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Historia de una peregrinación (página 2)


Partes: 1, 2

La responsabilidad de haber hallado un tesoro es, desde luego, muy grande. Y el sujeto sufrirá siempre la distancia entre lo que él sabe y la ignorancia o torpeza que pueden circundarlo.

De aquí la angustia, tan frecuente en el origen y en el camino espiritual. No hay verdadero encuentro ni desvelo alguno en el alma, sin este perfil desolador, sin esta agonía, sin este vértigo.

En un instante aparece un contraste violento. Pero la paz auténtica no queda dañada. Es preciso aprenderlo y ejercitarse.

III

La apertura está hecha y ya se han dado los primeros pasos. Queda derribada la primera muralla que cerraba el acceso… Vamos a continuar.

La realidad interior se manifiesta en el VIAJE. En efecto, el descenso en este mundo, un cierto abandono lleno de sentido (aunque no fácilmente perceptible), constituyen lo que podría llamarse: lenguaje o expresión propia de la interioridad.

No son suficientes las definiciones como tampoco resultan eficaces los esfuerzos por explicar lo que sobrepasa los conceptos o el mismo lenguaje humano.

Se instaura así, por pura experiencia (si se nos permite decirlo así) una aproximación elocuente.

ésta se confunde con la historia.  En realidad con la metahistoria o hierohistoria. Con acontecimientos supratemporales que son ocasión.

Pero, ¿cuándo comienza este viaje, y de qué tipo de acontecimientos se trata?

Este viaje no es otro que el descenso del Hijo de Dios. Es el único, y cualquier otro será, al menos, una participación por gracia.

La apertura del misterio del hombre, su manifestación, sólo puede darse en el Misterio de Dios.

Pero hay mucho más. Aquí se vislumbra el DON de Dios. Pasamos enseguida de una perspectiva que llamaríamos existencial, al nivel de la GRACIA, más allá de los proyectos, previsiones y posibilidades humanas.

Lo que más nos interesa, por ahora, es asociar este orden de la Gracia con la misma intimidad de que hablábamos más arriba.

Para ello será conveniente detenernos en la breve presentación del frecuente problema, que tanto descorazona a los principiantes: el tiempo del cual se dispone, las ocupaciones, las distracciones y mil cosas más. Añadiendo, desde luego, las dificultades mayores, repetidamente asediantes en los días que corren: adversidad, sensación de fracaso, persecución y otras muchas situaciones, que parecen confabularse contra la paz y disposición interiores.

Se oye, generalmente, el siguiente reparo: No "da" el tiempo…; quisiera dedicarme a tantas cosas y no puedo… ¿Cosas?

Es probable que la vocación contemplativa no se desarrolle armónicamente a causa de las cosas. En efecto, el sujeto espera -por lo general- situaciones ideales y cuando no las logra o las pierde tal como las imaginaba, padece una desilusión o se cree víctima del fracaso.

La primera solución de este problema debe darse en el estricto plano de la interioridad. El hombre no precisa de otro lugar que no sea su propia alma. Es claro que ésta no es un… lugar. Pero sí es el ámbito pertinente, el verdadero, de cuanto se desea o se recibe, de las más altas relaciones en el plano espiritual.

La VISIÓN es, análogamente, acto del alma. Y, aunque adoptemos un lenguaje metafórico, es claro que se da, en los ojos interiores, una noticia luminosa directa.

Desde luego, Dios mismo, su Gracia, es iluminante. Aun en medio de la tensión o de la agonía, cuando al hombre se le presentan los objetos más contradictorios, basta un instante, un simple pensamiento, un acto de la memoria, para que, inmediatamente, la conciencia se eleve y retome lo que acontece en nivel más hondo.

