hombres. Jamás vi turba tan intrépida en el combate. Mas llamad en vuestra ayuda a los barones de Occián, turcos, árabes y gigantes. ¡Sea lo que fuere, no demoréis un instante!

CCLV

El emir ha extendido sobre su coraza su barba blanca como la flor del espino. Sea lo que fuere, no es su deseo ocultarse. Lleva a sus labios una bocina de timbre claro y la hace sonar con tal fuerza que el toque llega a oídos de sus sarracenos: por todo el campo se reagrupan sus huestes. Los de Occián rebuznan y relinchan, los de Argólide aúllan como perros. ¡Con qué intrepidez desafían a los franceses! Arremeten en las filas más compactas, las quebrantan y dispersan. Y después de su acometida, quedan siete mil muertos sobre el terreno.

CCLVI

El conde Ogier no supo jamás lo que era cobardía. Nunca cubrió una cota más cumplido caballero. Cuando ve quebrantados los cuerpos de ejército francos, llama a Thierry, el duque de Argona, a Godofredo de Anjeo y al conde Jocerán. Con gran fiereza exhorta a Carlos:

-¡Ved -le dice- cómo perecen vuestros hombres a manos de los infieles! ¡Dios no permita que ostenten vuestras sienes la corona si no los acometéis al punto para vengar vuestra deshonra!

Nadie responde una sola palabra. Todos clavan con fuerza las espuelas, lanzan a la carrera sus corceles y acuden a herir al enemigo dondequiera que lo encuentren.

CCLVII

Carlomagno, el rey, asesta prodigiosos mandobles. Y con él, Naimón el duque, Ogier el Danés y Godofredo de Anjeo que es portador del estandarte. Y entre todos sobresale por su bravura mi señor Ogier el Danés. Espolea su corcel, lo lanza con gran brío y acude a herir al que lleva el dragón, con fuerza tal que al instante derriba ante sí a Amborio, con el dragón y la enseña del rey. Contempla Baligán cómo cae su gonfalón y se abate el estandarte de Mahoma. Entonces comienza a comprender el emir que el error lo acompaña y que el derecho va con Carlomagno. Los infieles de Arabia se aprestan a la retirada. El emperador exhorta a sus franceses:

-¡Decid, barones, por Dios, si habréis de socorrerme! Y los francos responden:

-¿Por qué preguntarlo? ¡Felón es quien no luche a porfía!

CCLVIII

Declina el día y ya se acerca el crepúsculo. Francos e infieles combaten con sus espadas. Los que han hecho enfrentarse estos ejércitos son ambos valerosos. No echan a olvido su divisa:

-¡Preciosa! -exclama el emir.

Y Carlos le responde con su célebre grito de guerra:

-¡Montjoie!

Los dos se reconocen por sus voces altas y claras. En medio del campo se topan y se desafían, cambiando recios golpes de pica sobre sus adargas adornadas con círculos. Ambos parten la del adversario por debajo de los anchos brazales; los faldones de las dos cotas se desgarran, pero los combatientes no reciben herida en su carne. Se rompen las cinchas, resbalan las sillas y caen ambos reyes. En el suelo, se incorporan con presteza y desnudan intrépidamente sus espadas. Nadie habrá de interponerse en este combate; no podrá tener término hasta que no perezca uno de los dos hombres.

CCLIX

Carlos, el de la dulce Francia, es de singular bravura, y el emir no le tiembla ni se atemoriza. Enarbolan sus espadas desnudas y descargan sobre sus escudos recias estocadas. Parten los cueros y las maderas, que son dobles; los clavos se desprenden, los brazales vuelan en pedazos. Después, a cuerpo limpio, se golpean sobre sus corazas. De sus yelmos claros salen chispas. No ha de terminar esta lucha sin que uno de los dos reconozca su error.

CCLX

Dice el emir:

-¡Carlos, vuelve en ti! ¡Resígnate a mostrarme tu arrepentimiento! En verdad, has dado muerte a mi hijo y es gran injusticia que quieras despojarme de mi tierra. Conviértete en mi vasallo y ríndeme pleitesía, y ven después conmigo a Oriente para servirme.

Y responde Carlos:

-A fe que sería cometer gran villanía. No debo otorgar a un infiel ni paz ni amor. Acepta la ley que nos reveló Dios, la ley cristiana: de este modo te amaré al instante. Después confiesa y sirve al rey Todopoderoso.

-¡Mal sermón me estás predicando! -dice Baligán. Y seguidamente reanudan su lucha con la espada.

CCLXI

El emir es de gran vigor. Hiere a Carlomagno sobre su yelmo de acero oscuro, lo quiebra sobre su cabeza y lo hiende. La hoja penetra hasta la cabellera y corta un palmo entero de carne, o más; el hueso queda al descubierto. Carlos se tambalea y por poco cae a tierra. Pero Dios no quiere que sea muerto ni vencido. San Gabriel retorna hacia él y le pregunta:

-Rey magno, ¿qué haces?

CCLXII

Cuando Carlos escucha la santa voz del ángel, desecha todo temor; sabe que no habrá de perecer. Al momento recobra vigor y discernimiento. Golpea al emir con la espada de Francia. Le parte el yelmo, en el que fulguran las gemas, le abre el cráneo, derramándole los sesos y, luego de hendirle la cabeza toda hasta la barba blanca, lo derriba muerto sin esperanza.

-¡Montjoie! -grita después, para reunir a sus hombres. Al oírlo, acude el duque Naimón; sujeta a Tencedor y el monarca lo monta nuevamente. Los infieles se dan a la fuga. Dios no quiere que puedan resistir. Al fin alcanzaron los franceses la anhelada meta.

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CCLXIII

Huyen los infieles, porque tal es el deseo de Dios. Los francos les dan caza, conducidos por el emperador, y éste les dice:

-Señores, vengad vuestros duelos, dad rienda suelta a vuestra ira; esclarézcanse vuestros corazones porque esta mañana he visto vuestros ojos llenos de lágrimas.

Los francos responden:

-¡Así hemos de hacerlo, señor!

Todos asestan recios mandobles, tantos como pueden. Muy pocos infieles habrán de escapar, de entre los que allí se encuentran.

CCLXIV

El calor es sofocante y se levantan nubes de polvo. Huyen los infieles, acosados por los franceses. La caza no termina hasta Zaragoza.

Abraima ha subido a lo alto de su torre, y con ella están los monjes y sacerdotes de la falsa ley, que nunca fue grata a Dios: no fueron ordenados ni ostentan tonsura. Cuando contempla la singular derrota de los árabes, exclama en alta voz:

-¡Mahoma, acórrenos! ¡Ah, rey gentil, vencidos han sido nuestros hombres! El emir fue muerto, ¡y cuan afrentosamente!

Cuando la oye Marsil, se vuelve hacia la pared; sus ojos derraman llanto y deja caer su cabeza. Ha muerto de dolor, cargando con sus pecados. Y los demonios se llevan su alma.

CCLXV

Han perecido los infieles, y Carlos es vencedor de la batalla. Ha derribado la puerta de Zaragoza: sabe que nadie habrá de defender la ciudad. Toma posesión de ella, sus tropas la invaden: por derecho de conquista, allí pernoctarán sus soldados. El rey de la barba blanca se muestra pleno de orgullo. Abraima le ha rendido las diez torres mayores y las cincuenta pequeñas. Aquel que obtiene la ayuda de Dios lleva a buen término sus empresas.

CCLXVI

Pasa el día; es ya noche cerrada. Luce clara la luna y fulguran las estrellas. El emperador ha tomado Zaragoza. Mil franceses han sido encargados de reconocer a fondo la ciudad, sus sinagogas y sus mezquitas. Con mazas de hierro y grandes hachas destrozan las imágenes y todos los ídolos: no perdurará allí ningún maleficio ni sortilegio. El rey cree en Dios; quiere servirlo debidamente, y sus obispos bendicen las aguas. Hace llevar a los infieles hasta el baptisterio; si alguno resiste ante Carlos, el rey lo manda colgar, o le da muerte por el fuego o el acero. Más de cien mil se vuelven verdaderos cristianos por el bautismo, excepto la reina, que será conducida a Francia, la dulce, en cautiverio: el rey quiere que se convierta por amor.