No será superfluo citar aquí a un autor como Proclo. Decía, en efecto, este pensador griego que "cuando los dioses nos conducen en la iniciación no nos iluminan por medio de palabras sino por acciones". Es decir que "recibimos el poder de unirnos a los dioses por los mismos dioses, más allá de nuestra conciencia". Se trata, apunta Trouillard, del planteo de una comunión con la divinidad anterior a nuestros modos, a nuestras maneras claras…

Pasando, entonces, al tema de la Oración, según Proclo, el mismo comentarista afirma que la plegaria "se precede a sí misma como el saber. Si nuestra oración es intermitente en el nivel de su ejercicio deliberado, no dejamos jamás de orar en la substancia de nuestra alma, más aquí de las fluctuaciones de nuestra conciencia. La premoción que nos lleva a convertirnos substancialmente a la divinidad (El. Theol. 39, 191), y sin la cual no tuviéramos ni ser ni vida ni pensamiento, es eminentemente una oración. Existe, pues, una oración inscrita en la misma espontaneidad de nuestro ser (y en nuestra vida, nuestro pensamiento y nuestra actividad en tanto que son sustanciales) y que es una indisoluble comunicación con lo divino" (J. Trouillard, L"Un et L"Ame selon Proclo, París 1972, pp. 177-78). La enseñanza de Proclo acerca de la oración tuvo no escasa influencia en ambiente cristiano, especialmente en el siglo XVII. Aquí nos ha interesado por dos motivos. El primero es el lugar de privilegio del filósofo entre los místicos de los siglos XIII y XIV. Y luego por el papel de esta suerte de premoción, que podemos entender muy bien como el primado de la Gracia en la vida del cristiano. El DON de Dios es, pues, anterior a cualquier modo o sospecha o plan que el hombre intente. Y, por supuesto, supera las adversidades, las llamadas distracciones o cualquier cosa que aparezca inconveniente…

La conciencia de algo, la conciencia actual, no es garantía de su presencia como tampoco de su acción. La disposición es, desde luego, necesaria en el sujeto que padece la obra divina. Pero no se requiere otra atención que no consista en el desapego y el abandono  habituales.

Pasemos ahora a una nueva consideración. 

IV

 Pasión… La vida contemplativa no es invención del hombre. La vida contemplativa y la Contemplación sólo pertenecen a Dios. Adrienne von Speyr hablaba de una conversación de Dios con Dios, refiriéndose a la oración, como un acontecimiento de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, (Cfr. L"Experience de la priére, París 1978, p.9). El hijo de Dios, el hijo en el Hijo Unigénito, queda incorporado a la Vida y al Misterio por la Gracia. En esta perspectiva, en el hecho mismo de su adopción, aparece la vocación contemplativa como fundamento esencial de su vida en pura relación a Dios.

Esto es lo que debemos tener presente en el momento de ocuparnos de la realidad de la contemplación. Porque ésta no podrá darse fuera de la vocación divina ni de la Gracia…

Si antes hablábamos de viaje, hoy hablamos de pasión. En efecto, Dios nos conduce, nos lleva y obra en el corazón. Y por la obra nos asimila a El. Es una suerte de incorporación, de imitación, que tiene por figura, ejemplo y modelo al mismo Verbo en Quien hemos sido concebidos y creados.

La introducción en la vida contemplativa se realiza en Cristo-Jesús, por obra del Espíritu Santo. Y ya no hay otra realidad, que irá creciendo y desarrollándose según el designio y la gracia de Dios.

El auténtico contemplativo padece a Dios, a semejanza del Señor, cuyo alimento es "hacer la voluntad" del Padre (Jn. 4, 34). Por lo que nos dice el Apóstol San Pablo: Tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús; el cual siendo su naturaleza la de Dios, no retuvo su prerrogativa, sino que se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres. Y hallándose en la condición de hombre se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz… (Filip. 2, 5-8).

No ha de extrañarse, entonces, el contemplativo por las asperezas que surgen en el camino emprendido. No se trata de contrariedades sino de la vida misma del Hijo de Dios.

Desde luego, hoy se halla el hombre en una encrucijada particular, que parece ser ajena y aún opuesta a la contemplación. Sin embargo nunca como hoy puede tener conciencia de la realidad de su exilio.

La adversidad (por decirlo de alguna manera) produce un rudo choque, quizá un encuentro no esperado. La desilusión y el dolor asestan golpes ante los que no se está debidamente preparado. Todo eso es verdad y aún más, mucho más de cuanto alcancemos a esbozar aquí. Pero no puede olvidar, el contemplativo, la gesta y la epopeya de Getsemaní. Es allí, o aquí, donde se desencadena la espiral y el abismo. Es la ocasión, la mejor, de penetrar en el alma y en su misterio.

Desde las contrariedades hasta los mayores sufrimientos, desde lo más inesperado hasta la monotonía de lo cotidiano, hallará -el contemplativo- en todo instante la manifestación auténtica del ser. ¡Y que no nos escandalice o nos parezca demasiado extraño! Cuando se atraviesa cierta frontera, el acicalado lenguaje del mundo, sus halagos o sus previsiones son completamente inútiles.

Repetimos el hecho que deseamos subrayar. Toda adversidad o contrariedad se explica y se halla en la Pasión del Señor. Se trata de la vocación crística, permítasenos decirlo así, opuesta a la vocación adámica, perdida de una vez para siempre. En efecto, la paternidad del viejo Adán es pura ilusión o un espejismo del cual es preciso cuidarse.

Sólo se descubren las honduras del Ser y el misterio del alma humana, toda ella abierta al Ser y a Dios, en la Figura de Cristo. Volvemos al Apóstol San Pablo, que nos dice: Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma su nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra, para que os conceda según la riqueza de su gloria, que seáis poderosamente fortalecidos por su Espíritu en el hombre interior; y Cristo por la fe habite en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en el amor, seáis hechos capaces de comprender con todos los santos qué cosa sea la anchura y largura y alteza y profundidad, y de conocer el amor de Cristo que sobrepuja a todo conocimiento, para que seáis colmados de toda la plenitud de Dios (Ef. 3, 14-19).

Las pruebas, por tanto, son parte privilegiada de una vida de contemplación. Revelan el misterio de la Cruz, al mismo tiempo que la hondura del alma. Son dos dimensiones que no deben separarse. De todas maneras, el camino más alto es aquél que no tropieza consigo, que no tiene en cuenta, que olvida… Es el desprendimiento de toda creatura.

Vamos a seguir por la senda del desprendimiento y del abandono, a través de las circunstancias que -por lo general- se presentan en la vía de la contemplación. No podemos pretender decirlo todo, ni siquiera tratarlo en modo orgánico. Esto sería poco menos que imposible. Desde un principio se exige una actitud radical y profunda. Una suerte de negación sin compromiso alguno. El viajero no lleva equipaje. Es una especie de exiliado y él mismo se sabe desterrado de su Patria verdadera… 

V

 SIN COSAS. Des-codificado y des-ideado. Seguro de su vocación y de una invitación sublime… Padece, el contemplativo, un llamado inefable, sin nombre conocido para él. ¿Para qué uno u otro nombre? Basta uno, el ÚNICO. Respiro hondo, en fin, sin categorías.

Respiro hondo, que es como una simple presencia. En efecto, el hombre contemplativo no es el que hace cosas (ni menos todavía cosifica) consideradas como propias o aun pertenecientes a algún género de vida contemplativa. No, no es ni obra ni juzga de esta manera. No es, en efecto, contemplativo a ratos. Lo es, en cambio, siempre. No se trata de acentuar sólo algunos momentos y, por haber dispuesto de todos ellos, se siente satisfecho: ha cumplido. Nada de eso.

El auténtico contemplativo, el que juega toda su vida, sabe que lo que cuenta, antes que nada, es su respuesta y su presencia en la historia. Digamos algo así como la densidad de su presencia. Es la orientación, su dirección, la que, muy luego, sale impresa en sus obras o en lo que sea… Orientación, tensión a, dirección… Resulta entonces una suerte de posesión. En realidad es él el poseído, con anticipación a cualquier manifestación u obra. Se trata de algo siempre anterior, previo a la manifestación que sea y aún independiente de ella. Hablamos de una vivencia plena en la cima del alma.

Afincado en su interior, el contemplativo descubre la libertad en modo nuevo, libertad que -como decía un Cartujo- permite explorar la transparencia interior, que no comporta ni hábito ni término; se la encuentra allí, siempre en el primer instante de la primera mañana, donde todo recomienza entre el alma y Dios". Y añade que "todas las otras libertades de las cuales se habla, no son más que débiles y lastimeros ecos de aquella libertad".

Descubrimiento de la Aurora, podría decirse… Este planteo, pues, deja al hombre sin seguridades engañosas. Si no asume el hecho y no acaba por despojarse de las cargas innecesarias, acabará por fabricar su propia angustia en la cosificación y en sus insolentes desafíos.

En cada caso es un camino inexplorado, original. Siempre proporciona nuevas y luminosas sorpresas… pero no hay que descuidar la memoria de esta realidad. La conciencia de que es, aunque no se pueda explicar ni decir.