CCLXVII

La noche pasa, despunta el claro día. En las torres de Zaragoza, Carlos ha dejado una guarnición. Son mil caballeros de probado valor los que guardan la plaza en nombre del emperador. El monarca monta su corcel; todos sus hombres lo imitan, y también Abraima, que lleva en cautiverio; mas tan sólo bien quiere hacerle. Ya retornan, henchidos de orgullo y alegría. Ocupan Narbona por la fuerza y prosiguen su camino. Carlos llega a Burdeos; sobre el altar del barón San Severino, deposita el olifante, repleto de oro y de monedas: los peregrinos que allí van pueden verlo aún. Cruza el Girona en las grandes naves que allí encuentra. Hasta Valle ha llevado a su sobrino, y a Oliveros, su noble compañero, y al arzobispo, que fue juicioso y denodado. En blancos ataúdes mandó colocar los tres paladines; allí, en San Román, yacen los valientes. Los francos los encomiendan a Dios y a sus santos.

Por valles y montes avanza Carlos; hasta Aquisgrán no quiere detenerse. Tanto cabalga que al fin desmonta en el atrio. En cuanto llega a su real palacio, envía mensajeros a sus jueces, con orden de presentarse ante él. Llama a los bávaros, los sajones, loreneses y frisones, y también a los alemanes, los borgoñones, los del Poitou, Normandía y Bretaña, y los de Francia, que entre todos descuellan por su prudencia. Entonces da comienzo el juicio de Ganelón.

CCLXVIII

Ha retornado de España el emperador. Llega a Aquisgrán, el mejor dominio de Francia. Sube al palacio y penetra en la sala. Y he aquí que sale a recibirlo Alda, una doncella de gran belleza. Dícele al rey:

-¿Dónde está Roldán, el adalid, que juró tomarme por esposa?

Carlos se siente pleno de dolor y pesadumbre. Llora y se mesa la barba blanca, y responde:

-¡Hermana, amiga querida! ¿Por quién preguntas? Por un muerto. Mas yo haré por ti el mejor cambio: Luis será tu prometido. No sé qué decirte que más pueda agradarte. Es mi hijo; él será el heredero de mis dominios.

-Singulares son vuestras palabras -responde Alda-. ¡No plegué a Dios, ni a sus santos ni a sus ángeles, que sobreviva a Roldán!

Pierde el color y cae a los pies de Carlomagno. Ha muerto al instante; ¡Dios se apiade de su alma! Los barones franceses no escatiman por ella llanto y lamentaciones.

CCLXIX

Alda, la bella, ha llegado a su fin. El rey cree que se ha desmayado, y llora conmovido. La toma de las manos, la levanta. Mas la cabeza se inclina sobre los hombros. Cuando ve Carlos que está muerta, llama al punto a cuatro condesas. La llevan a un convento de monjas y la velan toda la noche, hasta el alba. Junto a un altar, la entierran con gran pompa. El rey le ha hecho grandes honras fúnebres.

CCLXX

El emperador retorna a Aquisgrán. Ganelón, el vil, cargado de cadenas de hierro, está en la ciudad, ante el palacio. Los siervos lo han atado a un poste; le aprisionan las manos con correas de cuero de gamo y lo apalean fuertemente con estacas y bastones. No ha merecido otra suerte. Con gran sufrimiento, espera su juicio.

CCLXXI

Está escrito en la Gesta antigua que Carlos mandó venir a sus vasallos de todos los países. Están reunidos en Aquisgrán, en la capilla. Es el gran día de una fiesta solemne, la del barón San Silvestre, al decir de muchos. Entonces da comienzo el juicio, y he aquí lo que acaeció al traidor Ganelón. El emperador lo ha hecho arrastrar ante él.

CCLXXII

-Señores barones -dice Carlomagno, el rey-; juzgadme a Ganelón según derecho. Él me siguió con el ejército hasta España: me ha arrebatado veinte mil de mis franceses, y mi sobrino, que nunca más veréis, y Oliveros, el esforzado y cortés; ha traicionado a los doce pares por dinero.

Dice Ganelón:

-¡Caiga la deshonra sobre mí, si trato de ocultarlo! Roldán me perjudicó en mi oro y en mis bienes, y por eso busqué su muerte y su ruina. Mas no concedo que exista en ello la menor traición.