"Aquello" acontece de todas maneras. A pesar de distracciones y somnolencias, a pesar de los adormecimientos, de las terribles soledades y de las azarosas interrupciones. En fin, a pesar de la tonta sordera del mundo y a pesar de nuestra propia ceguera.

Aunque el Amor no sea amado, el Amor ES. Aunque no llame atención alguna, aunque haya tantos distraídos…, aunque nadie se de cuenta.

La conciencia de "Aquello" no es fuerza ni potencia que se perciba. Su inefable intensidad se compara al "silbo de los aires amorosos", a la delicada brisa que halló al Profeta Elías. 

VI

 Etapas del desprendimiento. El razonamiento reducido a sí mismo es estéril y vano. Constituir como techo y bóveda lo que llamaríamos el orden psíquico o de la razón es procurar asfixia y muerte. El resultado está a la vista. La era presente no es otra cosa, con su deslumbrante esplendor técnico, que la última consecuencia de semejante pretensión.

El hombre está perdido, desorientado, perplejo; sin rutas, sin otra alternativa que introducirse en una máquina prefabricada, cuyo control escapa totalmente a sus posibilidades. Y con ello ha renunciado a tomar distancia entre lo que hace y lo que es. No puede elegir con facilidad, le está vedado rechazar. Un inmenso y demoledor alud le cae encima: es decir, lo que está hecho y consumado, lo que, sin distinción debe aceptar.

La corriente general se ha vuelto omnipotente hasta tal punto que la persona no se da cuenta de su inserción en ella. En efecto, el hombre contemporáneo se halla envuelto, formando parte él mismo del alud que lo aplasta.

El gusanillo de la soberbia adopta diversos rostros, algunos de los cuales son más que sorpresivos. Son máscaras que disfrazan y simulan. Los que las llevan, por lo general, no las advierten.

El enemigo del linaje humano es un habilísimo fabricante de estas máscaras, que vende y distribuye a bajo precio. En no pocas ocasiones, so color de virtud, el hombre las compra. En otras, sobre todo, cuando tiene miedo.

El miedo es el gran instrumento del enemigo. Su poder y extensión son aplastantes. Es imposible reconocer nuestro tiempo (como cualquier otro) o la situación de cada persona, sin tener en debida cuenta la acción de ese falaz instrumento.

El miedo aísla hasta el punto de conducir a la razón humana a justificar las peores deserciones. Suscita conflictos entre hermanos, reivindicaciones falaces entre próximos… y enlaza, por fin, con el resentimiento, trabando el respiro. Es, el miedo, fatídico instrumento, enemigo directo de la libertad.

Otro instrumento del antiguo adversario y tentador es la sospecha. Nada más terrible que el hombre sumergido en la duda que corroe las entrañas. Típica tentación, demonio voraz, que castiga implacablemente a unos y a otros y que a ninguno deja en paz.

Ahora bien, el hombre, hoy, es en gran parte inconsciente de la existencia de estos instrumentos, así como ignora a quien se sirve admirablemente de ellos.

El afán de lo mucho, de la cantidad, aparece en el horizonte de este mundo. Todos se levantan a rendirle pleitesía y se apresuran a militar bajo sus banderas.

Inmensa es la multitud que pide más. ¿De qué? De todo. Y, sobre todo, de un poder anónimo, despojado de perfiles ciertos y celado por mil furiosas máscaras.

El enemigo y la tentación de la cantidad tienen proyecciones colosales en este mundo, hoy. Inclinado el hombre a medirlo todo, ya desde ayer y por su pecado, difícilmente pasa por la prueba sin caer alguna vez, sin rendir algún tributo.

Obsesión singular de contar. Pasión de contar y de poseer de mil maneras. Inquietud movediza, que no deja respiro. Inquietud por anotar otro palote más. Furia incontenible por pasar primero, esto es: por dejar a otros atrás.

El nombre es legión. Multitud inacabable de maneras y de razones. Infinidad de máscaras, fraccionadas a placer del tentador.

Allí están mujeres y varones, formando fila obediente para obtener un certificado. -¿De qué? De la cantidad de cosas, de obras, de propiedades, de caminos, de años, de segundos, de nervios, de planteos, de problemas

¡El hombre está indefenso! No ha querido atender a su vida, a su origen, a su destino. Ha caído víctima de no se qué máquina, de lo que no existe, del espejismo, del vacío. Pretendió hallarse, tal vez, en una pantalla y ésta, como fatídico espejo, le devolvió la máscara de un cadáver. Así, en nombre de mayorías anónimas e inciertas, fantasmagóricas, se condena, con frecuencia, a la libertad.

Al hombre contemporáneo no le agrada aparecer como "dormido". Tal vez no le importe mucho serlo, en realidad. Pero no tolera que se lo tenga como tal, que los otros lo consideren fuera del ámbito del mundo que pisamos.

El que es juzgado como "distraído" no goza de ningún favor. Tampoco agrada ni obtiene consenso el que decide callarse la boca. En general gozan del favor del público aquellos que ejecutan lo que el mismo público quiere o aplaude; aquellos que ejecutan puntualmente ciertos actos establecidos. Es verdad que no se sabe por quién. Es verdad que nadie se interroga por el autor o por el sentido de gestos y gesticulaciones… no importa, es lo establecido, es lo que todos hacen…

Pero… ¿quienes son "todos"? Son, desde luego, los más… ¿de qué? ¿De un cierto grupo? ¿de un determinado ambiente? ¿de una región? ¿de este país o de aquel otro? ¿De todo el mundo? Pero ¿de qué mundo? ¿de este año o del pasado? ¿Y cómo saber exactamente quiénes y en qué cosa estos son más que otros?

Preguntas vanas, sin duda, pero que un curioso, quizá algo disconforme, tiene derecho a formular…

Lo que todos hacen… Eso no es, necesariamente, lo que, en realidad, pretenden… Sí, aquellos mismos, que se dicen todos y que, frecuentemente, carecen de nombre y de rostro; ellos no saben lo que quieren. Precisamente porque ¡sólo quieren lo quieren todos! Y ¿qué quieren todos? Nadie lo sabe y nadie puede saberlo.

Generalmente quien dice querer algo y asegura que eso lo que buscan "todos", sólo ensaya, con timidez, lograr lo que él pretende y no acierta a obtener por si mismo. Necesita, pues, la seguridad ilusoria de la multitud.

No existe voluntad en la multitud. ¿Qué es lo que quieren los más? Pero ¿quiénes son los más y en qué resultan ser más y cuál es su medida? Y si se pretende hablar de todos nos topamos con la misma imposibilidad de determinar cantidades. En el fondo siempre prevalece una suerte de cálculo arbitrario, un límite o una medida pergeñada con capricho.

No nos interesan estos valores en la vida espiritual. No podemos, en modo alguno, quedar atrapados en el callejón sin salida de los cálculos del poder. Tampoco las pretensiones de este mundo nos sirven… tal vez la misma lógica de quienes están empeñados en él acabe por deshacer sus propias aspiraciones. Lo que es, por otra parte, muy frecuente.

Es imposible, pues, determinar quiénes son todos o quiénes tienen el especial privilegio de representarlos.

Lo que sí, en cambio, interesa es que hay un sólo Redentor y no muchos; que sólo Uno ha ocupado, con eficacia, el lugar de todos, y que eso sólo puede hacerlo Dios.

Multitudes las hay de todo tipo y color. pequeñas o grandes, con muchos o pocos miembros. Algunos adhieren desde lejos, otros se hallan más cerca, y los demás tratan de sumarse en apretado bloque, según la densidad o el volumen de sus cuerpos.

De muchas maneras se manifiesta el hombre-multitud. Y conste que se resta importancia al número, o al supuesto clamor de las reuniones… El hombre-multitud parece existir según la intensidad de su furia borreguil.

Es evidente que semejantes observaciones no favorecen, al menos aparentemente, la paz.

La desolación y la torpeza se revelan en un extenso panorama y el observador queda apesadumbrado por semejantes constataciones. Se sabe víctima, él también, sin muchas posibilidades de defensa. No logra, generalmente, ver al enemigo. Intuye y sabe que éste le castiga de muchas maneras. padece manifestaciones, signos elocuentes, del asedio que lo amenaza. Pero no distingue al autor de tanto descalabro.

El observador se descubre postergado, marginado, desposeído. Terriblemente dependiente e impotente.