-Habremos consejo -responden los francos.

CCLXXIII

Ante el rey, permanece erguido Ganelón. Tiene gallardo el cuerpo y de buen color el semblante; si fuera leal, se le tomaría por un caballero. Mira a los de Francia, a todos los jueces y a treinta de sus parientes que responden por él; después grita con voz alta y fuerte:

-¡Por el amor de Dios, barones, escuchadme! Con el ejército, señores, seguí al emperador. Lo servía con buena fe y amor. Roldán, su sobrino, me tomó aversión y me condenó a la muerte y al dolor. Fui enviado como mensajero al rey Marsil, mas por mi habilidad logré salvarme. Desafié al valeroso Roldán y a Oliveros, y a todos sus compañeros: Carlos y sus nobles barones escucharon mis palabras. ¡Tomé venganza, mas no traicioné!

-Habremos consejo -responden los francos.

CCLXXIV

Ganelón ve que ha dado comienzo su gran juicio. Treinta de sus parientes están allí, con él. A uno de ellos recurren todos los demás; es Pinabel, del castillo de Sórnese. Discurre bien y sabe decir sus razones como conviene. Es valeroso cuando se trata de defender sus armas. Dícele Ganelón:

-¡Amigo, arrancadme a la muerte! ¡Apartadme de este juicio!

-Pronto estaréis salvado -responde Pinabel-. Si hay un francés que juzgue que merecéis la horca, pónganos frente a frente en el campo el emperador: mi espada de acero le dará el mentís.

Ganelón, el conde, se inclina a sus pies.

CCLXXV

Bávaros y sajones han entrado en consejo, y también los del Poitou, de Normandía y de Francia. Hay allí gran número de alemanes y germanos; los de Auvernia son los más corteses. Bajan la voz a causa de Pinabel y se dicen los unos a los otros:

-Conviene dejar así las cosas. Suspendamos el juicio y roguemos al rey que absuelva por esta vez a Ganelón; que éste lo sirva en el futuro con toda lealtad y todo amor. Roldán está muerto, nunca más lo verán nuestros ojos; ni oro ni riquezas podrán devolvérnoslo. ¡Gran locura cometería quien quisiera combatir!

Ni uno solo de los presentes deja de aprobarlo, excepto Thierry, el hermano de monseñor Godofredo.

CCLXXVI

Hacia Carlomagno vuelven sus barones, y dicen al rey:

-Señor, os lo suplicamos, absolved al conde Ganelón. ¡Que os sirva en el futuro con todo amor y toda lealtad! Perdonadle la vida, porque es muy noble señor. Ni oro ni riquezas habrían de devolveros a Roldán.

Y les responde el rey:

-Sois unos felones.

CCLXXVII

Cuando ve Carlos que todos le han fallado, baja la cabeza, presa de dolor, y exclama:

-¡Desdichado de mí!

Mas he aquí que ante él se presenta un caballero, Thierry, hermano de Godofredo, un duque angevino. Tiene delgado el cuerpo, menudo y esbelto; los cabellos negros, y moreno el rostro. No es demasiado alto, pero tampoco de corta estatura. Dice cortésmente al emperador:

-Buen rey y señor, no os apenéis de ese modo. Os he servido durante largos años, bien lo sabéis. Por fidelidad al ejemplo que me dieron mis antepasados, es mi deber sostener la acusación en este juicio. Aun si Roldán hubiera perjudicado a Ganelón, hallábase a vuestro servicio: eso debía bastar para su salvaguardia. Felonía cometió Ganelón al traicionarlo: contra vos se mostró perjuro y vil. Por esto juzgo yo que merece la horca y la muerte, y su cuerpo debe ser tratado como el de un felón que traicionó. Sí tiene un pariente que me quiera desmentir, quiero defender al instante mi juicio con esta espada que llevo ceñida.

-Bien dijisteis -exclaman los francos.

CCLXXVIII

Ante el rey avanza Pinabel. Es alto y robusto, de gran valor y agilidad; el que reciba un golpe de él, habrá llegado a su fin. Dícele al rey:

-Señor, es ésta vuestra audiencia: ¡ordenad, pues, que no se haga tanto ruido! Veo aquí presente a Thierry, que ha dado su juicio. Yo deseo desmentirlo y combatiré contra él.