Esta dependencia, no debidamente discernida, es fuente de confusiones y de serios desvíos, de daño en la salud y de desorganización interior.

Así, pues, se presenta lo que podríamos llamar la Información, imposición severa de un mundo que pretende disponer, a su arbitrio, de la palabra y del lenguaje. Semejante y angosta determinación es recibida sin respiro. A nadie se le ocurre tomar o ganar distancias. Sólo cabe aceptar lo que se transmite en palabras y contenidos.

La invasión de todos estos elementos se opera con tal rapidez y asalta de tal modo la conciencia que el sujeto no descubre espacios entre ellos y su propia realidad.

Caos, tiniebla e imposición. Descúbrese, el hombre, miembro de un mundo que no ha creado. Se sabe formado y dependiente, fatalmente determinado.

La fatalidad que experimenta le impide un movimiento de respiro. Le es muy difícil aceptar que en el propio ambiente, en el cual se encuentra, puede hallar aperturas o sendas de salvación.

Esta situación de asfixia es constatable en todos los niveles y en todos los lugares de una sociedad agobiada y esclava de la información y del dato. En efecto, en esto consiste la terrible malla que cierra el horizonte, que se erige en totalizante y totalizadora y pretende abarcar, despóticamente, todos los campos de la vida humana.

La información depende, desde luego, de otras instancias, pero todas ellas parecen aunarse para producir una resultante, a saber, la limitación del horizonte humano a una cierta medida aceptada y aceptable. Lo demás es rareza o locura. El resto es exilio y es considerado excluido del mundo y de la sociedad de los hombres.

Hay quienes, en semejante cuadro, pretenden incluir el Evangelio. Tamizado, desde luego, por el buen sentido, por una especie de religiosidad inocua y, sobre todo, razonable.

Nadie puede salirse de estos cánones, de lo establecido, de lo que tiene consenso. Todo el que, inoportunamente, vaya más allá, encontrará condenación o indiferencia y la consiguiente pena del destierro.

Por todo ello el hombre se ve sometido a una terrible tentación: apegarse, adherir a este mundo… Por todos lados, por todas partes, oye el elogio y las ponderaciones de sucesos, tiempos y lugares, de los que no puede estar ausente, so pena de una grave, muy grave deserción y falta.

Todos, buenos y malos, hablan de introducirse por los caminos y laberintos del siglo, participar confiadamente en su magnífico progreso, adoptar su lenguaje y, sobre todo, sus métodos y sus técnicas.

Al observador se le enciende el ansia de no quedar rezagado ni atrasado en semejante avance. Es lo que le da más miedo. Ya se avergüenza al juzgarse un poco detrás; de que tantos, y a tal velocidad, le aventajen en el camino. Hay demasiados delante. Y no vuelven la cabeza, no miran hacia lo que dejaron, sólo tienden a alcanzar no se sabe qué cosa que se halla siempre delante… Al menos así parece.

Ahora es víctima de una feroz competición. Se compara, se mira en el espejo, envidia, recela y, por fin, impotente de salir de sus situación, acaba por resentirse, alimentando una herida muy difícil de cerrar.

Pero ¡ay de los rebeldes! Pagará muy caro quien no acepte las reglas de juego establecidas… ¿Muy caro? Bueno, perderá un nombre y los títulos y quedará desterrado.

En efecto, el que no se suma al coro y al aplauso se establece en un horizonte de locura, de rareza. Se excluye del mundo. En realidad abraza, de alguna manera, el estado eremítico.

¿Qué es esto? Pues, simplemente, que la SOLEDAD no es territorial sino que se halla en esta marginación, fuera del consenso y de la seducción del mundo aceptado y aceptable; fuera del ámbito cerrado de la información y, sobre todo, fuera del lenguaje impuesto en la multitud.

A pesar de las distracciones, el contemplativo, para ser fiel a su vocación, ha de saber que es absorbido y que vive, no en la periferia sino en el centro del alma. Aun cuando no tenga conciencia actual de ello, estará más en su corazón que en sus actividades. Entendamos, sepa, quiera y acepte.

Pero la enumeración de los problemas y de las contrariedades no debe ocultar lo que acontece de todas maneras, aunque tantas y tales amenazas puedan efectivamente acechar.

¿Es posible cumplir con dos actividades o hallarse en dos estados a la vez? Este planeamiento no es correcto. Naturalmente, cuando se trata de funciones y de funciones especializadas, desde luego superficiales, éstas se excluyen entre sí.

Aquí hablamos, en cambio, de un estado habitual, de una especie de estado de adhesión o unión, que puede ser compatible con actividades de orden inferior… Desde ya, cuando son buenas y ordenadas. Hablamos de una Gracia que se recibe por encima de cualquier circunstancia y que depende de la liberalidad y misericordia de Dios.

Luego porque la persona es absorbida y levantada. Y ya no pierde su condición, a no ser que ella misma la rechace.

Ahora bien, frente al choque o al encuentro difícil del contemplativo con las manifestaciones antes apuntadas, puede afirmarse que de ningún modo resultan un impedimento para su vocación. Por el contrario, hemos visto que aparece un modo muy especial de exilio y de soledad, que ha de aceptar con disponibilidad en el corazón.

Como tantas situaciones juzgadas adversas, éstas acaban por manifestar un secreto que es su misma superación. De todos modos, las crisis o desapariciones de no pocas ayudas, servirán -siempre-para centrarse directamente en lo esencial. 

VII

 Vemos que la Fuga Mundi es necesaria. Es el primer paso de toda vida contemplativa y esta aversión del mundo es hoy urgente. Pero si observamos la realidad más de cerca comprobaremos que el mismo mundo es el que expulsa a los que no comulgan con él. En efecto, es el mundo el que está en fuga, hundido en su propio rechazo.

El contemplativo persigue la raíz y el secreto profundo, el tesoro que encierran las cosas. No elude las asperezas del camino que lleva hasta el final. No se detiene en las etapas intermedias. No le satisfacen las medias explicaciones o las medias tintas. Prefiere siempre el silencio que le habla más de lo esencial. Pero tampoco al silencio por sí mismo. No lo hace por amor al silencio -decía un Cartujo- sino por el silencio del Amor.

El contemplativo sabe que la apariencia de este mundo pasa. Y tiene apuro por alcanzar el Fin. Pero, al mismo tiempo, bendice el lugar y el tiempo donde el Señor ha querido encontrarlo. Sabe que los grandes tesoros no se hallan lejos sino demasiado cerca. Que derribando los muros más próximos se encontrará ciertamente con lo que tantos pretenden hallar a mucha distancia.

Por otra parte, el Señor no cesa de purificar los caminos para evitar engaños o errores. Sólo Dios basta. Pero el hombre puede engañarse, deteniéndose en alguno de los medios.

Remedio oportuno es, siempre, la propia debilidad. Sí, esa debilidad que tanto avergüenza. ¿La presentamos también al Señor? ¿O, con mucha frecuencia, la escondemos en no se qué pliegues, para que no nos moleste? Entonces es peor. Porque habiendo entrado en el universo del Amor nuestras acciones deben ser de total abandono y confianza. Dejemos al Señor ayudarnos, sin rubor alguno. Dejemos a Dios ser Dios. No hay, en consecuencia, impedimentos y no valen las excusas. Sabemos que nada ni nadie puede apartarnos del Amor de Dios, de Dios mismo.

Superados los escollos, deshechos los argumentos que se quieran esgrimir, levantado el ánimo por una vocación auténtica, el camino queda abierto.

El contemplativo recibe, como primicia y regalo, la permanente invitación del Padre a pasar más adentro. Más adentro, quiere decir: más en su Hijo, más hijo en el Hijo, más adentro en su hermosura, como decía San Juan de la Cruz.

Descubre entonces el cristiano cuál es la intimidad a la que ha sido llamado. Porque no ha de imaginarla, ni esquematizarla, proyectarla o programarla. Ha de descubrirla, siempre nueva, en los pasos y en las visitas que el Señor le regale. Ya no hay distancias. Toda la complicada armazón se derrumba. No es necesaria.

Más de una vez soportará, con coraje y confianza, el asalto de la tentación de trazar su propia senda, de quedarse con algún ídolo, sucumbir al espejismo… Será preciso, en ocasiones tales, no desmayar y seguir con abandono.

Más adentro en el Corazón de Dios. Donde no hay ni dentro ni fuera. Donde todo es en todas partes, porque no existen partes ni fragmentos. Porque Dios se da todo… En el Hijo está escondido el Misterio del Padre.