Le entrega al rey, en el puño, un guante de piel de ciervo; es el de la mano derecha.

El emperador responde:

-Exijo buenos rehenes.

Treinta parientes se ofrecen en leal garantía.

-Os pondré a vos en libertad bajo caución -dice el rey a Pinabel.

Coloca bajo severa guardia a los rehenes hasta que se haga justicia.

CCLXXIX

Al ver Thierry que habrá de combatir, presenta a Carlos su guante derecho. El emperador lo pone en libertad bajo caución, y luego hace disponer cuatro bancos en la plaza. En ellos toman asiento los que habrán de enfrentarse. Al juicio de todos, se han desafiado según las reglas. Ogier de Dinamarca es el que ha acordado el doble reto. Después piden los adversarios sus caballos y sus armas.

CCLXXX

Puesto que están dispuestos a contender, ambos se confiesan, y son absueltos y bendecidos. Escuchan sus misas y reciben la comunión. Dejan a las iglesias cuantiosas ofrendas. Después, los dos vuelven ante Carlos. Han calzado sus espuelas, se cubren con sus blancas lorigas, fuertes y ligeras, y se atan sus claros yelmos. Ciñen sus espadas, cuyas empuñaduras son de oro puro, cuelgan de sus cuellos los escudos acuartelados, toman en el puño diestro sus tajantes picas y se acomodan en las sillas de sus rápidos corceles. Entonces vierten llanto cien mil caballeros, que por amor a Roldán, se apiadan de Thierry. Mas Dios sabe bien cómo terminará esto.

CCLXXXI

Bajo Aquisgrán es muy espaciosa la pradera; allí habrán de enfrentarse los dos barones. Ambos son animosos y de gran denuedo, y sus corceles se muestran ligeros y briosos. Los espolean con fuerza y dejan sueltas las riendas. Con todo ímpetu corren al ataque. Los escudos se rompen y vuelan en pedazos; se desgarran las lorigas, estallan las cinchas. Las monturas resbalan y caen por tierra las sillas. Y cien mil hombres lloran al contemplarlos.

CCLXXXII

Los dos caballeros han dado contra el suelo. Prestamente se incorporan sobre sus pies. Pinabel es robusto, ágil y ligero. Se provocan el uno al otro; ya no tienen sus corceles. Con sus espadas guarnecidas de oro puro, se golpean repetidamente los yelmos de acero. Son tan recios los mandobles que terminan por partirlos. Gran angustia oprime a los caballeros franceses. Y Carlos exclama:

-¡Ah, Dios mío! ¡Haced que resplandezca el derecho!

CCLXXXIII

Pinabel dice:

-¡Date por vencido, Thierry! Seré tu vasallo con toda lealtad y todo amor; a tu antojo te colmare de mis riquezas, ¡mas logra un acuerdo entre el rey y Ganelón!

-No tardará mi decisión -responde Thierry-. ¡Quede yo deshonrado si consiento en ello! ¡Que en este día señale Dios el derecho entre nosotros!

CCLXXXIV

Dice Thierry:

-Pinabel, muy denodado eres; te muestras alto y robusto, tus miembros están bien modelados y tus pares conocen todos tu valor: ¡renuncia a esta contienda! Te reconciliaré con Carlomagno. En cuanto a Ganelón, se le hará justicia, ¡y en forma tal que se hablará de ella hasta el fin de los días!

-¡No plegué a Dios, nuestro Señor! -responde Pinabel-. Quiero sostener a todos mis parientes. No me rendiré a ningún hombre vivo. ¡Prefiero morir a merecer tal reproche!

Y recomienzan a herir con sus espadas los yelmos incrustados de oro. Al cielo brotan las claras centellas. Nadie podría separarlos. No puede terminar este combate sin la muerte de un hombre.

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CCLXXXV

Pinabel de Sorence ostenta gran denuedo. Hiere a Thierry sobre el yelmo de Provenza. Saltan chispas, la hierba se enciende. Le presenta la punta de su hoja de acero, que se desliza por su frente y por su rostro. La mejilla derecha quedó ensangrentada. Le hiende la cota hasta más abajo del vientre. Dios lo protege. Pinabel no lo ha derribado muerto.