Peregrino en la Casa del Padre, el contemplativo calla. Ya no sabe dónde está, si en este mundo o fuera de él. Padece de nostalgia y de alegría. Halla debilidad en su fortaleza y fortaleza en su debilidad. Sin lograr un esbozo ni un perfil, adivina la Gloria que lo habita.

Es llevado y abrazado por el Espíritu que penetra su alma como el fuego en el madero. No puede decir mucho o, mejor, debe callar todo. El silencio es, ahora, una realidad, quizá imposible de explicar. Nada tiene que ver con las posturas anteriores. El silencio olvida al silencio, como el desierto no sabe que es el desierto. La soledad adquiere una dimensión inefable cuando el contemplativo se sabe, por Gracia, a solas con el Solo, con el Único.

Se manifiesta el sentido del alma, su orientación, su destino. El alma se abre en la hondura del Misterio y no sabe otra cosa; porque ella es o existe para el Misterio… El alma se conoce y se reconoce en la Pura transparencia de la Mirada de Dios.

Ahora bien, todo esto es posible por la disponibilidad o la dichosa capacidad del hombre, desde las condiciones de su cuerpo -su primer templo- hasta la cima de su alma. Hay aquí una continuidad armoniosa. Veamos una de sus notas.

El hombre es frágil. Es condición suya padecer, desde la acción de Dios, desde su creación, salvación y deificación, hasta sufrir el dolor y la desdicha… Nadie puede amar verdaderamente si no es alcanzado, si el dardo no penetra hasta el fondo y llega a destino en el corazón. El Señor reveló el Amor del Padre haciéndose vulnerable… Recibir un DON. ¡Si conocieras el don de Dios y Quien es el que te dice: dame de beber! (Jn. 4, 10). Y éste no consiste en aprehender ni en asir cosa alguna que se regale desde fuera, sino en padecer o compadecer. Y así nos cuenta Dionisio de su maestro Hieroteo que no tanto aprendía cuanto padecía lo divino.

Lo más propio y personal, lo más íntimo, es aquello que el Señor dona… Una piedrecita blanca con un nombre nuevo que sólo conoce el que lo recibe (Apoc. 2, 17). El alma es, sobre todo, templo y morada de Dios. ¿Cómo soslayar o postergar el lugar que el Señor se ha construido para estar con el hombre hoy mismo?

El alma es el cielo anticipado y el contemplativo descubre, en su abismo, el Misterio escondido desde todos los siglos…

En el alma nace el Señor. 

VIII

 El exilio al cual nos hemos referido, es sentimiento o experiencia fundamental de la realidad. Dios siembra en el contemplativo un ardiente deseo de unión inefable, que no puede explicarse aquí ni en ninguna otra parte.

Esta suerte de nostalgia y de tensión es mayor durante las horas de la prueba. No se sabe muy bien qué es lo que ocurre; no se acierta con el dolor que se sufre. El hombre está azorado por tantas sorpresas y por todo lo que ignora.

Surge, despacio, una luz nueva. Vuélvese a la Aurora, que no es la misma de ayer. Es un Nacimiento, es el alma fecunda en la obra de Dios. Es una arrebato aun mayor, porque más y más se enciende la lumbre. El alma, todo hombre, aspira. Aspira y engendra en su corazón. Engendra y es engendrado. Tecum principatus in die virtutis tuae, in splendoribus sanctis, ex utero ante luciferum genui te… (Ps. 110 -109-, 3). Dominus dixit ad me: Filius meus es tu; ego hodie genui te… (Ps. 2, 7).

La Deidad está velada pero es omnipresente. Está en el Centro, es el Centro, en el Corazón. No fuera tal si se confundiera con sus propias huellas. Pero su Presencia es íntima al corazón que se deja encontrar y que todo lo deja. Presencia que transfigura y transforma, y da la abundancia de su Amor.

Anudado en adamación inefable, ha convertido dos en uno. En dos que son más uno que dos. ¿Qué valen o qué dicen los números? Callen los curiosos y se desplegará la densidad del silencio. A imagen y en el Seno de la Trinidad Santísima.

 

 

 

 

 

Autor:

P. Fr. Alberto Enrique Justo O.P.

Partes: 1, 2
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