CCLXXXVI

Advierte Thierry que está herido en el rostro. Su sangre se derrama clara sobre la hierba del prado. Golpea a Pinabel sobre su yelmo de acero bruñido, lo parte y lo hiende hasta el nasal. Hace derramarse los sesos del cráneo; sacude la hoja en la herida y lo derriba muerto. Por este lance obtiene la victoria en la batalla. Los franceses gritan:

-¡Dios hizo un milagro! Es justicia que Ganelón sea ahorcado, y con él los parientes que han respondido por él.

CCLXXXVII

Cuando Thierry hubo ganado la pelea, viene hacia él el emperador Carlos. Cuatro de sus barones lo acompañan: el duque Naimón, Ogier de Dinamarca, Godofredo de Anjeo y Guillermo de Blaye. El rey ha estrechado a Thierry entre sus brazos. Con las anchas pieles de marta de su manto, le enjuga el rostro; después lo arroja y se cubre con otro. Con grandes cuidados desarman al caballero. Lo izan en una mula árabe y lo llevan alegremente y con gran aparato. Retornan a Aquisgrán los barones y echan pie a tierra en la plaza. Entonces da comienzo la ejecución de los otros.

CCLXXXVIII

Llama Carlos a sus duques y a sus condes, y les dice:

-¿Qué me aconsejáis hacer con los que he retenido?

Habían venido a las cortes para defender a Ganelón, y se han entregado como rehenes de Pinabel.

-Ninguno tiene derecho a la vida -responden los francos.

El rey llama a Basbrún, un veedor a su servicio, y le dice:

-Ve y ahorca a esos del árbol maldito. Por esta barba de pelos encanecidos, si se escapa uno solo, hallarás muerte y perdición.

-¿Qué otra cosa podría hacer? -responde Basbrún. Con cien sargentos, los arrastra a viva fuerza; son treinta los que perecieron por la horca.

El que traiciona pierde a los otros consigo.

CCLXXXIX

Entonces se retiran bávaros y alemanes, potevinos, bretones y normandos. Todos están de acuerdo, y los franceses los primeros, en que Ganelón debe perecer en medio de terrible angustia.

Se traen cuatro corceles, y a ellos se atan los pies y manos de Ganelón. Los caballos son veloces y briosos. Ante ellos, cuatro sargentos los azuzan hacia un arroyo que atraviesa el campo. Ganelón ha llegado a su perdición. Todos sus nervios se distienden, todos los miembros de su cuerpo se desgarran; sobre la hierba verde se derrama clara su sangre. Ha hallado Ganelón la muerte que merece un felón probado. Cuando un hombre traiciona a otro, no es justo que saque de ello vanidad.

CCXC

Cuando hubo tomado venganza el emperador, llama a sus obispos de Francia, de Baviera y Alemania, y les dice:

-Mora en mi casa una noble prisionera. Ha escuchado tantos sermones y parábolas, que desea creer en Dios y pide hacerse cristiana. Bautizadla, para que vaya a Dios su alma.

-Encontradle madrinas -responden ellos.

En las fuentes de Aquisgrán es bautizada la reina de España; le han puesto por nombre Juliana. Cristiana se ha hecho por verdadero conocimiento de la santa ley.

CCXCI

Cuando hizo justicia el emperador y apaciguó su gran enojo, convirtió a Abraima al cristianismo.

Huye el día, la noche se torna oscura. El rey se ha retirado a su aposento abovedado. Por mandato de Dios, San Gabriel viene a decirle:

-¡Carlos, alza tus ejércitos por todo tu imperio! Irás de viva fuerza a la tierra de Bira a socorrer al rey Viviano en su ciudad de Orfa a la que han puesto sitio los infieles. ¡Allí te llaman y te invocan los cristianos!

El emperador hubiera deseado no ir.

-¡Dios! -exclama-. ¡Cuántos sinsabores trae mi vida!

Brotan lágrimas de sus ojos y se mesa su barba blanca.

Ci falt la geste que Turoldus declinet. [Aquí termina la gesta que Turoldo firma.]

FIN

 

 

 

 

 

Autor:

Adrian

Partes: 1, 2, 3, 4
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